Guerra
de aparatos y lucha de clases
Por
Guadalupe Montenegro
El Socialista, Colombia, julio 2006
El
panorama de violencia que proyectan las agencias internacionales de
prensa sobre Colombia hace que, necesariamente, las preguntas que se
formulan los lectores desprevenidos en el extranjero se refieran a los
factores y a los agentes que la generan y la propician. Narcotráfico,
guerrilla y paramilitares copan la atención de quienes muestran algún
interés por la situación política y social de este país. Sin
embargo, por debajo de la estrepitosa guerra que libran los aparatos
armados de la ultraderecha, la guerrilla y las Fuerzas Armadas del
Estado, avanzan silenciosamente procesos estructurales más profundos,
de los cuales poca cuenta dan los medios masivos de comunicación.
La
imagen estereotipada que venden el imperialismo y sus propagandistas
–para el consumo de la reaccionaria clase media norteamericana y
europea– es la de una narco república eternamente disputada a
balazo limpio por poderosas organizaciones guerrilleras y
paramilitares, igualmente terroristas y narcotraficantes. Pero esa
imagen es parcial y oculta una realidad económica, política y social
mucho más compleja que le da origen, y explica, a esa otra realidad
rutilante de fuegos artificiales.
Por
supuesto que esos factores de violencia existen y tienen un importante
peso, pero son una consecuencia y no la causa de la realidad. Más aún,
son elementos que distorsionan todos los hechos y fenómenos
estructurales de la lucha de clases. El que la violencia en Colombia
parezca no tener fin es la demostración de que es una expresión en
la superficie de realidades estructurales, económicas y sociales,
mucho más antiguas, profundas y estables.
La
violencia crónica colombiana no corresponde a la necesaria violencia
con la cual las clases y su lucha transforman la realidad haciendo la
Historia. La violencia en Colombia es perniciosa y retardataria porque
es una violencia de aparatos. Es una violencia al margen, y en contra,
de las inmensas masas obreras, campesinas, indígenas y populares.
Desde
luego que la violencia crónica de hoy tiene una explicación que
viene del pasado y que se deriva de las características específicas
del desarrollo capitalista del país. Pero ni la violencia de hoy
tiene las mismas características de la de hace cuarenta años, ni los
intereses de clase que se mueven detrás de ellas son idénticos. Además,
el uso indiscriminado de la violencia lo justifica cada uno de los
aparatos armados por el ejercicio que de ella hace cada uno de los
otros, hasta constituir un círculo vicioso donde se desdibuja cuál
de las violencias engendró a las otras.
Violencia
terrateniente y resistencia guerrillera
Los
reaccionarios terratenientes colombianos, desde siempre, han armado ejércitos
privados de paramilitares al servicio de despojar de la tierra a las
capas más pobres del campesinado. En las décadas de los 40 y 50 del
siglo pasado, durante el período conocido como “La violencia”,
las bandas de paramilitares, llamados “pájaros” en alusión a las
aves carroñeras, asesinaron a más de trescientos mil campesinos y
despojaron de sus tierras a una población calculada en seis o siete
veces esa cifra.
El
campesinado, alineado detrás del Partido Liberal, se armó en
guerrillas de autodefensa alcanzando control territorial en amplias
zonas de la periferia rural, como en los Llanos Orientales, en límites
con Venezuela, y en los departamentos del Caquetá y el Tolima. La
traición de la dirección gran burguesa del Partido Liberal, que pactó
con los terratenientes conservadores la constitución de un régimen
de alternación bipartidista llamado “Frente Nacional”, llevó a
la derrota a la guerrilla liberal. Los más destacados dirigentes de
las columnas que se desmovilizaron fueron asesinados uno a uno, desde
Guadalupe Salcedo hasta Dumar Aljure. Algunos frentes menos
significativos degeneraron en bandolerismo común y se extinguieron en
un combate desigual con el régimen. Los sectores más radicales y
decididos se atrincheraron en las que en ese momento se conocieron
como las “repúblicas independientes” de Riochiquito, El Pato,
Marquetalia y Guayabero. A comienzos de la década del 60 el régimen
del Frente Nacional atacó violentamente estos resguardos campesinos
provocando una verdadera masacre y obligando nuevamente a la
resistencia a retomar el camino del éxodo guerrillero.
