Colombia

 

Se revelan los más escalofriantes maltratos y abusos sexuales a que fueron sometidos 21 soldados por sus propios superiores

Torturas en el Ejército

Revista Semana, Bogotá, 20/02/06

"No me queme, por favor, se lo suplico, no me queme". El soldado regular Jhon Jairo Cubillos Navarro, del Batallón Patriotas de la VI Brigada, le implora a su superior, el cabo primero José Rafael Tarazona Villamizar. En respuesta, éste lo tira al suelo, le da varias patadas y como si estuviera marcando ganado, le quema la cara, una, dos y tres veces. Cubillos Navarro llora y trata de huir en un intento fallido, pues sus ojos están vendados y tiene las manos amarradas atrás.

El cabo Tarazona guarda un breve silencio. Entonces, por un instante se escucha diáfano el rumor de las aguas del río Honda que corren adyacentes al Centro de Instrucción y Entrenamiento (CIE) del Ejército Nacional, en Piedras, un poblado del departamento del Tolima. Es el último miércoles del mes de enero, día 25, y como es natural por estas épocas del año, hace un calor infernal que abrasa esta región de llanuras espléndidas.

Hasta esta unidad llegó el soldado Cubillos como miembro de la compañía Escorpión y con el teórico objetivo de salir en condiciones óptimas tanto físicas como mentales para combatir a los grupos armados ilegales. Al menos eso le dijo a su familia cuando se despidió de ella en el cercano municipio de Lérida, donde nació hace 24 años. Aunque en el fondo de su corazón alimentaba la secreta esperanza de que el Ejército le brindara una oportunidad y una carrera para ayudar a su familia. Creía tener los requisitos necesarios: obediente, buena gente, trabajador y, sobre todo, un profundo amor por los símbolos patrios.

Símbolos que en este instante son sinónimos del horror porque el cabo Tarazona ordena poner el Himno Nacional cuyas notas irrumpen en la quietud del mediodía. Suelta una carcajada y le advierte al indefenso muchacho: "Voy a borrarle esta vaina". Se refiere a un tatuaje que Cubillos Navarro tiene en la canilla de la pierna izquierda. Y empieza a quemarlo con un tizón hasta que el tatuaje se disipa entre la carne viva.

En medio de los gritos se escucha la voz de otro soldado: "Mi teniente mandó decir que dejen eso". Tarazona se burla. No sólo califica a sus cautivos de perdedores por haberse dejado atrapar, sino de cobardes por haber ido a dar la queja. Y entonces sigue adelante en sus acciones que él considera normales. En efecto, él cree que hasta ahora ha actuado correctamente y que el ejercicio está saliendo bien.

Incluso después de unos días ratificó su inocencia. Primero, ante la justicia penal militar que investiga el caso, y luego, verbalmente, en su sitio de reclusión. Está junto al cabo tercero Edwin Alberto Ávila Mesa. Aunque ambos tienen medida de aseguramiento, sindicados de los delitos de ataque al inferior, la medida jurídica los tomó por sorpresa. "Yo hice lo que a mí me enseñaron", explica Tarazona para argumentar por qué actuó así ese miércoles.

Un día negro para el Ejército, pues a 21 soldados los torturaron: fueron golpeados con puños, patadas, palos y machetes. Además, fueron sometidos a pruebas de asfixia y ahogamientos. Por si fuera poco, todos recibieron quemaduras en diferentes partes del cuerpo, en algunos casos con lesiones de por vida, tal como lo confirmó en su dictamen el Instituto de Medicina Legal. Y para mayor humillación, algunos de ellos fueron obligados a comer excrementos de animales. En ese día de violencia se llegó al extremo indignante de violaciones y vejámenes sexuales con los soldados. Pero, ¿cómo y por qué ocurrió todo esto?

