La
hora del relevo generacional
Las
FARC ante la muerte de Tirofijo
Por
Raúl Zibechi
Brecha / rodelu.net, 30/05/08
Con la
muerte de Manuel Marulanda las FARC completan un relevo
generacional que se venía demorando por la extraordinaria
relevancia del principal dirigente de la guerrilla, pero
también por el fuerte acoso militar y político que viven
los 10 mil combatientes que la integran.
Más de
cien veces anunciaron su muerte. Pero, como apuntó Piedad Córdoba,
senadora liberal enemiga del presidente Álvaro Uribe y
amiga de Hugo Chávez, Manuel Marulanda Vélez “se salió
con la suya al morir de muerte natural”. Aunque las crónicas
dicen que tenía 78 años, el escritor Alfredo Molano, quien
lo entrevistó en varias ocasiones y es uno de los mejores
conocedores de la guerrilla de su país, sostuvo que le
faltaban “menos de dos meses para cumplir los 80”, ya
que “era mayor por un día que Ernesto Che Guevara”.
El gobierno
de Álvaro Uribe echó las campanas al vuelo, ya que con
Marulanda son tres los miembros del Secretariado de las FARC
muertos en apenas tres semanas. Nunca la dirección de la
guerrilla había vivido tantas bajas en tan poco tiempo. Sin
embargo, la mayoría de los especialistas y el sentido común
indican que las FARC han mostrado por décadas una sólida
cohesión interna y que, aun golpeada, tiene capacidad
militar para seguir adelante.
Guerrillero
liberal
Pedro
Antonio Marín tenía sólo 18 años cuando el asesinato del
líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de
1948, precipitó a Colombia en una guerra civil que provocó
unos 300 mil muertos, hasta que en 1955 el general Rojas
Pinilla dio un golpe de Estado y decretó la amnistía.
“La Violencia” no sólo arrebató vidas sino que truncó
vocaciones. Como la de Pedro Antonio, que “hubiera sido un
hombre muy rico de haberse dedicado al cambalache”, como
sostiene Molano.
Irse al
monte fue la única opción que tuvo Marín para salvar la
vida. Por eso, el origen de las FARC es bien distinto al de
las demás guerrillas del continente. Nacen de una rara
confluencia entre liberales y comunistas, y son las
herederas de las partidas de guerrilleros
liberal–gaitanistas que resistieron como pudieron las
masacres de los conservadores, godos o chulavitas, un
lenguaje que remite al de los republicanos españoles. Y
nacen las FARC, por encima de todo, como autodefensas
campesinas en las zonas de colonización, allí donde los
campesinos se aferraban a la tierra empujando la frontera
agrícola para, simplemente, sobrevivir con sus familias.
Al echarse
al monte, Pedro Antonio se convierte en Manuel Marulanda Vélez
en homenaje a un dirigente obrero asesinado por los
conservadores. No encajaba en la horma de los dirigentes
guerrilleros del continente. Marulanda fue toda su vida un
campesino. “Más que tímido, prudente y sagaz, tenía
algo de astucia indígena”, lo describe Molano. Era
respetado por su experiencia militar, pero sobre todo por su
seriedad y sentido de la estrategia, al punto que nunca se
despertaba donde se había echado a dormir. “Hablaba poco,
miraba mucho y cuando tomaba una decisión, la sostenía
hasta el final, y ese aspecto le abría un enorme crédito
con sus subordinados. Era un hombre de fiar. Astuto,
intuitivo y nada fantasioso. Tenía un lazo de identidad
profunda con campesinos e indígenas.”
Fundador
de las FARC
“Las
zonas de guerrilla o autodefensa son en primer lugar zonas
de refugio”, asegura Daniel Pécaut, destacado
especialista en la violencia colombiana.* Se trataba de
miles de campesinos que huyeron al monte para salvar sus
vidas. “Eran trabajadores campesinos que habían llegado a
la guerrilla obligados por las circunstancias”, escribe
Marulanda en sus Cuadernos de campaña.
La
Violencia, escribe Pécaut, es un fenomenal proceso de
desorganización del campesinado, pero politiza lo social.
La concentración de refugiados en ciertos municipios, la
presión en las zonas de frontera, alimentan numerosos
conflictos. “La autodefensa se convierte de nuevo en una
consigna ampliamente difundida, y poco después –a menudo
bajo la iniciativa de las comunistas– se conforman
verdaderas guerrillas”, concluye el francés.
