Crudo. Aunque en Colombia, la presencia y el poder de los narcos y su relación
con la política ha sido avistada desde hace tantos años, sólo
su encumbramiento en la cúspide del Estado puede explicar
que la sociedad y su cultura no lo hayan confrontado de raíz.
Con el paso de los años, su origen y sus demoledores
efectos con iconos de violencia y enriquecimiento fácil
–a pesar de sus consecuencias– se ensancha mucho más.
El recuerdo más preciso que tenemos de la identificación de esa relación
y del poder que representaba –para desgracia y secuelas,
fue de origen extranjero, injerencista e interesado–
procede de 1978, cuando el entonces embajador de los Estados
Unidos, Diego Ascencio, sentenció: “Los narcotraficantes
[colombianos] son tan fuertes, en términos de poder
financiero, que podrían tener su propio partido y pueden ya
haber comprado y pagado 10 miembros del cuerpo
legislativo” (1). Unas declaraciones que se fueron a más.
Para 1980, las presiones desde la Casa Blanca, sin establecer la objetiva y
necesaria corresponsabilidad derivada, empiezan a sentirse:
se firmaría entre ambos países el Tratado de Asistencia
Legal Mutua y se pondría en marcha la “Campaña para la
prohibición de los narcóticos”, producto de la cual se
creó una sección de la Policía Nacional dedicada con
exclusividad a dicho campo (2). No sin antes tener la firma
entre Colombia y Estados Unidos del Tratado de Cooperación
Antidrogas (1972), acuerdo cuyos efectos empezaron a
sentirse al comenzar los años 80 con la aprobación, por
parte de la Comisión Nacional de Estupefacientes, de las
fumigaciones aéreas sobre los cultivos de marihuana
sembrados en la Sierra Nevada de Santa Marta.
Con aspavientos de salvación del mundo, un año después (1984) Reagan
anunció y le dio cuerpo a la “guerra contra las
drogas”, de cuya mano se desató en las principales
ciudades colombianas una de las confrontaciones más
violentas de las que tengamos historia. Desde entonces y
hasta ahora, ganó tamaño hasta imponerse la militarización
de la Policía. La “guerra contra las drogas” negó la
posibilidad de que el tema fuera tratado como asunto de
salud pública, y la agenda entre los dos países quedó
determinada por el problema de los narcóticos, cuya etapa
final de comercialización y “lavado de dólares y
activos” determina –con el factor de poder adquirido–
su producción y su explotación industriales.
Es éste un asunto que ocupa lugar como interés ambiguo de “seguridad
nacional” y publicidad de los Estados Unidos, con un
desequilibrio de la balanza y un desnivel cada vez más
perceptible:
• 1992, aprobación de la fumigación con glifosato en todo el territorio
nacional y, tras la pista de Pablo Escobar, autorización de
operaciones de agentes de los Estados Unidos dentro del
territorio nacional;
• 1995, uso y manejo de radares por fuerzas conjuntas. Interdicción del
espacio aéreo colombiano;
• 1997, acuerdo de interdicción marítima con los Estados Unidos;
• 1998, creación del primer batallón colombiano antinarcóticos,
entrenado y equipado en su totalidad por Estados Unidos;
• 1999, aprobación del “plan Colombia” e intervención directa del país
del norte –con orden y orientación de quehaceres a las
instituciones del Estado, con desmedro de nuestra soberanía,
y presencia militar, de infraestructura, inteligencia,
dinero, etcétera– en el conflicto interno.
Transcurrido un tiempo, la aguda observación del embajador se hizo dinero,
sangre y política en todo el país. A su cálculo
(“Pueden ya haber comprado y pagado 10 miembros del cuerpo
legislativo”), otros lo proyectaron mucho más. ¡A la
cifra de 20! Entre ellos, la lista tiene nombres como el
diputado liberal por Risaralda, el odontólogo Jairo Montoya
Escobar; el conservador ospinista Severo Escobar; el senador
santandereano Eduardo Mestre Sarmiento, miembro de la
Dirección Liberal Nacional; Jairo Slebi y Félix Salcedo
Baldión, congresistas liberales de Norte de Santander; los
representantes liberales a la Cámara por Nariño Samuel
Alberto Escrucería Delgado y Samuel Alberto Escrucería
Manzi, el congresista liberal por Córdoba Carlos Náder
Simmonds, el representante por el mismo departamento Ramón
Elías Náder, sindicado para la época de haber recibido
dineros para su campaña de manos de César Cura, traficante
de droga con la familia Ochoa; el congresista por La Guajira
Miguel Pinedo Barros, y por el departamento del Magdalena
los diputados Uvida Pitre de Rodríguez, Ramón Palacio
Better y Daniel Robayo Aguirre (3).
