Acumulación por desposesión es un término
que se utiliza para estudiar la mercantilización y
privatización de la tierra y la expulsión violenta de
habitantes del campo, junto con la transformación de los
derechos comunes en derechos privados. A esto se le agrega
el análisis de los métodos imperialistas para apropiarse
de los recursos naturales y energéticos, en consonancia con
el papel del capital financiero como instrumento de
endeudamiento de la población, urbana y rural, y como
soporte “legal” de la expulsión de campesinos e indígenas,
reducidos a la servidumbre por deudas.
Colombia es un inmenso laboratorio de
la acumulación por desposesión porque se presentan, a
vasta escala y con un increíble nivel de violencia, las
características antes enunciadas. En síntesis, “lo que
posibilita la acumulación por desposesión es la liberación
de un conjunto de activos (incluida la fuerza de trabajo) a
un coste muy bajo (y en algunos casos nulo)”[1]. El
elemento esencial es el despojo como forma violenta que
vincula las actividades económicas y la apropiación de
tierras. En este sentido, los asesinatos, las masacres, las
torturas, el desplazamiento forzado son vehículos de la
concentración de tierras, llevados a cabo por
“empresarios” que impulsan la acumulación de capital en
el campo, gran parte de la cual proviene del robo de la
tierra y de la riqueza de los campesinos.
Despojo de tierras
La concentración de tierras en manos
de pocos terratenientes ha sido una característica
distintiva de la historia de Colombia desde el mismo momento
de su separación de España. En este país nunca se realizó
una reforma agraria y siempre los latifundistas han tenido
un papel protagónico en la escena política y en la vida
económica y social. Esto se expresa con indicadores
elementales de concentración de la propiedad de la tierra:
en el país hay 114 millones de hectáreas, de las cuales
51.3 millones se consideran como superficie agropecuaria, de
cuyo total 36 millones están dedicados a la ganadería
extensiva, expresión tradicional del poder de ganaderos,
terratenientes y narcotraficantes; 10 millones de hectáreas
son aptas para la agricultura, y de ellas la mitad se dedica
a actividades agroindustriales y en el resto, laderas y
zonas bajas tropicales, subsisten millones de campesinos y
colonos, de los cuales sólo tiene título de propiedad el
15 por ciento; un 0,43% de los propietarios (grande
latifundistas) es dueño del 62,91% del Área Predial Rural,
al tiempo que el 57.87% de los propietarios (minifundistas y
pequeños propietarios), tiene un ridículo 1.66% de la
tierra; el 53% del total de la tierra registrada se
concentra en manos de sólo tres mil grandes propietarios
rurales; el índice GINI en cuanto propiedad rural ascendió
en 2009 a 0.863, uno de los más altos del mundo, sólo
superado en América Latina por Paraguay, un país más
pequeño; entre el 76 y el 79% de las personas desplazadas
tenía derechos asociados a la tierra, bien como
propietarios, ocupantes de hecho, poseedores o tenedores; en
el último cuarto de siglo se le han usurpado por medio de
la violencia unos 7 millones de hectáreas a sus legítimos
propietarios o poseedores [2].
De acuerdo a estas cifras, Colombia es
uno de los países más injustos y desiguales del planeta,
lo cual explica el permanente conflicto agrario de los últimos
60 años, como continuación de las luchas que libraron los
colonos, indígenas y campesinos desde comienzos del siglo
XIX. En ese sentido, la brutal expropiación de tierras del
último cuarto de siglo refuerza un proceso estructural,
aunque ahora ese despojo se esté llevando a cabo con unos
niveles de violencia y de terror difíciles de concebir en
otros lugares del mundo. Este proceso puede definirse como
una revancha terrateniente (ahora nutrida con la savia
criminal de la alianza que se gestó desde el Estado, entre
el Estado, las clases dominantes, el paramilitarismo, el
narcotráfico y las multinacionales) cuya finalidad ha sido
arrebatar las tierras a los campesinos pobres y destruir a
los movimientos sociales de tipo agrario que se les pudieran
oponer.
Esto se encuentra ligado con los
intereses del capitalismo contemporáneo, porque como lo señaló
un campesino que logró escapar de esa barbarie: “En los
Hornos crematorios, los criaderos de caimanes y las fosas
desaparecieron a muchas víctimas de la contra–reforma
agraria en Colombia” [3] Por si hubiera dudas, 4.000
paramilitares confesaron que habían cometido 156.000
asesinatos y participaron en 860 masacres y la Fiscalía
General de la Nación informó que entre 2005 y 2010 fueron
asesinadas por paramilitares 173.000 personas.
