Colombia

 

Guerra de aparatos y lucha de clases

Por Guadalupe Montenegro
El Socialista, Colombia, julio 2006

El panorama de violencia que proyectan las agencias internacionales de prensa sobre Colombia hace que, necesariamente, las preguntas que se formulan los lectores desprevenidos en el extranjero se refieran a los factores y a los agentes que la generan y la propician. Narcotráfico, guerrilla y paramilitares copan la atención de quienes muestran algún interés por la situación política y social de este país. Sin embargo, por debajo de la estrepitosa guerra que libran los aparatos armados de la ultraderecha, la guerrilla y las Fuerzas Armadas del Estado, avanzan silenciosamente procesos estructurales más profundos, de los cuales poca cuenta dan los medios masivos de comunicación.

La imagen estereotipada que venden el imperialismo y sus propagandistas –para el consumo de la reaccionaria clase media norteamericana y europea– es la de una narco república eternamente disputada a balazo limpio por poderosas organizaciones guerrilleras y paramilitares, igualmente terroristas y narcotraficantes. Pero esa imagen es parcial y oculta una realidad económica, política y social mucho más compleja que le da origen, y explica, a esa otra realidad rutilante de fuegos artificiales.

Por supuesto que esos factores de violencia existen y tienen un importante peso, pero son una consecuencia y no la causa de la realidad. Más aún, son elementos que distorsionan todos los hechos y fenómenos estructurales de la lucha de clases. El que la violencia en Colombia parezca no tener fin es la demostración de que es una expresión en la superficie de realidades estructurales, económicas y sociales, mucho más antiguas, profundas y estables.

La violencia crónica colombiana no corresponde a la necesaria violencia con la cual las clases y su lucha transforman la realidad haciendo la Historia. La violencia en Colombia es perniciosa y retardataria porque es una violencia de aparatos. Es una violencia al margen, y en contra, de las inmensas masas obreras, campesinas, indígenas y populares.

Desde luego que la violencia crónica de hoy tiene una explicación que viene del pasado y que se deriva de las características específicas del desarrollo capitalista del país. Pero ni la violencia de hoy tiene las mismas características de la de hace cuarenta años, ni los intereses de clase que se mueven detrás de ellas son idénticos. Además, el uso indiscriminado de la violencia lo justifica cada uno de los aparatos armados por el ejercicio que de ella hace cada uno de los otros, hasta constituir un círculo vicioso donde se desdibuja cuál de las violencias engendró a las otras.

Violencia terrateniente y resistencia guerrillera

Los reaccionarios terratenientes colombianos, desde siempre, han armado ejércitos privados de paramilitares al servicio de despojar de la tierra a las capas más pobres del campesinado. En las décadas de los 40 y 50 del siglo pasado, durante el período conocido como “La violencia”, las bandas de paramilitares, llamados “pájaros” en alusión a las aves carroñeras, asesinaron a más de trescientos mil campesinos y despojaron de sus tierras a una población calculada en seis o siete veces esa cifra.

El campesinado, alineado detrás del Partido Liberal, se armó en guerrillas de autodefensa alcanzando control territorial en amplias zonas de la periferia rural, como en los Llanos Orientales, en límites con Venezuela, y en los departamentos del Caquetá y el Tolima. La traición de la dirección gran burguesa del Partido Liberal, que pactó con los terratenientes conservadores la constitución de un régimen de alternación bipartidista llamado “Frente Nacional”, llevó a la derrota a la guerrilla liberal. Los más destacados dirigentes de las columnas que se desmovilizaron fueron asesinados uno a uno, desde Guadalupe Salcedo hasta Dumar Aljure. Algunos frentes menos significativos degeneraron en bandolerismo común y se extinguieron en un combate desigual con el régimen. Los sectores más radicales y decididos se atrincheraron en las que en ese momento se conocieron como las “repúblicas independientes” de Riochiquito, El Pato, Marquetalia y Guayabero. A comienzos de la década del 60 el régimen del Frente Nacional atacó violentamente estos resguardos campesinos provocando una verdadera masacre y obligando nuevamente a la resistencia a retomar el camino del éxodo guerrillero.