¡Veinte! En una relación con el poder legislativo que, pasados unos años,
se ampliaría de manera antidemocrática, y con venia o
autocensura por parte de los grandes medios de comunicación.
Así, se puede verificar con al menos la memoria del Proceso
8000 que a regañadientes obligó a la Cámara a un debate
sobre la responsabilidad presidencial en el resultado
electoral de 1994, y luego, con los productos del llamado
“juicio contra la parapolítica”, donde fueron
relacionados como actores de primera línea, y en muchos
casos condenados decenas de políticos, muchos de ellos
congresistas de viejo cuño, connotados voceros de los
tradicionales partidos políticos –y de “nuevos” como
el uribista de la U.
Manto de silencio y complicidad. Narcotráfico y política. En apenas tres décadas
se evidenciaba que el establecimiento, sin proyecto histórico
nacional ni regional, y enlodado en un mar de corrupción,
no fue ni ha sido paladín de la lucha contra los narcóticos.
Por el contrario, al confrontarlo desde una perspectiva
punitiva, y de efecto mediático y de apariencia “de
lucha”, producía el efecto contrario al que procura la
lucha contra los narcóticos. En estos 30 años, los
habitantes de Colombia han sido testigos de cómo cambiaban
los valores ciudadanos, cómo daba vuelco su cultura, caían
asesinados en todo el territorio nacional no menos de 300
mil personas, 50 mil eran declaradas desaparecidas, más de
cuatro millones de connacionales sufrían el desplazamiento
del campo hacia las ciudades, cuatro millones de hectáreas
de tierra pasaban al dominio de pocas manos, se militariza
la sociedad, se ataca a la oposición política y social,
las multinacionales ganan espacio y condiciones para sus
ventajosas operaciones, se reprimeriza la economía
nacional, el conjunto de la misma sucumbe en el voraz
apetito de la especulación y el rentismo, las relaciones
con Estados Unidos quedan sometidas y determinadas en forma
unilateral por los narcóticos, y, como reflejo de ello –y
de sus consecuencias de control territorial y de un múltiple
poder local–, las relaciones con los países vecinos se
tensionan hasta el punto de su congelamiento e incluso su
ruptura.
Dinero
que compra o gana conciencias
Tras años de sigilo, la acción pública del narcotráfico en la política
obtuvo y ganó renombre de la mano de Pablo Escobar. Con su
participación, primero dentro del partido liberal y luego
en el Nuevo Liberalismo –movimiento del cual sería
expulsado por Luis Carlos Galán–, vendrían después
“Renovación liberal” (sic) y “Medellín sin
tugurios”, desplegando una actividad que alcanzó oído y
permeabilidad en diversos sectores.
Con impulso, el país asistió al ascenso de la imagen de Escobar que, con
su frase de “Contra el imperialismo: embotar de coca a los
gringos”, llegó a gozar un algo de validez, incluso en
algunos círculos de jóvenes y activistas de izquierda. A
la par, y con menos destreza, hacía sus pinos Carlos Lehder
con el Movimiento Latino Nacional. El “nacionalismo” y
el “populismo” serían las bases de sus actuaciones,
llegando hasta, en el caso de Lehder, utilizar en mayor
escala la variante de un discurso antiimperialista, y en su
final hasta la creación de un destacamento armado en los
Llanos Orientales.
Esa manguala pragmática, connivencia con sectores del poder y su penetración
en distintos escenarios sociales, con el billete por
delante, les hizo ganar simpatía. Industriales,
comerciantes y terratenientes los saludaron con gozo, más aún
cuando, a finales de los 70 y principios de los 80, la
economía nacional sufría resquebrajamiento. Pero también
porque encontraron en ellos el apoyo necesario para romper
la iniciativa de los movimientos sociales y la insurgencia,
que por entonces izaba opciones claras de movilización
urbana y rural para el conjunto social.
