Vivimos
una época en que tanto bombardeo mediático, hecho por parte de distintas,
masivas formas de difusión, cada vez en mayor número y de tendencia
creciente, va influyendo los comportamientos sociales. Así, se ha vuelto muy
común, por ejemplo, el repetir un gastado chiste televisivo, comentar hasta
el cansancio sobre tal encuentro deportivo, copiar lo más posible el look del o la artista de moda, ser fan de una estrella al seguirlo
en su Facebook o Twitter, estar al pendiente del nuevo estreno de la cinta de tal o
cual saga (por ejemplo, de Crepúsculo o Harry Potter), tratar de ser como un superhéroe
(entre los niños y adolescentes este es un muy común comportamiento), y
cuestiones por el estilo.
Esto
no es nuevo, por supuesto, ya que nace cuando la mediatización se hace cada
vez más intensa y extensa. Muy probablemente la masificación de ciertos
patrones de conducta y comportamiento sociales comienzan con la invención de
la Radio, seguida de la Televisión, justo con la cual, la manipulación y
enajenación que hoy vivimos tomaron su actual forma. Ninguna invención
previa ha influido tanto como la televisión para, digamos, estandarizar
tanto a una buena proporción de la población, así como a sus respectivos
comportamientos sociales. Y en buena medida, aún lo sigue haciendo, a pesar
de los nuevos medios de difusión,
como las así llamadas redes sociales,
las que ya también están contribuyendo con su dosis de normalización y estandarización
de los millones de personas que se sirven de ellas para “comunicarse”
entre sí, cosa que la mayoría de las veces, más bien, lleva a un
aislacionismo de dichos redesocialeros,
muchos de los cuales van perdiendo su capacidad para relacionarse con alguien
de verdad, cara a cara (ver en este mismo blog mi artículo: “Las banales,
adictivas y riesgosas redes sociales”).
Y
por supuesto que para que medios como la televisión o el cine sean lo más
efectivos que se pueda, los contenidos son igualmente importantes. Así, la
cinematografía estadounidense, con el paso del tiempo, ha ido imponiendo estándares
que tienden a copiarse por la industria cinematográfica mundial, además de
los efectos sociales que dichos estándares han ocasionado, como señalé
antes. Claro que también tienen que ver en esos anómalos comportamientos,
los efectos especiales cinematográficos que Hollywood ha ido mejorando tanto
con el tiempo, que han ido convirtiendo lo irreal en una asombrosa realidad que, sobre todo las mentes infantiles, las más
influenciables, desearían a toda costa poseer. Porque ¿cuántos niños
desearían tener los poderes mágicos de Harry Potter o las habilidades del
temible pirata Jack Sparrow o los arácnidos poderes de Spider
Man? (ver en este mismo blog mi artículo “El efectismo cinematográfico,
la manera de llenar las butacas”, en donde analizo cómo las cintas
Hollywood, han hecho hincapié en tontas historias, las que se enriquecen,
digamos, gracias a los efectos cinematográficos, cada vez más
desarrollados).
Pero
no sólo niños, sino que los modelos sociales elaborados por Hollywood,
incluso, han servido de inspiración hasta a grupos criminales. Por ejemplo,
la cinta “El padrino” fue inspiradora fuente para Paul Gotti, uno de los
últimos gánsteres contemporáneos. Sus biógrafos afirman que Gotti empleaba
aquella película para “enseñar y entrenar” a sus mafiosos con tal que
supieran cómo debía de ser un “buen, refinado gánster”. Aunque el
desenlace de su vida no fue tan glamuroso, pues Gotti murió en una prisión
de Illinois, en el 2002, por complicaciones de cáncer de garganta.