Este resurgir de la guerrilla se dio por fuera del control del liberalismo, como consecuencia de la traición de la dirección burguesa. Las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) nacen en 1964 como un ejército guerrillero dirigido por los sectores más radicales en ruptura con el Partido Liberal que rápidamente cae bajo la influencia del aparato estalinista mundial. Esas características de su nacimiento van a explicar luego todos sus rasgos progresivos y sus limitaciones. Las FARC son durante las siguientes décadas la expresión de la legítima resistencia del campesinado a la violencia y al despojo terrateniente, pero su programa y su política de conciliación de clases y sus métodos de aparato llevarán sistemáticamente la lucha del campesinado por la tierra a un callejón sin salida.

Salvo algunas excepciones, muy importantes pero aisladas, el campesinado colombiano no logró estructurar durante la segunda mitad del siglo veinte un verdadero movimiento revolucionario de masas por la tierra. Los intentos de recuperación fueron, en general, violentamente derrotados por una alianza del régimen con los terratenientes. Por norma general, el campesinado que no emigró a las ciudades como efecto de la violencia terrateniente se desplazó a zonas rurales cada vez más periféricas ampliando la frontera agrícola. Y una y otra vez los terratenientes los empujaron hasta llevarlos al borde norte de la selva del Amazonas. La baja fertilidad de las tierras selváticas y la inexistencia de infraestructura vial obligaron al campesinado a explotar el único producto rentable y posible de transportar individualmente: la pasta básica de coca.

La guerra de guerrillas y las finanzas

Las FARC, más que organizar y dirigir la lucha del campesinado por la revolución agraria, han acompañado el proceso de desplazamiento del campesinado expresando su resistencia pero suplantando su acción directa. Esa contradicción, inherente al desarrollo de los partidos–ejércitos guerrilleros, los obliga a derivar sus recursos materiales de fuentes completamente ajenas a las de la propia lucha de la clase que representan. Al no avanzar la revolución agraria, en gran medida por su propia política, las FARC se vieron siempre obligadas a recurrir a métodos totalmente ajenos a los métodos revolucionarios para financiarse.

El secuestro, el “boleteo” –especie de impuesto cobrado por toda actividad agropecuaria– y el beneficio de las “bonanzas” se convirtieron en las principales fuentes de ingresos de las FARC, y en general del conjunto de las organizaciones guerrilleras colombianas. Los terratenientes, la clase media agraria, los comerciantes de las zonas de influencia guerrillera, incluyendo a las viejas franjas liberales que los apoyaron en sus comienzos, fueron obligados a cotizar, año tras año, importantes sumas a las arcas de la guerrilla. Los gremios patronales del agro calculan entre quinientos y mil millones de dólares anuales, en promedio, los recursos transferidos por estos conceptos a la guerrilla durante los últimos treinta años.

Pero por importante que pueda sonar esta cifra no fue nunca suficiente para financiar el aparato militar en expansión. Las FARC, y las demás organizaciones guerrilleras, siempre encontraron la manera de beneficiarse de las bonanzas económicas para suplir el permanente déficit presupuestal. De unos cuantos cientos de combatientes y unos pocos frentes en la década del 60, las FARC pasaron a alinear en sus tropas a entre quince y veinte mil combatientes directos y a estructurar una compleja red de apoyo logístico que agrupa entre cuarenta y cincuenta mil activistas y “trabajadores”, como ellos mismos se nombran. Un aparato de esa magnitud, en una permanente actividad militar de cierta envergadura, es al mismo tiempo una insaciable máquina de consumo de armas, equipos de transporte y comunicaciones, vestuario y alimentos.

El campesinado cada vez que se vio desplazado por la violencia terrateniente y burguesa se dirigió en primer lugar a las zonas de nuevas actividades económicas que les permitían iniciar su proceso de reinserción social. Las “bonanzas” del café, las esmeraldas, el petróleo, la marihuana, la coca y la amapola han coincidido, y no por azar, con importantes procesos de recolonización campesina, y en menor medida obrera, y con el surgimiento y fortalecimiento de nuevos frentes y organizaciones guerrilleras. En su acompañamiento del desplazamiento campesino y popular, la guerrilla se ha asentado en los lugares de nuevos procesos económicos y sociales. Las importantes masas de nuevo valor que surgieron de estas actividades económicas generaron fuentes de financiamiento adicional para los partidos–ejércitos guerrilleros.