El cambio en el uso de la tierra en
Colombia ha sido tan evidente en los últimos 20 años que
en donde antes habían parcelas campesinas, llenas de vida,
sembradas de maíz y de cultivos de pan coger, con unas
cuantas gallinas y cerdos, hoy pasan carreteras y se han
sembrado cultivos de exportación, o se han convertido en
tierras de ganadería. La expropiación de las tierras de
los campesinos tiene varias finalidades, como se describe a
continuación.
Tierras para ganadería
Los terratenientes colombianos tienen
una especial debilidad por las vacas y los caballos, y por
eso poseen grandes latifundios donde pastan miles de cabezas
de ganado y caballos de paso fino. La ganaderización del
campo colombiano es uno de los rasgos distintivos de este país
desde el siglo XIX, cuando los terratenientes introdujeron
el alambre de púas y la siembra de pastos, mientras
expulsaban a los colonos de las tierras, les arrebataban los
títulos y los convertían en peones y agregados de las
haciendas. Hasta tal punto domina la lógica ganadera que en
las ferias y fiestas que se celebran todos los años se
exhiben los “grandes avances” de la ganadería, con
exposiciones equinas, corridas de toros, certámenes de
coleo o carralejas, para agasajar a los gamonales y
terratenientes de un pueblo o una región. Un solo dato es
indicativo del poder de los ganaderos en la sociedad
colombiana: ocupan 36 millones de hectáreas para un hato
ganadero de 19 millones de vacas, es decir, que cada vaca
ocupa en promedio casi dos hectáreas del suelo, mientras
que millones de campesinos no tienen ni un pedazo de tierra
a donde caer muertos. En tales condiciones, uno de los móviles
centrales del despojo de tierra busca convertirlas en
grandes pastizales, para “sembrar” vacas, caballos y en
algunos casos, como en ciertas regiones de Antioquia, hasta
búfalos.
Tierras para sembrar
cultivos de exportación
Las clases dominantes en Colombia, con
una histórica vocación de terratenientes, han visto con
muy buenos ojos el proyecto que impulsan los países
imperialistas y sus empresas transnacionales de sembrar
cultivos de exportación. La puesta en marcha de ese
proyecto se sustenta en la expropiación de tierras en
varias regiones del país, que se destinan a sembrar
productos como la palma aceitera. Ningún cultivo como éste
simboliza los nexos entre violencia, despojo, apropiación
de tierras y paramilitarismo, como se evidencia en todas las
regiones donde se ha implantado.
La propuesta de convertir a Colombia en
un país palmicultor cobró fuerza durante el régimen
criminal de Álvaro Uribe Vélez, quien estableció como una
de sus prioridades incrementar la cantidad de tierras
dedicadas a la siembra de palma. Y en efecto, durante el período
2003–2009 el cultivo de palma aceitera pasó de 206.801 a
360.537 hectáreas, con la pretensión de alcanzar pronto
seis millones de hectáreas, como expresión del deseo de
convertir a Colombia en la “Arabia Saudita del
biodiesel”. Tan drástico incremento se logró en antiguas
tierras de campesinos, apropiadas por “prósperos para
empresarios”. que ahora las destinan a sembrar la palma de
la muerte, como la llaman los campesinos desalojados.
Entre los sectores sociales más
afectados por estos empresarios del crimen, dedicados a
negocios legales, se encuentran los habitantes
afrodescendientes de la costa pacífica colombiana, que han
sido expulsados de sus tierras, a punta de fuego y
motosierra, como ha sucedido con los habitantes de las
comunidades de Curvaradó y Jiguamiandó en el departamento
de Chocó, cuyos terrenos fueron ocupados por paramilitares
en alianza con miembros de la Armada en 1997. Luego del
despojo aparecieron empresarios de la Palma que empezaron a
sembrarla en esos territorios, contando con el respaldo y el
apoyo de la Brigada XVII del Ejercito Nacional que actúa en
favor de los empresarios y apoya la expansión de los
cultivos. Fueron limpiadas las tierras, derribado parte del
bosque nativo, y contaminadas las aguas. Las comunidades
campesinas no sólo fueron desalojadas sino que, después de
implantarse el cultivo, empezaron a ser asesinados sus
lideres cuando intentaban reorganizar a las comunidades,
contabilizándose cientos de asesinados [4].