Y
así, muchas cintas de acción, sobre todo de peligrosos criminales, han sido
fuente de inspiración para que se den los llamados copy
cats, delincuentes que tratan de seguir las técnicas empleadas de tal o
cual famoso robo cinematográfico, por muy absurdo que en la realidad parezca
(y que, al final, ha sido la causa de que el plan llevado a cabo haya
finalmente fallado, pues le realidad no
es como se plantea en el mundo Hollywood). Y me parece que justo es en
EEUU, la meca hollywoodense, en donde un buen número de ciudadanos pretende
encarnarse como algún personaje cinematográfico.
Una
vez comentado lo anterior, voy a exponer dos ejemplos de crímenes de la vida
real que, ustedes verán, parecen extraídos más de una cinta de acción, que
de casos verdaderos. El primero de ellos, tiene que ver con un hombre que, de
repente, se convirtió en agente
especial, en busca de defraudadores financieros.
Hay
que señalar, también, que EEUU es uno de los países en que la especulación
financiera es una suerte de deporte
nacional, pues todo mundo quisiera hacerse rico de la noche a la mañana
invirtiendo sus ahorros y pequeñas fortunas en esquemas financieros que les
permitan tener altas utilidades, mucho más en estos tiempos de hecatombe económica
(Ver en este mismo blog mi artículo “Oportunista capitalismo salvaje o de cómo
enriquecerse con guerras, desastres y enfermedades”). Por eso mismo, pueden
caer en esquemas en los que sus creadores lo único que buscan es su provecho
personal, no el de los incautos que ingenuamente les entregan su dinero con la
esperanza de verlo multiplicado en pocas semanas. Y, en el primer ejemplo, la
estafa fue la razón que detonó un hollywoodesco y, a la vez, curioso crimen.
David
Sanders, por azares del destino, de repente se vio envuelto en una situación
así. Sanders era vicepresidente de una compañía que se dedica a vender
fibra óptica y cable de cobre. Hace unos años enviudó. Cathy, su esposa,
murió víctima de cáncer cervical lo cual lo dejó bastante afectado, además
de que quedó al cuidado de sus tres hijos, una niña de once años, un pequeño
de siete y un bebé de casi dos años. A Sanders no le iba mal en su empleo,
ganando unos cuarenta mil dólares al mes. En su juventud, tomó un curso
sobre seguridad en el Instituto de Seguridad Avanzada, ubicado en Sacramento,
California. Allí le enseñaron a usar armas, bastones, así como gas lacrimógeno.
Al terminar el curso, fue distinguido como “Agente de Protección
Ejecutiva”. Le fue otorgada una placa que contenía ese pomposo título, del
cual, Sanders estaba bastante orgulloso. Incluso, por un tiempo, se dedicó a
trabajar como guardaespaldas, mientras, por otro lado, se iniciaba en la
industria del cableado. Luego, se casó, se hizo vicepresidente y la vida,
digamos, que le era bella, ganando
bien, teniendo su buena casa, su abnegada esposa, estrenando auto cada año…
en fin, viviendo al clásico American
way of life.
Pero
las cosas cambiaron cuando falleció su mujer, pues se sintió triste,
vulnerable, pensando que después de todo, la vida no era ya tan bella.
Sin
embargo, su triste existir pareció recobrar la luz perdida cuando Will
Sassman, el corredor financiero que le había manejado bastante bien, con buenos
rendimientos, el dinero del seguro que cobró por la muerte de Cathy, le
habló un día de diciembre del 2008 para pedirle su ayuda, dado que como sabía
que Sanders se había dedicado alguna vez a prestar seguridad como
guardaespaldas, pensaba que podría auxiliarlo en un grave problema que
implicaba nada menos que un fraude financiero (lo que dije antes, estos crímenes
fiscales se han vuelto muy comunes en ese materialista país). Sassman tenía
en su oficina a varias personas que habían sido defraudadas no por él, sino
por otro hombre al que Sassman le había confiado la totalidad de los fondos y
ahorros de dichas personas. El hombre en cuestión se llamaba Anthony Vassallo,
un joven de 26 años que había alardeado de ser todo un experto financiero y
que si Sassman le entregaba todo el dinero de sus clientes, le podría
garantizar rendimientos del triple o cuádruple en pocas semanas. Y, claro, la
ambición se apoderó de Sassman y sus representados y… pues le entraron,
con un capital total de 40 millones de dólares.