Este
resurgir de la guerrilla se dio por fuera del control del liberalismo,
como consecuencia de la traición de la dirección burguesa. Las FARC
(Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) nacen en 1964 como un ejército
guerrillero dirigido por los sectores más radicales en ruptura con el
Partido Liberal que rápidamente cae bajo la influencia del aparato
estalinista mundial. Esas características de su nacimiento van a
explicar luego todos sus rasgos progresivos y sus limitaciones. Las
FARC son durante las siguientes décadas la expresión de la legítima
resistencia del campesinado a la violencia y al despojo terrateniente,
pero su programa y su política de conciliación de clases y sus métodos
de aparato llevarán sistemáticamente la lucha del campesinado por la
tierra a un callejón sin salida.
Salvo
algunas excepciones, muy importantes pero aisladas, el campesinado
colombiano no logró estructurar durante la segunda mitad del siglo
veinte un verdadero movimiento revolucionario de masas por la tierra.
Los intentos de recuperación fueron, en general, violentamente
derrotados por una alianza del régimen con los terratenientes. Por
norma general, el campesinado que no emigró a las ciudades como
efecto de la violencia terrateniente se desplazó a zonas rurales cada
vez más periféricas ampliando la frontera agrícola. Y una y otra
vez los terratenientes los empujaron hasta llevarlos al borde norte de
la selva del Amazonas. La baja fertilidad de las tierras selváticas y
la inexistencia de infraestructura vial obligaron al campesinado a
explotar el único producto rentable y posible de transportar
individualmente: la pasta básica de coca.
La
guerra de guerrillas y las finanzas
Las
FARC, más que organizar y dirigir la lucha del campesinado por la
revolución agraria, han acompañado el proceso de desplazamiento del
campesinado expresando su resistencia pero suplantando su acción
directa. Esa contradicción, inherente al desarrollo de los
partidos–ejércitos guerrilleros, los obliga a derivar sus recursos
materiales de fuentes completamente ajenas a las de la propia lucha de
la clase que representan. Al no avanzar la revolución agraria, en
gran medida por su propia política, las FARC se vieron siempre
obligadas a recurrir a métodos totalmente ajenos a los métodos
revolucionarios para financiarse.
El
secuestro, el “boleteo” –especie de impuesto cobrado por toda
actividad agropecuaria– y el beneficio de las “bonanzas” se
convirtieron en las principales fuentes de ingresos de las FARC, y en
general del conjunto de las organizaciones guerrilleras colombianas.
Los terratenientes, la clase media agraria, los comerciantes de las
zonas de influencia guerrillera, incluyendo a las viejas franjas
liberales que los apoyaron en sus comienzos, fueron obligados a
cotizar, año tras año, importantes sumas a las arcas de la
guerrilla. Los gremios patronales del agro calculan entre quinientos y
mil millones de dólares anuales, en promedio, los recursos
transferidos por estos conceptos a la guerrilla durante los últimos
treinta años.
Pero
por importante que pueda sonar esta cifra no fue nunca suficiente para
financiar el aparato militar en expansión. Las FARC, y las demás
organizaciones guerrilleras, siempre encontraron la manera de
beneficiarse de las bonanzas económicas para suplir el permanente déficit
presupuestal. De unos cuantos cientos de combatientes y unos pocos
frentes en la década del 60, las FARC pasaron a alinear en sus tropas
a entre quince y veinte mil combatientes directos y a estructurar una
compleja red de apoyo logístico que agrupa entre cuarenta y cincuenta
mil activistas y “trabajadores”, como ellos mismos se nombran. Un
aparato de esa magnitud, en una permanente actividad militar de cierta
envergadura, es al mismo tiempo una insaciable máquina de consumo de
armas, equipos de transporte y comunicaciones, vestuario y alimentos.
El
campesinado cada vez que se vio desplazado por la violencia
terrateniente y burguesa se dirigió en primer lugar a las zonas de
nuevas actividades económicas que les permitían iniciar su proceso
de reinserción social. Las “bonanzas” del café, las esmeraldas,
el petróleo, la marihuana, la coca y la amapola han coincidido, y no
por azar, con importantes procesos de recolonización campesina, y en
menor medida obrera, y con el surgimiento y fortalecimiento de nuevos
frentes y organizaciones guerrilleras. En su acompañamiento del
desplazamiento campesino y popular, la guerrilla se ha asentado en los
lugares de nuevos procesos económicos y sociales. Las importantes
masas de nuevo valor que surgieron de estas actividades económicas
generaron fuentes de financiamiento adicional para los partidos–ejércitos
guerrilleros.
