Abstención
Por
Juan Diego García
Argenpress, 16/03/06
Sorprende la poca
importancia que los analistas y estudiosos de la política conceden a
la no participación de la ciudadanía en los procesos electorales,
considerados universalmente como la mayor expresión de la democracia
y como el primer símbolo del compromiso ciudadano. Y causa extrañeza
porque la abstención, lejos de ser poco trascendente puede estar señalando
males muy profundos en toda la estructura social además de problemas
de funcionamiento en el mecanismo político.
Cuando se juzga por
ejemplo el sistema político estadounidense –considerado modélico–
apenas se menciona la bajísima participación ciudadana en los
comicios; ésta casi nunca llega al 50% del censo electoral y en
muchos casos ni se acerca siquiera a este umbral que debería ser
norma universal de validez. En una interpretación generosa del fenómeno
podría afirmarse que este país posee otros mecanismos de integración
social tan o más válidos que la participación política,
confirmando de paso que la suya sería una democracia de tipo
excepcional, notoriamente divorciada de los preceptos generales que
hacen del voto una especie de elemento preceptivo para determinar la
naturaleza democrática de un sistema de representación. Sorprende
por eso mismo cómo su gobierno pretende convertirse en árbitro del
comportamiento democrático y en juez universal que otorga los
certificados de buena conducta a los demás, decidiendo quién es y
quién no es democrático. Además, sus gobernantes pretenden estar
llamados por la divina providencia a extender su idea de democracia
por el planeta. A juzgar por su propio ejemplo, la participación
electoral no sería entonces tan decisiva a la hora de juzgar la
naturaleza de un sistema político y los Estados Unidos nos deberían
a todos una explicación plausible para conciliar su discurso con unos
principios supuestamente generales o habría de admitirse que tal
universalidad no existe y que las formas de manifestar la aquiescencia
de la ciudadanía con un sistema político resultan tan variadas como
diversas son las culturas, las tradiciones y las historias nacionales.
En Europa la cuestión
parece tener otros matices. La abstención si preocupa – y mucho–
y estaría asociada a conductas de rechazo político afectando la
legitimidad del sistema. Por supuesto siempre se puede argumentar que
la abstención es otra forma de participar, otra manera de protestar,
de hacer llegar la queja a las instancias políticas, de obligar a
introducir cambios. Esto es cierto cuando la abstención es coyuntural
y no pone en entredicho el sistema sino a un gobierno particular en
una coyuntura dada. Pero aún así habría que reconocer que tal
protesta ya constituye una forma extrema de descontento y que los
mecanismos corrientes han fracasado.
La abstención en
todo caso, sería una especie de castigo a la “clase política”
mediante el uso de la indiferencia, de la misma manera que lo es un
rechazo mediante votaciones negativas a las propuestas gubernamentales
(el reciente NO masivo en Holanda y Francia al proyecto de Constitución
europea) o con el voto en blanco o el voto nulo, intencionadamente
invalidado. En el Viejo Continente la abstención (descontando el
porcentaje mínimo e inevitable que siempre se presenta) sí es
considerada con preocupación, sobre todo cuando tiende a crecer y se
convierte en actitud política permanente de colectivos significativos
de la población. Se entiende entonces que esta inhibición electoral
es el resultado de procesos sociales de integración frustrada o
directamente de marginación social, cultural, laboral o política.
En América latina,
un continente en donde ahora se supone que las formas democráticas
del sistema de representación están extendidas y consolidadas luego
de la larga noche de las dictaduras civiles y militares, la abstención
tiene características aún más significativas. Y de todos los casos,
el de Colombia es probablemente el más destacable
El pasado 12 de marzo
han tenido lugar votaciones para elegir diputados y senadores con una
participación muy baja que algunos cifran en el 28% y otros en el 38%
del censo electoral. En el mejor de los casos, una abstención que
ronde el 60% es algo que no puede ignorarse y asombra que haya que
hacer un ejercicio de búsqueda muy minucioso para encontrar algún
comentarista que proponga reflexiones sobre el asunto. Y es asombroso
entre otros motivos porque las varas de medir no parecen ser las
mismas para todos los casos. En efecto, cuando se trata de Venezuela
la alta abstención en las últimas elecciones municipales se
interpreta como un varapalo para el gobierno de Chávez mientras la
abstención en Colombia se ignora o se menciona tan solo de pasada
como un dato más, sin mayor relevancia.
Contrasta igualmente
la reacción de los gobiernos. Para Chávez aquella abstención había
sido una llamada de atención muy clara del electorado a los
dirigentes para corregir los errores del proceso de la Revolución
Bolivariana y proponía como reto personal conseguir una participación
masiva de los electores en la próxima contienda presidencial
alcanzado el respaldo de al menos diez millones de votos como muestra
de la legitimidad de su gobierno revolucionario.
A Uribe Vélez, en
cambio, la reiterada abstención no parece perturbarle el sueño. Poco
o nada se habla entonces de una abstención que se ha convertido en
habitual en Colombia. Solo muy excepcionalmente una votación consigue
movilizar a más del 50% de los electores. Uribe mismo llega a la
presidencia con una bajísima participación que no llega ni al 50%,
de manera que visto globalmente no es errado afirmar que al actual
presidente le escogió tan solo uno de cada cuatro ciudadanos. De los
tres restantes dos no votaron y el otro lo hizo en contra.