Los beneficios económicos obtenidos por esta vía han sido al comienzo relativamente marginales. Pero la consolidación de las actividades económicas emergentes, inevitablemente, ha terminado involucrando a los ejércitos guerrilleros en nuevas actividades financieras ajenas a los métodos revolucionarios tradicionales.

Bonanza cocalera y fortalecimiento guerrillero

Las FARC están, aún hoy, lejos de ser el “principal cártel mundial de la cocaína”, como pretenden hacer creer los propagandistas del imperialismo para justificar su intervención militar en Colombia. Pero ni los más acérrimos defensores de la guerrilla se animan a desmentir el enlodamiento de las FARC con el negocio.

A pesar de que el tráfico de drogas sicoactivas es un negocio capitalista como cualquier otro, tiene la particularidad de producir tasas de ganancia decenas de veces superiores a la tasa media, debido a que la burguesía imperialista lo mantiene en la ilegalidad. Y esa mezcla de ilegalidad y altas tasas de ganancia, siempre y en todas partes, ha producido alas de burguesía lumpen, mafiosa, violenta y dispuesta a todo para defender sus ingresos y descomposición en sectores importantes de las masas y sus organizaciones.

Todos los economistas y centros que estudian seriamente el fenómeno del narcotráfico, desde Francisco Thoumi (1), asesor del Banco Mundial, hasta el equipo del lingüista Noam Chomski coinciden en calcular que entre el 97 y el 98% de las utilidades del negocio se quedan en manos de las mafias imperialistas que controlan la distribución al menudeo de la droga en las calles de Nueva York o Madrid. Sólo entre el 2 y el 3% va a manos de los traficantes de los países semicoloniales que la producen y la transportan. Sin embargo el volumen que ha alcanzado la industria de las drogas y las elevadas tasas de ganancia que producen dejan en manos de los traficantes colombianos entre cinco y ocho mil millones de dólares al año, lo que puede equivaler al 10% del PIB. Esta, que es una cifra considerable para cualquier sector burgués de un país semicolonial, se convirtió en el principal factor de distorsión de todos los procesos estructurales económicos, políticos, sociales y militares del país en los últimos veinte años.

A mediados de los años 80, en el comienzo del ascenso de los cárteles de Medellín y Cali, la mayor parte de la pasta básica utilizada en la producción de clorhidrato de cocaína provenía del Perú y Bolivia y sólo una pequeña porción correspondía a cultivos nacionales. Diez años después la producción interna había sustituido casi completamente la importación. Este hecho implicó un nuevo desplazamiento del campesinado, esta vez sobre la frontera agrícola de la selva tropical colombiana. Los departamentos amazónicos de Guaviare, Guainía, Caquetá y Putumayo, las planicies del Meta y el Vichada, y las selvas del Chocó y la Costa Atlántica fueron inundados de cultivos de hoja de coca de todas las dimensiones. El campesinado cocalero pobre y medio proveyó durante varios años a los narcos de Medellín y Cali de pasta básica que estos transformaban en cocaína y la juntaban en grandes cargamentos que introducían en los Estados Unidos a través de rutas construidas en colaboración con las mafias norteamericanas.

Pero esta sociedad económica de mutua conveniencia habría de durar poco. Las FARC rápidamente se impusieron como dirección del campesinado cocalero, poniendo parte de su estructura militar al servicio de la protección de los pequeños cultivos de la ofensiva erradicadora del régimen y del imperialismo. Su accionar alejaba las patrullas militares de los cultivos y de los improvisados laboratorios donde se extraía en forma rudimentaria el alcaloide a las raspas de hoja de coca. A cambio las columnas guerrilleras obtenían un impuesto, de entre el 3 y el 5% del precio de mercado, por cada kilo de pasta básica que se embarcaba hacia los centros de cristalización. La extensión de los cultivos arrastró, como corolario, el fortalecimiento y la extensión de las FARC.

El rearme paramilitar

La apertura de decenas de nuevos frentes guerrilleros agudizó el choque con los terratenientes y la burguesía agraria que encontraron en este hecho una justificación para rearmar las bandas de pájaros paramilitares.