Los
beneficios económicos obtenidos por esta vía han sido al comienzo
relativamente marginales. Pero la consolidación de las actividades
económicas emergentes, inevitablemente, ha terminado involucrando a
los ejércitos guerrilleros en nuevas actividades financieras ajenas a
los métodos revolucionarios tradicionales.
Bonanza
cocalera y fortalecimiento guerrillero
Las
FARC están, aún hoy, lejos de ser el “principal cártel mundial de
la cocaína”, como pretenden hacer creer los propagandistas del
imperialismo para justificar su intervención militar en Colombia.
Pero ni los más acérrimos defensores de la guerrilla se animan a
desmentir el enlodamiento de las FARC con el negocio.
A
pesar de que el tráfico de drogas sicoactivas es un negocio
capitalista como cualquier otro, tiene la particularidad de producir
tasas de ganancia decenas de veces superiores a la tasa media, debido
a que la burguesía imperialista lo mantiene en la ilegalidad. Y esa
mezcla de ilegalidad y altas tasas de ganancia, siempre y en todas
partes, ha producido alas de burguesía lumpen, mafiosa, violenta y
dispuesta a todo para defender sus ingresos y descomposición en
sectores importantes de las masas y sus organizaciones.
Todos
los economistas y centros que estudian seriamente el fenómeno del
narcotráfico, desde Francisco Thoumi (1), asesor del Banco Mundial,
hasta el equipo del lingüista Noam Chomski coinciden en calcular que
entre el 97 y el 98% de las utilidades del negocio se quedan en manos
de las mafias imperialistas que controlan la distribución al menudeo
de la droga en las calles de Nueva York o Madrid. Sólo entre el 2 y
el 3% va a manos de los traficantes de los países semicoloniales que
la producen y la transportan. Sin embargo el volumen que ha alcanzado
la industria de las drogas y las elevadas tasas de ganancia que
producen dejan en manos de los traficantes colombianos entre cinco y
ocho mil millones de dólares al año, lo que puede equivaler al 10%
del PIB. Esta, que es una cifra considerable para cualquier sector
burgués de un país semicolonial, se convirtió en el principal
factor de distorsión de todos los procesos estructurales económicos,
políticos, sociales y militares del país en los últimos veinte años.
A
mediados de los años 80, en el comienzo del ascenso de los cárteles
de Medellín y Cali, la mayor parte de la pasta básica utilizada en
la producción de clorhidrato de cocaína provenía del Perú y
Bolivia y sólo una pequeña porción correspondía a cultivos
nacionales. Diez años después la producción interna había
sustituido casi completamente la importación. Este hecho implicó un
nuevo desplazamiento del campesinado, esta vez sobre la frontera agrícola
de la selva tropical colombiana. Los departamentos amazónicos de
Guaviare, Guainía, Caquetá y Putumayo, las planicies del Meta y el
Vichada, y las selvas del Chocó y la Costa Atlántica fueron
inundados de cultivos de hoja de coca de todas las dimensiones. El
campesinado cocalero pobre y medio proveyó durante varios años a los
narcos de Medellín y Cali de pasta básica que estos transformaban en
cocaína y la juntaban en grandes cargamentos que introducían en los
Estados Unidos a través de rutas construidas en colaboración con las
mafias norteamericanas.
Pero
esta sociedad económica de mutua conveniencia habría de durar poco.
Las FARC rápidamente se impusieron como dirección del campesinado
cocalero, poniendo parte de su estructura militar al servicio de la
protección de los pequeños cultivos de la ofensiva erradicadora del
régimen y del imperialismo. Su accionar alejaba las patrullas
militares de los cultivos y de los improvisados laboratorios donde se
extraía en forma rudimentaria el alcaloide a las raspas de hoja de
coca. A cambio las columnas guerrilleras obtenían un impuesto, de
entre el 3 y el 5% del precio de mercado, por cada kilo de pasta básica
que se embarcaba hacia los centros de cristalización. La extensión
de los cultivos arrastró, como corolario, el fortalecimiento y la
extensión de las FARC.
El
rearme paramilitar
La
apertura de decenas de nuevos frentes guerrilleros agudizó el choque
con los terratenientes y la burguesía agraria que encontraron en este
hecho una justificación para rearmar las bandas de pájaros
paramilitares.