Mientras tanto, cabe traer a cuento la lección del Frente de Liberación
Nacional de Argelia (FLN) en la década del 50, en su lucha
por la independencia del coloniaje francés –como narra la
película La batalla de Argel, de Guilio Pontecorvo–, al
proceder como legitimación, ejemplo y moral alterna; al
castigar y ejecutar a los propios árabes que en la casbah
de paredes blancas expendían estupefacientes o se dedicaban
a la prostitución. Fue una lección que, en nuestro caso,
la izquierda política y las organizaciones insurgentes no
asumieron.
La tarea, que ni la sociedad ni el Estado ni la Iglesia cumplían, ¿correspondió,
quedó abierta para la izquierda y la guerrilla?, en un
interrogante histórico, con una demanda de heroísmo que
pudiera considerarse inútil. ¿Convenía o no echarse
encima otro enemigo? La desventaja era plena. Sus diferentes
organizaciones, fracciones y agrupamientos recibieron una
derrota conceptual en los barrios, en sectores medios, y de
bases campesinas que ante su calamidad y miseria sin
esperanza comenzaron el cultivo oculto de marihuana o coca,
y luego impusieron o reclamaron “ser entendidos”.
Asimismo, no pocos profesionales víctimas de un descenso en
su ingreso legal, reacios a aceptar el deterioro económico,
buscaban como salvación ser “apuntados” en las
utilidades económicas de embarques y “corones”.
Eran tiempos en que, con avance en el poder económico y la propiedad
industrial y de servicios, el poder del narcotráfico
consideraba que, para ganar el poder político o la
“mirada para otro lado” y hasta la protección del
Estado –y obtener la derogación del convenio de extradición
con los Estados Unidos–, debían actuar directamente,
exponiendo su blanco ante propios y ajenos, con acciones
criminales punitivas como la ejecutada contra la vida del
ministro Lara Bonilla. Con una política oficial de amnistías
tributarias y “ventanilla siniestra” en el Banco de
Colombia para la captación de dólares, sin importar su
origen que se popularizó caliente. A la par, de manera
subrepticia, un sector de la oligarquía más tradicional
del país actuaba para obtener acuerdos y “borrón y
cuenta nueva” con el alto Estado. Episodio muy recordado
es la reunión en el hotel Sheraton en Panamá (1984), con
protagonismo de Escobar y respuesta al presidente Belisario
Betancur, según testimonio del entonces procurador Carlos
Jiménez Gómez.
Fue un intento de “legalización” del entorno del narcotráfico que llevó
a la “guerra abierta” contra un sector del
establecimiento –la Justicia– como también a la
confrontación frontal de los valores revolucionarios y la
persecución a un sector de la insurgencia, que condujo a la
clandestinidad y alejó a estos personajes del escenario público.
De allí en adelante, sólo moverían sus fichas desde las
sombras.
Pero el poder no repara en límites. Aunque perseguidos por una parte del
Estado, los narcotraficantes eran llamados o hacían
acuerdos con otra –latifundistas, grandes inversionistas y
sectores del ejército y policía– para proseguir en la
persecución y el asesinato, hasta el genocidio de los
militantes de la Unión Patriótica, de otras organizaciones
políticas menos mencionadas y de la Coordinadora Nacional
de Movimientos Cívicos.
Funcionales, utilizados por unos y otros, y pese a que se vanagloriaban de
su capacidad de venganza y consideración popular, el cartel
de Medellín fue infiltrado por agencias de inteligencia y
control contra las drogas de Estados Unidos, y utilizado,
con hipocresía ante el mundo, para operaciones de
comercialización de estupefacientes con destino a las
calles de varias ciudades de Estados Unidos, enviciando a
sus propios conciudadanos para recoger dinero con el cual
financiar operaciones secretas en Irán y contra Nicaragua.
