Llueven golpes frente al Congreso de Honduras - También reprimen a
manifestantes en San Pedro Sula, la segunda ciudad del país
Cacería por las calles del centro de Tegucigalpa
Las estaciones de policía, repletas
Por Arturo Cano
Enviado especial a Honduras
La Jornada, 13/08/09
<<<Vea
fotos de la represión>>>
Tegucigalpa, 12 de agosto. Alba Leticia Ochoa, 52 años, ingeniera agrónoma
con estudios de posgrado en Costa Rica, camina altiva en
medio de tres “cobras” [cuerpo especial de represión de
extrema brutalidad]: “¡Me llevan porque no ando con (cédula
de) identidad!”, grita. Uno de los cobras –policías
antimotines con uniformes camuflados, los más duros–
intenta empujarla: “¡Voy caminando!”, se impone Alba
Leticia, antes de traspasar la valla de militares que
resguarda la sede del Congreso Nacional.
Adentro se la cobran. Frente a una pared, unas 15 personas están tiradas en
el piso, sin camisas y sin zapatos, varios de ellos con
lesiones por los macanazos recibidos (aunque, en rigor, los
soldados no portan macanas, sino tubos). Dos policías
quieren obligar a Alba Leticia a echarse al piso, al lado de
los otros detenidos. Ella se resiste. Un policía le tira un
golpe. Entra al quite una mujer de uniforme. Alba Leticia se
desgarra a gritos. Un oficial hace una seña y los soldados
de la primera fila alzan sus escudos para que fotógrafos y
camarógrafos no capturen la golpiza a la mujer.
La escena se repite una y otra vez, desde la una de la tarde, hora en que
comienza la cacería por todas las calles del centro. Llegan
más detenidos, algunos con huellas visibles de los golpes.
Reciben el mismo trato. “Me llevan nada más porque ellos
quieren”, dice un hombre. Semidesnudos, los tienden en el
suelo, a los pies del salón de sesiones, donde el pasado 28
de junio los diputados hicieron presidente a Roberto
Micheletti, tras aceptar una supuesta renuncia de Manuel
Zelaya.
Como
si fuera función de circo
Policías y empleados del Congreso se acercan a los detenidos para mirarlos,
como bichos raros. Desde los ventanales de arriba, otros
empleados parecen asistir a una función de circo. Los
soldados alzan una y otra vez sus escudos, en un intento de
que no haya testimonios gráficos.
A pesar de que el Congreso es una muralla verde, la gente se acerca poco a
poco. Un hombre suplica: “Llévenlos, pero no los
golpeen!” Mabel Carolina López, cuya hermana está ahí,
tendida en el piso, deja los pulmones en su reclamo: “¡Mi
hermana es maestra de Choluteca y está golpeada, le dieron
de toletazos! ¡Tienen que venir los cascos azules, nos están
matando, ya no soportamos esto!” Los soldados ni se
inmutan.
Un nuevo contingente de soldados llega desde una calle aledaña: “¡Fuera!
¡Circulen!” “¡Prensa internacional!”, dice una voz.
“¡Largo de aquí!”, vocifera el valiente capitán,
mientras reparte golpes con un fuete.
Los
consejeros: un antiguo asesino y torturador al frente del
equipo de Micheletti
A unos pasos de donde yacen los opositores y ciudadanos que sólo pasaban
por el centro de la ciudad, está la oficina del teniente
coronel retirado Eric O’Connor Bain, jefe de seguridad del
Congreso y primo del presidente de facto Roberto Micheletti
Bain.
Para entrar a las sesiones públicas del Congreso es preciso pasar por una
entrevista con él, y dejar con sus asistentes copias de
pasaporte y credenciales de prensa. “¿Y por qué le
interesa Honduras?”, suelta, muy amigable, la pregunta de
apertura de su interrogatorio.