El
desarrollo de la industria obligó al traslado de parte de los
laboratorios de cristalización de cocaína de los alrededores de
Medellín y Cali a las zonas de cultivo. La gran plantación se levantó
amenazante al lado de la parcela campesina y se abrió una nueva versión
de la lucha por la tierra. Las consolidadas y poderosas mafias de
narcotraficantes se aliaron con los terratenientes y los burgueses
agrarios –muchos de los cuales acrecentaron sus fortunas y su poder
lucrándose del negocio de las drogas– y arremetieron de nuevo
contra el campesinado y el proletariado agrícola. Decenas de bandas
de asesinos fueron armadas en todo el país con la colaboración, a
veces abierta a veces soterrada, de los diferentes gobiernos y de las
instituciones armadas del régimen. Sólo como ejemplo se puede
mencionar que el actual presidente Álvaro Uribe Vélez, años antes
como gobernador de Antioquia promovió y organizó las cooperativas de
autodefensa “Convivir”, base sobre la cual se desarrollaron las
bandas paramilitares de Córdoba y Urabá –donde él es gran
terrateniente–, que se distinguen por su agresividad y sevicia.
Entre quince y veinte mil mercenarios fueron armados, financiados y
justificados como parte de la estrategia general contrainsurgente de
la burguesía y el imperialismo.
El
resultado de la nueva ofensiva contrarrevolucionaria es una verdadera
catástrofe social. Los crímenes más atroces que puedan ser
imaginados han sido cometidos en Colombia en los últimos veinte años
a nombre de la defensa de las instituciones democráticas. Miles de
activistas y dirigentes obreros, campesinos y populares asesinados
cada año. La Unión Patriótica , el partido construido por las FARC
para intentar su legalización política a comienzos de los 80,
exterminado físicamente. Un ejército de errabundos de tres millones
de desplazados por la guerra sin salida en que se encuentran
enfrascados los aparatos de la guerrilla, los paramilitares y las
fuerzas armadas del Estado. Y, entre cinco y seis millones de hectáreas
arrebatadas al campesinado pobre y medio.
Burguesía,
paramilitares y genocidio
Se
calcula que en las décadas del 80 y el 90 el tráfico de drogas llegó
a representar hasta el 30% del crecimiento anual de la economía del
país. Esto, en parte, explica la relativa estabilidad colombiana en
comparación con la crisis que vivieron el resto de países de América
Latina. El conjunto de la burguesía colombiana se benefició, directa
o indirectamente del narcotráfico. Los comerciantes multiplicaron sus
utilidades proveyendo a los mafiosos de los más insólitos e inútiles
bienes de consumo suntuario. Los banqueros acrecentaron sus reservas líquidas
administrándoles y lavándoles los excedentes del negocio. Grandes
industriales capearon las crisis financiando operaciones de envío de
cargamentos de drogas. Importantes empresas constructoras se aliaron
con los jefes de los cárteles para financiar y desarrollar enormes
proyectos urbanísticos comerciales y de vivienda.
Pero
el beneficio no fue solo económico. La gran burguesía nacional, las
multinacionales con asiento en el país, los diferentes gobiernos y el
imperialismo sacaron gran provecho de las bandas de asesinos que los
narcotraficantes organizaron para desplazar al campesinado, luchar
contra la guerrilla o, simplemente, para dirimir sus diferencias. En
esas bandas encontró la burguesía el instrumento para deshacerse de
los militantes de la izquierda, de los dirigentes sindicales y
populares y hasta de los opositores burgueses que se tornaban incómodos.
Las
burguesías nacional e imperialista bañaron el país en sangre obrera
y popular sin tener que, directamente, ensuciarse las manos. Los
narcos y sus bandas de sicarios se encargaron de hacerles el trabajo
sucio. A todo aquel que debía ser sacado del medio se le endilgaba
alguna relación con la guerrilla, real o construida, y se le
asesinaba con total impunidad. Miles y miles de activistas y
militantes fueron asesinados. La cifra exacta se desconoce. Se perdió
en el acostumbramiento a la cotidianidad de los asesinatos diarios. Ya
nadie lleva la cuenta. Las direcciones burocráticas, reformistas y
traidoras de los grandes sindicatos y de los partidos mayoritarios de
la izquierda se hicieron insensibles ante la magnitud de la masacre.