Pero,
como suele suceder con esos absurdos esquemas de superenriquecimiento repentino y rápido, todo fue un engaño… o,
más bien, a Vassallo las cosas no le salieron como había prometido y había
huido con todo… o lo que había quedado. Como ya también comenté arriba,
el que Sassman haya acudido a Sanders para ayudarlo a sus representados y a él,
se asemejaría a un plot cinematográfico,
pues, en todo, caso, Sassman debió de acudir a la policía o al IRS (la
dependencia estadounidense recaudadora de los impuestos), la cual incluso
cuenta con agentes especiales para esos casos de fraude. Al mismo Sanders le
pareció rara la petición. Sí, porque es el clásico planteamiento de buscar
a un justiciero que se encargue de
los malos de la cinta, en este caso, Vassallo. Y como Sanders se había
dedicado a eso, a proporcionar seguridad,
pues parecía el personaje idóneo para la tarea.
Y
así fue. Sanders, muy probablemente influenciado por héroes cinematográficos como Punisher
o Mad Max, de repente sintió que sí,
que él era una especie de elegido
para atrapar al miserable ladrón y devolver a los defraudados inversionistas
hasta el último dólar que hubieran perdido. Además, tenía en su favor su imponente
físico, al menos por su estatura, 1.88 metros, y el ser fornido, pesando 110
kg, lo que podía intimidar a cualquiera (pero, en el fondo, Sanders era un
“bombón”, como se expresan de él sus amigos y conocidos, que, incluso,
era muy agradable en su trato. Eso también le ayudó, a la hora de recibir la
sentencia del estupefacto juez que se encargó de su caso).
Y
lo que sigue, en verdad, es como de película,
ya que Sanders se armó de un equipo de hombres y de mujeres, con los que montó
escenas que incluso eran hasta ensayadas con guiones escritos, con tal de
darles más realismo.
Él
y sus compañeros se hacían pasar por agentes
especiales del gobierno, encargados de recolectar
el dinero que defraudadores hubieran esquilmado. Para que se den una idea de
los extremos (¡cinematográficos!) a los que llegó, Sanders les compró a
todos uniformes negros, muy parecidos a los usados por los equipos policiacos
antimotines conocidos como SWAT, chalecos antibalas, botas, lentes obscuros y,
por supuesto, armas, las que, incluso, tenían permiso para portarse. Por si
fuera poco, el remedo de agente especial,
alquiló un par de camionetas negras, blindadas, Cadillac Escalade, así, como
las que manejan los agentes especiales
cinematográficos (en cualquier cinta que muestre agentes gubernamentales especiales
verán que ese tipo de vehículos, los denominados SUV’s, son los de rigor).
Sí,
realmente Sanders se apoderó de su papel como el recuperador de las fortunas perdidas.
Tuvieron
su equipo y él suerte de principiantes, pues Vassallo – a quien uno de los
defraudados inversionistas de Sassman había logrado capturar – les contó
de un tipo que recién había invertido $1.2 millones de dólares en su
fracasado esquema para que aquél, Vassallo, los especulara y que dado que
nadie debía de merecer “trato especial”, pues era justo tomar su dinero
para recuperar algo y regresárselo a los defraudados inversionistas. Así
fue. Urata era el tipo al que se refería Vassallo, un hombre alto, calvo,
intimidatorio, pero que al enfrentar al corpulento Sanders, mejor decidió
negociar, y aunque no cedió todo su dinero, acordó entregarles 600 mil dólares.
Sanders
se sintió todo un héroe y así siguió, seguramente creyéndose un Punisher.