En los sesenta, el entonces subteniente O’Connor Bain, hijo de
mexicano-irlandés, estuvo en dos oportunidades en la
Escuela de las Américas, en cursos de “tácticas” y
“armas de infantería”. Ya en los últimos años, cuenta
un viceministro de Zelaya, O’Connor es el filtro para
acercarse a su primo, presidente del Congreso hasta el
pasado 28 de junio. El mismo funcionario asegura que O’Connor
llevó a un personaje célebre, el capitán Billy Joya, a
trabajar en la campaña de Roberto Micheletti, cuando el
ahora presidente de facto buscó la candidatura presidencial
del Partido Liberal (y quedó en tercer lugar).
Las calles de esta ciudad están llenas de pintas que rezan: “Billy Joya
asesino, el pueblo no olvida”. Joya fue pieza clave del
Batallón 3-16, que en los años ochenta torturó,
desapareció y asesinó a centenares de hondureños. En los
primeros días posteriores al golpe apareció en la televisión,
en calidad de “analista político”, para explicar que el
malévolo plan de Manuel Zelaya se remontaba a líneas
trazadas por el diario Pravda y por Salvador Allende.
Luego, dio una entrevista a Ginger Thompson, del New York Times, en la que
aseguró que nunca le probaron nada, además de declararse
orgulloso de haber formado parte de una política cuyo lema
era: “El mejor comunista es el comunista muerto”.
Esos son los personajes que forman parte de la administración de Micheletti
y lo ayudan a cumplir la promesa que hiciera el pasado 31 de
julio: “Vamos a poner orden en este país”.
La marcha del día de hoy, miércoles 12, comienza en la Universidad Pedagógica,
donde ayer los disturbios terminaron con un autobús y un
restaurante en llamas.
Unos diez mil manifestantes avanzan en calma los cuatro o cinco kilómetros
que los separan del centro de la ciudad. Al grito de “¡Si
buscas un ladrón, en el Congreso hay un montón!”, la
vanguardia de la marcha se desvía al Congreso Nacional, a
una cuadra del Parque Central, custodiado por los militares
que según el gobierno están en sus cuarteles.
Distraído o temerario, el democristiano Ramón Velásquez, vicepresidente
del Congreso, sale en ese preciso momento. Los manifestantes
lo reconocen. “¡Golpista!”, le gritan. Algunos le
arrojan agua. Un hombretón de plano se le va encima y lo
derriba. Otros manifestantes lo protegen. Es la orden de
arranque.
Policías y soldados rompen filas. El grueso de la marcha no se da por
enterada. Lo que es primero un enfrentamiento de gases
lacrimógenos contra piedras se convierte pronto en una
cacería. Policías y soldados avanzan por las calles para
cercar y separar a los marchistas. Los comercios cierran sus
puertas. Un helicóptero no deja de tronar sobre las
cabezas. Uno de los primeros en caer, víctima de tremenda
golpiza según testigos, es el diputado Marvin Ponce, de
Unificación Democrática.
El cable de Notimex dirá horas más tarde que los manifestantes intentaron
“entrar por la fuerza” al Congreso, aunque ni lo
pretendieron ni podrían haberlo logrado.
Durante cerca de dos horas los policías van de un lado a otro, cercando a
los marchistas y deteniendo a los que se desvalagan. Las
estaciones de policía se llenan de presos. Algunos grupos
de jóvenes no dejan de lanzar piedras contra las fuerzas
del orden, pero también contra edificios y automóviles.
–Me preocupa usted, porque no puede correr– le dice un hombre a una
anciana.
–Por eso me gusta andar sola, para que nadie se preocupe– responde la
mujer, en la suma de absurdos en medio de la batalla.
Los
rezos
“¡Agua, agua!”, dice un hombre que, muy tranquilo, reparte bolsas del líquido
sin ocuparse del gas lanzado a tres metros de sus pies. Un
contingente de soldados avanza: todos pertrechados con
tubos, escudos y un M-16. Pero uno de ellos carga un
extintor… y un palo de escoba.
