“El
suelo de Colombia fue teñido de sangre para complacer las arcas ambiciosas
del oro americano. Desgraciada patria aquella cuyos destinos están regidos
por gente de tal índole (…) y dolorosamente sabemos que en este país el
gobierno tiene para los colombianos la metralla homicida y una temblorosa
rodilla en tierra ante el oro americano.” (Jorge
Eliécer Gaitán, 1929)
La aprobación del Tratado de
Libre Comercio entre Colombia y los Estados Unidos el 12 de octubre de 2011
podría aparecer como un hecho puramente coyuntural y episódico. Sin embargo,
un rápido recorrido por la historia colombiana desde mediados del siglo XIX
indica todo lo contrario: es evidente una tendencia a la postración de las
clases dominantes de Colombia ante los Estados Unidos, como se rubrica con
muchos hechos, de los cuales vamos a recordar los más destacados. Si se
analiza el asunto en el mediano y largo plazo, algo indispensable para
entender los procesos históricos, se podrá confirmar cómo las clases
dominantes de Colombia han hecho gala de una abyección estructural con relación
a los Estados Unidos y se han convertido en numerosas ocasiones en una quinta
columna incondicional, usada por esa potencia para agredir a otros países de
nuestra América. Eso se puede mostrar en forma retrospectiva, para
identificar los hechos más importantes de esa ignominiosa historia de
entreguismo y de comportamiento antinacional, que va en contravía de los
pueblos de nuestra América.
1. En el
corto plazo: Plan Colombia
El acuerdo militar firmado en
octubre de 2009 entre el gobierno colombiano y los Estados Unidos fue la
continuación del mal llamado Plan Colombia, que se inició hace un poco más
de una década. Este fue escrito originalmente en inglés en los Estados
Unidos y luego se dio a conocer en Colombia. Fue presentado como un acuerdo
encaminado a luchar contra el narcotráfico, puesto que desde hace varias décadas
Colombia es el primer productor mundial de cocaína y produce en menor escala
marihuana y amapola, a partir de la cual se fabrica la heroína. Este plan fue
concebido desde un principio con un doble propósito estratégico: como un
proyecto contrainsurgente encaminado a fortalecer el aparato bélico del
Estado colombiano, el cual había recibido duros golpes militares de la
guerrilla; y controlar la región amazónica, una zona geopolítica esencial
para los Estados Unidos. Tanto el gobierno colombiano como el de Estados
Unidos reafirmaron de manera reiterada que el Plan Colombia era un proyecto
para luchar de manera exclusiva contra la producción de narcóticos, pero era
evidente, como se ha demostrado después, que su finalidad era
contrainsurgente y para eso se necesitaba financiar y rearmar al Ejército. En
ese contexto, mientras el gobierno de Andrés Pastrana desarrollaba unos diálogos
de paz con las FARC, Estados Unidos financiaba y reorganizaba a las Fuerzas
Armadas, mediante el Plan Colombia.
El gobierno de los Estados
Unidos se presentaba con ese plan como un adalid de la lucha contra los narcóticos
en las zonas de producción, pero sin enfrentar el problema del consumo doméstico,
privilegiando la militarización de Colombia como forma de combatir la
generación de cocaína, formula compartida por la oligarquía de este país.
Para ello nada mejor que poner en práctica una política de tierra arrasada
en las regiones productoras de hoja de coca, mediante la realización de
costosas e infructuosas fumigaciones aéreas, que han devastado miles de hectáreas
de pequeños campesinos en diversas regiones del país, en especial en las
zonas selváticas del sur, lo que también ha afectado a países fronterizos,
como Ecuador. Pese a eso, la lucha contra las “drogas ilícitas” sólo era
un pretexto para afianzar la presencia directa de Estados Unidos en la región
andino–amazónica, como ha quedado suficientemente claro.
Hoy puede apreciarse con
claridad que entre uno de los objetivos del plan Colombia estaba el de
fortalecer la capacidad bélica del Estado colombiano, no sólo para enfrentar
al movimiento insurgente sino también para contar con uno de los ejércitos
mejor armados del continente, como lo es en la actualidad. Eso se puede
mostrar con unos pocos datos, de por sí muy reveladores: entre 1998 y 2008,
unos 72.000 militares y policías de Colombia fueron adiestrados por personal
de los Estados Unidos, lo que hace que Colombia sea el segundo país del
mundo, después de Corea del Sur, en recibir este tipo de entrenamiento; a
fines de la primera década del siglo XXI se encontraban operando en
territorio colombiano 1.400 militares y contratistas (un eufemismo de
mercenarios) de los Estados Unidos, cuando a comienzos del Plan Colombia se
había dicho que solamente iban a operar unos 400; la Embajada de los Estados
Unidos ha crecido de tal manera en cantidad de personal administrativo,
militar y de espionaje que es la quinta más grande del mundo; el Plan
Colombia ha costado hasta el 2008 66.126 millones de dólares, incluyendo el
aporte de Estados Unidos y el dinero dado por el gobierno de Colombia.
Esa fue la primera fase, el Plan
Colombia propiamente dicho. La segunda fase consistió en llevar la guerra
interna de Colombia más allá de nuestras fronteras para involucrar a los países
vecinos, como en efecto ha sucedido. Y la tercera fase es la de la guerra
preventiva, la típica doctrina nazi–estadounidense posterior al 11 de
septiembre, que se ha puesto en práctica en los últimos años, y cuyo hecho
más resonante fue el ataque aleve y criminal en el Ecuador en marzo de 2008
por parte de Fuerzas Armadas de Colombia.
