Colombia

Capitalismo gangsteril y despojo territorial

Por Renán Vega Cantor (*)
Revista Cepa Nº 14, febrero–junio de 2012
Sin Permiso, 19/02/2012

“La tierra sin hombres de los hombres sin tierra.”
(Augusto Roa Bastos)

Acumulación por desposesión es un término que se utiliza para estudiar la mercantilización y privatización de la tierra y la expulsión violenta de habitantes del campo, junto con la transformación de los derechos comunes en derechos privados. A esto se le agrega el análisis de los métodos imperialistas para apropiarse de los recursos naturales y energéticos, en consonancia con el papel del capital financiero como instrumento de endeudamiento de la población, urbana y rural, y como soporte “legal” de la expulsión de campesinos e indígenas, reducidos a la servidumbre por deudas.

Colombia es un inmenso laboratorio de la acumulación por desposesión porque se presentan, a vasta escala y con un increíble nivel de violencia, las características antes enunciadas. En síntesis, “lo que posibilita la acumulación por desposesión es la liberación de un conjunto de activos (incluida la fuerza de trabajo) a un coste muy bajo (y en algunos casos nulo)”[1]. El elemento esencial es el despojo como forma violenta que vincula las actividades económicas y la apropiación de tierras. En este sentido, los asesinatos, las masacres, las torturas, el desplazamiento forzado son vehículos de la concentración de tierras, llevados a cabo por “empresarios” que impulsan la acumulación de capital en el campo, gran parte de la cual proviene del robo de la tierra y de la riqueza de los campesinos.

Despojo de tierras

La concentración de tierras en manos de pocos terratenientes ha sido una característica distintiva de la historia de Colombia desde el mismo momento de su separación de España. En este país nunca se realizó una reforma agraria y siempre los latifundistas han tenido un papel protagónico en la escena política y en la vida económica y social. Esto se expresa con indicadores elementales de concentración de la propiedad de la tierra: en el país hay 114 millones de hectáreas, de las cuales 51.3 millones se consideran como superficie agropecuaria, de cuyo total 36 millones están dedicados a la ganadería extensiva, expresión tradicional del poder de ganaderos, terratenientes y narcotraficantes; 10 millones de hectáreas son aptas para la agricultura, y de ellas la mitad se dedica a actividades agroindustriales y en el resto, laderas y zonas bajas tropicales, subsisten millones de campesinos y colonos, de los cuales sólo tiene título de propiedad el 15 por ciento; un 0,43% de los propietarios (grande latifundistas) es dueño del 62,91% del Área Predial Rural, al tiempo que el 57.87% de los propietarios (minifundistas y pequeños propietarios), tiene un ridículo 1.66% de la tierra; el 53% del total de la tierra registrada se concentra en manos de sólo tres mil grandes propietarios rurales; el índice GINI en cuanto propiedad rural ascendió en 2009 a 0.863, uno de los más altos del mundo, sólo superado en América Latina por Paraguay, un país más pequeño; entre el 76 y el 79% de las personas desplazadas tenía derechos asociados a la tierra, bien como propietarios, ocupantes de hecho, poseedores o tenedores; en el último cuarto de siglo se le han usurpado por medio de la violencia unos 7 millones de hectáreas a sus legítimos propietarios o poseedores [2].

De acuerdo a estas cifras, Colombia es uno de los países más injustos y desiguales del planeta, lo cual explica el permanente conflicto agrario de los últimos 60 años, como continuación de las luchas que libraron los colonos, indígenas y campesinos desde comienzos del siglo XIX. En ese sentido, la brutal expropiación de tierras del último cuarto de siglo refuerza un proceso estructural, aunque ahora ese despojo se esté llevando a cabo con unos niveles de violencia y de terror difíciles de concebir en otros lugares del mundo. Este proceso puede definirse como una revancha terrateniente (ahora nutrida con la savia criminal de la alianza que se gestó desde el Estado, entre el Estado, las clases dominantes, el paramilitarismo, el narcotráfico y las multinacionales) cuya finalidad ha sido arrebatar las tierras a los campesinos pobres y destruir a los movimientos sociales de tipo agrario que se les pudieran oponer.

