Juan Manuel Santos no precisó abrir el
paraguas. Pegaba el sol sobre la plaza Simón Bolívar justo
en el momento en que realizó los dos principales anuncios
de su discurso inaugural. Uno, el llamado a la concordia.
“Llegó la hora de enterrar los odios”, dijo. El otro,
su disposición a un diálogo “franco y directo” con su
colega venezolano Hugo Chávez. Con este tablero, Cristina
Fernández volvía anoche a Buenos Aires desde Bogotá. Y Néstor
Kirchner se quedaba en Colombia para completar los buenos
oficios que inició el jueves en Caracas. Aprovechó para
seguir en contacto con el canciller venezolano Nicolás
Maduro, que asistió al cambio de mando. Lo verá mañana.
Chávez ya dijo que estaría dispuesto a “dar vuelta la página”
y a viajar en “los próximos tres o cuatro días a
Colombia”.
Cinco mil paraguas blancos con un toque
de colores colombianos (amarillo, azul y rojo) y una
inscripción que decía “Posesión del Presidente Juan
Manuel Santos”, fueron distribuidos en la plaza. Los
invitados de Colombia y del mundo los cerraron y los
abrieron unas 15 veces. Los chaparrones oscurecían,
mojaban, pasaban y dejaban el sol fuerte de los 2650 metros
de altura una y otra vez, en un ciclo que permitió escuchar
una sinfónica de paraguas automáticos.
“Acompañamos al pueblo de Colombia
en esta etapa que se inicia”, dijo Cristina Kirchner antes
de regresar. “Aportaremos lo posible para que todo mejore
en América del Sur”, dijo en alusión a la crisis entre
Colombia y Venezuela.
El canciller Héctor Timerman rescató
lo que definió como “la gran vocación del presidente de
Colombia por mantener la paz y el diálogo en la región”.
Sin gente y con salvas
Santos habló con el Congreso detrás y
sobre una bandera colombiana de lamparitas led que semejaban
las ondas con el viento. A su derecha y adelante quedó la
hermosa catedral barroca. Frente al presidente electo, por
detrás de los invitados, el Palacio de Justicia, un bunker
digno de la arquitectura fascista si no fuera que, en este
caso, sus líneas rectas sin gracia tienen una explicación.
Cuando el movimiento guerrillero M–19 aún estaba en plena
acción armada, voló la construcción anterior.
Sin anotar la represión contra las
fuerzas reformistas de Jorge Eliezer Gaitán, el Bogotazo
que tan bien relató Gabriel García Márquez en Vivir para
contarla, que abarcó el lugar y barrios enteros, el centro
histórico de Bogotá ayer estaba acordonado porque en 2002,
cuando Alvaro Uribe asumió su primer mandato, las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia realizaron un ataque
letal con proyectiles fabricados a partir de garrafas.
Santos ni siquiera pidió la presencia
popular. Desde la noche del viernes, inclusive, las radios
transmitían un consejo: “Será difícil andar por Bogotá,
de manera que si no tiene nada que hacer por el centro, mire
la ceremonia por televisión”.
¿Conocían esta historia los cinco mil
invitados que pasaron los diferentes anillos de seguridad?
En todo caso, un murmullo surcó la plaza Bolívar cuando la
locutora anunció, con buena dicción y lentitud para que se
entendiera bien: “Los ruidos que van a escuchar durante
esta ceremonia serán la salva de 21 cañonazos a cargo del
Ejército colombiano y los cazas que sobrevolarán más
tarde”. Algo así como “chicos, quédense en el
lugar”. Por si las moscas, en los balcones neoclásicos
del Congreso, que como en los Estados Unidos llaman
Capitolio, había grupos de francotiradores y vigías de
fajina con prismáticos. Pero al revés de Washington cuando
asumió Barack Obama y convocó a millones, ayer la consigna
era el acceso restringido.
El guiño a Venezuela
Santos no leyó su discurso, que por
momentos fue frío. Tomó calor con las referencias a las
diferentes crisis que afronta Colombia.
La crisis con Venezuela estuvo muy
presente. Al comentarla, Santos dijo textualmente lo
siguiente:
– “Así como no tengo enemigos a
nivel nacional, tampoco quiero tenerlos a nivel
internacional.”
– “Uno de mis propósitos
fundamentales será reconstruir las relaciones con Venezuela
y Ecuador, restablecer la confianza y privilegiar la
diplomacia y la prudencia.”
– “La palabra ‘guerra’ no está
en mi diccionario. Quien dice que quiere la guerra es que
nunca envió soldados a una guerra de verdad. Yo lo hice, y
sé lo que es enfrentar muertes y consolar a los
familiares.”
– “Agradezco sus buenos oficios a
las muchísimas personas de buena voluntad que se han
acercado, pero prefiero el diálogo franco y directo, y ojalá
sea lo más pronto posible.”
– “Las buenas relaciones nos
benefician a todos. Cuando los gobiernos son los que
disputan, los pueblos sufren.”
Venezuela y Colombia rompieron
relaciones el 22 de julio último, luego de que Uribe
acusara a Chávez de ayudar a las FARC, cosa que el
venezolano negó a rajatabla. La guerra a la que se refiere
Santos data de cuando fue ministro de Defensa de Uribe (a
quien no sirvió de ministro de Comercio, como erróneamente
se publicó ayer. Sí había sido ministro de Comercio
Exterior de César Gaviria. Ayer aprovechó para citar ese
antecedente cuando rescató la colaboración con Ecuador y
Venezuela).
