El
impacto de la liberación de Ingrid Betancourt
Por Álvaro Sierra
(*)
Razón
Pública, Bogotá, 07/07/08
La liberación de Ingrid
Betancourt y sus 14 compañeros de cautiverio es un hecho
que cambia la situación política colombiana, por los
profundos efectos que tiene en tres frentes: el curso de la
confrontación con las FARC y el conflicto armado; la crisis
político-institucional entre el Presidente y la Corte
Suprema de Justicia, y el mapa de la sucesión presidencial.
Además, deja no pocos interrogantes sobre las perspectivas
de un acuerdo humanitario para la liberación de quienes
siguen en manos de esa guerrilla.
Con esta operación, cuyo único
precedente en la historia universal de la inteligencia
–según la versión oficial, pronto acogida por los medios
pese a que faltan “detalles” esenciales – sería la
del Caballo de Troya (y aun en el engaño homérico hubo
combate). El presidente Uribe, en medio de una crítica
situación política, recibió como caído del cielo un
inusitado refuerzo político-militar, y, como dice Hernando
Gómez Buendía, “resolvió la cuadratura del círculo”:
sin rescate a sangre y fuego y sin negociación, el gobierno
colombiano devolvió a la libertad, sanas y salvas, las
“joyas de la corona” del intercambio humanitario. Sin
Ingrid Betancourt y sin los tres mercenarios estadounidenses
(“contratistas” es el eufemismo políticamente
correcto), las posibilidades de chantaje de las FARC con sus
“canjeables” se desploman. Hace un año, esa guerrilla
tenía 58 secuestrados, buen número de ellos de tal valor
político que mantenían al mundo atento a toda comunicación
desde las “montañas de Colombia”. Ahora, será una
suerte si, pasados unos meses, se mantiene la presión
nacional e internacional por los 25 que quedan en su poder,
tres de ellos civiles. Así lo expresa de manera dramática
el llamado de Marleny Orjuela, de Asfamipaz, la asociación
de familiares de soldados y policías cautivos: “Francia,
no nos olvide”.
La operación del 2 de julio
devuelve el intercambio humanitario al terreno nacional y al
control del gobierno colombiano, despachando de escena, por
lo pronto, a actores de reparto que habían cobrado carácter
protagónico como Hugo Chávez y Nicolás Sarkozy. Ayer
espectador de las liberaciones unilaterales conseguidas por
el presidente venezolano y la senadora Piedad Córdoba, hoy
el gobierno colombiano retoma el mango de la sartén de la
que era una de sus confrontaciones más complejas con las
FARC, por su gran costo político. Entonces, Uribe hacía
fintas y malabares ante la presión internacional, las
caminatas del profesor Moncayo y el clamor por lo que se veía
como su terca obstinación en no despejar territorio; ahora,
las Fuerzas Armadas retornan limpiamente con el trofeo
supremo (solo faltó el cabo Moncayo para redondear la “moñona”),
rodeadas de un respaldo apoteósico, con el prestigio
popular de su comandante en jefe en rangos históricos y
validada su insistencia en no ceder, como probablemente lo
mostrarán las encuestas. La emoción que suscitó lo
sucedido en la Colombia urbana tiene pocos precedentes y su
primer efecto es hacer aún más inexpugnables las ya
fortificadas posiciones presidenciales. The Economist
asevera que lo ocurrido podría, incluso, asegurarle la
reelección (aunque le sugiere, más bien, decir: “gracias
y buenas noches”, en 2010).
Este es el primer impacto de
la operación del 2 de julio. Aún es pronto para determinar
cómo afectará la evolución de los acontecimientos en el
país y a los actores involucrados, pues no se conocen todos
los factores. Pero hay indicios. Hay caminos posibles, unos
quizá más probables que otros. Y variantes deseables (o
indeseables), que podrían llevar el conflicto armado y la
situación política hacia rumbos más o menos convenientes
para el interés público y para lo que, a fin de cuentas,
realmente importa: la paz de Colombia.
La operación
Si un gran estudio de
Hollywood quisiera hacer una película de espionaje que
fuera un hito de taquilla, ni el más talentoso de sus
escritores hubiera dado con un guión como el de la
“Operación Jaque”. Aún un rescate modelo, como el de
Entebbe (Uganda), en julio de 1976, implicó el uso de la
fuerza y costó la vida a tres de los 103 rehenes. Y sin
embargo el rescate deja algunas preguntas que las
autoridades deberían absolver, por herméticas que sean las
necesidades de la inteligencia. No es lo más importante
plantearlas, pero aquí están:
• La versión
oficial es la de una doble infiltración: al Frente Primero,
de ‘César’, y al Secretariado. Mediante la
“astucia”, como lo puso el comandante del Ejército, se
logró engañar al uno para que creyera que entregaba al
recién posesionado jefe del otro, en el helicóptero de una
“misión humanitaria” insólita, ataviada con camisetas
del Che Guevara, a los rehenes más importantes de las FARC.