La formación
de las FARC fue un emergente de las resistencias campesinas,
las únicas posibles, por otro lado, en aquellos años. Unos
140 mil muertos entre 1948 y 1953 representan el 1 por
ciento de la población del país (unos 15 millones en el
censo de 1951). Una cifra monumental gestada en sólo cinco
años, que representa el mayor genocidio que conoció el
continente en la era republicana. Sus víctimas eran
campesinos pobres y trabajadores urbanos, porque fueron
raros los liberales acomodados barridos por los godos.
“La
Violencia contribuyó efectivamente a perpetuar un modelo de
dominación que en 1947 parecía estar destinado a
transformarse”, dice Pécaut. A contramano de lo que venía
sucediendo en todo el continente, donde los terratenientes
fueron desplazados por levantamientos populares (en
Argentina en 1945, en Bolivia en 1952), por la modernización
desde arriba (en Brasil desde 1930) o por tardías reformas
agrarias (en Perú y Ecuador durante los setenta), en
Colombia se consolida una clase dominante sin parangón en
la región. Sórdida, violenta, mafiosa.
El
relevo urbano
En la década
del 60, cuando la “vieja guardia” de origen campesino
funda las FARC junto a un puñado de comunistas, Colombia
estaba en camino de convertirse en país urbano. El
crecimiento de la industria, que deviene el sector más dinámico
desplazando en alguna medida al café, abre espacios a los
sindicatos y a otras formas de organización urbana. En 1970
emerge un amplio y radical movimiento estudiantil que
desborda los marcos de la política tradicional. A comienzos
de ese año el ejército ocupa las universidades de Bogotá
y Medellín, pero la persistencia del movimiento consigue
derrotar al gobierno de Carlos Lleras forzando la dimisión
del ministro de Educación.
El eje de
la acción colectiva se había trasladado del campo a la
ciudad y de los sectores populares a las nuevas clases
medias ilustradas. Ese nuevo protagonismo urbano se traduce
en la crisis a raíz del fraude electoral que impidió el
triunfo de Rojas Pinilla en las elecciones del 19 de abril
de 1970. En ese clima de intenso activismo urbano,
militarización de las universidades y represión, se fogueó
una nueva camada de militantes sociales a la que pertenece,
entre otros, Guillermo Sáenz, más conocido como Alfonso
Cano. Nació en 1952 en un barrio elegante de Bogotá,
Chapinero, sede de las clases medias altas que habían
emigrado hacia el norte de la ciudad espantadas por el
Bogotazo de 1948.
Hijo de un
agrónomo y una profesora, Alfonso Cano se educó en un
colegio católico, fue un destacado deportista, hincha del
Millonarios y estudiante de antropología en la Universidad
Nacional. En los setenta ingresó a la Juventud Comunista y
fue detenido en varias ocasiones, la última en 1981, cuando
purgó año y medio de cárcel y recuperó la libertad por
la amnistía del presidente Belisario Betancur. Al salir de
la prisión adoptó su nombre actual, dejó la ciudad y se
perdió en el monte. Tres años después, en 1984, su
familia lo volvió a ver, pero ahora retratado al lado de
Marulanda en las negociaciones de paz.
Junto a
Cano ingresó al Secretariado de las FARC Pablo Catatumbo,
que con Iván Márquez completa la nueva generación urbana
que releva a la vieja guardia campesina. Los tres jugaron un
papel protagónico en las negociaciones de paz de 1991 y
1992, realizadas en Caracas y Tlaxcala, México. También se
los pudo ver en la zona de distensión de San Vicente del
Caguán, en la segunda mitad de la década del 90. De ahí
que una parte de los analistas sostenga que esta nueva
generación estará más dispuesta a entablar negociaciones
de paz.
En las seis
décadas que han transcurrido desde el asesinato de Gaitán,
muchas cosas han cambiado en Colombia. Pero la
intransigencia y la soberbia de las elites se mantienen
intactas. Como prueba, ahí está la veintena de cadáveres
de sindicalistas muertos por los sicarios del empresariado.
Si las elites no toleran sindicatos, menos aun estarán
dispuestas a realizar una reforma agraria, un mínimo
reparto de tierras o el simple respeto de las parcelas
campesinas, lo que llevó a que los Pedro Antonio Marín,
sus familiares, amigos y vecinos se convirtieran en los
Manuel Marulanda que seguirán peleando por no irse al
infierno o al cielo antes de tiempo.
(*)
Daniel Pécaut, Orden y violencia. Colombia 1930–1954,
Siglo XXI, Bogotá, 1987.
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