Pero no todo fue con desconocimiento por parte de las autoridades legales de
ese tipo de actuación y “operación encubierta”: con
los días, y en medio de una disputa de mercados, con esas
mismas agencias de inteligencia y control, el cartel de Cali
selló acuerdos, y aportó información y logística para
eliminar al de Medellín. Con apoyo del Ejecutivo, la
dirección del DAS, la Fiscalía, en directo con la DEA, Los
Pepes, activados por los hermanos Fidel y Carlos Castaño,
constituyen el antecedente más visible o notorio de los
paramilitares en los cascos urbanos, su avanzada y
materialización.
Una dinámica de laberinto que manipula a esos diversos actores –ya que el
narcotráfico es inherente al modo de producción
capitalista, transnacional en su movimiento de capital, y en
la necesidad moderna de competencia y productividad al máximo,
que da lugar –casi como ley objetiva– a la demanda y el
aumento del consumo de estupefacientes en el llamado primer
mundo. De este modo, se utiliza a unos y otros carteles
contra un actor o uno de ellos que geográfica u
ocasionalmente resulte incómodo, para luego ser objeto del
propio poder tradicional con la directiva internacional de
lucha militar contra el narcotráfico.
La trayectoria y la experiencia en este tipo de manipulaciones es larga.
Podría remontarse a casos como la Guerra del Opio en China,
propiciada por el Imperio Británico (1839–1842 y
1856–1860), o las operaciones de financiación de guerras
–caso de los talibanes, apoyados y protegidos por los
Estados Unidos contra la URSS–, o la invasión de Panamá
por parte de los Estados Unidos mismos y la captura y
sometimiento de su Presidente, agente y aliado, Manuel
Antonio Noriega.
Una vez más, se hacía evidente que para los intereses de Estado no hay
lealtades, máxima de la ciencia política cumplida a
cabalidad en nuestra historia y nuestros gobiernos
recientes.
Si bien el cartel de Medellín perdió en su decisión de guerra abierta
contra todos sus enemigos, y su interrelación y su alianza
con un sector del partido liberal e incluso del partido
conservador –un segmento del ospinismo– no le sirvieron
para coronar el control del ejecutivo nacional, “tener
Presidente y ministros” su par de Cali sí lo consiguió.
Desde tiempo atrás, conquistaban y/o buscaban el control de las distintas
instancias estatales, a través del apoyo a granel que le
brindaban a todo tipo de candidatos, con actuación también
en los ascensos y nombramientos en las Fuerzas Armadas y el
poder judicial. Su estrategia y su acumulación dieron
frutos. El proceso conocido como “el 8000” resume ese
logro, pero “coronar en el Palacio de Nariño” en 1994,
de manera contradictoria, significó la antesala de su
derrota.
Paramilitarismo
En estudios de diversos investigadores, entre ellos Michel Foucault, se
demuestra que el poder siempre se vale de la delincuencia
para satisfacer sus propios intereses (4). En nuestra
historia reciente, así procedieron con los “bandidos y
bandoleros” surgidos de la violencia oficial de los años
50 (5), y así actúan con los más importantes delincuentes
de los recientes años 80–90, al igual que con quienes les
han sobrevivido en estos primeros años del nuevo siglo.
“Así es el poder”, pudiera expresar cualquier político con ascendencia
tradicional. Y es éste quizás el único razonamiento a
través del cual se puede develar por qué, mientras una
parte del establecimiento los perseguía, sin ir a fondo ni
a la causa, otra los encubría. Al tiempo que, mientras
sonaban bombas y se mataban unos a otros, con participación
de miembros de las fuerzas de seguridad y organismos de
inteligencia en las ciudades, en el campo el compás eran
uno solo: se prestaban protección, unían fuerzas, y
ganaban tierra y territorios para mutuo beneficio.
Esta batalla no era únicamente con las armas. En los estrados judiciales y
del Congreso Nacional asimismo se batían. Es así como se
legaliza (1981), ilegaliza (1991), legaliza (1997), la
extradición. De igual modo, el senador Mario Uribe presenta
el proyecto para legitimar el porte de armas largas para
ciudadanos y hacendados. Es así, también, como en el campo
–con prolongación y expresiones urbanas– se unen
fuerzas –entre supuestos enemigos– contra la insurgencia
y los campesinos de aquellos territorios, las mismas que
ahora se reconocen como de importancia comercial y geoestratégica.