Esto se encuentra ligado con los intereses del capitalismo contemporáneo, porque como lo señaló un campesino que logró escapar de esa barbarie: “En los Hornos crematorios, los criaderos de caimanes y las fosas desaparecieron a muchas víctimas de la contra–reforma agraria en Colombia” [3] Por si hubiera dudas, 4.000 paramilitares confesaron que habían cometido 156.000 asesinatos y participaron en 860 masacres y la Fiscalía General de la Nación informó que entre 2005 y 2010 fueron asesinadas por paramilitares 173.000 personas.

El cambio en el uso de la tierra en Colombia ha sido tan evidente en los últimos 20 años que en donde antes habían parcelas campesinas, llenas de vida, sembradas de maíz y de cultivos de pan coger, con unas cuantas gallinas y cerdos, hoy pasan carreteras y se han sembrado cultivos de exportación, o se han convertido en tierras de ganadería. La expropiación de las tierras de los campesinos tiene varias finalidades, como se describe a continuación.

Tierras para ganadería

Los terratenientes colombianos tienen una especial debilidad por las vacas y los caballos, y por eso poseen grandes latifundios donde pastan miles de cabezas de ganado y caballos de paso fino. La ganaderización del campo colombiano es uno de los rasgos distintivos de este país desde el siglo XIX, cuando los terratenientes introdujeron el alambre de púas y la siembra de pastos, mientras expulsaban a los colonos de las tierras, les arrebataban los títulos y los convertían en peones y agregados de las haciendas. Hasta tal punto domina la lógica ganadera que en las ferias y fiestas que se celebran todos los años se exhiben los “grandes avances” de la ganadería, con exposiciones equinas, corridas de toros, certámenes de coleo o carralejas, para agasajar a los gamonales y terratenientes de un pueblo o una región. Un solo dato es indicativo del poder de los ganaderos en la sociedad colombiana: ocupan 36 millones de hectáreas para un hato ganadero de 19 millones de vacas, es decir, que cada vaca ocupa en promedio casi dos hectáreas del suelo, mientras que millones de campesinos no tienen ni un pedazo de tierra a donde caer muertos. En tales condiciones, uno de los móviles centrales del despojo de tierra busca convertirlas en grandes pastizales, para “sembrar” vacas, caballos y en algunos casos, como en ciertas regiones de Antioquia, hasta búfalos.

Tierras para sembrar cultivos de exportación

Las clases dominantes en Colombia, con una histórica vocación de terratenientes, han visto con muy buenos ojos el proyecto que impulsan los países imperialistas y sus empresas transnacionales de sembrar cultivos de exportación. La puesta en marcha de ese proyecto se sustenta en la expropiación de tierras en varias regiones del país, que se destinan a sembrar productos como la palma aceitera. Ningún cultivo como éste simboliza los nexos entre violencia, despojo, apropiación de tierras y paramilitarismo, como se evidencia en todas las regiones donde se ha implantado.

La propuesta de convertir a Colombia en un país palmicultor cobró fuerza durante el régimen criminal de Álvaro Uribe Vélez, quien estableció como una de sus prioridades incrementar la cantidad de tierras dedicadas a la siembra de palma. Y en efecto, durante el período 2003–2009 el cultivo de palma aceitera pasó de 206.801 a 360.537 hectáreas, con la pretensión de alcanzar pronto seis millones de hectáreas, como expresión del deseo de convertir a Colombia en la “Arabia Saudita del biodiesel”. Tan drástico incremento se logró en antiguas tierras de campesinos, apropiadas por “prósperos para empresarios”. que ahora las destinan a sembrar la palma de la muerte, como la llaman los campesinos desalojados.