Días de furia

En su proceso de formación, todos los soldados deben pasar por unas unidades de instrucción durante tres meses, en las que reciben la preparación de supervivencia para las exigentes condiciones a las que deben enfrentarse. Probablemente no hay un colombiano que tenga un trabajo más exigente: deben combatir a la guerrilla más rica y experimentada del mundo occidental, a los grupos de autodefensa mejor armados y a los barones de la droga más poderosos. Siempre con 16 kilos a cuestas, que es el peso de su equipo, y en una geografía inhóspita: desde los campos minados a los caudalosos ríos y en las selvas profundas hasta las nieves perpetuas.

Para sobrevivir a semejantes adversidades, al inicio de su carrera pasan por estos centros. Al salir de allí tienen que conocer, como si se tratara de la palma de sus manos, El manual de resistencia, evasión y escape.

Este es un documento guía en el que los soldados aprenden cosas esenciales: cómo hacer fuego con trozos de madera, qué plantas comer y cuáles ni siquiera tocar, cómo enfrentarse a fieros animales a mano limpia y la manera de hacer una cama para dormir en la manigua. Y, por supuesto, qué hacer en caso de caer atrapado por los enemigos.

Precisamente, en la mañana de ese miércoles del pasado mes de enero, la compañía del Batallón Patriotas, que tiene su sede en Honda, compuesta por 66 soldados, tenía previsto en el CIE de Piedras la jornada sobre cómo escapar de la guerrilla y qué hacer en el caso extremo: cómo actuar cuando se es atrapado.

La idea era que los soldados se dividieran en grupos de a cinco y luego todos se dispersaran por el área. Ninguno iba vestido con el uniforme, pues el ejercicio consistiría en que en un principio la guerrilla ficticia no sabía que eran militares sino anónimos campesinos. Los muchachos debían caminar alertas por una carretera considerada en teoría zona roja. Cuando sintieran la presencia de los hipotéticos insurgentes, debían emprender la huida. Eso lo hicieron con habilidad 44 soldados que lograron escapárseles a sus perseguidores. Veintiuno de ellos no corrieron con la misma suerte.

Los soldados fueron vendados y amarrados. La idea era que atravesaran 150 metros en lo que ellos llaman 'la pista' y que es un camino en el que deben sortear pruebas hasta llegar al cauce del río Honda. De allí serían llevados a una explanada en la que debían ocultar su verdadera identidad, a pesar de las presiones a que los sometieran. Esto para que la guerrilla nunca se enterara de que había aumentado el número de militares rehenes.

El soldado Maicol César Sánchez Isaza, de apenas 18 años, sintió con un violento puñetazo en su estómago que la cuestión no era una simple prueba pedagógica ni un efímero ejercicio de supervivencia. Un grupo lo agarró a patadas, lo tumbó al suelo y lo golpeó a puñetazos. Sus amigos de infancia en La Dorada (Caldas) recuerdan a Sánchez Isaza como un muchacho tímido y de pocas palabras. Una característica que aquel miércoles él creyó iba a servirle para salir de semejante trance. "Si permanecía en silencio no tendría a nadie para delatar, por lo que me dejarían seguir".

Se equivocó porque la golpiza formaba parte de cinco estaciones en las que serían sometidos a violentos ataques físicos. No sólo actos considerados como tortura, sino incluso en algunos casos, abusos sexuales. En esta primera parada, llamada de ablandamiento, cada uno de los muchachos fue golpeado y agredido verbalmente: "Lo vamos a violar, marica, lo vamos a violar". Era el grito que escuchaba mientras recibía los golpes.

Luego los hicieron avanzar por el caño seco y los subieron en diversas piedras para que se cayeran. El soldado Valencia se fue de bruces y se partió la cabeza contra otra piedra. El golpe fue seco y él no pudo hacer nada para evitarlo, por la venda y por los nudos en las manos. Días después, el jueves 2 de febrero, el muchacho fue evaluado en el Instituto de Medicina Legal de la localidad de Mariquita donde los médicos certificaron que se debieron tomar 17 puntos en la cabeza por la herida.