Aun si se timó a ‘César’, ¿cómo actuó este sin
confirmación directa de parte de Cano? Están cortadas e
intervenidas las comunicaciones y reducida la capacidad de
mando y control, se contesta. La versión de que alguien
impostó la voz del nuevo jefe del Secretariado linda con la
ciencia ficción. ¿Acaso no se formaron las FARC en la
tradición de correos humanos? ¿E Internet? ¿Cómo una
organización estalinista, centralizada, diestra en la
clandestinidad más dura, como las FARC – que se saben,
además, infiltradas –, mueve a la que es su última baza
de supervivencia política (Ingrid y los tres
estadounidenses) a partir de comunicaciones entre
intermediarios de intermediarios?
• Aunque
probablemente nunca se sepa exactamente lo que pasó, cabe
indagar –y este es deber de los medios – otras
posibilidades: ¿se compró al jefe mismo del frente,
“neutralizándolo” luego en el helicóptero para efecto
de presentación de la operación, como lo aseguró la
estatal Radio Suiza Romande, diciendo que a ‘César’,
por intermedio de su compañera, capturada anteriormente, se
le habrían pagado 20 millones de dólares? El gobierno y
los militares colombianos lo negaron enfáticamente. ¿Se
“persuadió” a mandos medios, y el frente en masa desertó?
Los 100 millones de dólares en recompensas anunciados por
el gobierno podrían estar tras una operación como esta; éxito
comparable al de Troya –aunque algo menos cinematográfico
–.
• Jorge Orlando Melo
recuerda un elemento “misterioso”: el 13 de junio, desde
Presidencia, se dijo que dos mandos de las FARC, con línea
directa al Secretariado, habrían ofrecido entregar a Ingrid
y otros secuestrados. Podría ser la típica noticia
plantada, para provocar que los movieran. Pero sería tan
raro que el Secretariado se la creyese, como que, si lo
hizo, no haya tomado medidas preventivas, o que justo la
reacción haya sido trasladarlos como quería el Ejército.
Aunque sea poco popular en un
ambiente de triunfo y emotividad patriótica como el actual,
es necesario hacer estas preguntas. Que no deben cerrar la
puerta a lo contrario: la versión oficial puede ser cierta.
Parecerá de Hollywood, pero, por la situación de las FARC
y los evidentes avances de la inteligencia y la tecnología
militar colombiana –de la mano de los israelíes y con
ayuda estadounidense y británica–, es plausible.
Las FARC, el
conflicto
Sea como sea, el golpe
asestado a las FARC no admite atenuantes. Para una
organización –y un comandante recién asumido, como
Cano–, el revés estratégico, el golpe de confianza a la
tropa, la desmoralización, son tremendos. Vienen de más
golpes. Pero este es el más importante que hayan sufrido.
Las deja sin su única carta en una partida ya muy
comprometida. Expone debilidades que no habían mostrado. En
este tipo de confrontación, la infiltración exitosa por
parte del enemigo es, invariablemente, anuncio de derrota.
¿Cambia el signo del
conflicto esta liberación? ¿A la “Operación Jaque”,
como su nombre y sus autores lo sugieren, le sigue el jaque
mate? ¿Se imponen la tesis del “fin del fin” del
comandante de las Fuerzas Militares, general Freddy Padilla?
Estas no son solo afirmaciones oficiales sino las preguntas
que se hacen por estos días no pocos expertos, considerando
que las FARC están ante la alternativa de la desmovilización
o la derrota definitiva. Pero, como lo señala Medófilo
Medina, “el menú es más amplio”, y la simplificación,
inherente a toda confrontación, puede impedir la serenidad
y la sofisticación que demanda una buena solución. Lo que
sobrevenga depende tanto de lo que hagan las FARC como de
las opciones del gobierno.