Algunas cifras ayudan a sopesar
la magnitud de la transformación militar que ha significado el Plan Colombia:
el gasto militar de Colombia representa el 6,5 del PIB, una de las cifras más
altas del mundo, mientras el de los países de Sudamérica oscila entre el
1,5% y el 2%; las Fuerzas Armadas de Colombia son las que más han crecido en
el continente, y quizá en el mundo, en la última década, pues hoy ya tienen
cerca de medio millón de efectivos, contando todos los contingentes de aire,
mar y tierra, así como la policía, que en Colombia es un cuerpo armado y
depende directamente del Ministerio de Defensa; en el 2008, el ejército de
tierra tenía 210.000 miembros, mientras que el de Brasil contaba con 190.000,
el de Francia con 137.000, el de Israel con 125.000; la relación de efectivos
del ejército colombiano está en proporción de seis a uno con Venezuela y de
once a uno con Ecuador.
Como contraprestación a esta
“ayuda militar” de los Estados Unidos, estimada en 5.525 millones de dólares
entre 2001 y 2008, –que convierte a Colombia el tercer país del mundo en
recibir asistencia militar de los Estados Unidos, después de Israel y
Egipto– el Estado colombiano ha respaldado cuanta aventura bélica o agresión
realiza el imperialismo estadounidense: fue el único de América del Sur que
apoyó abiertamente la criminal guerra y ocupación de Irak, llegando hasta el
extremo de felicitar a George Bush por su “éxito” y solicitar, que tras
el proclamado fin de la guerra en mayo de 2003, fueran enviados los
bombarderos yanquis a Colombia a combatir a las organizaciones guerrilleras;
de este país han salido contingentes militares para participar como miembros
de las tropas de ocupación en Afganistán, o como mercenarios privados en
Irak; el régimen de Uribe apoyó el golpe de Estado en Honduras (junio del
2009) y fue el primer presidente en visitar al ilegítimo Porfirio Lobo, quien
sustituyo al gobierno de facto. Incluso, el Vicepresidente de Colombia llegó
a decir el 12 de enero de 2010 en Tegucigalpa, ante empresarios hondureños,
que con el derrocamiento del presidente Manuel Zelaya Honduras "dio un
ejemplo de dignidad a América Latina y el mundo". Y expresó sin
reticencias: "Mi admiración es personal e institucional para el pueblo
hondureño que estoicamente aguantó las presiones internacionales, la
injerencia externa y todo tipo de asaltos a su soberanía para no permitir que
un modelo anacrónico se implantara en este país", y remató diciendo
que "la lección de dignidad que Honduras dio a América Latina y al
mundo merece ser aplaudida y respaldada... y, en ese sentido, Colombia está a
las órdenes de los hondureños".
¡Tanto cinismo no merece muchos
comentarios! Más recientemente, el régimen de Juan Manuel Santos ha sido el
único de Sudamérica en negarse a apoyar el reconocimiento del Estado
Palestino y respaldar en la práctica al sionismo genocida, con el pueril
argumento de que sólo apoyará la creación de dicho Estado cuando se
reanuden los diálogos entre Israel y la autoridad Palestina. En este caso,
Juan Manuel Santos lo único que hizo fue obedecer a su amo, Barack Obama,
quien anunció públicamente que si la discusión se traslada al seno del
Consejo de Seguridad de la ONU, Estados Unidos vetaría al Estado Palestino,
en lo cual, por supuesto, es secundado por el Estado colombiano, que tiene un
puesto temporal en ese Consejo, y en el cual se ha portado como un perro
servil del imperialismo porque, entre otras cosas, ha apoyado abiertamente la
agresión criminal contra Libia.
En conclusión, podemos decir
con Stella Calloni que “el Plan Colombia, y sus otros anexos, es el mayor
proyecto geoestratégico que se haya trazado para recolonizar América
Latina” y la militarización ha sido “el mecanismo prioritario de Estados
Unidos para ejercer su dominio económico y geopolítico”.
Sin embargo, tampoco el asunto
se agota en el corto plazo, siendo necesario escudriñar un poco en lo
acontecido en los últimos 60 años, para entender en un contexto más amplio
los entretelones de la postración de la oligarquía colombiana con respecto a
Estados Unidos.
2. En
el mediano plazo: el período de la Guerra Fría
La estrecha colaboración
militar de los Estados Unidos con la oligarquía colombiana no empezó con el
Plan Colombia, puesto que en realidad había cobrado fuerza desde la década
de 1950, cuando se desató la Violencia política, tras el asesinato del
caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. Incluso, puede tomarse como
referencia de la creciente intromisión de Estados Unidos en la vida nacional
la fecha emblemática del 9 de abril, porque sobre los escombros humeantes que
había dejado la rebelión popular y la subsecuente represión oficial en las
calles de Bogotá y en las principales ciudades del país, nació la
Organización de Estados Americanos (OEA), bien llamada el Ministerio de
Colonias de los Estados Unidos, y porque con ese hecho se entronizó el
anticomunismo como aspecto distintivo de la política interior y exterior de
Colombia. No por casualidad el primer presidente de la OEA fue el político
colombiano Alberto Lleras Camargo, un feroz anticomunista y servidor
incondicional de los Estados Unidos, el mismo que participó en forma directa
en la redacción del Tratado Interamericano de Asistencia Reciproca (TIAR), en
1947, instrumento jurídico con el que se subordinó a los ejércitos del
continente a la tutela de Washington.
En plena violencia bipartidista,
las clases dominantes de Colombia debían buscar un pretexto para justificar
tanto su adscripción al bando occidental en la Guerra Fría como para no
resolver los grandes problemas que asediaban a nuestra sociedad,
principalmente los relacionados con el monopolio terrateniente del suelo. Ante
la creciente ola de inconformidad de los labriegos y colonos pobres, que se
organizaron en ejércitos de autodefensa campesina para protegerse de las
Fuerzas Armadas del Estado y de los sicarios privados, el régimen conservador
reforzó su dependencia de los Estados Unidos. La coyuntura propicia se
presentó durante la Guerra de Corea (1950–1953), con la creación de un
contingente que fue bautizado con el nombre de Batallón Colombia y el envío
de soldados nacionales a pelear a tan lejanas tierras. A cambio de ese hecho,
avalado por su abierto anticomunismo, Estados Unidos y el gobierno colombiano
sellaron una tenebrosa alianza militar, que se manifestaría en lo sucesivo en
la conversión de nuestro país en un peón incondicional del imperialismo.