Entre los sectores sociales más afectados por estos empresarios del crimen, dedicados a negocios legales, se encuentran los habitantes afrodescendientes de la costa pacífica colombiana, que han sido expulsados de sus tierras, a punta de fuego y motosierra, como ha sucedido con los habitantes de las comunidades de Curvaradó y Jiguamiandó en el departamento de Chocó, cuyos terrenos fueron ocupados por paramilitares en alianza con miembros de la Armada en 1997. Luego del despojo aparecieron empresarios de la Palma que empezaron a sembrarla en esos territorios, contando con el respaldo y el apoyo de la Brigada XVII del Ejercito Nacional que actúa en favor de los empresarios y apoya la expansión de los cultivos. Fueron limpiadas las tierras, derribado parte del bosque nativo, y contaminadas las aguas. Las comunidades campesinas no sólo fueron desalojadas sino que, después de implantarse el cultivo, empezaron a ser asesinados sus lideres cuando intentaban reorganizar a las comunidades, contabilizándose cientos de asesinados [4].

Tierras donde se encuentran riquezas minerales

En las diversas regiones de Colombia donde existen riquezas minerales se ha organizado la expulsión de indígenas y campesinos, como ha sucedido en la Costa Atlántica con la explotación del carbón. En la Jagua de Ibirico, departamento de César, desde mediados de la década de 1990 sicarios a sueldo realizaron numerosas masacres con la finalidad de limpiar la tierra de sus incómodos ocupantes, para apropiarse de las mismas y cederlas a empresas multinacionales, como la Drumond, con la complicidad de notarios del INCODER y otros funcionarios y abogados que llegaron al descaro de hacer firmar escrituras a los muertos para legalizar el robo de tierras. Los campesinos que lograron sobrevivir se vieron obligados a huir, dejaron todo abandonado y, en medio de la miseria, subsisten como vendedores informales y viven en pocilgas miserables en pueblos y ciudades de la costa [5].

Este es sólo un ejemplo, porque en todo el país se están realizando apropiaciones de tierra para realizar explotaciones mineras, si se tiene en cuenta que el Estado les concede facilidades a empresas de capital transnacional para que se lleven los recursos naturales, en lo cual se incluye legalizar las concesiones mineras mediante la entrega de miles de hectáreas para que operen las compañías de Canadá, Sudáfrica, la Unión Europea y otros países. Esto se evidencia con la expedición de títulos mineros, los que pasaron de 80 en el 2000 a 5067 en el 2008, con un total de casi 3 millones de hectáreas concedidas para extracción minera.

Tierras para construir represas

El monopolio de la tierra no puede existir si al mismo tiempo no se monopoliza el agua, porque la tierra sin agua es un desierto. Esto lo tienen claro los terratenientes y ganaderos, así como el Estado que les sirve. Por esta circunstancia, la expansión de los latifundios viene acompañada de la expropiación de las tierras circundantes a los lugares donde se encuentran fuentes de agua y la apropiación privada de ríos, quebradas, ciénagas, humedales y lagunas para beneficio exclusivo de los terratenientes y ganaderos. Gran parte de las represas que se han construido en Colombia en las últimas décadas tienen esta finalidad.

Al respecto vale mencionar a la Represa de Urra I, obra que se construyó entre 1993–1999, y que contó con la lucida oposición de la comunidad indígena de los Embera–Katios, ancestrales habitantes del lugar, desplazados a sangre y fuego por grupos de paramilitares, organizados por terratenientes y ganaderos y respaldados por el Estado y los políticos regionales. La construcción de esta represa es ilustrativa de la destrucción de los bienes colectivos y su conversión en bienes privados, porque unos 70.000 indígenas, campesinos y pescadores fueron directamente impactados por el proyecto Urra I. Al mismo tiempo, se destruyó la pesca artesanal, porque disminuyeron o desaparecieron especies de peces de la cuenca del río, como el caso del bocachico, fuente alimenticia de primer orden en la dieta de los embera Katio y los pescadores locales. Esto último se debió a la desecación de los humedales del alto Sinú, ocasionada por la disminución de los flujos naturales del río, luego de que fuera construida la represa.

Junto con el exterminio del bocachico se han secado humedales y ciénagas, que entre otras cosas es lo que le interesa a los terratenientes para expandir sus fincas ganaderas. Lo que antes eran corrientes de agua llenas de vida, ahora son fuentes contaminadas y muertas, como sucede siempre con las grandes represas, que finalmente son aguas estancadas en las que pululan los mosquitos, que generan epidemias que antes no conocían los indígenas y campesinos [6].