Pero si nos atenemos a los promedios de los años en los cuales se
llevaron registros más o menos cuidadosos, podemos decir con alguna
certeza que el número de muertos colocados por las direcciones
gremiales y políticas en los últimos veinte años ronda los diez
mil. El movimiento obrero y popular en Colombia fue decapitado. Los
dirigentes sindicales caían asesinados y los capitalistas miraban
hacia otro lado como si nada tuvieran que ver. Ninguna denuncia de
complicidad de los patronos con el genocidio prosperó. Todo aparecía
como responsabilidad de un abstracto “fenómeno paramilitar”
organizado y dirigido en las sombras por “fuerzas oscuras”, que la
burguesía, el gobierno y el imperialismo eran “los primeros en
condenar”.
Maestros,
petroleros, cementeros, metalúrgicos y bananeros murieron por
centenares. Obreros y dirigentes sindicales de multinacionales como
Coca Cola, Renault y Nestlé cayeron víctimas de los sicarios sin
que, jamás, fuera sindicado y menos encarcelado un solo patrón o
alto funcionario de esas empresas. Miles de dirigentes y, aún, de
simples miembros del campesinado y las comunidades indígenas fueron
salvajemente asesinados.
Paramilitarismo
y régimen político
Una
ofensiva contrarrevolucionaria de tal magnitud, que apeló a los más
violentos métodos de guerra civil contra la población inerme,
hubiera sido imposible de llevar adelante sin la colaboración abierta
del imperialismo, el régimen y los diferentes gobiernos bajo los que
se ejecutó. Los grupos paramilitares fueron armados y financiados con
los dineros provenientes de las inmensas tasas de ganancia del negocio
del narcotráfico, con los aportes de los terratenientes y la burguesía
industrial, con las apropiaciones presupuestales especiales con que
siempre cuentan las fuerzas represivas del Estado burgués para las
operaciones encubiertas y con las partidas que clandestinamente
introduce el imperialismo a través de sus agencias de inteligencia
contrarrevolucionaria como la CIA y la ANS.
La
complicidad del ejército y la policía con algunas de las más
resonantes masacres cometidas por los paramilitares, como las de La
Gabarra en el nororiente del país y la de Mapiripán en el sur, fue
tan evidente que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó
al Estado a indemnizar a los familiares de las víctimas. Contra su
voluntad, el régimen se ha visto obligado a destituir y procesar a
altos oficiales comprometidos en las masacres y los asesinatos. Muchos
de los comandantes paramilitares son oficiales retirados del ejército
y la policía que se relacionaron con ellos, estando en servicio,
protegiendo los laboratorios de los narcos y cobrando por ello grandes
sumas de dinero.
En
los últimos días ha sido sacada a la luz pública por algunos de los
más importantes medios de comunicación escritos, una realidad que
todo el país sabía que existía, pero que nadie podía demostrar
porque el Estado se encargaba de ocultarla como información de
seguridad nacional. El anterior director del Departamento
Administrativo de Seguridad, DAS (aparato armado que actúa como
verdadera policía política bajo las órdenes directas del presidente
de la república), nombrado por Álvaro Uribe, fue acusado ante la
Fiscalía por su ex jefe de informática de suministrar listas de
dirigentes sindicales y populares a los paramilitares para que fueran
asesinados. En desarrollo del escándalo se han hecho públicas
declaraciones de ex agentes del DAS que confiesan su participación
directa, como autores materiales, en los asesinatos.
Guerra
y paz: ambigüedades políticas
Este
genocidio, que constituye una enorme derrota para la clase obrera y
los trabajadores colombianos, es producto de la combinación de la
ofensiva burguesa contrarrevolucionaria y de la colaboración de las
direcciones del movimiento de masas que, por acción o por omisión,
fueron incapaces de organizar la resistencia y de orientar la lucha
directa para frenarlo. Y dentro de esa dirección hay que incluir a
las organizaciones guerrilleras que con su accionar aislado del
movimiento, con sus métodos opuestos a los métodos revolucionarios y
con su política ambigua de seguir adelante con una guerra de aparatos
sin salida al tiempo que se clama por una negociación con el régimen
han contribuido a desorganizar la lucha de masas y le han facilitado a
la burguesía, a los terratenientes y al imperialismo la justificación
de la represión oficial y paramilitar.