Ese hecho propiciaría un cambio
drástico en las relaciones de Colombia con los Estados Unidos y también
modificaría el Ejército colombiano, porque a partir de ese momento se
establecieron unos estrechos nexos militares que se mantienen, notablemente
incrementados como se vio más arriba, hasta el día de hoy. Esa dependencia
se percibe en términos de armas, equipos, manuales de instrucción, formas de
operar, personal asesor de los Estados Unidos, grupos de militares que van a
adoctrinarse en ese país, misiones militares permanentes con carácter de
agregados diplomáticos y, sobre todo, en la ideología anticomunista que
penetraría a fondo en la mentalidad de los miembros del Ejercito colombiano y
fue difundida principalmente por la vía estadounidense, desde la década de
1950.
A partir de ese momento, los
gobiernos colombianos actuaron siempre en consonancia con los intereses
imperialistas de Estados Unidos, como se demostró con algunos hechos, que
destacamos de manera sintética. El principal de ellos fue la expulsión de
Cuba de la OEA a comienzos de 1962. Para empezar, el 9 de diciembre de 1960
Colombia fue uno de los primeros países de América Latina en romper
relaciones con Cuba, lo cual no sorprende si se recuerda que el presidente era
el proimperialista Alberto Lleras Camargo, socio incondicional de los Estados
Unidos. Así mismo, desde Colombia se propaló un infundio sobre Fidel Castro
que ha hecho carrera durante mucho tiempo y constituye una verdadera calumnia,
repetida como una letanía por ciertos medios periodísticos de este país
cada 9 de abril: Fidel Castro fue culpabilizado de haber participado en el
asesinato de Gaitán, y presentaron como prueba una foto suya en Bogotá,
cuando como dirigente estudiantil participaba en una reunión continental de
estudiantes que sesionaba en forma paralela a la Conferencia Panamericana, en
abril de 1948.
La acción colombiana con relación
a Cuba en el seno de la OEA para lograr la expulsión de la isla irredenta fue
tan vergonzosa que todavía en algunas páginas de los periódicos
latinoamericanos y de Internet se pueden leer comentarios de este tenor:
El 9 de noviembre de 1961, en
uno de los momentos más tensos de la Guerra Fría, Colombia solicitó una
reunión de ministros de Exteriores de Latinoamérica para analizar “las
amenazas a la paz y a la independencia política de los Estados" del
continente. Colombia aludió a "la intervención de potencias
extracontinentales, encaminadas a quebrantar la solidaridad americana(…).
En esa indigna reunión, llevada
a cabo en Punta del Este, Uruguay, en enero de 1962, una mancha indeleble en
la historia de la postración de la oligarquía colombiana con respecto a
Estados Unidos, fueron adoptadas cuatro resoluciones contra Cuba y uno de los
más beligerantes propulsores de la expulsión de Cuba fue el canciller
colombiano quien argumentaba que la estabilidad democrática de la región
estaba en riesgo por “la ofensiva subversiva de Gobiernos comunistas, sus
agentes y las organizaciones controladas por ellos”.
En el plano interno, otro
elemento que debe ser destacado de este período es el relativo a la aplicación
de la Doctrina de Seguridad Nacional y de contrainsurgencia de estirpe
estadounidense por los sucesivos gobiernos colombianos desde la década de
1960. Sobresale la aplicación del llamado Plan Lasso (Latin American Security
Operation) contra grupos de campesinos en la región de Marquetalia. Se desató
una feroz campaña en la que participaron 16 mil soldados, que usaron armas y
aviones proporcionados por los Estados Unidos. De esa acción emergieron las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
A comienzos de 1962, miembros de
la Escuela de Guerra Especial de los Estados Unidos visitaron a Colombia y el
general Yarborough, director de investigaciones de la Escuela de Guerra
Especial de Fort Bragg, Carolina del Norte, recomendó:
"Debe crearse ya mismo un
equipo en dicho país, para seleccionar personal civil y militar con miras a
un entrenamiento clandestino en operaciones de represión, por si se
necesitaren después. Esto debe hacerse con miras a desarrollar una estructura
cívico militar que se explote en la eventualidad de que el sistema de
seguridad interna de Colombia se deteriore más. Esta estructura se usará
para presionar los cambios que sabemos, que se van a necesitar para poner en
acción funciones de contra–agentes y contra–propaganda y, en la medida en
que sea necesario, impulsar sabotajes y/o actividades terroristas
paramilitares contra los conocidos partidarios del comunismo. Los Estados
Unidos deben apoyar esto".
En pocas palabras, los Estados
Unidos están involucrados en la promoción de grupos paramilitares desde hace
medio siglo, como un medio de lucha contrainsurgente, lo cual ha cobrado una
magnitud criminal, que se proyecta hasta nuestros días.
Para terminar este punto, es
bueno referirse a la postura del gobierno colombiano ante la guerra de las
Malvinas en 1982, porque ello indica el comportamiento tránsfuga ante otros
países de la región y su postración incondicional al servicio de las
grandes potencias.
En esa ocasión, Argentina, que
había ocupado las islas, solicitó la aplicación del TIAR, invocando una
agresión extracontinental, una de las razones que habían motivado la creación
de ese instrumento, manejado a su antojo por los Estados Unidos. En forma
textual su artículo 3 señala: "Un ataque armado por parte de cualquier
Estado americano será considerado un ataque contra todos los Estados
americanos".
La solicitud argentina fue
respaldada por la mayor parte de países miembros del TIAR, pero no fue
apoyada por Colombia, Chile, Trinidad Tobago y, por supuesto, el dueño del
circo, los Estados Unidos, país que, como es apenas obvio, respaldó a Gran
Bretaña. Chile tenía litigios fronterizos con Argentina, que casi los llevan
a la guerra, y en plena dictadura de Pinochet no iba a apoyar la solicitud
hecha por su incomodo vecino al TIAR. Trinidad Tobago se abstuvo por sus vínculos
históricos con el Reino Unido, de la que fue colonia durante mucho tiempo.