Las hidroeléctricas que se han construido en Córdoba no son una cuestión de energía ni de aguas, sino de tierras ganaderas, las mismas que pertenecen a unos cuantos latifundistas que se van expandiendo a costa de los pequeños campesinos e indígenas y que utilizan todos los medios para quedarse hasta con las tierras de los humedales, los cuales son secados con Búfalos. En estas ricas tierras se han enfrentado desde el siglo XIX los hacendados y los campesinos que cultivan maíz, yuca y malanga y son pescadores, es decir, forman parte de lo que Orlando Fals Borda llamó una cultura anfibia.

Tierras que se entregan a las multinacionales

La tierra ha adquirido una renovada importancia para las potencias capitalistas, en la perspectiva de convertirla en medio de producción que genere agrocombustibles y para apropiarse de las riquezas naturales que en ellas se encuentren. En ese sentido, los países imperialistas libran una guerra no declarada por apropiarse de los recursos, cuyo escenario bélico se despliega en el mundo periférico y dependiente. Colombia, uno de los primeros países del mundo en biodiversidad, no está al margen de esa guerra y por ello en los últimos tiempos se ha presentado una ofensiva de las empresas transnacionales y de sus respectivos estados por adueñarse de importantes reservas de tierras, sobre todo aquellas en que existan recursos minerales. Esto se facilita porque el Estado y las clases dominantes del país han optado por regalarle al capital imperialista nuestras riquezas, a cambio de que siga fluyendo el caudal de dólares y euros para mantener la guerra interna. Un caso particularmente destacado de entrega de tierras a las multinacionales está relacionado con la explotación de recursos minerales en diversas regiones del territorio colombiano. A manera de ejemplo, valga mencionar el caso de la extracción de oro por parte de empresas canadienses y sudafricanas en lugares como Cajamarca (Tolima), San Turbán (Santander), Marmato (Antioquia), entre muchos casos.

En Marmato, una tradicional zona minera desde hace varios siglos, la compañía canadiense Medoro Resources anunció a finales del 2010 que va a realizar un proyecto de minería a cielo abierto que cubre un área de 200 hectáreas e incluye el casco urbano de esa población. Para llevar a cabo este proyecto, la compañía anunció que en los próximos años va a extraer unos 10 millones de onzas de oro. Para hacerlo requiere la remoción de 300 mil toneladas de tierra al año y reasentar el pueblo en otro lugar, el que se anuncia como un sitio paradisiaco, según la propaganda oficial de la empresa, acogida desde luego por la gran prensa y por los políticos de Antioquia y de Caldas. Decir que ese es un reasentamiento es un abuso de lenguaje, porque en verdad se está hablando del desplazamiento forzado de todos los habitantes de un pueblo, que durante varios siglos se han dedicado a la pequeña minería, por obra y gracia de la minería transnacional [7].

En las tierras que se ceden a las multinacionales se incluyen los recursos naturales, la biodiversidad y sobre todo el agua, tan necesaria para la explotación minera y cuyas fuentes quedan contaminadas por el arsénico que se vierte diariamente sobre ríos y quebradas. La contaminación y desaparición de la biodiversidad cierran un proceso de despojo, en el que previamente los grupos privados de asesinos, en alianza con las Fuerzas Armadas del estado, han desplazado a los campesinos y habitantes pobres de las regiones donde se explotan minerales. Se calcula que como resultado de la extracción de recursos minerales, en Colombia habían sido desplazadas en los últimos años, hasta agosto de 2008, unas 600 mil personas. Nada sorprendente si se sabe, por ejemplo, que la transnacional Kedahda (filial de la Surafricana Anglo Gold Ashanti) ha solicitado que le otorguen concesiones en 336 municipios del país, en zonas en las que es notoria la presencia de paramilitares.

