Tegucigalpa.–
Cuatro meses y ocho días después del golpe, Honduras sigue
igual, pero más sola. Roberto Micheletti sigue en el sillón
que le regalaron los militares y Manuel Zelaya continúa
fuera de juego, encerrado en la Embajada de Brasil. Pero el
país, que concitó aquel 28 de junio una solidaridad
internacional nunca antes vista, parece haber sido ya
abandonado a su suerte, desde que el jueves por la noche
(madrugada del viernes en España) se rompiera el acuerdo al
que habían llegado los representantes de Zelaya y de
Micheletti.
El
presidente de facto organizó por su cuenta un Gobierno de
unidad haciendo dimitir a sus ministros, pero reservándose
el poder. El presidente Zelaya consideró una burla la
maniobra, declaró roto el acuerdo y advirtió: "No
reconoceré las elecciones ni al candidato que salga
elegido".
Ni
una semana duró la esperanza. La madrugada del viernes 30
de octubre, los negociadores de Zelaya y Micheletti
anunciaron la firma de un acuerdo que, entre otros puntos,
preveía la formación de un Gobierno de unidad nacional y
la petición al Congreso para que se pronunciara sobre la
restitución del presidente depuesto. Pero el acuerdo, que
fue celebrado con grandes alharacas por la comunidad
internacional, dejaba sin responder dos importantes
cuestiones. ¿Quién debía presidir el Gobierno de unidad?
Y, ¿cuál era el plazo para que el Congreso se pronunciara?
Sólo
unas horas después de aquella firma, los partidarios de
Zelaya se percataron de que esas dos grietas iban a ser
utilizadas por Micheletti y los suyos para llevar el agua a
su molino. Sólo les quedaba una esperanza: que la comisión
de verificación –integrada por el ex presidente chileno
Ricardo Lagos y la secretaria norteamericana de Trabajo,
Hilda Solís– apretara las tuercas a los golpistas en la línea
del espíritu que, al menos hasta ahora, había guiado a la
Organización de Estados Americanos (OEA). Pero no fue así.
Como
ha venido sucediendo desde hace cuatro meses, Roberto
Micheletti logró dominar la situación. Invitó a la Casa
Presidencial a Lagos y a Solís, les dijo –con la mano en
el corazón– que él estaba dispuesto a dejar el poder si
con ello se conseguía allanar el camino hacia la paz, pero
también les dejó claro que nunca aceptaría que Zelaya
regresara al poder. Ni 24 horas después de llegar a
Honduras, el ex presidente chileno y la secretaria de Obama
abandonaron el país con un gesto llamativamente más sombrío
que el que lucían a su llegada. Sobre todo porque, durante
una reunión celebrada unas horas antes en la Embajada de
Brasil, el presidente Zelaya les había dejado claro que no
iba a respaldar ningún Gobierno de unidad que no estuviera
presidido por él. El choque final de trenes estaba a punto
de producirse, y Lagos y Solís no se quedaron en
Tegucigalpa para presenciarlo.
El
jueves por la noche, Micheletti consumó su jugada maestra.
Llamó a sus ministros, los hizo dimitir, anunció que
conformaría un Gobierno de unidad con distintas
personalidades de la política y que ese nuevo Gabinete, lógicamente,
estaría presidido por él. Incluso invitó a Zelaya a que
le mandara un listado con candidatos a ministros y, como el
presidente depuesto no se prestó, lo acusó de romper el
acuerdo de Tegucigalpa–San José.
Zelaya,
atado de pies y manos en la Embajada de Brasil, vendido por
sus propios negociadores que no supieron darse cuenta del
acuerdo envenenado al que pusieron rúbrica, sólo pudo
certificar dos derrotas. La del diálogo. Y, por extensión,
la suya propia. Porque al presidente depuesto ya le quedan
pocas bazas que jugar. Sobre todo después de que, a través
de distintos portavoces, EE UU se haya mostrado menos
contundente a la hora de exigir su restitución. La nueva
versión oficial es: la salida del conflicto es cuestión de
los hondureños y EE UU respetará el resultado de las
elecciones.
Quien
sí se siguió mostrando firme fue José Miguel Insulza.
Desde Jamaica, el secretario general de la OEA lamentó la
"interrupción" del acuerdo y repitió que
"naturalmente" es Zelaya quien tendría que
presidir el Gobierno de unidad. También consideró
"indispensable" que el Congreso de Honduras se
pronuncie sobre la restitución de Zelaya. Pero, a estas
alturas, ésas son sólo palabras. Si algo ya sabe Insulza y
sus respectivos enviados es que Micheletti tiene una gran
capacidad para torear la situación. De hecho, el Gobierno
golpista nunca ha dado la sensación de estar contra las
cuerdas, ni siquiera cuando EE UU decidió anular los
visados de sus integrantes e incluso deportar a una de las
hijas de Micheletti. Ahora EE UU dice lo que dijo Micheletti
desde el principio: "Esto es un problema hondureño y
son los hondureños los que tienen que resolverlo".
El
verdadero problema es que a Zelaya ya sólo le queda la
calle. Y junto al cordón militar que resguarda la embajada
de Brasil, uno de sus más acérrimos seguidores, Carlos Iván
Reyes, el mismo hombre que le ha llevado la comida día tras
día, se declara harto: "Hasta ahora, Mel Zelaya nos ha
pedido prudencia y le hemos hecho caso. Ya es hora de
empezar a no hacerle caso...". En las últimas horas,
varios artefactos han explotado en las calles de
Tegucigalpa.