Pero Colombia, ¿qué podía argüir para oponerse a la solicitud de la
Argentina? Nada sustancial, sólo su postración a los intereses de los
Estados Unidos, que se alinearon sin titubear con el gobierno inglés de
Margaret Thacher. Por tal actitud, en ese momento a Colombia le fue aplicado,
con toda razón, el calificativo de “El Caín de América Latina”.
3. En el
largo plazo: entre la firma del tratado de 1846 sobre Panamá y la Segunda
Guerra Mundial
Si en el mediano plazo, después
de la Segunda Guerra Mundial, la hegemonía estadounidense en Colombia se
expresa en establecer unos vínculos estrechos con la oligarquía colombiana
en el terreno militar y económico, rubricada con un anticomunismo feroz y la
aplicación de la doctrina de la seguridad nacional, en el largo plazo, que
nos remite hasta mediados del siglo XIX, se perfilan los comienzos de la
subordinación ante la naciente potencia del norte, en momentos en que
dominaban en el plano mundial metrópolis europeas, encabezadas por
Inglaterra.
Desde el mismo momento de la
lucha por la independencia de las colonias españolas, la postura de Estados
Unidos favorecía en forma directa los intereses de la monarquía ibérica,
pues, como en 1817, pese a su “neutralidad” declarada, envía armas a los
españoles o se las vende en sus puertos, con lo cual en la práctica se oponía
a las luchas independentistas que se libraban contra España, si se recuerda
que los Estados Unidos ni siquiera reconocieron la beligerancia de los ejércitos
patriotas durante la independencia. Refiriéndose a esa pretendida neutralidad
de los Estados Unidos, Bolívar en pleno fragor de los combates contras las
tropas realistas decía en agosto de 1818: “Negar a una parte los elementos
que no tiene y sin los cuales no puede sostener su pretensión cuando la
contraria abunda en ellos es lo mismo que condenarla a que se someta, y en
nuestra guerra con España, es destinarnos al suplicio, mandarnos exterminar.
El resultado de la prohibición de extraer armas y municiones califica
claramente esta parcialidad”. Con razón, decía el historiador ecuatoriano
Manuel Medina Castro que Estados Unidos desde su existencia como país
“industrializó la neutralidad, e hizo de ella fuente primera de
enriquecimiento y poder”, al referirse al hecho que a los yanquis les
interesaba no tanto el apoyo a los procesos independentistas sino a las
ganancias que les pudiera dejar el estimulo comercial que suscitaban esas
luchas, vendiéndole, por ejemplo, armas a España.
La independencia sólo va a ser
reconocida por los Estados Unidos cuando ya era un hecho cumplido e
irreversible y España anunciaba su pretensión de organizar un ejército de
reconquista en 1822. Fue en estos momentos cuando se anunció la Doctrina
Monroe y Estados Unidos consideraba como una interferencia en sus asuntos la
presencia de potencias europeas en el continente americano, que sus círculos
expansionistas empezaron a considerar como un territorio de su exclusiva
incumbencia. Incluso, es bueno recordar que Estados Unidos siempre se opuso a
la independencia de Cuba y Puerto Rico, pregonando por boca de John Quince
Adams la doctrina de la “fruta madura” –era preferible que esas islas
siguieran siendo colonias de España hasta que estuvieran maduras la manzanas
para caer del árbol hispánico en el regazo estadounidense– y rechazó los
planes de Bolívar de organizar un ejército que fuera a pelear directamente
con los españoles en suelo antillano. Al respecto, el 27 de abril de 1825
Henry Clay, Secretario de Estado de la administración de Quince Adams, afirmó:
“Los Estados Unidos prefieren que Cuba y Puerto Rico permanezcan
dependientes de España… están satisfechos con la condición actual de
estas islas en manos de España y sus puertos abiertos a nuestro comercio como
ahora lo están. Este gobierno no desea ningún cambio político que afecte la
actual situación”.
Era tan evidente la oposición
de Washington a que las repúblicas recién independizadas de España
organizaran una fuerza militar para liberar a Cuba que el general José
Antonio Páez recordaba con amargura en sus Memorias, muchos años después:
“El gobierno de Washington, lo digo con pena, se opuso de todas maneras a la
independencia de Cuba (…) ninguna potencia, ni aun la misma España, tiene
en todo sentido un interés tan alto como los Estados Unidos en la suerte
futura de Cuba”.
Desde un primer momento los
dirigentes de los Estados Unidos no vieron con buenos ojos el proyecto
bolivariano de integración de las antiguas colonias y manifestaron su oposición
a las conclusiones del Congreso Anfictiónico de Panamá en 1826, certamen al
que Bolívar nunca pensó en convidarlos, pero por iniciativa de Francisco de
Paula Santander finalmente se les cursó invitación. Aunque los delegados de
los Estados Unidos no participaron en forma directa en el evento, su agenda
estaba encaminada a sabotear el congreso porque en ella “se rechaza toda
idea de un consejo anfictiónico investido con poderes para decidir las
controversias entre los Estados americanos o para regular en cualquier forma
su conducta”; y porque señalan que van a mantener la neutralidad en la
disputa entre España, en compañía de la Santa Alianza, y los países recién
independizados de nuestra América. En ese mismo sentido, se debieron haber
sentido muy felices por la disolución de la Gran Colombia en 1830, lo cual
favoreció en el largo plazo sus intereses en el continente americano y también
los de las potencias europeas.