La legalización del despojo

Luego de perpetrado el robo de tierras se trata de asegurar su posesión por parte de los usurpadores. Para lograrlo el Estado juega un papel de primer orden ya que entran a operar los mecanismos “legales”, donde abogados, jueces, notarios, alcaldes, gobernadores, parlamentarios, ministros y presidentes actúan en consonancia con el proyecto de legitimar y legalizar la expropiación de tierras. Todos estos funcionarios estatales adelantan la labor de limpiar la cara de los criminales y de presentarlos como honestos empresarios que, al despojar a los campesinos, actúan como portavoces de la patria y se comportan como excelsos defensores de la sagrada propiedad privada. Siempre se trata de mostrar ante la opinión pública que no existió el saqueo y que los pequeños propietarios no son productivos sino, más bien, son un estorbo que conspiran contra los grandes propietarios que, según el estribillo de moda, son los que generan empleo y prosperidad.

En Colombia el despojo de tierras se ha legalizado desde el Estado central con un sinnúmero de leyes. Valga mencionar algunas. La ley 791 de 2002 reduce a la mitad el tiempo estipulado para la prescripción ordinaria y extraordinaria, con lo cual se acorta el plazo requerido para alcanzar la legalización de un predio ante los estrados judiciales, argucia que como es obvio favorece a los usurpadores de tierras. La ley 1182 del 2008 instituye el “saneamiento de la falsa tradición”, una figura con la que se posibilita la legalización de predios de más de 20 hectáreas adquiridos de manera ilegal, siempre y cuando no se presente ante un juez alguna persona que alegue en contra de esa solicitud y con pruebas, algo difícil porque un desplazado o no está informado de las solicitudes de adjudicación sobre sus tierras y si está enterado poco puede hacer ante el chantaje violento que pende sobre su cabeza. La ley 1152, o Estatuto Rural, establece la validez de los títulos no originarios del estado registrados entre 1917 y 2007, con lo cual permite la solución de los litigios a favor de los grandes propietarios y quienes han robado tierras en los últimos 90 años. Esta misma ley prohíbe la ampliación de resguardos indígenas en la zona del Pacífico y en la cuenca del Atrato, un región de gran desplazamiento forzado, que deja a los indígenas desamparados legalmente para defender sus territorios.

Pero las leyes de legalización del despojo no sólo están referidas a las tierras, sino que incluyen el interés de legislar en términos de agua, paramos, bosques, parques naturales, recursos forestales para que todo aquello que sea propiedad pública o común se convierta en bienes privados al servicio de capitalistas, terratenientes y multinacionales.

Como si no fuera bastante con este rosario de leyes a favor del latifundio y los agentes del despojo rural, durante el gobierno de Juan Manuel Santos se ha impulsado la idea de la consolidación de la seguridad democrática, un eufemismo para decir que se va asegurar el robo y el despojo. Al respecto, en el 2010 fueron desplazadas 280.041 personas del campo, en 31 de los 32 departamentos del país y, lo más revelador, el 33 por ciento de los desplazados se origina en las zonas que el régimen uribista denominó Centros de Coordinación y Atención Integral (Ccai), “programas que tienen incidencia en 86 municipios en 17 departamentos, los cuales el ex presidente Uribe consideró prioritarios para recuperar la seguridad y avanzar en inversión social y empresarial”. Llamativo también que en un tercio de las tales zonas de consolidación hay explotaciones de minerales, especialmente del oro, como en Montelíbano (Córdoba), varios municipios del Bajo Cauca, en el Pacífico o en el Catatumbo. No por casualidad la región más crítica es el bajo cauca, donde “En las riberas de los ríos Cauca, Man, Nechí y Cacerí hay cerca de 2.000 retroexcavadoras y dragas que según cifras oficiales sacan 28 toneladas de oro al año. Con la fiebre minera llegaron las bandas criminales, las masacres, los asesinatos y las amenazas. En la región hay 89 asesinatos por cada 100.000 habitantes, la tasa más alta de Antioquia”.

En esas zonas de consolidación de latifundio agroindustrial se están sembrado miles de hectáreas con palma aceitera, tales como en San Onofre (Sucre), Tibú (Norte de Santander), Guapi y Tumaco (Nariño), en las faldas de la Sierra Nevada y en la Macarena (Meta).