Aquel miércoles, sin importar que sangraba profusamente, lo obligaron a ir hasta la tercera estación, unos metros adelante. El joven caminaba a tientas, sin poder ver, zigzagueante, hasta que se encontró con el crepitar de varias hogueras que sus improvisados captores habían encendido. ¿Para qué se hizo el fuego? "Tenía como finalidad fatigar con el humo al capturado", explicaría días después el subteniente Javier Arturo Pachón Reina, quien fue testigo de los hechos. "Formaba parte de la presión sicológica".

Lo cierto es que ese día se pasó también al más severo castigo físico. Cada uno de los muchachos fue quemado: algunos en su rostro, otros en los brazos, otros en las piernas. "Prueben, prueben la varita mágica", anunciaba uno de los superiores mientras le pasaba por la piel la vara al rojo vivo. Al final, algunos quedaron con quemaduras hasta de segundo grado y otros con marcas de una violencia bárbara, como consta en los certificados del Instituto de Medicina Legal: "Miren, este ya no tiene el tatuaje, ya se lo borramos", gritaba en medio de las risas el cabo Tarazona al ver la carne viva del soldado Cubillos Navarro.

Fue en ese momento cuando este joven sintió que iba a morirse. Recuerda que ya era cerca de la una de la tarde y que a esa hora se iría de este mundo humillado, marcado como un animal. Por un instante rememoró su infancia, cerca de allí, cuando no sabía nada de la milicia y pasaba las horas viendo pastar en las praderas el ganado. En ese sueño fugaz encontró una diferencia sustancial. Después de la marca, al ganado lo dejan libre. En su caso, no. Lo levantaron y lo arrojaron a las aguas pedregosas del río. Uno de sus superiores lo tomó por la cabeza y lo hundió, mientras le gritaba que no se iba a morir quemado sino ahogado. Por donde su instinto le decía, Cubillos Navarro señalaba hacia el soldado que repetía la orden del teniente: "Que paren eso, que paren eso".

Los muchachos fueron sacados y llevados a la explanada. El juego siguió allí: "Usted es soldado, ¿cierto?". Cada uno por su lado respondía que no. Entonces el cabo Tarazona o el cabo Ávila les señalaba la nuca en donde ellos tenían intactas las huellas que se les forman por el peso del equipo. "Mentira, mentira", les gritaban, y los agarraban a golpes. "Son soldados, son soldados. Cante el nombre del comandante, cántenlo rápido". Antes de permitirles la respuesta, caía sobre ellos una nueva lluvia de patadas y puñetazos. Exhaustos, algunos de ellos se derrumbaban. Los captores los levantaban y les golpeaban los oídos. Wilson Orlando Guzmán Castellanos, también de Lérida, y de apenas, 19 años, sintió que el suplicio llegaba a su fin cuando percibió que le estaban bajando la venda. Se equivocó. En realidad le desnudaban las orejas para ponerle hormigas. Los insectos entonces los picaban. Luego les echaron ají, pringamozas y sal, en las heridas.

En medio de los gritos, varios muchachos fueron desnudados. "Les advertimos que los íbamos a violar". Y en efecto, a algunos de ellos se les introdujo un palo entre el ano, a otros les metieron los dedos y a otros dos más les bajaron los pantalones. Entonces, arrodillaron a un soldado humilde, de extracción campesina, con un bajo grado de escolaridad, y lo obligaron a introducirse en la boca el pene de otro soldado. Él buscaba zafarse para evitar la humillación. El otro intentaba lo mismo para no hacerle eso a su compañero. A ninguno se le olvida que el mayor impulsor de esta idea fue el cabo tercero Jairo Alonso Lora Fuentes.

Al caer la tarde, se les quitó el vendaje y se les dejó allí tirados, ultrajados y heridos. Luego, sobre el CIE cayó un manto de silencio que se extendió hasta el Batallón Patriotas. El hecho, sin embargo, se regó como pólvora y les llegó a las humildes madres de los soldados. Se trata de muchachos con un promedio de edad de 18 años y en algunos casos tan pobres, que ni siquiera tienen teléfono. Por eso, la noticia tardó en llegar.

Además, por su extracción social, ninguna de las madres supo qué hacer, ni a dónde ir, ni a quién llamar. La mayoría son mujeres de origen muy humilde y con muy poco conocimiento de lo que son sus derechos y los de los hijos en la milicia.