En la década de 1840 el
gobierno de la Nueva Granada (actual Colombia), bajo la presidencia de Tomas
Cipriano de Mosquera, decide firmar con los Estados Unidos el Tratado
Mallarino–Bidlack, que se convirtió en la puerta de entrada de los
intereses expansionistas de aquel país en territorio colombiano. Esto se
justificó en su momento por el temor de que nuestro territorio, que por
entonces se extendía por el norte hasta predios de la actual Costa Rica,
fuera a caer en manos británicas, puesto que hacia poco tiempo Inglaterra se
había apoderado de la mosquitia nicaragüense. Lo sorprendente estribaba en
creer que con Estados Unidos se iba a obtener protección desinteresada. En
esa época, a Estados Unidos casi lo único que le interesaba de Colombia era
Panamá, un lugar estratégico de transito comercial y de comunicación entre
los dos océanos, como quedó demostrado con el descubrimiento de oro en
California en 1848. Mientras que los gobernantes de Estados Unidos entendían
la posición estratégica de Panamá, las clases dominantes de Colombia lo veían
como un distante pedazo de tierra selvático y aislado, al que era muy difícil
llegar desde el interior del país. En esas condiciones, el gobierno de Tomas
Cipriano de Mosquera cometió el terrible error de firmar con Estados Unidos
un “Tratado de Paz, Amistad, Navegación y Comercio” el 12 de diciembre de
1846, cuyos aspectos más negativos para la Nueva Granada estaban consignados
en el malhadado artículo 35, en su primer inciso, que vale la pena citar con
detalle:
(…) Los ciudadanos, buques y
mercancías de los Estados Unidos disfrutarán en los puertos de la Nueva
Granada, incluso los de la parte del territorio granadino generalmente
denominada Istmo de Panamá, desde su arranque en el extremo del Sur hasta la
frontera de Costa Rica, todas las franquicias, privilegios e inmunidades, en
lo relativo a comercio y navegación, de que ahora gocen y en lo sucesivo
gozaren los ciudadanos granadinos, sus buques y mercancías; y que esta
igualdad de favores se hará extensiva a los pasajeros, correspondencia y
mercancías de los Estados Unidos que transiten al través de dicho
territorio, de un mar a otro. El Gobierno de la Nueva Granada garantiza al
Gobierno de los Estados Unidos que el derecho de vía o tránsito al través
del Istmo de Panamá, por cualesquiera medios de comunicación que ahora
existan o en lo sucesivo puedan abrirse, estará franco y expedito para los
ciudadanos y el Gobierno de los Estados Unidos y para el transporte de
cualesquiera artículos de productos o manufacturas o mercancías de lícito
comercio, pertenecientes a ciudadanos de los Estados Unidos; que no se impondrán
ni cobrarán a los ciudadanos de los Estados Unidos, ni a sus mercancías de lícito
comercio, otras cargas o peajes, a su paso por cualquier camino o canal que
pueda hacerse por el Gobierno de la Nueva Granada o con su autoridad, sino los
que en semejantes circunstancias se impongan o cobren a los ciudadanos
granadinos (…) Para seguridad del goce tranquilo y constante de estas
ventajas (…) los Estados Unidos garantizan positiva y eficazmente a la Nueva
Granada (…) la perfecta neutralidad del ya mencionado Istmo, con la mira de
que en ningún tiempo, existiendo este tratado, sea interrumpido ni embarazado
el libre tránsito de uno a otro mar; y por consiguiente, garantizan de la
misma manera los derechos de soberanía y propiedad que la Nueva Granada tiene
y posee sobre dicho territorio.
Con este tratado se abrían de
par en par las puertas del Istmo a los Estados Unidos, lo que significaba algo
así como dejar la casa al cuidado del ladrón, si se tienen en cuenta los
nefastos antecedentes de expansión agresiva de aquel país, que había
arrebatado importantes franjas de tierra a México antes de la firma del
tratado Mallarino–Bidlack.
Tras el descubrimiento de oro en
California, a principios de 1848, se consolida la presencia estadounidense en
el istmo de Panamá, que se convierte en una especie de protectorado, a pesar
de que formalmente hacia parte de Colombia. En Panamá se establecen compañías
marítimas de los Estados Unidos en los puertos de Colón y Panamá, allí se
trasladan a vivir aventureros de ese país que se comportan como colonizadores
y fomentan el racismo, típico de los estados esclavistas del sur de la Unión
Americana contra los afrodescendientes de Panamá, se publican periódicos en
ingles y no se respetan a las autoridades locales. La presencia de Estados
Unidos se afianza con la construcción del Ferrocarril en la década de 1850,
por parte de una compañía de ese país, que en su momento llegó a ser, por
el volumen de pasajeros y carga transportada, la vía férrea más importante
del mundo.
Los conflictos no se hicieron
esperar entre habitantes locales y los aventureros del norte y dieron pie a
muchos incidentes diplomáticos, el primero de ellos la “guerra de la
sandia” en 1856, cuando un grupo de istmeños, hastiados por el racismo de
los estadounidenses, se rebelan, lo que origina una batalla campal, como
resultado de la cual mueren 15 estadounidenses y 2 panameños. Esta trifulca
dio paso a la primera intervención armada de Estados Unidos en territorio
panameño, bajo el pretexto de resguardar la seguridad y libre transito por el
Istmo, en aplicación del tratado de 1846. Este hecho marcaría el comienzo de
reiteradas intervenciones armadas de Estados Unidos en Panamá, puesto que
entre 1856 y 1903, las botas militares de los marines del norte mancillaron el
territorio del istmo en 15 ocasiones, con los más diversos pretextos, pero
siempre enarbolando la pretendida aplicación del artículo 35 del Tratado
Mallarino–Bidlack, en lo relativo a mantener el “libre transito” por la
estrecha franja de tierra que separa al Atlántico del Pacífico.
El hecho culminante para
Colombia de ese funesto Tratado y de la injerencia de los Estados Unidos fue
la perdida definitiva de Panamá en noviembre de 1903, en una maniobra
orquestada desde Walt Street, como ya está demostrado documentalmente, con la
complicidad de las elites de Panamá y la actitud pusilánime de los
gobernantes y clases dominantes de Colombia. En esa ocasión, ni el Estado ni
el Ejército de este país fueron capaces de salvaguardar la soberanía ni de
Panamá ni de Colombia, y ni siquiera dispararon un tiro para enfrentar a los
marines de Estados Unidos que propiciaron la aventura separatista, de la cual
emergió un nuevo país, que no era más que un protectorado yanqui hecho a la
medida de sus tenebrosos propósitos de apropiarse del canal transoceánico.