Luego, Vassallo les contó a los agentes
especiales de otro corredor con el que había también invertido 850 mil dólares,
un tal Buckhannon, el cual igualmente resultó intimidado por esos hombres
“armados hasta los dientes”, que, en efecto, con sus uniformes, realmente
parecían un equipo especial del gobierno. No sólo les entregó el dinero en
el acto, sino que hasta les pidió que trabajaran para él, también para
recuperar fallidas inversiones con otros estafadores, como Vassallo (el mismo
Buckhannon, luego se supo, había cometido igualmente fraudes finacieros).
Y
así siguieron los “casos especiales” en los que Sanders-Punisher siguió
luchando por los derechos de defraudados inversionistas los que, incluso, le
escribían conmovedoras cartas diciéndole que “mi vida se me fue con el
dinero que me estafaron. Por favor, señor Sanders, devuélvame esa vida,
atrape a los ladrones y que me regresen los ahorros de toda mi vida”. La
explicación que dio Sanders al juez y en las entrevistas que concedió a la
prensa, fue que de alguna manera él se
apoderaba del dolor de las víctimas (lo comparaba con su propio dolor, de
cuando murió su esposa) y por eso no dudaba en personificarse como un duro
agente especial, con tal de recuperar el dinero.
Sin
embargo, en cierto momento, nuestro Punisher,
se convirtió más bien en el despistado Super
Agente 86, ya que comenzó a cometer una serie de errores, como en la que
fuera su, digamos, última misión, en la cual, los inculpados, otro par de
fraudulentos corredores de bolsa, no se la creyeron y de inmediato llamaron a
sus abogados y al FBI. Por ejemplo, Sanders, en esa ocasión, hasta a una
supermodelo reclutó, la que debía de hacer el papel de amante del tipo que
supuestamente era dueño del dinero defraudado, pero en la parte en que,
simplemente ella debía de exclamar “¡Ni saben con el dinero de quién se
están metiendo!”, se le olvidó entrar, pues estaba muy entretenida
mandando un mensaje de texto desde su celular. Tampoco los otros temibles agentes reaccionaron adecuadamente, una vez que la
supermodelo “olvidó” su sencillo diálogo. Por esa razón, como dije, los
intimidados no se tragaron la torpe escena.
Así,
cuando a Sanders, reales agentes del FBI
le pidieron que se presentara ante ellos para cuestionarlo sobre sus ilegales
acciones, aquél se sorprendió de que, en lugar de entablar un diálogo con
él, como así pensaba, de inmediato lo amagaron, lo esposaron, le leyeron sus
“derechos” y lo llevaron a la cárcel, en donde los cargos fueron los de
suplantación de funciones oficiales, al hacerse pasar por agente especial, y
extorsión. “¡Estoy aquí para ayudarles!”, gritó, mientras lo amagaban
(vean que la pistolización en EEUU es tan normal, que por eso, por cargar
armas, no tuvo Sanders cargos). Hasta unos bocadillos llevaba, pues
ingenuamente Sanders creía que iba a ser una plática, así, de camaradas.
Sin
embargo, como ya antes señalé, el juez que revisó su caso, Jim Morales,
realmente no sabía si Sanders era un héroe o un simple delincuente, pues en
realidad no había extorsionado a nadie, sino sólo había tratado de
recuperar el dinero perdido de defraudados inversionistas. Además, Sanders
había costeado con su propio dinero todas las operaciones. Por tanto, así,
como de final feliz cinematográfico, Sanders sólo fue sentenciado a pagar
una multa de insignificantes cien dólares y dos años de libertad
condicional, de los cuales tendría que pasar 180 días de arresto
domiciliario. Seguramente el juez determinó que Sanders era un simple hombre,
que de repente se quiso sentir héroe, así, como
los íconos manejados por Hollywood.
Si
el caso referido concluyó bien, ahora les expondré otro que resulta mucho más
extraño y, ese sí, no tuvo un final digamos que feliz.
Este
comienza con un hombre, Brian Wells, de 46 años, que un 28 de agosto del 2003
entró a una oficina del banco PNC, en Erie, Pensilvania, con una bomba
asegurada a su cuello, mediante una especie como de esposas grandes,
advirtiendo que si no le daban $250,000 dólares, el artefacto explotaría.