Todas
las direcciones sindicales y políticas reformistas están unificadas
en torno a la consigna de la “salida política negociada al
conflicto armado”. Tal consigna expresa un reconocimiento tácito
del fracaso de la estrategia guerrillera en Colombia que, a diferencia
de experiencias como la cubana o la nicaraguense, no llegó nunca a
empalmar con el ascenso revolucionario de las masas urbanas y rurales,
empalme sin el cual es imposible el triunfo de algún aparato
guerrillero. Ese divorcio se produce por la misma combinación de la
sevicia con que la burguesía y los terratenientes han desangrado la
vanguardia obrera y popular y el método mesiánico con que los
aparatos guerrilleros han adelantado la guerra. Hace muchos años que
las FARC y el ELN sacaron de su propaganda y su agitación el
llamamiento a la movilización de los trabajadores y el campesinado
contra el régimen político y en defensa de sus reivindicaciones básicas,
y cualquier referencia a la revolución socialista. Las excepcionales
ocasiones en que la guerrilla ha movilizado al campesinado ha sido más
por el objetivo de obstaculizar las ofensivas militares del régimen
en su contra, que como una verdadera estrategia de revolución
agraria. La propaganda escrita y los comunicados que las FARC envían
permanentemente por la internet están llenos de frases contra el
gobierno y el imperialismo, pero nada de esa fraseología se traduce
en organización y movilización de los sectores que influencian,
contra el régimen. El trabajo urbano de las FARC, que adelantan por
intermedio del Movimiento Bolivariano, se limita a reproducir en las
ciudades el método del atentado aislado y la acción heroica. Con
esto lo único que consiguen es justificar la represión en las
ciudades contra la clase obrera y los sectores populares y estimular y
dar argumentos a la formación de bandas de sicarios en los barrios
marginales que ya asuelan zonas completas en Bogotá, Medellín y
Cali. Esa estrategia de apertura del trabajo urbano tampoco es puesta
al servicio de la movilización. Actúa centralmente al servicio de
proporcionar apoyo logístico a la guerra en las montañas, como
cantera para reclutar combatientes que luego van a los frentes
tradicionales y como voceros urbanos de la política capituladora de
la solución política al conflicto.
Las
FARC son un aparato militar muy poderoso y difícil de derrotar en el
enfrentamiento directo. Ni las fuerzas armadas, ni los paramilitares,
ni los centenares de asesores del imperialismo, ni la colaboración de
todos estos agentes lo han podido lograr. Pero las FARC, sin empalmar
con un alzamiento revolucionario urbano y campesino, tienen muy pocas
posibilidades de derrotar al régimen y hacerse al poder. Paradójicamente,
cuanto más se fortalece su aparato militar más se reduce su
influencia política y el apoyo de sectores importantes del movimiento
de masas.
En
el otro extremo, la burguesía, los terratenientes y el imperialismo
tienen varios problemas y diversas estrategias para solucionarlos. En
primer lugar no consiguen derrotar militarmente a la guerrilla a pesar
de los inmensos recursos que destina el régimen del presupuesto
nacional y de los miles de millones de dólares que el gobierno yanqui
inyecta a través del Plan Colombia y del Plan Patriota. Las fuerzas
armadas persisten en su estrategia de hostigamiento, con la cual
obtienen algunos triunfos y sufren sistemáticos golpes y derrotas. No
abandonan su estrategia de desgaste y desangre y siguen estimulando el
accionar de los paramilitares contra los dirigentes de masas y contra
los sectores que brindan apoyo logístico o político a los frentes
guerrilleros. Adelantan una sistemática campaña ideológica y política
cada vez que la guerrilla embosca las patrullas militares, cada vez
que protagonizan un secuestro resonante o cada vez que las milicias
urbanas activan un explosivo, con el consabido saldo de pobladores
ajenos al conflicto que resultan muertos o afectados.
La
burguesía, al igual que la guerrilla tiene una doble política. Acentúa
la guerra, la abierta y la sucia, y exhibe un discurso pacifista que
lleva implícita la exigencia a la guerrilla de su rendición
incondicional. Utiliza las negociaciones de paz, cuando las adelanta,
para quitarle piso político a la guerrilla. Ese fue el más
importante logro de la política del gobierno anterior. Andrés
Pastrana hizo todas las concesiones que la burguesía podía
permitirse. Llegó al extremo, nunca ensayado, de despejar una zona de
cuarenta mil kilómetros cuadrados y se la entregó a las FARC para
que concentraran sus fuerzas y para adelantar en ella las
negociaciones de paz. Cuando la tregua se rompió la burguesía había
logrado debilitar el apoyo político interno e internacional con que
contaba esa organización guerrillera, al hacerla aparecer como
intransigente y como responsable del conflicto.
