La
otra Colombia
Por
Raúl Zibechi
La Jornada, 24/10/08
“Algo
nuevo se está cocinando en el país”, dice Alfredo
Molano, periodista y sociólogo perseguido por el régimen
uribista por decir lo que ve y vocear lo que sienten
millones de colombianos para quienes los medios están
cerrados. No lo dice en un despacho cerrado, sino a cielo
abierto en el Foro de la Solidaridad en Moravia, barrio
pobre de Medellín construido sobre una enorme montaña de
basura que los desplazados por las sucesivas guerras
convirtieron en trama urbana, periférica y resistente, con
base en una impresionante red de solidaridades.
Lo nuevo es
la amplitud, extensión y profundidad de la protesta, y
sobre todo la confluencia de actores que están colocando
contra las cuerdas al gobierno de Álvaro Uribe. Los paros más
destacados por los medios son los del sector público por
salario, como el de los judiciales, que llevó al gobierno a
decretar el estado de “conmoción interior”. Luego
siguieron los funcionarios del sistema electoral
(Registraduría), los maestros, los camioneros y otros
servidores públicos que ven sus salarios diezmados por el
incesante aumento de precios. Sin embargo, lo que más
desvela a los poderosos es la confluencia del abajo.
El 15 de
septiembre pasado se inició la huelga de 10 mil corteros de
caña de azúcar que ocupan ocho ingenios de Valle del
Cauca, quienes trabajan a destajo y en condiciones feudales.
Los corteros, casi todos afrocolombianos, se levantan a las
cuatro de la madrugada, trabajan de seis de la mañana a
cinco de la tarde bajo un sol que lastima y llegan sobre las
ocho de la noche a su casa, luego de dar 5 mil 400 golpes de
machete e inhalar humo de la quema de caña y el glifosato
usado en las plantaciones. Ganan poco más del salario mínimo,
pagan de su bolsillo la seguridad social, las herramientas,
la ropa de trabajo y el transporte hasta el cañaveral. Al
atarceder, se ven espigadas siluetas morenas al borde de la
Panamericana, entre Cali y Popayán, tambaleándose como
zombis luego de una jornada laboral criminal.
La huelga
de los más pobres sorprendió a todos, tanto por su duración
como por el macizo seguimiento de los agrupados en el
sindicato Sinalcorteros. Para el gobierno y la Asociación
de Cultivadores de Caña de Azúcar la huelga es un
problema, ya que obligó a importar azúcar de Ecuador y
Bolivia, paralizó la producción de etanol y elevó el
precio de la gasolina, porque de los brazos destrozados de
los corteros sale el etanol para sus coches. Quizá por eso
el ministro de Protección Social (ironía de los de arriba)
dijo en el parlamento que la huelga no es un problema
social, sino una protesta de delincuentes, y acusó a los
corteros de estar infiltrados por las FARC.
Los
corteros piden ser contratados directamente por la empresa,
porque ahora se les obliga a ingresar en cooperativas que
son bolsas de trabajo para abaratar salarios; que se les
paguen los días perdidos por paradas de las empresas, así
como los que deben asistir al médico, ya que los accidentes
laborales incapacitan a 200 corteros cada año. Exigen, además,
que se eliminen las básculas móviles que pesan a favor del
patrón, que se quiten las máquinas que hacen el trabajo de
150 corteros, y un aumento salarial de 30 por ciento.
En los 516
años de resistencia, el 12 de octubre pasado comenzó la
Minga de los Pueblos que retoma las decisiones del primer
Congreso Itinerante de los Pueblos por la Vida, la Alegría,
la Justicia, la Libertad y la Autonomía, realizado en
septiembre de 2004 y del que surgió el Mandato Indígena y
Popular que contempla: rechazo al TLC, un tratado “entre
patrones y contra los pueblos”; derogación de las
reformas constitucionales que someten a los pueblos a la
exclusión y la muerte; “no más terror del Plan Colombia
(…) que infesta nuestros territorios y los siembra de
muerte y desplazamiento”; cumplimiento del Estado a los
acuerdos a raíz de la masacre del Nilo en 1991, donde
fueron asesinados 20 nasas; y construir la Agenda de los
Pueblos, que surja de “compartir y sentir el dolor de
otros pueblos y procesos”.
La Minga,
trabajo colectivo en el mundo andino, comenzó al borde de
la carretera Panamericana, donde unos 10 mil indígenas,
sobre todo nasas agrupados en el CRIC (Consejo Regional Indígena
del Cauca) y en la ACIN (Asociación de Cabildos Indígenas
del Norte del Cauca), instalaron un territorio de Paz,
Convivencia y Diálogo en el municipio La María Piendamó.
Cortaron la ruta y fueron brutalmente atacados por las
fuerzas armadas, lo que dejó un saldo de dos muertos y 90
heridos, la mayor parte por bala. La violencia no consiguió
desalojarlos, pero concitaron el apoyo de toda la Colombia
de abajo.
Fracasada
la negociación con las autoridades, la Minga se puso en
marcha hacia Cali, donde 12 mil indios escolatados por su
guardia indígena, a los que se vienen sumando los corteros
y otros trabajadores agrupados en la CUT, llegarán el lunes
27 a la tercera ciudad del país luego de recorrer 100 kilómetros
por la rica llanura tapizada de cañaverales. Lo más
trascendente es que la Minga de los Pueblos se está
convirtiendo en una articulación de los de abajo sin
aparatos burocráticos, encuentro abajo y en la lucha,
confluencia entre múltiples torrentes que están empezando
a formar el enorme cauce de la Otra Colombia. Uno de ellos
fue el paro nacional convocado por la CUT para ayer jueves.