De esa alianza espuria nacen en una primera etapa las llamadas
“cooperativas de seguridad convivir”, y luego la
estructura en sus diversas fases que se conoce –y se
mantiene hasta hoy– como paramilitarismo. Son alianza y
acuerdo aceitados por los propios Estados Unidos y los
“instructores” israelíes. Es decir, una alianza
supranacional, con propósitos previamente definidos: guerra
a muerte a la insurgencia, control social, dominio de los
recursos naturales estratégicos y determinación del rumbo
del país. La aprobación del “plan Colombia”, pocos años
después, coronaría esta estrategia para la cual los narcóticos
son una simple excusa.
La ofensiva desatada por esa alianza, con el favor de los poderes locales,
coparía –como es de público conocimiento– el
establecimiento: alcaldes, gobernadores, senadores,
representantes a la Cámara, concejales, fiscales, generales
y otros oficiales, directores y funcionarios de primer orden
de los organismos de inteligencia, además de empresas
multinacionales y locales, en fin, la crema y nata del
poder, aparecen como el soporte de esa estrategia en la cual
la delincuencia es un bastión de la misma, para, en tal
camino, el Estado mismo hacerse delincuente, o mafioso, como
lo calificara el científico social Orlando Fals Borda.
No hay duda. En repetidas declaraciones, los mandos de esas fuerzas
paramilitares confirman que fueron obra del Estado. Sí. Del
Estado: quien los armó y los protegió. Luego trató –a
lo cual no renuncia– de limpiarlos de todos sus crímenes,
pero, como el mejor de los criminales, sin llegar a poner su
cabeza por el amigo caído en desgracia. Así paga el crimen
a quien bien le sirve, pudiera decirse como en cualquier
radionovela.
Alianza con altibajos. Que hoy, en el componente paramilitar, con un
“castañismo” que sobrevive en “Las Águilas Negras”
–con historial en la fallida negociación Drug Enforcement
Agency–Castaño en busca de la entrega de 600
narcotraficantes, con la promesa de redimirles el 40 y hasta
el 60 por ciento de sus fortunas “mal habidas”, y que
asumirían el financiamiento “sin comercio de cocaína”
de las auc–, y en apartes del discurso del presidente Álvaro
Uribe, en la pasada reunión de Unasur, cuando con propósito
de desmarque –¿y tributo a Castaño?– “acusa” a los
paramilitares de “caer también en enredo con el narcotráfico”.
Con respecto a su desmovilización, los límites del maridaje llegaron al
punto consignado en el libro Paracos (6), de que el Estado,
por medio del Comisionado de Paz ofreció que “el
armamento que entregáramos no sería revisado […] que nos
cuidáramos de tener líos con los organismos
internacionales de Derechos Humanos […] que entre menos
rastros de delitos dejáramos, mucho mejor, o sea que
nosotros comprendimos lo que nos quiso decir, y acordamos
que quien tuviera en su zona cosas con muertos viera la
forma como desaparecerlas (Diario de Don Mario)”.
Capítulo sin resolver, narcotráfico y política. Esa alianza dará aún
mucho por decir, toda vez que de la misma se vale el poder más
grande de la región y del mundo para intervenir en el
Continente, a través de un dispositivo de territorios y
bases ancladas en Colombia bajo el supuesto propósito de
luchar contra el narco.
El equilibrio de fuerzas está roto en la región.
(*) Director Le Monde diplomatique, edición Colombia
1 Castillo, Fabio. Los jinetes de la cocaína.
http://www.derechos.org/nizcor/colombia/libros/jinetes
2 Transformación y efectos de la cooperación antidrogas entre Colombia y
Estados Unidos (1970–2005), Alexandra Guáqueta. En:
Camacho Guizado, Álvaro (ed.), Narcotráfico: Europa,
Estados Unidos, América Latina. Universidad de los Andes,
2006.
3 Op. cit., Los jinetes…
4 Vigilar y castigar. Ediciones La Piqueta, Madrid, 1986.
5 Sánchez, Gonzalo, Meerlens, Donny. Bandoleros, gamonales y campesinos. El
caso de la violencia en Colombia. El Ancora Editores, Bogotá,
2002.
6 Alfredo Serrano Prada, Editorial Debate, s.f., p. 92.