Aunque sucedió hace casi nueve años, el problema es que ese caso ha sido tan
intrincado que apenas hace poco, en el 2010, supuestamente se “resolvió”,
aunque no del todo, pues en realidad, la versión que narro a continuación es
puesta en duda por Jim Fisher, criminólogo retirado del FBI, como más
adelante señalo.
Wells
fue directo a uno de los empleados del banco, un cajero, y le expuso la
demanda y la amenaza de que la bomba estallaría si no le entregaban el dinero
exigido, así que era mejor que se diera prisa. Sin embargo, el empleado le
dijo que no tenían esa cantidad disponible y que sólo en la bóveda habría
tanto dinero, pero que no había manera de abrirla. Wells, desesperado, le
exigió que le diera lo que tuvieran y sólo le reunieron $8702 dólares. Con
esa muy reducida cantidad, Wells salió, aparentando calma, subió a su auto y
huyó.
Sin
embargo, 15 minutos más tarde, fue alcanzado por la policía, junto a su
auto, que había estacionado cerca de un bote de basura en donde se suponía
que estarían las instrucciones que Wells seguiría para entregar el dinero y,
finalmente, así lo esperaba él, conseguir la combinación de la cerradura
electrónica que abriría el seguro de la bomba. Sin embargo, Wells fue de
inmediato sometido por los policías, los que lo esposaron a la espalda. Wells
les refirió que, horas antes, un grupo de hombres vestidos de negro y
encapuchados, lo habían sometido, le habían colocado la bomba en el cuello,
lo habían obligado a que asaltara el banco y le aseguraron que si seguía
todas las instrucciones al pie de la letra, en unas horas más, hallaría la
clave para deshacerse de la bomba y sería libre. Pero Wells no dejó de
advertirles que la bomba estallaría si no seguía al pie de la letra las
instrucciones, que era cierto, que no mentía. Lo dejaron esposado, tirado
boca abajo, en lo que llegaba el equipo antibombas. Por desgracia para Wells,
de repente, comenzó a escucharse un zumbido, que cada vez pulsaba más
frecuentemente, hasta que en cierto momento, el artefacto explosivo, en
efecto, ¡estalló!, dejando muerto a Wells, con un agujero a la altura de su
tórax. El equipo antibombas llegó 25 minutos más tarde.
Los
investigadores, muerto el principal implicado en el robo, y no viendo otra
cosa más que hacer, pensaron que siguiendo las instrucciones que tenía
anotadas en un papel, hallarían al o a los responsables del crimen. Sin
embargo, cuando llegaron a un lugar del bosque en donde supuestamente Wells
recibiría el resto de la información que debía de seguir, no hallaron nada.
Pensaron que probablemente, quien fuera que hubiera ideado el plan, se habría
dado cuenta de que habían atrapado a Wells y había huido.
Al
comenzar a atar cabos, indagaron que Wells, unas horas antes de ir al banco,
había recibido un encargo de la pizzería en donde trabajaba como repartidor,
de llevar un pedido de pizzas a un lugar que resultó ser una torre de
transmisión de una estación de TV. Pero nada más hallaron que les diera
alguna pista de quién o quiénes habían planeado tan deleznable crimen,
sobre todo porque, pensaban en ese momento, habían de alguna forma
secuestrado a Wells, un inocente, leal empleado de una pizzería, que por más
de diez años no había faltado, ni sus jefes habían tenido queja alguna de
su trabajo.