El desarrollo de la industria obligó al traslado de parte de los laboratorios de cristalización de cocaína de los alrededores de Medellín y Cali a las zonas de cultivo. La gran plantación se levantó amenazante al lado de la parcela campesina y se abrió una nueva versión de la lucha por la tierra. Las consolidadas y poderosas mafias de narcotraficantes se aliaron con los terratenientes y los burgueses agrarios –muchos de los cuales acrecentaron sus fortunas y su poder lucrándose del negocio de las drogas– y arremetieron de nuevo contra el campesinado y el proletariado agrícola. Decenas de bandas de asesinos fueron armadas en todo el país con la colaboración, a veces abierta a veces soterrada, de los diferentes gobiernos y de las instituciones armadas del régimen. Sólo como ejemplo se puede mencionar que el actual presidente Álvaro Uribe Vélez, años antes como gobernador de Antioquia promovió y organizó las cooperativas de autodefensa “Convivir”, base sobre la cual se desarrollaron las bandas paramilitares de Córdoba y Urabá –donde él es gran terrateniente–, que se distinguen por su agresividad y sevicia. Entre quince y veinte mil mercenarios fueron armados, financiados y justificados como parte de la estrategia general contrainsurgente de la burguesía y el imperialismo.

El resultado de la nueva ofensiva contrarrevolucionaria es una verdadera catástrofe social. Los crímenes más atroces que puedan ser imaginados han sido cometidos en Colombia en los últimos veinte años a nombre de la defensa de las instituciones democráticas. Miles de activistas y dirigentes obreros, campesinos y populares asesinados cada año. La Unión Patriótica , el partido construido por las FARC para intentar su legalización política a comienzos de los 80, exterminado físicamente. Un ejército de errabundos de tres millones de desplazados por la guerra sin salida en que se encuentran enfrascados los aparatos de la guerrilla, los paramilitares y las fuerzas armadas del Estado. Y, entre cinco y seis millones de hectáreas arrebatadas al campesinado pobre y medio.

Burguesía, paramilitares y genocidio

Se calcula que en las décadas del 80 y el 90 el tráfico de drogas llegó a representar hasta el 30% del crecimiento anual de la economía del país. Esto, en parte, explica la relativa estabilidad colombiana en comparación con la crisis que vivieron el resto de países de América Latina. El conjunto de la burguesía colombiana se benefició, directa o indirectamente del narcotráfico. Los comerciantes multiplicaron sus utilidades proveyendo a los mafiosos de los más insólitos e inútiles bienes de consumo suntuario. Los banqueros acrecentaron sus reservas líquidas administrándoles y lavándoles los excedentes del negocio. Grandes industriales capearon las crisis financiando operaciones de envío de cargamentos de drogas. Importantes empresas constructoras se aliaron con los jefes de los cárteles para financiar y desarrollar enormes proyectos urbanísticos comerciales y de vivienda.

Pero el beneficio no fue solo económico. La gran burguesía nacional, las multinacionales con asiento en el país, los diferentes gobiernos y el imperialismo sacaron gran provecho de las bandas de asesinos que los narcotraficantes organizaron para desplazar al campesinado, luchar contra la guerrilla o, simplemente, para dirimir sus diferencias. En esas bandas encontró la burguesía el instrumento para deshacerse de los militantes de la izquierda, de los dirigentes sindicales y populares y hasta de los opositores burgueses que se tornaban incómodos.