Tierras donde se
encuentran riquezas minerales
En las diversas regiones de Colombia
donde existen riquezas minerales se ha organizado la expulsión
de indígenas y campesinos, como ha sucedido en la Costa Atlántica
con la explotación del carbón. En la Jagua de Ibirico,
departamento de César, desde mediados de la década de 1990
sicarios a sueldo realizaron numerosas masacres con la
finalidad de limpiar la tierra de sus incómodos ocupantes,
para apropiarse de las mismas y cederlas a empresas
multinacionales, como la Drumond, con la complicidad de
notarios del INCODER y otros funcionarios y abogados que
llegaron al descaro de hacer firmar escrituras a los muertos
para legalizar el robo de tierras. Los campesinos que
lograron sobrevivir se vieron obligados a huir, dejaron todo
abandonado y, en medio de la miseria, subsisten como
vendedores informales y viven en pocilgas miserables en
pueblos y ciudades de la costa [5].
Este es sólo un ejemplo, porque en
todo el país se están realizando apropiaciones de tierra
para realizar explotaciones mineras, si se tiene en cuenta
que el Estado les concede facilidades a empresas de capital
transnacional para que se lleven los recursos naturales, en
lo cual se incluye legalizar las concesiones mineras
mediante la entrega de miles de hectáreas para que operen
las compañías de Canadá, Sudáfrica, la Unión Europea y
otros países. Esto se evidencia con la expedición de títulos
mineros, los que pasaron de 80 en el 2000 a 5067 en el 2008,
con un total de casi 3 millones de hectáreas concedidas
para extracción minera.
Tierras para construir
represas
El monopolio de la tierra no puede
existir si al mismo tiempo no se monopoliza el agua, porque
la tierra sin agua es un desierto. Esto lo tienen claro los
terratenientes y ganaderos, así como el Estado que les
sirve. Por esta circunstancia, la expansión de los
latifundios viene acompañada de la expropiación de las
tierras circundantes a los lugares donde se encuentran
fuentes de agua y la apropiación privada de ríos,
quebradas, ciénagas, humedales y lagunas para beneficio
exclusivo de los terratenientes y ganaderos. Gran parte de
las represas que se han construido en Colombia en las últimas
décadas tienen esta finalidad.
Al respecto vale mencionar a la Represa
de Urra I, obra que se construyó entre 1993–1999, y que
contó con la lucida oposición de la comunidad indígena de
los Embera–Katios, ancestrales habitantes del lugar,
desplazados a sangre y fuego por grupos de paramilitares,
organizados por terratenientes y ganaderos y respaldados por
el Estado y los políticos regionales. La construcción de
esta represa es ilustrativa de la destrucción de los bienes
colectivos y su conversión en bienes privados, porque unos
70.000 indígenas, campesinos y pescadores fueron
directamente impactados por el proyecto Urra I. Al mismo
tiempo, se destruyó la pesca artesanal, porque disminuyeron
o desaparecieron especies de peces de la cuenca del río,
como el caso del bocachico, fuente alimenticia de primer
orden en la dieta de los embera Katio y los pescadores
locales. Esto último se debió a la desecación de los
humedales del alto Sinú, ocasionada por la disminución de
los flujos naturales del río, luego de que fuera construida
la represa.
Junto con el exterminio del bocachico
se han secado humedales y ciénagas, que entre otras cosas
es lo que le interesa a los terratenientes para expandir sus
fincas ganaderas. Lo que antes eran corrientes de agua
llenas de vida, ahora son fuentes contaminadas y muertas,
como sucede siempre con las grandes represas, que finalmente
son aguas estancadas en las que pululan los mosquitos, que
generan epidemias que antes no conocían los indígenas y
campesinos [6].
Las hidroeléctricas que se han
construido en Córdoba no son una cuestión de energía ni
de aguas, sino de tierras ganaderas, las mismas que
pertenecen a unos cuantos latifundistas que se van
expandiendo a costa de los pequeños campesinos e indígenas
y que utilizan todos los medios para quedarse hasta con las
tierras de los humedales, los cuales son secados con Búfalos.