Pero,
como dije antes, resultó el asunto más complejo de lo que parecía. Poco
menos de un mes después de la muerte de Wells, el 20 de septiembre, los
investigadores recibieron una llamada de un tal Bill Rothstein, un solitario
hombre de 59 años que vivía cerca de la torre de transmisión de TV. El
hombre les dijo que había en su congelador el cadáver de un hombre, un tal
Jim Roden, que una ex novia de Rothstein, Marjorie Diehl-Armstrong, había
asesinado, supuestamente por una disputa de dinero, pero que le había pedido
como muy especial favor que él lo guardara. También le había pedido la
mujer que se deshiciera del arma homicida, lo cual Rothstein, declaró, había
hecho lo mejor posible, fundiendo el arma y tirando los restos en varios
lugares. E igualmente le había rogado aquélla que se deshiciera del cadáver,
moliéndolo y luego enterrándolo. Como eso, hacer pulpa al cadáver, era demasiado para Rothstein, decidió dar
aviso a la policía, temeroso, les dijo, de lo que pudiera hacer su ex novia,
incluso inculparlo de la muerte de Roden. Los investigadores revisaron el
congelador de Rothstein, hallando, en efecto, el cadáver de Roden, pero además
también encontraron una curiosa nota, escrita a mano, que decía “Esto no
tiene que ver nada con el caso Wells”, o sea, con el hombre que había
muerto por la bomba asegurada a su cuello. Al siguiente día, Diehl-Armstrong
fue detenida y condenada a 20 años, acusada de haber asesinado a Roden.
Pero
la nota que hallaron los investigadores fue una complicación adicional al
caso aún sin resolver de Wells, ya que parecía extraño que hubiera
aparecido aparentemente sin relación alguna con el caso del cadáver en el
congelador.
Sin
embargo, varios meses después de esa cuestión, en enero del 2005, Diehl-Armstrong,
la ex de Rothstein, supuestamente la asesina de Roden, el hombre en el
congelador, habló con un fiscal, diciéndole que si la cambiaban de prisión,
les diría todo lo que sabía sobre el incidente del hombre con la bomba al
cuello. Diehl-Armstrong, de 56 años en ese entonces, era una mujer con
bastantes problemas mentales. Aunque sus conocidos la recordaban como una
persona muy brillante en sus años de escuela, casi una enciclopedia, luego se
volvió una persona muy agria y violenta. Había asesinado a uno de sus novios
en 1984, cuando tenía ella 35 años, supuestamente en defensa propia, asestándole
seis tiros. Sin embargo, porque, aseguró, sólo se había defendido, fue
absuelta. Luego, cuatro años después, en 1988, cuando ya estaba casada con
un tal Robert Armstrong, un día éste llegó al hospital muriéndose a causa
de un supuesto derrame cerebral, que, al revisarlo, los doctores notaron que
había sufrido un fuerte golpe. Pero en ese caso, tampoco Diehl-Armstrong fue
inculpada. Así que, como se ve, era bastante sospechosa, dado su pasado
violento y poseedora de una mente brillante, de que fuera la autora
intelectual del complot del hombre con la bomba al cuello. Sin embargo, sucedió
otra cosa que contribuyó a agravar aún más el caso. Rothstein, el ex de
Diehl-Armstrong, había muerto de linfoma en el 2004. Fue algo muy lamentable
para Diehl-Armstrong, pues en sus declaraciones aseguró que justamente
Rothstein había planeado todo. Que, entre otras cosas, era un tipo muy hábil
para fabricar objetos diversos y complicados de diversas partes, como la bomba
que había estado sujeta al cuello de Wells. Y, por si no bastaran ya tantas
complicaciones, aseguró que Wells no era una víctima, sino que también era
parte del plan de Rothstein. Ella sí sabía de dicho plan, incluso declaró
que le había facilitado a Rothstein los cronómetros para que equipara la
bomba, pero nada más. Y, sobre todo, aseguró que su ex había realmente
asesinado a Roden, y que lo había hecho como una forma de despistar a la
policía en sus investigaciones.