Cada tanto, personas vuelven a reunirse frente al Congreso. Y cada tanto
policías y soldados los desalojan blandiendo sus toletes.
Un policía hace el ademán de golpear a unos muchachitos de
secundaria con todo y sus uniformes: “¡Estudien para que
no sean chepos!” (lo mismo policías que soldados son
llamados así).
Los militares con rango miran la escena desde arriba, como quien dirige una
batalla contra un peligroso enemigo de la patria. Lentes
negros, brazos cruzados, barbilla alzada, y un brazo que
indica dónde o a quién tundir.
Las sirenas de las ambulancias completan el panorama. Los heridos con suerte
son sacados en camillas. Un taxista que trabaja en la zona
observa que los detenidos del Congreso son sacados y subidos
a un camión del ejército. Sigue al camión y luego se va a
Radio Globo, donde cuenta: “Eran 33, los sacaron por el
portón de abajo y los llevaron al Fuerte General Cabañas”.
Corre de una calle a otra la profesora Hedmé Castro, y señala los
edificios aledaños desde donde, dice, lanzan el gas lacrimógeno.
Castigado
por usar sombrero vaquero
El hombre de los bigotes está entregado, indefenso. Su pecado: llevar un
sombrero como el que usa el presidente Manuel Zelaya. El
policía que lo lleva asido de la camisa lo zarandea, otro
le quita la mochila y la estrella en el suelo. Lo avientan
al centro de un grupo de cobras. Llueven los toletazos. Los
manifestantes que se atreven todavía a andar por ahí
gritan: “¡Déjenlo, déjenlo, ya no le peguen!”
A la misma hora, policías y soldados toman control de la Universidad Pedagógica
donde, según un informe oficial, detienen a 95 personas. El
objetivo es que los marchistas venidos de otros lugares del
país no tengan donde dormir.
Poco antes de que llegue la marcha, la diputada María Eugenia Landa ha
exigido una “reunión de emergencia para tomar medidas
inmediatas para rescatar a nuestra ciudad del vandalismo”.
La diputada se lamenta: “Me indigna la manera como han dañado
el ornato de la capital. Por doquier hallamos letreros que
desmoralizan y ya es hora de que depongamos esa
violencia”.
Le hacen caso de inmediato, aunque el resultado sea, según denuncia el
Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos en Honduras
(Codadeh), “veinte personas con lesiones, dos de ellas
totalmente deformadas por los golpes y que no se sabe si
sobrevivirán”.
A las cinco de la tarde, dos horas antes de inicio del encuentro de fútbol,
también les tunden a los manifestantes en San Pedro Sula.
“Estos traidores a la patria deben entender que los
hondureños no nos vamos a doblegar”, dice desde esa
ciudad la diputada Silvia Ayala.
Las acciones para “poner orden” habían comenzado antes. En la
madrugada, pese al toque de queda, las oficinas de Vía
Campesina, del Sindicato de Trabajadores de la Industria de
las Bebidas y la Universidad Pedagógica son tiroteadas por
desconocidos que sólo causan daños materiales.
Diez minutos antes de que comience el partido de futbol entre Honduras y
Costa Rica, Roberto Micheletti aparece en cadena nacional
para denunciar el “hostigamiento externo” acompañado de
“brotes de violencia interna”. Promete que respetará
los derechos humanos. Denuncia el financiamiento con dólares
del exterior de “pequeños grupos de oposición” e
invita a la ciudadanía a denunciar a “extranjeros
sospechosos”. Para cerrar, pide a todos los hondureños
orar “porque ganemos este partido”.
Cuando cae la noche y se juega el crucial encuentro, el dramaturgo Tito
Ochoa pide ayuda para encontrar a su hermana que está
desaparecida, la agrónoma Alba Leticia, pues en todas las
estaciones de policía se la niegan.
|