Las posibilidades son tan
diversas como inciertas. Medina apunta a la conformación
del nuevo Secretariado (con tres miembros nuevos y nuevo
jefe, cualquier grupo de siete es nuevo): salvo el jefe
militar de las FARC, Jojoy, todos son de extracción urbana,
con estudios universitarios, algunos en el exterior, y
militancia política legal previa. Camilo es médico; Joaquín
Gómez es veterinario de la Universidad de Moscú; Alfonso
Cano viene de la Universidad Nacional y la Juventud
Comunista. No hay uno solo de tiempos de Marquetalia y todos
andan por la cincuentena. Todo esto –y el severo declive
militar– podría favorecer una suerte de retorno a la política
de parte de la comandancia de las FARC.
Pero, en el extremo opuesto,
presionadas por la escala militar, desprovistas de figuración
política, rebeladas ante la idea de echar a la basura 44 años
de lucha, y persuadidas de que la pobreza y la injusticia
social acabarán por contar a su favor, también sería
posible que las Farc optaran por la vía de los bombazos
tipo el del Club del Nogal o por operaciones comando para
secuestrar a nuevas “fichas” políticas.
Las FARC se mueven hoy entre
una opción realista (buscar una salida política,
negociada, así los parámetros para ella sean mucho más
reducidos que los del Caguán) y la opción maximalista, de
radicalización, en un intento de ratificarse como actor
mediante voladuras, atentados y secuestros. Jojoy, que pese
a su carácter militarista tiene la astucia instintiva del
campesino rico de pueblo, dijo poco antes de la ruptura de
las negociaciones con Pastrana: “O nos vemos en unos años
con el Putumayo y el Caquetá despejados, o en un pueblito
de Alemania”. Una negociación hoy estaría más cerca de
lo segundo; la cuestión es si Jojoy y sus colegas así lo
entienden. En un raro “Llamado a la cordura”, Anncol, la
agencia de prensa oficiosa de las FARC, declaró
“necesario llamar a las partes –guerrilla y gobierno –
a no echar en saco roto una oportunidad histórica”. El
rechazo reiterado de Hugo Chávez a la lucha armada y al
secuestro podría favorecer una salida de este tipo.
Pero hay otra variante, peor
que la del coletazo terrorista, porque es quizá más
probable: la de la disgregación. Arrinconadas militarmente,
tras sucesivos golpes que desprestigian a la comandancia y
desorganizan sus filas, no debe descartarse que las FARC
pierdan su capacidad de mando centralizado y se rompan en
grupos centrífugos que, en unos casos, reivindiquen una
“línea histórica”, en otros se dediquen en exclusiva
al narcotráfico o al secuestro, o mezclen una y otra cosa.
Combinada con el rearme de bandas con integrantes que
provienen del paramilitarismo, tal opción puede dejar a
Colombia sumida en un conflicto armado interminable, aún más
degradado y sin solución que el actual, que, al menos,
conserva en cierta forma carácter político, no solo
delincuencial.
Por último, está la
(improbable) variante de la recuperación. Un cambio brusco
de política en materia de seguridad en el año 2010; una
prolongada batalla en torno a la reelección, que paralice
al gobierno; la agudización de una crisis política como la
que asomó con el enfrentamiento entre el Presidente y la
Corte Suprema de Justicia; una decidida ayuda desde
Venezuela podrían dar a las FARC el aire que esperaron en
vano si Uribe no se hubiera reelegido en 2006. Contra esta
posibilidad conspiran hoy la mayoría de las variables, pero
un conflicto tan largo y de raíces tan hondas como el
colombiano, ya vio, por ejemplo, al ELN renacer en una década
de las cenizas de la derrota de Anorí, en 1972, con la
extorsión petrolera a multinacionales en Arauca en los años
ochenta.
Vista así la situación de
las FARC, su derrota militar y desmovilización lucen de un
optimismo tan simple como difícil de concretar. Sin
embargo, mucho depende de lo que hagan el gobierno y las
Fuerzas Armadas. Y en este terreno hay señales, aunque muy
incipientes, alentadoras.
El gobierno, los
militares
Algunos de los militares y
policías liberados fueron capturados en Miraflores, en
1998. Entonces, las FARC lucían invencibles y bases
completas del Ejército eran avasalladas por operaciones de
800 guerrilleros. En diez años la ecuación militar se
invirtió completamente. Las Fuerzas Militares, el gobierno
que las comanda y la política de “seguridad democrática”
salen de esta operación en el apogeo de su prestigio. De
fiascos notables, aún en medio de la recuperación militar,
como el de Urrao, en mayo de 2003, que culminó sin poder
impedir el asesinato de los rehenes y desprestigió la opción
de rescate, se pasa a un golpe de mano que se presenta
convincentemente como la madre de todas las operaciones de
inteligencia, el área en la que más han avanzado los
militares.