Pero
hubo otros testimonios, como el de Kenneth Barnes, un ex adicto, ex vendedor
de droga y viejo amigo de Diehl-Armstrong, quien aseguraba que sabía
exactamente lo que había sucedido. En sus declaraciones, afirmó que la
autora intelectual de lo sucedido era Diehl-Armstrong, que ella lo había
planeado todo, nadie más, y que incluso Wells se había prestado al plan
porque tenía una novia, una prostituta, que le exigía mucha droga, a cambio
de concederle sus favores sexuales y que como Wells estaba ya muy endrogado
con los vendedores de droga, pues necesitaba dinero. Barnes además agregó a
sus declaraciones que Diehl-Armstrong había planeado el asalto del banco
porque necesitaba dinero para pagarle a algún asesino a sueldo, con tal de
deshacerse ella de su padre, quien, según la mujer, estaba dilapidando su
fortuna, de la cual ella era heredera directa y para evitar que la siguiera
malgastando, requería que alguien lo matara (¡miren nada más hasta qué
nivel de falta de valores hemos llegado, pues independientemente de si eso era
o no cierto, el caso es que hasta entre “familiares”, como hermanos,
primos, hijos… son muy frecuentes los asesinatos por meras cuestiones de
dinero!)
Sin
embargo, cuando se confrontaron sus declaraciones con las de Diehl-Armstrong,
ésta perdió varias veces la compostura, diciendo que todas eran mentiras,
que Barnes había recibido dinero de Rothstein para declarar toda esa sarta de
falsedades para inculparla. Aun así, al final se le declaró culpable y
cumple actualmente una sentencia carcelaria (les urgía, además, al juez y a
los fiscales, llegar a un veredicto, pues a Diehl-Armstrong se le diagnosticó
cáncer mamario en el 2010, y se le dieron de tres a siete años de vida). El
que también se encuentra purgando una condena es Barnes, quien, aseguró
Diehl-Armstrong, igualmente había participado en el plot.
Y
esa fue la historia oficial. Pero,
como señalé al principio de la narración, el ex investigador del FBI Jim
Fisher, no está de acuerdo con esa versión y sostiene la teoría de que todo
fue obra del ya desaparecido Rothstein, quien planeó todo tan sólo como una
forma de satisfacción, así, como un juego para retar a la policía y los
investigadores, realizar una especie de crimen
perfecto, muy al estilo Hollywood, tal cual plantean algunas cintas, como Saw
o Swordfish, en la que los villanos se salen con la suya y nadie logra
descubrir su plan. Conjetura Fisher que Rothstein, en efecto, era un tipo muy
listo e ingenioso, capaz de diseñar sofisticados mecanismos de partes
diversas, como la bomba de collar que portaba Wells, además de que sí debe
de haber asesinado a Roden, para así inculpar a Diehl-Armstrong, quien de
seguro conocía todo el plan, con tal de evitar que la mujer lo denunciara
antes de tiempo. Y muy probablemente logró que Diehl-Armstrong se adjudicara
ella el plan y lo revelara a Barnes, con tal de que ella se sintiera también
importante, sobre todo, dada la condición de incapacidad mental que muchos
psiquiatras le achacaban (en una ocasión, al realizar un cateo en su casa por
un incidente anterior al señalado, se le hallaron 200 kilos de mantequilla y
más de 350 kilos de queso, todos echados a perder, desparramados por toda su
casa, llena de trastes sucios por doquier)
Muy
probablemente Rothstein estaría enfermo cuando lo planeó todo o quizá su
muerte agregó un tono más de enigma al
caso, pero, de cualquier forma, el señor ganó, afirma Fisher, “pues el
hijo de perra se llevó su secreto a la tumba y no habrá nunca modo de saber
la verdad”.
Como
ven, en efecto, en la vida real, la influencia Hollywood se vuelve muy presente en infinidad de delitos, y los que
he expuesto son sólo dos (ya ha habido, por ejemplo, crímenes provocados por
suplantación de personalidad en las así llamadas redes sociales, que también rayan en lo hollywoodesco. Ver en este mismo blog mi artículo “Las banales,
adictivas y riesgosas redes sociales”).
Así
que cabría preguntarse ¿cuántos delitos más surgirán, inspirados por esa
cinematográfica, deleznable influencia?
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