Theodoro Roosevelt,
representante prototípico del agresivo imperialismo estadounidense, le aplicó
con Colombia la política del Gran Garrote. Dicha política se basaba en la
combinación de la Doctrina Monroe, con la cual Estados Unidos proclamaba su
dominio sobre todo el continente americano, con el Corolario Roosevelt,
anunciado en el discurso ante el Congreso de los Estados Unidos el 6 de
diciembre de 1904, donde el belicoso presidente yanqui sostiene con todo el
cinismo del caso:
Toda nación cuyo pueblo se
conduzca bien puede contar con nuestra cordial amistad. Si una nación muestra
que sabe como actuar con eficiencia y decencia razonables en asuntos sociales
y políticos, si mantiene el orden y paga sus obligaciones, no necesita temer
la interferencia de los Estados Unidos. Un mal crónico, o una impotencia que
resulta en el deterioro general de los lazos de una sociedad civilizada, puede
en América, como en otras partes, requerir finalmente la intervención de
alguna nación civilizada, y en el hemisferio occidental, la adhesión de los
Estados Unidos a la Doctrina Monroe puede forzar a los Estados Unidos, aun sea
renuentemente, al ejercicio del poder de policía internacional en casos
flagrantes de tal mal crónico o impotencia.
Los hechos truculentos de Panamá
demostraron en la práctica que en adelante Estados Unidos iba a controlar los
territorios de todo el continente americano para beneficiar a las compañías
e inversionistas de ese país e iba a intervenir, cuando fuera necesario, en
la defensa de esos intereses, abrogándose el papel del “policía del
barrio”, a nombre de su pretendida superioridad como “nación
civilizada”.
En este proyecto expansionista,
el istmo de Panamá era un lugar estratégico, puesto que el control del
futuro canal aseguraría el predominio en gran parte de los mares del mundo.
Por eso, Estados Unidos no dudó ni un instante en hacer lo que fuera
necesario para lograr su objetivo de apoderarse del Istmo, como evidentemente
lo hicieron mediante una maniobra truculenta: inventarse un país, con el
auspicio de los círculos financieros de Walt Street, y dando la impresión de
apoyar un legitimo sentimiento separatista, que en realidad expresaba los
deseos de una oligarquía de arrabal, la panameña, que cedió a los Estados
Unidos el canal por un puñado de monedas de oro.
En realidad, la perdida de Panamá
se inscribía dentro de la política del naciente imperialismo estadounidense,
cuyos voceros anunciaban la realización del “Destino Manifiesto” y
clamaban porque ese país tomara el control de zonas estratégicas para su
dominio mundial, como eran los territorios insulares del Caribe, la franja
territorial de Centroamérica, México, Hawai y Filipinas en el Pacífico.
Gran parte de ese proyecto se consumó desde 1898 con el rápido triunfo en la
guerra contra España. Todas estas acciones se materializaron a través del
Big Stick o Gran Garrote, a nombre del cual se realizarían una veintena de
intervenciones de los marines en Centroamérica y el Caribe antes de la
Primera Guerra Mundial.
Aunque los trágicos sucesos de
Panamá originaron un sentimiento antiestadounidense en importantes sectores
de la población colombiana en las tres primeras décadas del siglo XX,
sentimiento similar al suscitado en otros lugares de nuestra América por el
expansionismo de los imperialistas del norte, las clases dominantes de
Colombia muy rápido aceptaron la pérdida del Istmo e incluso lo aprovecharon
para su propio beneficio al negociar las concesiones del petróleo, recurso
prioritario para los Estados Unidos desde las primeras décadas del siglo XX.
Además del petróleo, algunas compañías estadounidenses también mostraron
interés por el negocio del banano. En concreto, la United Fruit Company se
asentó en la zona noroeste de Colombia donde implantó un enclave bananero y
la Tropical Oil Company, propiedad de la Standard Oil Company de Rockefeller,
se apropió de una extensa franja petrolera en el Magdalena Medio, donde
estableció un enclave que se mantuvo hasta comienzos de la década de 1960.
Con la pérdida de Panamá se
demostró que Colombia ya formaba parte del patio trasero de los Estados
Unidos, lo que se va a reafirmar en el período que se extiende desde 1903
hasta 1945, cuando termina la Segunda Guerra Mundial. Las clases dominantes de
Colombia, pese a la perdida de Panamá, con una indignidad sin par aceptan y
se pliegan a la hegemonía estadounidense. Los diferendos con Estados Unidos
se arreglaron mediante una maniobra diplomática, consistente en la firma del
tratado Urrutia Thompson en 1914, pero sólo ratificado en 1921 por el
Congreso de los Estados Unidos, con el objetivo de apropiarse de nuestro petróleo.
Después de 1903, todos los
presidentes de Colombia y sus principales dirigentes bipartidistas (liberales
y conservadores) fueron partidarios de la modernización por la vía de la
dominación imperialista de los Estados Unidos. Algunos de esos personajes
llegaron a expresar su admiración por los Estados Unidos, el mismo que nos
arrebató un pedazo de nuestro territorio. Rafael Reyes (presidente–dictador
entre 1904–1909) manifestaba unos años antes del robo de Panamá que a los
estadounidenses no hay que "temerlos como conquistadores ni como
expoliadores. Ellos han plantado el estandarte de la libertad y del progreso
en Cuba, Puerto Rico y Filipinas: ellos son la humanidad seleccionada".