Las Fuerzas Militares y el
gobierno están también ante una disyuntiva
Pueden ser triunfalistas.
Muchos elementos – el ánimo en la población urbana, el
aplauso general, la seguidilla de éxitos militares –
abonan el terreno. Les sirve para sostener la moral de la
tropa y de la opinión pública; para arrinconar a la
oposición; para asestar nuevos golpes (otra “cabeza”
del Secretariado, la desmovilización de un frente, el
chorro de la deserción individual); para levantar la tapa
de la caldera de los militares de alto rango presos o
investigados por paramilitarismo; incluso, para la reelección.
Pero pueden optar por un
camino más sofisticado, más civilista, si se quiere.
Administrar el triunfo de manera dosificada; manejar un
discurso que no dé rienda suelta al ciego aplauso del
patriotismo ni al ánimo, que reina en algunos sectores, de
“no dar cuartel”; tender puentes a las FARC mientras
quede una estructura organizativa capaz de una negociación;
tener la flexibilidad de ofrecer una salida que, a la vez
que aprovecha el cambio en la ecuación militar, brinde a
esa guerrilla incentivos para volver a la política, podría,
eventualmente, hacer mejor servicio a lo que realmente
interesa a Colombia: el fin del conflicto armado.
Dos elementos nuevos apuntan
en esa dirección, aunque tímidamente. Por una parte, este
triunfo militar fue incruento. El gobierno dijo que se
decidió no disparar contra 60 guerrilleros que custodiaban
a los rehenes en el momento de la entrega. Una señal para
los que siguen armados. Por otra parte, el ministro de
Defensa, Juan Manuel Santos, y el Presidente insistieron en
que, si las FARC están dispuestas a una “negociación
seria”, este gobierno también. De las bravatas del
Ministro de Interior Carlos Holguín y el Comisionado de Paz
Luis Carlos Restrepo, hemos pasado a tener en ese ministerio
a Fabio Valencia Cossio, uno de los pocos hombres de este
gobierno que conoce de cerca a las FARC y sus comandantes,
por su papel en tiempos de la zona desmilitarizada en el
Caguán, y a frases como “la única cuenta de cobro es la
paz”. Como dice Medina: “ni el gobierno ni los militares
han exhibido el lenguaje del aplastamiento”.
Michael Shifter,
vicepresidente del Diálogo Interamericano y un convencido
de la fragmentación a la que marchan las FARC, dijo a Time:
“lo que es importante que el gobierno Uribe haga ahora es
ofrecerles más incentivos para que se incorporen a la
sociedad civil”. Esa guerrilla y este gobierno pueden
estar en las antípodas y una negociación lucir imposible.
Pero en guerra no hay nada imposible. En El Salvador, en
1990, el FMLN, en la cúspide de su poderío militar, con
misiles tierra-aire que derribaban la aviación oficial,
pactó la paz con Alfredo Cristiani del partido Arena,
fundado por Roberto D’Aubuisson, organizador de
escuadrones de la muerte. Entonces, había un empate
militar; aquí la balanza ya se inclinó. Si cierta
magnanimidad y sofisticación política del lado oficial se
combinasen –sin ceder la presión militar – con la
extracción urbana y más moderna del nuevo Secretariado (y
con un empujón ‘ideológico’ de Chávez), un escenario
nuevo, hasta ahora cerrado, podría, eventualmente, abrirse
en Colombia. Pero es pronto para decirlo.
La crisis político-institucional
Mientras tanto, como lo dice
Elizabeth Ungar, “el rescate no debería servir para echar
tierra a lo que hasta el 2 de julio estaba al orden del día”:
la crisis político-institucional desatada por el fallo de
la Corte Suprema de Justicia sobre Yidis Medina y la reacción
del Presidente de enfrentar a la justicia con “la
democracia”, mediante “la repetición de las
elecciones”.
Pese a que un editorial de El
Tiempo pidió a Uribe que, en un “gesto magnánimo”,
reconsidere su idea del referendo, los días siguientes a la
liberación el gobierno no dio ninguna señal en esa dirección.
Pero concurren otros elementos.
La decisión de la Corte
Constitucional de no revisar su sentencia sobre la
exequibilidad del Acto Legislativo de la reelección, señala
José Gregorio Hernández, “le quita la razón de ser al
referendo”. Aunque se anunció que el nuevo ministro de
Interior tendría lista la pregunta, esta no se ha
presentado. No se convocó el Congreso a sesiones extras.