En tales zonas de consolidación tampoco se ha erradicado el narcotráfico, pues en un 70 por ciento de ellas se cultiva hoja de coca, un hecho que además acelera el desplazamiento porque actúan los narcoparamilitares y porque las fumigaciones del ejército golpean a los campesinos y sus familias y les destruyen sus cultivos [8].

En rigor, la consolidación que se busca es la del gran capital agro–minero exportador en el cual sobresale la alianza entre latifundistas, narcotraficantes, exportadores y empresas multinacionales. Para hacerlo posible, el Plan Nacional de Desarrollo, en sus artículos 45, 46 y 47, modifica la ley 160 de 1994 que impedía que las tierras públicas (baldías) fueran transferidas a particulares que formaran latifundios. Ahora se permite que se adjudiquen esos baldíos de la nación a cualquier persona, nacional o extranjero, todo lo cual se justifica con el cuento de promover las grandes exportaciones agropecuarias, en las que se destila la demagogia que de esta forma se consolidará la alianza entre campesinos y grandes productores. Algo que es mucho más explicito con la mal llamada Ley de Tierras, un proyecto que favorece y fortalece a los capitalistas nacionales y extranjeros.

Los expropiados

Aunque las grandes empresas agroexportadoras y minerales necesiten trabajadores ya no requieren vastos contingentes de ellos, ni tampoco generan unas relaciones salariales clásicas, sino que impulsan formas de vinculación laborales propias del esclavismo o del feudalismo. El empleo que generan las minas o las plantaciones de palma o de caña de azúcar es muy escaso y el grado de explotación de los trabajadores es bestial, sin ningún tipo de derechos laborales, e incluso sin contratación directa puesto que predomina el trabajo terciarizado por medio de cooperativas, con el objetivo de esconder al patrón. Un ejemplo de esta forma de vinculación laboral de tipo salarial, degradada al máximo, es el de los corteros del Valle del Cauca, que en el 2008 realizaron una heroica huelga.

Estos trabajadores de rasgos cetrinos, muchos de ellos descendientes de esclavos africanos, soportan interminables jornadas de 12 o más horas, laborando bajo pleno sol, sin un salario fijo porque se les paga de acuerdo a la cantidad de caña que sean capaces de cortar, cuyo peso es controlado por las basculas que pertenecen o las empresas contratistas o a los ingenios. Su jornada de trabajo discurre los siete días de la semana, con un solo día de descanso al mes. No tienen derecho a enfermarse porque, aparte de que no cuentan con servicio médico pago por la empresa sino que lo deben asumir por su cuenta, deben enviar un sustituto cuando se enferman y si no lo hacen son despedidos. La jornada diaria de trabajo se inicia a las seis de la mañana y se prolonga hasta cuando comienza la noche. Todo el día cortan caña a punta de machete. Se les paga por el volumen de caña cortada, por lo que reciben un salario variable, a destajo. Los organizadores de las cooperativas asociadas les dicen que ellos son a la vez patrones y trabajadores, en razón de lo cual todo lo que utilizan o necesitan (machetes, guantes, zapatos, ropa y protectores de tobillo) deben ser comprados por ellos mismos, con sus magros ingresos. Tampoco tienen subsidio de transporte, un gasto importante en su reducido presupuesto ya que representa hasta la séptima parte de sus salarios, porque supuestamente no son empleados sino patrones. Entre otras cosas, esta extraña condición de figurar como patronos de sí mismos les impide en términos legales que hagan huelgas. No tienen derecho a vacaciones ni a pago de horas extras [9].

En el caso de la caña como en los otros sectores de este tipo de agronegocios, si los trabajadores se atreven a protestar, a organizarse, afiliarse a un sindicato o hacer huelga, inmediatamente son amenazados, perseguidos y asesinados sus líderes y activistas más beligerantes.

Liquidación de organizaciones y movimientos sociales

Otra característica de la acumulación por desposesión estriba en desarticular por todos los medios posibles, empezando por la violencia física directa, a todos aquellos sectores sociales de tipo popular que pudiesen oponerse al proyecto de consolidación del capitalismo agroindustrial de tipo exportador. En Colombia esto se expresa en el desangre que han sufrido las organizaciones sociales en los últimos 25 años por parte del Estado y de los grupos de sicarios que han sido organizados y financiados por diversas fracciones de las clases dominantes, en cabeza de las cuales sobresalen los ganaderos y latifundistas, en asocio con empresas multinacionales.

