Si
el presidente Uribe y sus uribitos hubieran salido a
defender la dignidad de los 20 millones de pobres que
sobreviven en Colombia y de los cerca de tres millones y
medio de desplazados que malviven por el país con el ahínco
y la devoción con que han defendido a los finqueros ricos
que han recibido subsidios por cerca de 174.000 millones de
pesos, hasta yo me volvería uribista.
A
esa conclusión llegué esta semana después de escuchar la
batería de argumentos que desplegaron en todos los medios
los clones de Uribe, el ex ministro y precandidato
conservador Andrés Felipe Arias y el actual Ministro de
Agricultura, sin duda dos dignos ejemplares –en este caso,
probablemente el calificativo correcto sería el de
sementales– de esa generación de jóvenes uribistas que
han aprendido de su maestro a usufructuar el poder en
beneficio propio sin ruborizarse y sin el menor asomo de
vergüenza.
Desde
cuando la revista Cambio reveló que el programa Agro
Ingreso Seguro, destinado a ayudar a los proyectos agrícolas
de los campesinos, había terminado beneficiando a unas
adineradas e influyentes familias, el ex ministro Arias se
ha pavoneado por todos los medios con esa arrogancia que lo
caracteriza, defendiendo a capa y espada el programa, sin
entender muy bien a qué se debe tanto escándalo.
Según
el precandidato conservador, todos los beneficiados pasaron
por un proceso de selección "totalmente
transparente", en el que se cumplieron los requisitos técnicos
estipulados por el programa. Mientras el presidente Uribe
salía a darle un espaldarazo, Uribito aseguraba en las
emisoras que el 85 por ciento de los subsidios que otorgaba
el programa llegaba a los campesinos pobres. "No hay
nada ilegal" fue una de sus frases más sonoras, junto
con la que le dijo a María Elvira Samper en el sentido de
que los subsidios no reembolsables generaban "empleo,
puestos de trabajo y ocupación pacífica del
territorio".
Luego,
su Ministro de agricultura –puesto por el mismo Uribito
para que funja como capataz de su feudo– defendió el
derecho de los ricos a obtener subsidios con el audaz
argumento de que en esta era de la seguridad democrática,
todos los ciudadanos tenían los mismos derechos ante la
ley. Y que a los ricos no se les podía excluir de esta máxima
democrática. "Son familias honorables, que no le deben
nada a la justicia", le dijo a Darío Arizmendi en
Caracol.
De
lo dicho por Uribe y sus uribitos casi nada es verdad.
Comenzando por la afirmación de que el programa Agro
Ingreso Seguro destina el 85 por ciento de esos subsidios a
campesinos pobres. En realidad, y según lo que han podido
establecer investigadores de la Universidad de los Andes,
ese 85 por ciento se queda con una parte mínima de esos
dineros y en cambio el 15 por ciento restante –es decir,
las familias terratenientes con influencia política y
uribistas– termina absorbiendo la mayoría de esos
recursos. La gran pregunta que hay que hacerle al gobierno
no es sólo cuántos han sido los terratenientes
beneficiados, sino cuántos son los campesinos que han
dejado por fuera.
Tampoco
es cierto que esta política de subsidios a los ricos genere
empleo y bienestar en el campo. Un estudio hecho por la
Universidad de los Andes asegura que este tipo de ayudas a
los ricos sirve para enriquecer el patrimonio de los
beneficiados, pero no para generar empleo. Eso sin tener en
cuenta que la mayoría de estos subsidios ha ido a parar a
cultivos permanentes, como la palma africana y el caucho,
que no son los más proclives a la generación de empleo, al
igual que sucede con la ganadería.
Un
modelo que concentra la riqueza en unos pocos, que impulsa a
la desigualdad y que no genera empleo no puede generar paz
en el campo.
De
todas estas mentiras sólo una es verdad: la de que todo
este proceso tan desigual, en el que el campesino tiene las
de perder, se hizo ajustado a la norma. Una norma que fue
concebida para beneficiar a los ricos y que fue diseñada
por el presidente Uribe y sus uribitos.
El
hecho de que estas dádivas estén amparadas por la ley no
significa que no estemos ante un manejo corrupto del poder,
tremendamente antidemocrático. Un programa que permite que
grupos privados usufructúen los dineros del Estado para
beneficio propio no puede ser la base de nada bueno en un país
donde hay ocho millones de colombianos en la pobreza extrema
y donde hay miles de víctimas que no han sido reparadas.
Por
último está el tema de que este es un gobierno que tiene
al frente a un Presidente–candidato con un presupuesto
nacional para repartir entre ricos y pobres –familias en
acción cumple esa función–, con miras a su re–reelección.
Un Presidente–candidato que tiene una chequera a su
disposición y que maneja todos los hilos del poder desde El
Ubérrimo, mientras la oposición desde el asfalto trata de
hacer política sin reglas y en medio de persecuciones, de
campañas de desprestigio, de señalamientos y de 'chuzadas'
a sus teléfonos. En esas condiciones, ni Supermán le gana
a Uribe.