Marco Fidel Suárez (presidente conservador entre 1918–1921) sostuvo que el
destino de Colombia se encontraba en el norte del continente: "La fórmula
’Respice Polum’ que me he atrevido a repetir para encarecer la necesidad
de mirar hacia el poderoso norte en nuestros votos de prosperidad, deseando
que la América Latina y la América Sajona armonicen en justicia e intereses,
es una verdad que se impone por su claridad y necesidad". En realidad, la
formula planteada por Marco Fidel Suárez de mirar piadosa y resignadamente
hacia la “Estrella Polar” (Estados Unidos) y aceptar sus designios, se
convirtió en la pauta de conducta de todos los gobiernos colombianos durante
el siglo XX, sin excepción alguna, y sin importar el color político al que
pertenecieran. Y rápidamente se iban a sentir los cambios en la política
colombiana que provocó la “Estrella Polar”, porque hasta 1926 los
presidentes criollos fueron nominados en la sede del Vaticano, después de
1930 y hasta el día de hoy los presidentes se designan en Washington.
Una de las primeras muestras del
poder asumido por los Estados Unidos en los destinos de Colombia, se pone de
presente con el caso de Enrique Olaya Herrera, embajador en los Estados
Unidos, entre 1921 y 1930. Éste fungió como un defensor incondicional del
imperialismo estadounidense, hasta el punto que actuando en representación
del gobierno colombiano en la VI Conferencia Panamericana, celebrada en la
Habana en 1928, se convirtió en el principal corifeo en avalar el
intervencionismo yanqui en los países de América Central y el Caribe. Luego,
como premio a su abyección, es elegido presidente con el decisivo apoyo de
los Estados Unidos, y se convierte en el principal vocero de los intereses
petroleros de las compañías de los Estados Unidos durante su administración
(1930–1934) en la que se aprueba por el Parlamento una leonina legislación
petrolera, que había sido elaborada por los abogados de las compañías
imperialistas.
La implantación del dominio de
Estados Unidos sobre la economía y la política colombianas se basó en el
impulso al proceso de modernización económica que requería del mejoramiento
de la infraestructura, la adecuación del Estado y la configuración del
sector financiero. Esto último era necesario para garantizar las inversiones
de capitales estadounidenses y abrirle paso al endeudamiento externo, que en
Colombia se dispara en la década de 1920, cuando fluyen los créditos de
bancos estadounidenses tras la aprobación del tratado Urrutia–Thompson, y
al mismo tiempo se impulsa la construcción de puertos, ferrocarriles,
carreteras, edificios públicos y se reciben misiones técnicas de economistas
de los Estados Unidos para adecuar las instituciones del Estado a los
requerimientos del imperialismo estadounidense. Entre esas misiones se
destacan las del economista Edwin Kemmerer, famoso “médico financiero” de
la época apodado el “doctor dinero”, encargado de curar “enfermos económicos”,
como se referían ya desde entonces a las economías de los países
dependientes, con lo que simplemente se quería dar a entender que era
necesario ajustar esas economías a los intereses del capital internacional, a
las inversiones extranjeras y a los empréstitos. Kemmerer visitó en dos
ocasiones a Colombia, en 1923 y 1931, y sus recomendaciones fueron decisivas
en la modernización del Estado, el cual fue acondicionado para servir a los
intereses del capital, tanto nacional como extranjero.
En gran medida durante el período
que se extiende hasta la Segunda Guerra Mundial, los intereses de Estados
Unidos en Colombia estuvieron determinados por la importancia que se le atribuía
a las inversiones en petróleo, banano, platino, oro y a otros recursos
naturales. Como clara expresión de la dependencia de las clases dominantes de
Colombia con respecto a los Estados Unidos debe destacarse que en la década
de 1920, los gobiernos conservadores reprimieron de manera brutal las
protestas de los trabajadores de los enclaves imperialistas, pertenecientes a
compañías de los Estados Unidos. Al respecto son tristemente celebres las
masacres de que fueron victimas los obreros petroleros en enero de 1927 y,
sobre todo, los obreros de las Bananeras en diciembre de 1928. En ambas
ocasiones, el gobierno de Colombia, cumpliendo los dictámenes de la Tropical
Oil Company y de la United Fruit Company respectivamente disparó a mansalva
contra indefensos obreros. Aunque en los dos casos fueron asesinados humildes
jornaleros colombianos, la masacre de las bananeras se constituyó en uno de
los episodios más sangrientos de que han sido victimas los trabajadores de América
Latina, puesto que, según los propios informes de los diplomáticos de los
Estados Unidos, fueron más de 1000 los muertos, aunque es posible que esa
cifra hubiera sido sensiblemente mayor, cercana a las 3000 victimas. Con razón,
al referirse a esta masacre, el caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán
manifestó: “El suelo colombiano fue teñido en sangre para complacer las
arcas ambiciosas del oro americano” y dolorosamente “sabemos que en este
país el gobierno tiene para los colombianos la metralla homicida y una
temblorosa rodilla en tierra ante el oro americano”.
Luego de este necesario paréntesis,
podemos decir que en el largo plazo las relaciones del Estado colombiano con
los Estados Unidos se van a caracterizar en un primer momento, durante la
segunda mitad del siglo XIX, por el establecimiento de vínculos de una forma
miope, pretendiendo que esa potencia protegiera el territorio panameño,
cuando era la más interesada en subordinarla a sus intereses, lo cual les
posibilita organizar la secesión del istmo. Ese hecho en lugar de generar un
sentimiento nacionalista en las clases dominantes de este país, conduce a un
mayor sometimiento ante los Estados Unidos, postración en la que incurren
todos los gobiernos colombianos del período que va de la separación de Panamá
hasta la época de la Segunda Guerra Mundial, con la entrega de los recursos
naturales (en especial bananos y petróleo) a poderosas compañías
imperialistas que establecen enclaves en varias regiones de Colombia. Esa
postración fue claramente expresada por Marco Fidel Suárez cuando formuló
la “doctrina”, plena de sumisión y servilismo, de plegarse ante la
Estrella Polar. De la misma manera, el proceso de modernización económica
hacia el capitalismo que se impulsó en el país desde la década de 1920 se
hizo bajo la tutela estadounidense, tanto por los prestamos desembolsados para
realizar obras de infraestructura como por las misiones económicas que diseñaron
un aparato institucional, hecho a la medida de sus intereses, como lo hicieron
las sendas misiones Kemmerer de 1923 y 1931. Los empréstitos aseguraron una
dependencia financiera permanente con respecto al capital estadounidense, que
se ha preservado hasta el día de hoy y que ha facilitado las condiciones para
la nueva conquista, que se rubricó el 12 de octubre de 2011, con la aprobación
del mal llamado Tratado de Libre Comercio por parte de los amos imperialistas
de Washington, lo cual ha sido aplaudido en forma abyecta por los cipayos
criollos (de Juan Manuel Santos hacia abajo), y presentado como el camino
hacia el “progreso” y la “modernización del país”, algo que nos
vienen anunciando desde hace 150 años, cuando se firmó el tratado sobre
Panamá, que finalmente nos hizo perder ese territorio.