Hubo un pronunciamiento de la Corte Suprema que le bajó la
temperatura al enfrentamiento. Y la operación de liberación
ha desplazado por completo el tema de la atención pública.
Esto no significa, empero,
que la crisis esté resuelta. Habrá que esperar la decisión
del Presidente. Que puede, como ha hecho con su reelección,
dejar pendiente la espada de Damocles del plebiscito, sin
concretarlo pero sin desistir, sobre su enfrentamiento con
la Corte Suprema. Quizá el suspenso continúe hasta el 20
de julio, cuando se sabrá si el gobierno presenta o no su
pregunta.
El enfrentamiento entre el
Presidente y la Corte está en suspenso, no terminado, y la
liebre puede saltar en cualquier momento. Como con los otros
factores, aún dista de estar claro qué efecto surtirá la
liberación de Ingrid y sus compañeros sobre esta crisis,
que estaba en pleno desarrollo cuando sucedió. Uribe puede
sentirse tan fortalecido que continúe a todo vapor con su
plan de desplazar al órgano en el que parece ver el
principal peligro para su futuro, por su papel en la
investigación de la parapolítica. Lo deseable sería que
ocurriera lo contrario y que, como en la guerra, en la política
primara la serenidad. Como lo puso uno de los participantes
en el debate de Razón Pública: “la situación (a partir
de la liberación) podría servir para enmendar el curso político
del régimen”.
La reelección, la
política
El impacto de la liberación
de los 15 en la evolución general de la situación política
en el país es múltiple. Por supuesto, por su efecto sobre
la marcha de la guerra y la paz, pero también desde un
doble punto de vista: el éxito refuerza tanto las
posibilidades de reelección de Uribe como las de una
candidatura de Juan Manuel Santos, quien orienta el spin
oficial cada día más claramente en esa dirección; pero, a
la vez, ese éxito ha devuelto a la escena política a un
peso pesado, de forma completamente inesperada.
Más allá de su “rescate
de película”, la gran sorpresa del retorno de Ingrid son
las posiciones políticas que empezó a formular desde la
escalerilla del avión que la llevó a Bogotá. La
contestataria del gobierno Samper, la de “La rage au
coeur” (“La rabia en el corazón”, su libro de 1998),
dio un espaldarazo categórico a Uribe y su política de
seguridad, a las Fuerzas Militares como garantes de que se
llegará a la paz y, en su rueda de prensa en la embajada
francesa poco antes de partir, a la reelección. A la vez
que llamó a una negociación con las FARC “no sólo de
prebendas judiciales sino de reformas que el país
necesita” y aseveró que el acuerdo humanitario está hoy
“en una sin salida”, dijo: “Uno de los éxitos de
Uribe contra las FARC fue lograr introducir la reelección
en el sistema político colombiano. No fueron cuatro años,
fueron ocho (…) Me gusta la reelección. La tercera
reelección, ¿por qué no?”.
Si se decide a presentarse
como candidata, envuelta en el inmenso prestigio y la
estatura moral de seis años y cuatro meses de secuestro,
una Ingrid que recoja banderas fundamentales del uribismo,
daría una patada al tablero de todos los cálculos hasta
ahora hechos en torno a la reelección de Uribe o a su
sucesión. La primera víctima sería, paradójicamente, su
salvador: Juan Manuel Santos. Pese a lo que Semana llamó su
“moñona”, este difícilmente aguantaría una
competencia de carisma e imagen con ella.
Todo esto es sumamente
especulativo. Depende de consideraciones personales que la
propia Ingrid ha hecho explícitas sobre decisiones en torno
a su futuro. Ella es también francesa y, si lo desea, tiene
espacio como actor de peso allá. Puede concentrarse en la
liberación de los rehenes restantes. Puede acabar de saltar
a la escena mundial con la postulación al Premio Nobel que
se anuncia desde Italia. En fin… El caso es que su
liberación y el peculiar ropaje político con el que ella
misma se ha vestido al salir de la selva, introducen en la
compleja ecuación de reelección-sucesión un elemento tan
inesperado como desconcertante.
Cuál vaya a ser el efecto,
sobre las aspiraciones de Santos, que cada día se conduce
con mayor aplomo como delfín, o las del senador uribista
Germán Vargas Lleras (que anuncia su retorno en agosto);
sobre la coalición de gobierno; sobre el referendo que
promueve Luis Guillermo Giraldo para reelegir a Uribe son
otras tantas preguntas para las que ahora apenas hay
respuestas.