Los buenos oficios a los que aludió el
nuevo presidente son los que encarnaron en los últimos días
el ex presidente Néstor Kirchner y el presidente brasileño
Luiz Inácio Lula da Silva. Kirchner y Lula negociaron con
Chávez jueves y viernes en la cumbre de países de América
del Sur y de Africa, que como se sabe es uno de los temas a
los que prometió dedicarse Lula cuando deje la presidencia,
el 1º de enero próximo.
Kirchner asistió a Caracas como
secretario ejecutivo de la Unión Suramericana de Naciones.
A pesar de las presunciones sobre el supuesto chavismo del
gobierno argentino, las posiciones de la Argentina y de
Brasil hacia Chávez son iguales desde 2003. Se basan en el
reconocimiento al carácter democrático del régimen de Chávez,
al objetivo de sumar a Venezuela dentro de la matriz
integradora sobre todo en energía, y también a la meta de
contener al amigo que a veces incomoda por el tipo de sus
relaciones con terceros, sean éstos los Estados Unidos o Irán.
Sobre Colombia ambos gobiernos también
comparten la misma postura, que Kirchner le definió a Martín
Balza cuando lo designó embajador en Bogotá: la no
injerencia en asuntos internos. Es un principio general,
naturalmente, pero cuando se aplica a un país que combina
gobierno derechista y electo más guerrillas en actividad
puede interpretarse como la seguridad de que no habrá
espacio para simpatías pasivas o antipatías activas.
Kirchner ya se reunió con Santos en
Buenos Aires. Aunque el ex presidente mantiene silencio
sobre las negociaciones, el hecho de que haya decidido
quedarse en Colombia aun luego de la vuelta a casa de la
Presidenta, y con lugar garantizado en el Tango 01, es un
dato diplomático. Si se queda en Bogotá es porque las
tratativas siguen. Y después del párrafo de Santos sobre
Venezuela y su disposición a dialogar de manera directa, el
secretario de Unasur podría jugar un papel: facilitar la
remoción de obstáculos que impidan esa conversación entre
Chávez y Santos.
En su mensaje, el nuevo presidente dijo
que “Alvaro Uribe es un colombiano genial e
irrepetible”, frase que admite al menos tres lecturas. No
necesariamente son contradictorias entre sí. La primera:
que Santos lo piense de verdad. La segunda: que Santos no
quiera despegarse del halo popular de Uribe, quien deja la
presidencia con más de un 70 por ciento de aprobación
popular. La tercera: si alguien puede resultar tan único e
irrepetible, es que ya fue. Se hizo pasado. O, al menos, eso
puede ser lo que Santos desee como destino de Uribe, un
hiperquinético de 58 cumplidos el miércoles a quien parece
difícil imaginar retirado para siempre tomando sol en
Cartagena de Indias.
Saber cómo y cuánto se distanciará
Santos de Uribe, cuánto querrá y podrá, es un buen tema
para Nostradamus. Pero lo cierto es que un líder tan fuerte
como Uribe dejó de ser presidente de Colombia –y lo dejó
además cuando no consiguió apoyo para reformar la
Constitución–, con lo cual la simbología de la región
cambia. No siempre esos cambios representan algo
significativo a largo plazo, porque a menudo los políticos
duros y populares tienen mayor margen para negociar, pero
pueden abrir un tablero diplomático inmediato.
Oigase bien
“La defensa de los derechos humanos
será (óigase bien) un compromiso irrenunciable de mi
gobierno”, dijo Santos en otro de los tramos principales
de su mensaje. También citó a Eduardo Santos, su abuelo,
que asumió como presidente otro 7 de agosto pero de 1938.
Propietario del diario El Tiempo, que aún existe, Santos
abuelo tomó una iniciativa que su nieto se privó de
recordar. Consta en los archivos y, tal vez, en las
tradiciones orales de una familia del establishment: en 1941
firmó un pacto de no agresión con Venezuela.
Dijo Santos que “llegó la hora de
enterrar los odios” y vaticinó que “le llegó la hora a
Colombia”.
Fueron algunas de las frases en las que
usó un tono de voz más fuerte. Sin embargo, el aplausómetro
de la plaza, donde debe tenerse en cuenta como atenuante que
abundaban los funcionarios y legisladores afines a Uribe, no
ubicó ninguno de esos momentos entre los estelares. Los
instantes de aplauso más fuerte, los que hicieron poner de
pie a los invitados, los que despertaron algún “¡Bravo!”
desde el público, fueron los dedicados al colombiano
irrepetible o al combate contra la guerrilla de las FARC y
el minoritario Ejército de Liberación Nacional.
“Estoy abierto a cualquier diálogo,
pero siempre que antes (los guerrilleros) renuncien a las
armas, al secuestro, al narcotráfico, a la extorsión”,
dijo. Aplausos. “Que liberen a los secuestrados y que
interrumpan la leva de niños para pelear”, casi gritó.
Aplausos. “Y ustedes, los que me escuchan, saben que somos
eficaces”, dijo aún más fuerte. Aplausos eufóricos.
También prometió que “a los pobres
no los vamos a defraudar”, consigna con sabor al “No los
voy a defraudar” del Carlos Saúl Menem modelo ’89. Pero
tampoco hubo aplausos fervorosos.
En una punta de la hilera de paraguas
que subían y bajaban para no chocarse entre sí, en la
misma línea del grandote de la delegación norteamericana
que llegó a tener su hombro derecho empapado porque el
petiso de al lado descargaba el agua de su paraguas como un
pluvial, un señor hablaba desde atrás a una señora
cabizbaja y encerrada, a su vez, en su propio artefacto
contra la lluvia. Sería un traductor, probablemente, porque
no paró de hablar durante todo el acto. Pero la señora o
hacía zen o dormitaba. Su inmovilidad llegó a ser muy
prolongada. Y bien: los aplausos sobre la guerra fueron tan
fuertes que hasta ella despertó.