El 7 de agosto Estados Unidos
perderá a su más fiel aliado en Sudamérica. Durante ocho años Álvaro
Uribe aplicó a rajatabla las políticas imperiales, con un estilo más
radical aún que el de George W. Bush. No sólo convirtió su país en una
suerte de portaviones estadounidense, sino que se empeñó en escalar los
conflictos en la línea de militarización que defienden el Pentágono y el
Comando Sur como modo de asegurar el control de un patio trasero que se les
escapa de las manos.
Pero los tiempos cambian.
Cuando Uribe llegó al Palacio de Nariño, en 2002, la guerra contra el
terrorismo estaba en su apogeo y las grietas del mundo unipolar recién
empezaban a hacerse visibles. En 2010, el Pentágono está empantanado en Irak
y puede sufrir un descalabro en Afganistán. La ex superpotencia no se recuperó
de la crisis de 2008 y debe contemplar cómo se articulan potencias emergentes
con países desarrollados con capacidad para impedirle desplegar sus
iniciativas más importantes.
En Sudamérica, Estados
Unidos perdió la iniciativa económica y la geopolítica a manos de China y
Brasil, respectivamente. No se trata de que ya no juegue ningún papel en la
región, porque sigue siendo la potencia dominante, sino del nuevo papel que
tienen ahora sus competidores. De la mano de la sólida alianza entre
Argentina y Brasil, se está construyendo una nueva realidad regional, que se
caracteriza por una mayor cohesión entre los 12 países sudamericanos que se
han dotado de instrumentos económicos, políticos y militares para caminar
hacia una completa integración.
Juan Manuel Santos, el
sucesor de Uribe, ex ministro de Defensa y miembro de una de las más
destacadas familias de la oligarquía colombiana, ha sabido leer los nuevos
vientos que soplan en la región y en el mundo. No es menos derechista que
Uribe. Fue quien dio la orden de bombardear el campamento de Raúl Reyes en
Ecuador y el responsable directo de los “falsos positivos”, esos
centenares de jóvenes asesinados y presentados como bajas de la guerrilla por
parte del ejército. Fue y seguirá siendo un fiel aliado de Washington y
combatirá a la guerrilla hasta exterminarla.
Sin embargo, Santos no puede
seguir la misma política de Uribe. La centralidad que tuvo la guerra durante
los dos gobiernos anteriores se trasladará, a partir del 7 de agosto, a la
economía. Las razones son simples. La guerrilla no es ya una amenaza para la
estabilidad del Estado ni para la gobernabilidad. Ha sido diezmada y está en
una fase de agudo repliegue como nunca lo estuvo en casi cinco décadas. Para
asegurar el poder de las clases dominantes, ahora debe apelar al crecimiento
económico para edificar las bases de largo plazo de la deseada estabilidad.
Dicho de otro modo: ahora que
se fortaleció el Estado –tanto la fuerza militar como las políticas
sociales– hay que resolver los problemas pendientes para que los grupos
armados no vuelvan a ser una amenaza ni los conflictos sociales amenacen
desbordarse. En ese sentido, hay dos grandes frentes: el interno pasa por
depurar algunos cargos en la fuerza armada y en la administración, y por
mejorar las relaciones entre el Ejecutivo y los poderes Judicial y
Legislativo.
El otro frente decisivo es el
externo. Para relanzar la economía se trata de mejorar las relaciones con los
vecinos y potenciar la integración regional para hacer del comercio la
locomotora de la producción, toda vez que Santos se referencia en los Tigres
Asiáticos como su modelo de desarrollo. En suma, no puede seguir siendo el
gallo en una región que ya no se pliega a los dictados del norte.
Por eso Santos se propone
recomponer las relaciones con Venezuela. No porque haya cambiado ni pretenda
un acercamiento al proceso bolivariano, al que seguirá combatiendo. Las
exportaciones colombianas a Venezuela cayeron de 7 mil millones de dólares en
2008 a menos de mil 500 millones para este año por los sucesivos conflictos
diplomáticos. Mientras el nivel de pobreza es de 43 por ciento y la
indigencia alcanza 16 por ciento, Colombia ostenta las mayores tasas de
desempleo y de informalidad de la región. La frontera binacional vive en la
angustia económica por la parálisis de los intercambios, al punto que esta
semana el gobierno de Uribe decretó la “emergencia social” en los 37
municipios fronterizos, suspendiendo el cobro del IVA.
Tampoco puede Santos relanzar
la economía colombiana sin mejorar las relaciones comerciales con Brasil, el
país más dinámico de la región, capaz de absorber porcentajes crecientes
de la producción de sus vecinos. El ministro de la Secretaría de Asuntos
Estratégicos de la Presidencia de Brasil, Samuel Pinheiro Guimaraes, uno de
los más destacados intelectuales del país, acaba de lanzar una propuesta
para que su país promueva un nuevo Plan Marshall para “estimular y
financiar la transformación económica de los países menores; abrir, sin
exigir reciprocidad, sus mercados, y financiar la construcción de la
infraestructura de esos países y su interconexión continental” (Carta
Mayor, 27 de julio).
Por último, Santos apuesta a
mejorar la imagen de Colombia en el delicado terreno de los derechos humanos
para desbloquear el TLC. Para eso hará jugar un papel destacado a su
vicepresidente, Angelino Garzón, ex sindicalista y ex miembro de la Unión
Patriótica que en plena crisis elogió a Chávez por haberle pedido a las
FARC que cambien su estrategia armada.
Como buen oligarca, Santos
piensa en grande, en los intereses de su clase. Uribe piensa en su futuro
personal. No son pocos los que creen que terminará sus días en una cárcel
de alta seguridad en Estados Unidos por sus viejos vínculos con el cártel de
Medellín. Fue la revista Newsweek la que en agosto de 2004 le recordó la
existencia de informes de inteligencia que lo ligan con Pablo Escobar. Sería
una ironía que el presidente más sumiso a Washington que recuerda este
continente desde los días de Somoza siga el camino de los principales capos
del narcotráfico. Y que se convierta en su verdugo el que fue su fiel
escudero durante ocho años.
(*)
Raúl Zibechi es analista internacional del semanario “Brecha” de
Montevideo, docente e investigador sobre movimientos sociales en la
Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor a varios grupos
sociales.