El acuerdo
humanitario
Una última cuestión es si,
luego de la “Operación Jaque” el jaque mate no es, más
bien, para el acuerdo humanitario. ¿Pierde toda vigencia la
posibilidad de un intercambio de rehenes por guerrilleros
presos, o la recobra?
Aquí, también, solo cabe señalar
indicios, pues todo depende de la actitud del gobierno, que
tiene ahora en su mano un juego mucho más conveniente a sus
intereses. Y también de las FARC, que habiendo perdido los
ases, conservan, en teoría, la posibilidad de una mano que
les devolvería sus restos políticos, como es la liberación
unilateral.
Un debate de fondo es si la
salida de los “canjeables” política e
internacionalmente valiosos podría poner en primer plano el
elemento puramente humanitario del acuerdo: liberación de
civiles; intercambio de prisioneros uniformados.
Para ello haría falta,
argumenta Melo, “quitar dos inamovibles que no son lógicos:
el de las FARC, de zona de encuentro estratégica, que no
tiene un solo argumento presentable a su favor; y el del
gobierno, del compromiso de que los guerrilleros no vuelvan
a la guerrilla, militarmente de impacto marginal (hoy, para
las FARC, recibir un guerrillero que sale de la cárcel es más
peligroso que una acción militar del enemigo). Si el
gobierno aceptase, por ejemplo, despejar una zona y las FARC
liberar a todos los secuestrados civiles, “canjeables” y
extorsivos; si enseguida se negociara el intercambio de los
22 policías y soldados cautivos por guerrilleros presos sin
delitos penalizados por el derecho internacional; y si el
gobierno dejase de insistir en la calificación de
terrorista a cambio, por ejemplo, de un compromiso de las
FARC de no secuestrar ni atentar contra civiles, la puerta
de un acuerdo puntual de intercambio podría abrirse. Y
–por la situación militar – la posibilidad de un
segundo capítulo en la forma de una negociación de paz no
sería descabellada.
* * * *
En resumen, el impacto de la
liberación de Ingrid Betancourt y sus 14 compañeros es tan
profundo que apenas pueden dibujarse, por ahora, algunas hipótesis
sobre su efecto. Dada la ecuación de la guerra y de la política
hoy en Colombia, si el gobierno y los militares tienen en
cuenta, como dice Medina, “la multiplicidad de caminos que
pueden transitar las FARC y hacen una proyección serena y
no triunfalista”, sofisticada y no simplista, del éxito
logrado; si el nuevo Secretariado de las FARC asume su real
situación militar y la posibilidad de una opción política
realista, y confluyen factores internacionales como el de Chávez,
el país estaría, a partir de esta liberación, ante la
posibilidad de un cambio profundo en la situación política
y militar que lleve, eventualmente, a sentar las bases para
resolver el conflicto armado.
Pero se trata sólo de eso,
de una posibilidad. Hay otras, peores, como la de la
disgregación de las FARC, la tentación del aplastamiento y
la “derrota final” en el gobierno y los militares, el
escalamiento de la crisis político-institucional o una
pugna en torno a la reelección, que paralicen al país.
No hay elementos para
asegurar cuál de todas estas opciones es la más probable
–aunque es evidente cuáles son deseables, al menos desde
el punto de vista de la Razón Pública-. Muchos factores
están apenas en ciernes; otros ni se conocen. Pero, a
partir de la liberación de los 15 rehenes, el tablero político
y militar colombiano ha sido sacudido con tal fuerza que una
nueva situación política y militar se está dibujando. Señalar
las opciones que se abren en toda su complejidad es el
primer paso para diseñar las soluciones de fondo que
Colombia persigue infructuosamente desde hace más de 40 años.
(*) Álvaro Sierra:
Periodista, especializado en cubrimiento de conflictos
armados. Fue corresponsal en Moscú y Beijing y trabaja
desde hace ocho años en Colombia. Profesor universitario en
el área de medios de comunicación y conflictos armados.
Notas:
[1] Este artículo ha sido
producto de una discusión colectiva de varios miembros de
Razón Pública, en la que participaron Hernando Gómez
Buendía, María Victoria Duque, Medófilo Medina, José
Gregorio Hernández, Elizabeth Ungar, Carmenza Saldías,
Jorge Orlando Melo, Francisco Thoumi y el autor. La
responsabilidad por su contenido es, por supuesto, del
autor.
|