Las burguesías nacional e imperialista bañaron el país en sangre obrera y popular sin tener que, directamente, ensuciarse las manos. Los narcos y sus bandas de sicarios se encargaron de hacerles el trabajo sucio. A todo aquel que debía ser sacado del medio se le endilgaba alguna relación con la guerrilla, real o construida, y se le asesinaba con total impunidad. Miles y miles de activistas y militantes fueron asesinados. La cifra exacta se desconoce. Se perdió en el acostumbramiento a la cotidianidad de los asesinatos diarios. Ya nadie lleva la cuenta. Las direcciones burocráticas, reformistas y traidoras de los grandes sindicatos y de los partidos mayoritarios de la izquierda se hicieron insensibles ante la magnitud de la masacre. Pero si nos atenemos a los promedios de los años en los cuales se llevaron registros más o menos cuidadosos, podemos decir con alguna certeza que el número de muertos colocados por las direcciones gremiales y políticas en los últimos veinte años ronda los diez mil. El movimiento obrero y popular en Colombia fue decapitado. Los dirigentes sindicales caían asesinados y los capitalistas miraban hacia otro lado como si nada tuvieran que ver. Ninguna denuncia de complicidad de los patronos con el genocidio prosperó. Todo aparecía como responsabilidad de un abstracto “fenómeno paramilitar” organizado y dirigido en las sombras por “fuerzas oscuras”, que la burguesía, el gobierno y el imperialismo eran “los primeros en condenar”.

Maestros, petroleros, cementeros, metalúrgicos y bananeros murieron por centenares. Obreros y dirigentes sindicales de multinacionales como Coca Cola, Renault y Nestlé cayeron víctimas de los sicarios sin que, jamás, fuera sindicado y menos encarcelado un solo patrón o alto funcionario de esas empresas. Miles de dirigentes y, aún, de simples miembros del campesinado y las comunidades indígenas fueron salvajemente asesinados.

Paramilitarismo y régimen político

Una ofensiva contrarrevolucionaria de tal magnitud, que apeló a los más violentos métodos de guerra civil contra la población inerme, hubiera sido imposible de llevar adelante sin la colaboración abierta del imperialismo, el régimen y los diferentes gobiernos bajo los que se ejecutó. Los grupos paramilitares fueron armados y financiados con los dineros provenientes de las inmensas tasas de ganancia del negocio del narcotráfico, con los aportes de los terratenientes y la burguesía industrial, con las apropiaciones presupuestales especiales con que siempre cuentan las fuerzas represivas del Estado burgués para las operaciones encubiertas y con las partidas que clandestinamente introduce el imperialismo a través de sus agencias de inteligencia contrarrevolucionaria como la CIA y la ANS.

La complicidad del ejército y la policía con algunas de las más resonantes masacres cometidas por los paramilitares, como las de La Gabarra en el nororiente del país y la de Mapiripán en el sur, fue tan evidente que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado a indemnizar a los familiares de las víctimas. Contra su voluntad, el régimen se ha visto obligado a destituir y procesar a altos oficiales comprometidos en las masacres y los asesinatos. Muchos de los comandantes paramilitares son oficiales retirados del ejército y la policía que se relacionaron con ellos, estando en servicio, protegiendo los laboratorios de los narcos y cobrando por ello grandes sumas de dinero.

En los últimos días ha sido sacada a la luz pública por algunos de los más importantes medios de comunicación escritos, una realidad que todo el país sabía que existía, pero que nadie podía demostrar porque el Estado se encargaba de ocultarla como información de seguridad nacional. El anterior director del Departamento Administrativo de Seguridad, DAS (aparato armado que actúa como verdadera policía política bajo las órdenes directas del presidente de la república), nombrado por Álvaro Uribe, fue acusado ante la Fiscalía por su ex jefe de informática de suministrar listas de dirigentes sindicales y populares a los paramilitares para que fueran asesinados. En desarrollo del escándalo se han hecho públicas declaraciones de ex agentes del DAS que confiesan su participación directa, como autores materiales, en los asesinatos.

Guerra y paz: ambigüedades políticas

Este genocidio, que constituye una enorme derrota para la clase obrera y los trabajadores colombianos, es producto de la combinación de la ofensiva burguesa contrarrevolucionaria y de la colaboración de las direcciones del movimiento de masas que, por acción o por omisión, fueron incapaces de organizar la resistencia y de orientar la lucha directa para frenarlo. Y dentro de esa dirección hay que incluir a las organizaciones guerrilleras que con su accionar aislado del movimiento, con sus métodos opuestos a los métodos revolucionarios y con su política ambigua de seguir adelante con una guerra de aparatos sin salida al tiempo que se clama por una negociación con el régimen han contribuido a desorganizar la lucha de masas y le han facilitado a la burguesía, a los terratenientes y al imperialismo la justificación de la represión oficial y paramilitar.