Sin embargo, según el coronel Rubén Hernández Mosquera, él las atendió personalmente. "Tienen que tranquilizarse. Todo lo que se ha dicho es mentira", les dijo el comandante del Batallón Patriotas. A pesar de todo, en la unidad militar se produjo una fractura. Para una parte, el asunto se debía investigar disciplinariamente porque el Ejército debe dar ejemplo en materia de derechos humanos, mientras que para otra, lo ocurrido forma parte de la formación militar, por lo que nadie debía escandalizarse.

En este último grupo se alineó el coronel Hernández. "Todos nuestros generales han pasado por esto. Así es que nos formamos". Entonces ordenó guardar silencio. El mutismo duró apenas unos días, pues la justicia penal militar no se quedó quieta y ordenó abrir un expediente para investigar lo ocurrido.

El juez penal militar al que le correspondió el caso pidió al Instituto de Medicina Legal hacerle un examen científico a cada uno de los soldados. "En esta profesión uno ve cosas muy duras, pero yo nunca había visto una cosa así", dijo sorprendido uno de los médicos de la sede de Mariquita. Uno a uno, los 21 muchachos fueron examinados desde el jueves 2 de enero hasta el lunes 6. Aunque todos los casos presentan heridas diferentes, hay algunos en los que coincide la conclusión: "deformidad física que afecta el cuerpo de carácter permanente".

La fila de los muchachos en Medicina Legal provocó un impacto enorme en Mariquita. La noticia de que en el Ejército estaba ocurriendo algo anómalo se extendió por las poblaciones circundantes de donde procede la mayoría de los soldados. Esos rumores provocaron una tormenta que azota hoy a las Fuerzas Armadas. "No comparto lo ocurrido. Va en contra de la moral de la tropa", dijo en su testimonio oficial ante las autoridades el subteniente Pachón Reina. Una opinión que comparte el general Reinaldo Castellanos, comandante general del Ejército: "Yo nunca había visto nada de este estilo. Esto no es una conducta ni enseñanza del Ejército. Son actos de gente que nunca debió haber entrado a nuestra institución y por los que serán castigados".

Pero la pregunta es si este es un hecho aislado en el país o hay una conducta extendida de maltrato. Un oficial que optó por mantener su nombre en reserva dijo que el caso debería servir para modificar las estructuras del Ejército. "Debemos preparar soldados orgullosos de defender una causa y un país y no gente que se vuelva resentida". Para este oficial, lo ocurrido es una muestra de un camino errado que malforma a los soldados, incide en el aumento del conflicto. "¿Cómo actuará un muchacho de estos en una zona rural con la población campesina cuando necesite obtener una información?", se pregunta. Para él, lo ocurrido en Piedras no es un hecho aislado. "La violencia contra los soldados de parte de sus superiores es extendida. Lo que ocurre es que eso no es noticia". El oficial concluye que golpear y agredir a los soldados es sencillamente una estupidez: "Por Dios, es como si para que una persona sepa qué es una violación hay que violarla".

"La instrucción no puede convertirse en tortura, debe ser capacitación y preparación", dice otro oficial que exige al Ejército hacer una autocrítica para mejorar la calidad de los combatientes y para que realmente sepan quién es el enemigo. Porque la semana pasada, cuando se volvieron a sentir en distintos lugares de la geografía nacional los sangrientos ataques de la guerrilla que dejaron varios muertos y decenas de heridos tanto de la Policía como del Ejército, en el Batallón Patriotas no se hablaba de ese enemigo, sino que todas las conversaciones casi silenciosas, giraban en torno a las agresiones de sus superiores.

Paradójicamente, algunos de los que más comentaban lo sucedido eran los 44 muchachos que ese día escaparon de la captura de la guerrilla ficticia. Los 21 restantes no hablan. En especial, los que fueron abusados. Para ellos, su refugio ahora es el silencio. Aunque a todos les llega aún el eco suplicante de Cubillos Navarro: "No me queme, por favor, se lo suplico, no me queme".