Con todo lo anterior, puede
concluirse que cuando se habla de la historia de las relaciones de Colombia
con los Estados Unidos siempre se repite la misma tragedia de dolor y muerte
para los habitantes pobres de nuestro país. Desde luego, ahora con el TLC las
cosas no van a ser diferentes, aunque se quiera convencernos de lo contrario.
Por si hubiera dudas, sólo basta con observarnos en el espejo mexicano, tras
casi dos décadas de vigencia del nefasto Tratado de Libre Comercio de América
del Norte, a través del cual podemos ver todas las “bellezas” de las
nuevas formas de colonialismo.
* Historiador, investigador y
profesor de la Universidad Pedagógica, Bogotá.
Notas:
[1].
Diego Otero Prada, El papel de Estados Unidos en el conflicto armado
colombiano. De la Doctrina Monroe a la cesión de siete bases militares,
Ediciones Aurora, Bogotá, 2010, pp. 129 y ss.
[2].
José Fernando Isaza Delgado y Diógenes Campos Romero, "Algunas
consideraciones cuantitativas sobre la evolución del conflicto en
Colombia", en Revista de Economía Colombiana, No. 322, febrero de 2008,
pp. 3 y ss.; Fabián Calle, La crisis Venezuela–Colombia: las capacidades
militares que esconden las palabras, en www.nuevamyoria.com; Raúl Zibechi,
Crisis militar en Sudamérica: Los frutos del Plan Colombia, en
www.lafogata.org/zibechi/raul.21.4.htm
[3].
Vicepresidente colombiano elogia a Honduras, en www.newstin.com.mx/tag/mx/168183509
[4].
Stella Calloni, Expansión militar de Estados Unidos: Golpe en Honduras y
bases en Colombia, en “http://www.terrorfileonline.org/es/index.php/Stella_Calloni._Expansi%C3%B3n_militar_de_
Estados_Unidos:_Golpe_en_Honduras_y_bases_en_Colombia.”
[5].
Hernando Calvo Ospina. Colombia debería pedir perdón a Cuba,
en www.kaosenlared.net/noticia/colombia–deberia–pedir–perdon–cuba.
[6].Arturo
Gómez Alarcón, La expulsión de Cuba de la OEA, (a partir de Diario La República,
de Lima), en fichasdehistoria.blogspot.com/.../la–expulsion–de–cuba–de–la–oea.html
[7].
Citado en H. Calvo Ospina, op. cit. (Énfasis nuestro).
[8].
Citado por Javier Giraldo, en Cronología de hechos reveladores del
Paramilitarismo como política de Estado, en www.javiergiraldo.org/spip.php?article75
[9].
“El pacto que se quebró en Malvinas”, en La Nación, septiembre 15 de
2001.
[10].
Manuel Medina Castro, Estados Unidos y América Latina siglo XIX, Editorial de
Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 27. La cita de Bolívar es de una carta
a Irvine, citado en este mismo libro en la página 33.
[11].
Citado en Philip Foner, Historia de Cuba y sus relaciones con Estados Unidos,
Instituto Cubano del Libro, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973,
Tomo 1, p. 169.
[12].
José Antonio Páez, Memorias del general José Antonio Páez, autobiografía,
Editorial América, Madrid, 1916, pp. 455–456.
[13].
Citado en Germán A. de la Reza, “El Congreso Anfictiónico de Panamá. Una
hipótesis complementaria sobre el fracaso del primer ensayo de integración
Latinoamericana”, en Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política
y Humanidades, No. 10, segundo semestre de 2004.
[14].
“Tratado general de paz, amistad, navegación y comercio. Bogotá, 12 de
diciembre de 1846. Canjeadas las ratificaciones en Washington el 10 de junio
de 1848. Promulgado el 16 de agosto de 1848”, en Gaceta Oficial, No. 1.001,
agosto 27 de 1848 (texto bilingüe).
[15].
Ver: Renán Vega, Sandra Jauregui y Luis Carlos Ortiz, El Panamá colombiano
en la repartición imperialista, Ediciones Pensamiento Crítico, Bogotá,
2003.
[16].
Ovidio Díaz Espino, El país creado por Wall Street. La historia no contada
de Panamá, Editorial Planeta, Bogotá, 2003; Olmedo Beluche, La verdadera
historia de la separación de 1903. Reflexiones en torno al Centenario,
Editorial ARTICSA. Panamá, 2003.
[17].
Citado en Carlos Pereyra, Breve historia de América, Editorial Aguilar,
Madrid, 1930, pp. 662. (Énfasis nuestro).
[18].
Citado en José Fernando Ocampo, Estados Unidos y Colombia: raíces de la
actual injerencia norteamericana, en www.moir.org.co › Blogs
[19].
Citado por Jorge Sánchez Camacho, Marco Fidel Suárez, biografía, Imprenta
del Departamento, Bucaramanga, 1955, p. 125.
[20].
Jorge Eliécer Gaitán, La masacre de las bananeras, Editorial Pepe, Bogotá,
s–f.