Todas las direcciones sindicales y políticas reformistas están unificadas en torno a la consigna de la “salida política negociada al conflicto armado”. Tal consigna expresa un reconocimiento tácito del fracaso de la estrategia guerrillera en Colombia que, a diferencia de experiencias como la cubana o la nicaraguense, no llegó nunca a empalmar con el ascenso revolucionario de las masas urbanas y rurales, empalme sin el cual es imposible el triunfo de algún aparato guerrillero. Ese divorcio se produce por la misma combinación de la sevicia con que la burguesía y los terratenientes han desangrado la vanguardia obrera y popular y el método mesiánico con que los aparatos guerrilleros han adelantado la guerra. Hace muchos años que las FARC y el ELN sacaron de su propaganda y su agitación el llamamiento a la movilización de los trabajadores y el campesinado contra el régimen político y en defensa de sus reivindicaciones básicas, y cualquier referencia a la revolución socialista. Las excepcionales ocasiones en que la guerrilla ha movilizado al campesinado ha sido más por el objetivo de obstaculizar las ofensivas militares del régimen en su contra, que como una verdadera estrategia de revolución agraria. La propaganda escrita y los comunicados que las FARC envían permanentemente por la internet están llenos de frases contra el gobierno y el imperialismo, pero nada de esa fraseología se traduce en organización y movilización de los sectores que influencian, contra el régimen. El trabajo urbano de las FARC, que adelantan por intermedio del Movimiento Bolivariano, se limita a reproducir en las ciudades el método del atentado aislado y la acción heroica. Con esto lo único que consiguen es justificar la represión en las ciudades contra la clase obrera y los sectores populares y estimular y dar argumentos a la formación de bandas de sicarios en los barrios marginales que ya asuelan zonas completas en Bogotá, Medellín y Cali. Esa estrategia de apertura del trabajo urbano tampoco es puesta al servicio de la movilización. Actúa centralmente al servicio de proporcionar apoyo logístico a la guerra en las montañas, como cantera para reclutar combatientes que luego van a los frentes tradicionales y como voceros urbanos de la política capituladora de la solución política al conflicto.

Las FARC son un aparato militar muy poderoso y difícil de derrotar en el enfrentamiento directo. Ni las fuerzas armadas, ni los paramilitares, ni los centenares de asesores del imperialismo, ni la colaboración de todos estos agentes lo han podido lograr. Pero las FARC, sin empalmar con un alzamiento revolucionario urbano y campesino, tienen muy pocas posibilidades de derrotar al régimen y hacerse al poder. Paradójicamente, cuanto más se fortalece su aparato militar más se reduce su influencia política y el apoyo de sectores importantes del movimiento de masas.

En el otro extremo, la burguesía, los terratenientes y el imperialismo tienen varios problemas y diversas estrategias para solucionarlos. En primer lugar no consiguen derrotar militarmente a la guerrilla a pesar de los inmensos recursos que destina el régimen del presupuesto nacional y de los miles de millones de dólares que el gobierno yanqui inyecta a través del Plan Colombia y del Plan Patriota. Las fuerzas armadas persisten en su estrategia de hostigamiento, con la cual obtienen algunos triunfos y sufren sistemáticos golpes y derrotas. No abandonan su estrategia de desgaste y desangre y siguen estimulando el accionar de los paramilitares contra los dirigentes de masas y contra los sectores que brindan apoyo logístico o político a los frentes guerrilleros. Adelantan una sistemática campaña ideológica y política cada vez que la guerrilla embosca las patrullas militares, cada vez que protagonizan un secuestro resonante o cada vez que las milicias urbanas activan un explosivo, con el consabido saldo de pobladores ajenos al conflicto que resultan muertos o afectados.

La burguesía, al igual que la guerrilla tiene una doble política. Acentúa la guerra, la abierta y la sucia, y exhibe un discurso pacifista que lleva implícita la exigencia a la guerrilla de su rendición incondicional. Utiliza las negociaciones de paz, cuando las adelanta, para quitarle piso político a la guerrilla. Ese fue el más importante logro de la política del gobierno anterior. Andrés Pastrana hizo todas las concesiones que la burguesía podía permitirse. Llegó al extremo, nunca ensayado, de despejar una zona de cuarenta mil kilómetros cuadrados y se la entregó a las FARC para que concentraran sus fuerzas y para adelantar en ella las negociaciones de paz. Cuando la tregua se rompió la burguesía había logrado debilitar el apoyo político interno e internacional con que contaba esa organización guerrillera, al hacerla aparecer como intransigente y como responsable del conflicto.

