¿Adónde va Cuba?
(parte
I)
Por Guillermo Almeyra (*)
La Jornada, 15/03/09
Sí, lo sé, debería escribir sobre el fraude mediante el
cual la derecha salvadoreña intentará impedir el triunfo
del FMLN, sobre las posibilidades y opciones que éste
tiene, así como de su programa utópico de unidad nacional
(imagínense: ¡con una derecha asesina y proimperialista
como la representada por Arena!). Pero el golpe infligido a
la moral del pueblo cubano y a los defensores en todo el
mundo de la revolución cubana, por la forma en que fueron
defenestrados Lage y Pérez Roque, me obliga a plantear
cosas más urgentes.
En primer lugar, hay que dejar en claro que las
diferencias entre Fidel y Raúl Castro existen desde fines
de los años 1950 por el mayor peso en el primero de lo que
por comodidad llamamos, muy esquemáticamente, voluntarismo
guiterista, y, en el segundo, de la formación en el
pragmatismo sin principios y en la confianza en los aparatos
propios de la formación comunista durante la guerra y en la
posguerra. Pero son muchos más los puntos que tienen en común:
la intransigencia en la lucha antimperialista, la voluntad
de defender el poder surgido de la revolución y las
conquistas de ésta, el profundo nacionalismo cubano de cuño
martiano. Ellos comparten además la desconfianza en la
capacidad creativa y autogestionaria de los trabajadores, a
los que ven como una infantería abnegada y valiente que
necesita, sin embargo, generales experimentados y audaces.
Como no conocen la historia del movimiento obrero mundial
ni han hecho un balance crítico del llamado socialismo real
y de sus propios errores estalinistas del pasado, desconfían
de los que quieren recurrir al pensamiento de Marx (no al
dogma marxista–leninista) y de todo lo que huela a
independencia del movimiento obrero y consejismo. Fidel y
sus llamados talibanes, que de repente pasan a ser indignos,
y Raúl, al igual que la derecha conservadora del partido, a
pesar de sus diferencias puntuales, no son sectores en pugna
sino almas, estados de espíritu de un mismo cuerpo político.
En segundo lugar, la reciente crisis en el gobierno y en
el partido (tanto Lage como Pérez Roque renunciaron a todos
sus cargos en ambos) muestra que las necesidades del Estado
se imponen a las del partido (por no hablar de los
rudimentos de democracia representativa, como la Asamblea, a
la que los diputados elegidos por el pueblo renuncian ni
siquiera ante el partido, sino ante los dirigentes del
Estado y que no discute nada, ni antes ni después de la
crisis).
La supuesta indignidad de los defenestrados derivaría, en
efecto, de sus actos como miembros del gobierno y las
esperanzas suscitadas en el enemigo resultarían de sus
actos de oficio y de sus reuniones con mandatarios
extranjeros. El Estado anula así al partido y le impone sus
virajes: la democracia interna y la discusión política en
los organismos partidarios, así como el control colectivo
sobre los dirigentes son algo inexistente.
En menos de una semana Raúl libera de sus funciones a los
defenestrados, pero tanto el gobierno como el partido
aceptan que ellos mantengan sus otros importantes cargos
hasta que un dirigente –Fidel– formalmente retirado del
gobierno y que no se expresó antes en el partido, modifica
todo con una carta particular donde declara indignos y prácticamente
traidores y delincuentes a esos altos dirigentes en
funciones que, para colmo, durante muchos años fueron sus
secretarios.
¿Dónde está la colegialidad en el gobierno? ¿Dónde la
separación entre el partido y aquél? ¿Dónde la legalidad
misma si se puede echar de su cargo y arruinar a un político
sin juicio previo, sin discusión, sin pruebas públicas? ¿Dónde
el respeto por los ciudadanos, que eligen diputados que
otros anulan, y por los militantes del partido que se
enteran por los diarios de que sus dirigentes ahora son réprobos?
Con un partido fusionado con el Estado y subordinado al
aparato estatal, sin vida política ni independencia, y con
un Estado que depende del arbitrio de una o dos personas, ¿es
posible acaso construir la democracia? ¿Sin democracia
–sin educación política de los ciudadanos– es posible
construir el socialismo?
En tercer lugar, es necesario reafirmar que los métodos
aprendidos de los soviéticos no significan, sin embargo,
que en Cuba exista, como por ejemplo en Corea del Norte, una
mezcla de estalinismo con autocracia. Es inaceptable la
redacción de las cartas de renuncia a sus cargos de Lage y
Pérez Roque, que con una fórmula estereotipada impuesta
aceptan la corrección de las críticas recibidas, reconocen
errores que ni mencionan y, como humillación final, juran
nada menos que ser fieles a Fidel, a Raúl y al partido, o
sea, a dos hombres, transitorios y falibles, transformados
en Papas para la ocasión, y a un instrumento, igualmente
transitorio y que puede y debe ser abandonado si no sirve
para el fin, que es construir el socialismo, no afirmar una
burocracia estatal.
Si el régimen de Cuba fuese estalinista, el retorno al
capitalismo pleno –como en Rusia o en Europa oriental–
sería inevitable. No es así. El pueblo cubano sufre la
burocracia, es permanentemente despolitizado y desinformado
por ésta, pero no está aplastado. En el mismo Partido
Comunista militan juntos los que quieren hacer carrera, los
sí–sí–sí a todo, con los que quieren cambiar a Cuba y
al mundo y construir el socialismo. El PCC no es el PCUS. La
cultura adquirida por los cubanos es además una base firme
que impide acallar el pensamiento crítico, y los cubanos
–su historia lo demuestra– no son timoratos ni borregos.
Las confesiones ante la Inquisición humillan a quienes la
aceptan, pero demuestran sobre todo el carácter indigno y
la degradación moral de quienes creen poder utilizarlas
como argumentos para preservar su autoridad que esas
confesiones debilitan aún más. Sólo la verdad es
revolucionaria. Al pueblo de Cuba y al mundo se le oculta
esa verdad con el pretexto de preservar la revolución. ¡Hay
que barrer ese débil muro de hipocresía que intentan
imponer los burócratas!
(*) Guillermo Almeyra, historiador, nacido en Buenos Aires
en 1928 y radicado en México, doctor en Ciencias Políticas
por la Universidad de París, es columnista del diario
mexicano La Jornada y ha sido profesor de la Universidad
Nacional Autónoma de México y de la Universidad Autónoma
Metropolitana, unidad Xochimilco. Entre otras obras ha
publicado Polonia: obreros, burócratas, socialismo (1981),
Ética y Rebelión (1998), El Istmo de Tehuantepec en el
Plan Puebla Panamá (2004), La protesta social en la
Argentina (1990–2004) (Ediciones Continente, 2004) y
Zapatistas–Un mundo en construcción (2006).
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