No
obstante esta estrategia se debilita por la existencia de las bandas
paramilitares. La burguesía colombiana, a pesar de que avanza en
presentar a las organizaciones guerrilleras como terroristas, no
consigue convencer a nadie de su papel de víctima, por los crímenes
atroces que cometen diariamente sus bandas de sicarios. Esta es una
entre las muchas razones que han obligado al gobierno de Uribe Vélez
a aparentar una estrategia de desmonte de los grupos paramilitares.
Por supuesto que el imperialismo, que ve en la existencia de los
paramilitares un obstáculo importante en la lucha contra las mafias
de narcotraficantes, presiona por su debilitamiento y su control. A
todos les conviene dar la apariencia de que está siendo desmontada la
estructura del paramilitarismo, pero en realidad sólo la están
replegando y acuartelando. Esta política les permite un doble
beneficio político: aparentan una actitud pacifista de la
ultraderecha con la cual golpean políticamente a las organizaciones
guerrilleras, y en realidad mantienen intacto un aparato militar
contrarrevolucionario que les ha sido útil y que pueden volver a
utilizar contra el movimiento de masas en el momento en que les sea
necesario. Para lograr ese doble objetivo el gobierno ha hecho aprobar
en el Parlamento leyes que les conceden la impunidad por los miles de
crímenes cometidos, que tratan de blindar a los grandes capos contra
las solicitudes de extradición elevadas por el imperialismo y que les
garantizan la conservación de las tierras arrebatadas por la fuerza
al campesinado.
Guerra
de aparatos o guerra de clases
Ese
extraño equilibrio, ese siniestro estado de cosas, es el que hace
perniciosa la guerra de aparatos que se libra en Colombia y la muestra
como aparentemente interminable.
Pero,
al compás del ascenso de la resistencia de los trabajadores en
Latinoamérica y de las luchas de la juventud obrera y de los
inmigrantes en Europa y los Estados Unidos, el movimiento
revolucionario colombiano ha iniciado su recuperación. El proceso de
despojo del campesinado y los planes de sobreexplotación, que la
patronal y el imperialismo les han impuesto a los trabajadores en las
ciudades, han llevado al 60% de la población (veintiseis millones) a
niveles considerados de pobreza, es decir, que los han obligado a
sobrevivir con menos de dos dólares por día, y a ocho millones de
ellos los han hundido en la indigencia. La clase obrera, sobre todo su
juventud, ha llegado al límite de lo físicamente soportable y ha
empezado a expresar su disposición a retornar a la lucha.
De
momento los síntomas son apenas perceptibles en la superestructura
política, en donde se han expresado con el aumento de la abstención
electoral (más del 60% en las últimas elecciones parlamentarias)
ante la ausencia de una alternativa que ofrezca salida a sus
angustias. Un indicio más claro de recuperación lo constituyen las
movilizaciones y las ocupaciones de tierras que protagonizaron el año
anterior los indígenas del sur occidente del país en las cuales
resistieron heroicamente la represión policial. Es importante también
la animación que se percibe entre la juventud de los colegios de
secundaria y en algunas universidades públicas. Su receptividad a la
propaganda socialista revolucionaria refleja que ya no es tan fértil
el campo para la ideología que el imperialismo construyó sobre la
base del derrumbe de la URSS y los demás Estados Obreros de Europa
Oriental.
Profundos
procesos estructurales se han puesto en movimiento en Colombia y sobre
ellos deben actuar el partido revolucionario y la Internacional. Es la
única ruta firme para construir una alternativa de dirección política
que pueda conducir al nuevo proletariado por el camino de la superación
de la guerra de aparatos que ha desgarrado a generaciones enteras de
luchadores y su conversión en una verdadera guerra de clase que
imponga un gobierno obrero y popular que inicie la construcción del
socialismo.
1)
Ver Thoumi, Francisco: Economía política y narcotráfico, Tercer
Mundo Editores, Bogotá.
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