El memorial
de agravios es impresionante. Sólo los indígenas denuncian
que en los seis años de gobierno de Uribe asesinaron a mil
243 indios de las más de 100 etnias existentes en Colombia
y 54 mil fueron expulsados de sus territorios. En los últimos
15 días ya son 19 asesinados. “Todos somos corteros,
todos somos indígenas”, reza un comunicado de ACIN. La
larga experiencia del pueblo nasa les dice que “ningún
sector actuando solo puede enfrentar la agenda de explotación
y sometimiento de quienes desde el régimen la van
implementando”.
La Minga es
el modo en que los de abajo han decidido “concertar la
palabra y convertirla en camino”. Es apenas el primer
paso. Pero el que marca el rumbo y deja huella.
Doce
mil militantes protestan caminando
Palos
a la marcha indígena
Por
María Laura Carpineta
Página 12, 22/10/08
Según un
comunicado que difundieron anoche, el ejército baleó a dos
miembros de la comunidad aborigen en la ruta. Reclaman
seguridad y devolución de tierras. Van camino a Cali.
Bogota.–
En una mano sostiene su bastón y en la otra el celular.
Daniel Piñacué hace siete horas que camina junto con 12
mil compañeros del movimiento indígena en dirección a
Cali. “Preferimos morir a quedar aislados”, sentenció
en diálogo telefónico con Página 12. “Nuestras
comunidades están en el medio del fuego cruzado. Nos
asesinan, torturan y nos echan de nuestras tierras”, agregó
sin disimular su angustia y frustración. Unas horas después,
los compañeros de Piñacué denunciaban que el ejército
colombiano había vuelto a reprimir y asesinar. Según un
comunicado que difundieron anoche, los militares balearon a
dos militantes indígenas cuando se concentraban en la ruta.
Uno de ellos recibió cuatro tiros en la espalda. La policía
reconoció una muerte.
Los
militares no se acercaron a la columna principal de la
marcha, en el municipio de Piendamó, sino que se
enfrentaron con un grupo de unas 500 personas que se habían
reunido a la altura de Villarica, unos kilómetros al norte.
La idea era organizarse para estar listos cuando la marea de
diez mil compañeros pasara hoy por allí. Los indígenas
demandan que el presidente Alvaro Uribe deje de hacer
promesas por televisión y se siente a discutir medidas
concretas cara a cara. Quieren tierras cultivables y
seguridad.
Durante la
semana pasada los reprimieron, mataron a tres de sus compañeros
e hirieron a más de un centenar, y por eso ahora optan por
caminar los cien kilómetros que los separan de Cali, la
tercera ciudad del país. “No vamos a bloquear la ruta; no
queremos darle razones al gobierno para reprimir”, explicó
Piñacué. Según el comunicado de la dirigencia indígena
difundido anoche, los militares se enfrentaron con los
manifestantes porque, sostenían, intentaban bloquear la
ruta.
Excepto por
el choque en Villarica, la marcha avanzó de forma pacífica.
Familias enteras, con sus niños y sus ancianos, caminaron
despacio, pero unidos. “Esta es una lucha de la comunidad
entera”, aseguró Piñacué. Los dirigentes se repartieron
500 ataúdes de cartón para recordar a los más de 1200 caídos
en los últimos años. Ellos y los más de 54 mil indígenas
expulsados de sus tierras son las víctimas del gobierno de
Uribe, señaló el dirigente.
Pero la
interminable y colorida fila india que zigzagueaba ayer a lo
largo de la ruta Panamericana en el norte del departamento
del Cauca no tuvo un efecto inmediato en Bogotá. El hombre
duro de Uribe, el ministro de Defensa, Juan Manuel Santos,
evitó la palabra negociación y, en cambio, optó por
acusar a los manifestantes de incentivar el clima de
violencia. Insistió con la supuesta infiltración
guerrillera y agregó un nuevo condimento a la campaña de
descrédito contra los indígenas. “Las protestas son
financiadas con dineros del extranjero”, denunció el
ministro, aunque no presentó pruebas.
Puertas
adentro, el diálogo entre el gobierno y el movimiento indígena
tampoco avanzaba. “Al señor presidente le gusta aplicar
la fuerza, más que negociar”, señaló el presidente de
la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), Luis
Elvis Andrade, en conversación telefónica con este diario.
“El argumento del gobierno para no dialogar es que somos
violentos. Pero a los que nos mataron compañeros es a
nosotros”, recordó.
Según
Andrade, el gobierno está esquivando el problema de fondo.
“Ofrecen tierras, pero sólo a las comunidades del
Cauca”, señaló y su voz empezó a impregnarse de bronca.
“Hay 400 mil indígenas sin tierra en el país, ¡400
mil!”. La mayoría, explicó, fueron forzados a
abandonarlas por los paramilitares y las guerrillas durante
la última década. “No somos unos radicales o violentos.
Aquí hay una crisis social que el gobierno se niega a
reconocer”, agregó. Los empleados estatales convocaron a
un paro nacional para mañana en apoyo a los indígenas.
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