No obstante esta estrategia se debilita por la existencia de las bandas paramilitares. La burguesía colombiana, a pesar de que avanza en presentar a las organizaciones guerrilleras como terroristas, no consigue convencer a nadie de su papel de víctima, por los crímenes atroces que cometen diariamente sus bandas de sicarios. Esta es una entre las muchas razones que han obligado al gobierno de Uribe Vélez a aparentar una estrategia de desmonte de los grupos paramilitares. Por supuesto que el imperialismo, que ve en la existencia de los paramilitares un obstáculo importante en la lucha contra las mafias de narcotraficantes, presiona por su debilitamiento y su control. A todos les conviene dar la apariencia de que está siendo desmontada la estructura del paramilitarismo, pero en realidad sólo la están replegando y acuartelando. Esta política les permite un doble beneficio político: aparentan una actitud pacifista de la ultraderecha con la cual golpean políticamente a las organizaciones guerrilleras, y en realidad mantienen intacto un aparato militar contrarrevolucionario que les ha sido útil y que pueden volver a utilizar contra el movimiento de masas en el momento en que les sea necesario. Para lograr ese doble objetivo el gobierno ha hecho aprobar en el Parlamento leyes que les conceden la impunidad por los miles de crímenes cometidos, que tratan de blindar a los grandes capos contra las solicitudes de extradición elevadas por el imperialismo y que les garantizan la conservación de las tierras arrebatadas por la fuerza al campesinado.

Guerra de aparatos o guerra de clases

Ese extraño equilibrio, ese siniestro estado de cosas, es el que hace perniciosa la guerra de aparatos que se libra en Colombia y la muestra como aparentemente interminable.

Pero, al compás del ascenso de la resistencia de los trabajadores en Latinoamérica y de las luchas de la juventud obrera y de los inmigrantes en Europa y los Estados Unidos, el movimiento revolucionario colombiano ha iniciado su recuperación. El proceso de despojo del campesinado y los planes de sobreexplotación, que la patronal y el imperialismo les han impuesto a los trabajadores en las ciudades, han llevado al 60% de la población (veintiseis millones) a niveles considerados de pobreza, es decir, que los han obligado a sobrevivir con menos de dos dólares por día, y a ocho millones de ellos los han hundido en la indigencia. La clase obrera, sobre todo su juventud, ha llegado al límite de lo físicamente soportable y ha empezado a expresar su disposición a retornar a la lucha.

De momento los síntomas son apenas perceptibles en la superestructura política, en donde se han expresado con el aumento de la abstención electoral (más del 60% en las últimas elecciones parlamentarias) ante la ausencia de una alternativa que ofrezca salida a sus angustias. Un indicio más claro de recuperación lo constituyen las movilizaciones y las ocupaciones de tierras que protagonizaron el año anterior los indígenas del sur occidente del país en las cuales resistieron heroicamente la represión policial. Es importante también la animación que se percibe entre la juventud de los colegios de secundaria y en algunas universidades públicas. Su receptividad a la propaganda socialista revolucionaria refleja que ya no es tan fértil el campo para la ideología que el imperialismo construyó sobre la base del derrumbe de la URSS y los demás Estados Obreros de Europa Oriental.

Profundos procesos estructurales se han puesto en movimiento en Colombia y sobre ellos deben actuar el partido revolucionario y la Internacional. Es la única ruta firme para construir una alternativa de dirección política que pueda conducir al nuevo proletariado por el camino de la superación de la guerra de aparatos que ha desgarrado a generaciones enteras de luchadores y su conversión en una verdadera guerra de clase que imponga un gobierno obrero y popular que inicie la construcción del socialismo.


1) Ver Thoumi, Francisco: Economía política y narcotráfico, Tercer Mundo Editores, Bogotá.