Para cualquier
observador imparcial un sistema político como éste, sustentado
siempre en porcentajes tan escasos de participación estaría
sostenido por fundamentos muy endebles. O quizás asentado en esos
mecanismos misteriosos que hacen de la democracia gringa el modelo a
seguir, al menos para Uribe Vélez, que ha sido elegido con
porcentajes muy “á la americana”. Poco importa entonces que los
gobernantes carezcan de un respaldo electoral creíble, comprobado en
una votación con niveles razonables de participación.
No vale argumentar
que quien no vota de alguna manera está dando su consentimiento al
sistema. Es tan solo un juego tramposo asociar abstención con una
aquiescencia implícita, con la peregrina idea que ve en la abstención
tan solo la manifestación de una ciudadanía feliz, próspera y
satisfecha que no ve como una necesidad mayor refrendar su fidelidad
al sistema mediante el voto.
Menos plausible
resulta el argumento que explica la abstención por una supuesta
inmadurez política de los colombianos, quienes carentes de la
necesaria educación cívica se despreocupan de elegir a sus
gobernantes y les da igual cualquier cosa que signifique ir un poco más
allá de sus propios intereses individuales. Un pueblo entonces,
ignorante, de escasa condición ciudadana y de enfermizo
individualismo. Y resulta menos creíble tal argumentación porque
basta una somera revisión de la historia reciente del país para
observar que Colombia registra una vida política muy activa, cuya
ciudadanía ha dado muestras reiteradas de un enorme compromiso cívico
y una decisión de participación puesta a toda prueba.
Son innegables las
amplias luchas de los campesinos por la tierra; son inocultables las
huelgas obreras, los movimientos cívicos, las iniciativas ciudadanas
y los mil grupos de voluntariado de todas las causas, en unas
condiciones de violencia y represión que hacen del país uno de los más
inseguros del planeta. Recientemente, por ejemplo, la OIT denunciaba
que de cada cuatro sindicalistas asesinados en el mundo, tres eran
colombianos; hay más de tres millones de desplazados, principalmente
por culpa de la acción de los grupos armados de la ultraderecha, los
exilados de la izquierda se cuentan por miles y a las autoridades les
cabe –entre otras muchas responsabilidades– la muerte violenta de
más de tres mil cuadros políticos de la Unión Patriótica, un
partido mediante el cual la guerrilla comunista intentó en su día
iniciar un proceso de abandono de las armas y desembarco en la acción
política legal.
Es muy difícil
endilgar a la ciudadanía colombiana desinterés político como
explicación de su tradicional abstencionismo. Sorprende más bien, no
solo que tantos expertos y analistas pasen de puntillas sobre la
abstención en Colombia sino que la izquierda no armada mantenga su
participación en las elecciones, en unas condiciones tales que el
mismo tradicional partido liberal denuncia por su falta de garantías,
por el abuso del poder que hace el presidente en favor de sus listas,
por la intimidación y el crimen de unos grupos de la ultra derecha
que lejos de haber abandonado sus actividades criminales se mantienen
activos, han estado en primera línea en el debate electoral y han
conseguido ampliar su presencia en el Parlamento. Ciertamente, hay que
tener mucho coraje, mucha conciencia cívica y una alta
responsabilidad ciudadana para participar en las elecciones cuando se
sabe de antemano que las cartas están marcadas y sobre todo cuando se
es conciente de la dificultad casi insuperable de convencer a esas
mayorías populares de la validez del voto y la democracia
representativa.
Uribe Vélez ganó
las pasadas elecciones y es bastante probable que se haya asegurado su
propia reelección en la primera vuelta en mayo próximo. Pero quien
realmente ganó fue esa masa inmensa de abstencionistas que con su
silencio clamoroso dijeron no a la política económica de la nueva
derecha; no a la guerra absurda que solo sirve a intereses espurios;
no a la alineación internacional del país en contra de la corriente
progresista que barre el continente; no a la demagogia gubernamental
que no termina la pobreza; no a la politiquería uribista jamás
desterrada y ahora más sólida que nunca; no a las pretensiones de
instaurar un sistema político autoritario que lleva todas las trazas
de convertirse en una forma odiosa de fascismo criollo.
Si al 60% de
abstencionistas se suman los votos de la oposición liberal y el casi
millón de votos de la izquierda, el respaldo de Uribe y la derecha es
literalmente el mismo de siempre. Un respaldo que no alcanza al 25%
del electorado. Sin duda, el mismo porcentaje de población que sale
beneficiado del actual modelo económico y social cuya vocación
primera no es otra que ahondar las diferencias sociales, empobrecer a
las mayorías y regalar los recursos nacionales al mejor postor. Uribe
no mejoró la suerte de los colombianos y las colombianas, tampoco
consiguió derrotar a la guerrilla marxista, ni terminó la politiquería
y la violencia paramilitar. El nuevo Mesías que pretende dirigir la
nación como maneja los peones de su enorme latifundio podrá celebrar
alborozado su victoria en las urnas, pero no debería olvidar que esas
urnas están casi vacías.
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