La violencia contemporánea que acompaña el despojo de la tierra y la naturaleza tiene un marcado carácter de clase. Se trata, en pocas palabras, de eliminar los incómodos obstáculos sociales que impidan la consolidación del modelo agroexportador, lo cual sigue en términos generales un mismo modus operandi: primero se limpia la tierra mediante el terror por parte de grupos de criminales contratados por el Estado y fracciones de las clases dominantes; luego, los políticos regionales diseñan la planeación estratégica para transformar esas regiones en lugares adecuados para la puesta en marcha de actividades económicas, que sólo pueden llevarse a cabo con la consolidación de los planes de pillaje, muerte y saqueo; en tercer lugar, ya con las tierras despejadas y con los planes empresariales se llama al capital extranjero para que invierta en el país, garantizándoles plena seguridad a las inversiones y brindándole, aparte de protección, todo tipo de gabelas, descuentos y regalos.

La implantación de cultivos como el banano, la palma aceitera, o de otros productos destinados a producir agrocombustibles (caña de azúcar) o la extracción de petróleo, minerales y oro viene acompañada de una dosis notable de violencia, como se evidencia con la gran cantidad de sindicalistas, dirigentes campesinos e indígenas que han sido asesinados. Las masacres, desplazamientos forzados, destrucción de sindicatos acompañan esta forma de acumulación de capital en Colombia en las últimas décadas. Eso no es algo excepcional o fortuito sino consustancial a este tipo de capitalismo gángsteril, como lo dice un estudioso de la explotación de palma: “El aceite o el biodiesel de Palma Africana tienen a la violencia como aditivo. En Indonesia, en África o en Colombia, la depredación ambiental, la represión a las comunidades indígenas y campesinas, y el antisindicalismo son algunas de las huellas de la identidad violenta del cultivo industrial de la Palma Africana” [10].

La implantación de la palma viene acompañada de la expulsión de los campesinos y por esa razón puede decirse que la palma aceitera Es el “NAPALM” del Plan Colombia: quemando la selva, quemando la gente y a todo derecho.” Y lo que queda después son “desiertos verdes, árboles en filas plantados como zanahorias, sin campesinos, con escasa mano de obra y la poca que genera mendiga por laberintos donde la esclavitud no encuentra salidas” [11]. Esta es la famosa Arabia Saudita del biodiesel que buscan los para empresarios y no están equivocados porque quieren transformar a este país en un desierto de palma, sin campesinos, regido por una monarquía oligárquica y corrupta como la de Arabia Saudita.

La palma es un negocio criminal de paramilitares y narcotraficantes, como se prueba con el hecho que 23 empresarios del sector en el 2003 invirtieron 34 millones de dólares. Esto fue posible mediante el desplazamiento de 5000 campesinos, la ocupación de 100 mil hectáreas que correspondían a territorios de comunidades afrodescendientes en el Choco. Esto fue respaldado por los sicarios privados, aliados con el ejército y burócratas del Ministerio de Agricultura, que concedieron generosos créditos y llamaron a la apropiación de la tierra para que “honestos empresarios hicieran patria” con su sacrificio y tesón. Como para que no quede duda esta operación, encaminada a impulsar el cultivo de palma, fue directamente comandada por los paramilitares Carlos y Vicente Castaño, que a su vez eran propietarios de Urapalma, una firma dedicada al negocio de producir y refinar aceite de palma. Uno de estos criminales, Vicente Castaño, recibió “2,8 millones de dólares de entidades como el Fondo para el Financiamiento del Sector Agropecuario y el Banco Agrario”, y otras tres firmas de paramilitares recibieron más de 6,8 millones de dólares [12].

Otro tanto sucede con el banano que se ha sembrado en Colombia para la exportación, producto que desde la masacre de 1928 ha estado ligado a la violencia del capital imperialista. Y esta no es una evocación histórica sino actual, porque se han comprobado los nexos entre los grupos de criminales que mataron a miles de campesinos y trabajadores bananeros en varias zonas del país, especialmente en el Urabá antioqueño, hasta el punto que la Chiquita Brands fue condenada en un tribunal de los Estados Unidos a pagar una multa de 25 millones de dólares por estos crímenes. Eso si, sus ejecutivos no sufrieron ninguna condena por patrocinar y financiar a los criminales que le hacían el favor de matar a sus incómodos trabajadores que se organizaban en sindicatos y querían mejorar sus condiciones de trabajo y de vida. Tal ha sido la impunidad criminal que se enseñoreo en la zona bananera de Urabá que bien puede catalogarse como un “modelo” de imposición de los cultivos empresariales en nuestro país, ya que allí confluyen todos los elementos que hemos descrito: despojo de tierras, expulsión de campesinos y trabajadores, asesinatos, masacres, financiamiento de empresas nacionales y multinacionales a los grupos criminales, alianzas entre sicarios y militares, participación y complicidad del Estado, eliminación física de la base social de la insurgencia y los movimientos de izquierda, legitimación por parte de la gran prensa y de los políticos locales de los crímenes cometidos a nombre de la salvación de la patria y de la imposición del orden y la seguridad, premio a los criminales donde quiera que se encuentren o se desempeñen, patrocinio de políticos regionales a nivel nacional, hasta que uno de ellos alcanzó la presidencia de la República.

Ese modelo bananero es el mismo que se está aplicando con la palma aceitera y en la explotación minera, como buen ejemplo de los costos sociales y humanos de la producción primaria exportadora que beneficia al capital imperialista y a sus socios criollos. En pocas palabras, en el Urabá antioqueño se demostró que este país es una típica república bananera, aunque mejor sería llamarla una Para-República Bananera.


(*) Renán Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional, de Bogotá, Colombia. Autor y compilador de los libros Marx y el siglo XXI (2 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999; Gente muy Rebelde, (4 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 2002; entre otros. Premio Libertador, Venezuela, 2008.

Notas:

[1] David Harvey, El nuevo imperialismo, Editorial Akal, Madrid, 2005, p. 119.

[2] Ver, PNUD, Colombia, Colombia rural. Razones para la esperanza. Resumen Ejecutivo, Informe Nacional de Desarrollo Humano 2011, Bogotá, septiembre de 2011; Luis Fernando Gómez Marin, Concentración de la tierra y concentración de ayudas del Estado, en luisfernandogomezz.blogspot.com/.../la-desigualdad-en-la-propiedad ; Darío Fajardo, Reforma agraria y paz… o minería, en www.espaciocritico.com/?q=node/72

[3] Citado en Azalea Robles, “La Ley de Tierras de Santos. De las fosas comunes a la consolidación del gran capital”, Rebelión, octubre 18 del 2010.

[4] El primer capítulo de la ‘paraeconomía’, en www.espaciocritico.com/?q=node/72

[5] Carbón y sangre en las tierras de Jorge 40. en www.prensarural.org/spip/spip.php?article4803

[6] Fernando Castrillón Zapata, Efraín Jaramillo y Gregorio Mesa Cuadros, Colombia: La represa de Urrá y los Embera Katío del Alto Sinú. Una Historia de farsas y crímenes, en www.kaosenlared.net/noticia/colombia-represa-urra-embera-katio-alto-sinu-historia-farsas-crimenes

[7] Medoro Resources Ltda. se quiere tragar a Marmato, en www.pacificocolombia.org/.../ medoro - resources -ltda... marmato /77

[8] Desplazamiento: el desangre continua, en www.verdadabierta.com/index.php?option=com_content&id...

[9] Ricardo Aricapa, Las razones sociales y laborales que llevaron al paro a los corteros de caña, en www.rebanadasderealidad.com.ar/escuela-col-08-06.htm

[10] Gerardo Iglesias, “El agua y el aceite. Palma africana y derechos humanos”, en www.ecoportal.net Rel-UITA

[11] Ibíd.

[12] La palma africana negocio criminal de paramilitares y narcotraficantes, en www.derechos.org/nizkor/colombia/doc/palma1.html