En estas ricas tierras se han enfrentado desde el siglo XIX
los hacendados y los campesinos que cultivan maíz, yuca y
malanga y son pescadores, es decir, forman parte de lo que
Orlando Fals Borda llamó una cultura anfibia.
Tierras que se entregan a
las multinacionales
La tierra ha adquirido una renovada
importancia para las potencias capitalistas, en la
perspectiva de convertirla en medio de producción que
genere agrocombustibles y para apropiarse de las riquezas
naturales que en ellas se encuentren. En ese sentido, los países
imperialistas libran una guerra no declarada por apropiarse
de los recursos, cuyo escenario bélico se despliega en el
mundo periférico y dependiente. Colombia, uno de los
primeros países del mundo en biodiversidad, no está al
margen de esa guerra y por ello en los últimos tiempos se
ha presentado una ofensiva de las empresas transnacionales y
de sus respectivos estados por adueñarse de importantes
reservas de tierras, sobre todo aquellas en que existan
recursos minerales. Esto se facilita porque el Estado y las
clases dominantes del país han optado por regalarle al
capital imperialista nuestras riquezas, a cambio de que siga
fluyendo el caudal de dólares y euros para mantener la
guerra interna. Un caso particularmente destacado de entrega
de tierras a las multinacionales está relacionado con la
explotación de recursos minerales en diversas regiones del
territorio colombiano. A manera de ejemplo, valga mencionar
el caso de la extracción de oro por parte de empresas
canadienses y sudafricanas en lugares como Cajamarca
(Tolima), San Turbán (Santander), Marmato (Antioquia),
entre muchos casos.
En Marmato, una tradicional zona minera
desde hace varios siglos, la compañía canadiense Medoro
Resources anunció a finales del 2010 que va a realizar un
proyecto de minería a cielo abierto que cubre un área de
200 hectáreas e incluye el casco urbano de esa población.
Para llevar a cabo este proyecto, la compañía anunció que
en los próximos años va a extraer unos 10 millones de
onzas de oro. Para hacerlo requiere la remoción de 300 mil
toneladas de tierra al año y reasentar el pueblo en otro
lugar, el que se anuncia como un sitio paradisiaco, según
la propaganda oficial de la empresa, acogida desde luego por
la gran prensa y por los políticos de Antioquia y de
Caldas. Decir que ese es un reasentamiento es un abuso de
lenguaje, porque en verdad se está hablando del
desplazamiento forzado de todos los habitantes de un pueblo,
que durante varios siglos se han dedicado a la pequeña
minería, por obra y gracia de la minería transnacional
[7].
En las tierras que se ceden a las
multinacionales se incluyen los recursos naturales, la
biodiversidad y sobre todo el agua, tan necesaria para la
explotación minera y cuyas fuentes quedan contaminadas por
el arsénico que se vierte diariamente sobre ríos y
quebradas. La contaminación y desaparición de la
biodiversidad cierran un proceso de despojo, en el que
previamente los grupos privados de asesinos, en alianza con
las Fuerzas Armadas del estado, han desplazado a los
campesinos y habitantes pobres de las regiones donde se
explotan minerales. Se calcula que como resultado de la
extracción de recursos minerales, en Colombia habían sido
desplazadas en los últimos años, hasta agosto de 2008,
unas 600 mil personas. Nada sorprendente si se sabe, por
ejemplo, que la transnacional Kedahda (filial de la
Surafricana Anglo Gold Ashanti) ha solicitado que le
otorguen concesiones en 336 municipios del país, en zonas
en las que es notoria la presencia de paramilitares.
La legalización del
despojo
Luego de perpetrado el robo de tierras
se trata de asegurar su posesión por parte de los
usurpadores. Para lograrlo el Estado juega un papel de
primer orden ya que entran a operar los mecanismos
“legales”, donde abogados, jueces, notarios, alcaldes,
gobernadores, parlamentarios, ministros y presidentes actúan
en consonancia con el proyecto de legitimar y legalizar la
expropiación de tierras. Todos estos funcionarios estatales
adelantan la labor de limpiar la cara de los criminales y de
presentarlos como honestos empresarios que, al despojar a
los campesinos, actúan como portavoces de la patria y se
comportan como excelsos defensores de la sagrada propiedad
privada. Siempre se trata de mostrar ante la opinión pública
que no existió el saqueo y que los pequeños propietarios
no son productivos sino, más bien, son un estorbo que
conspiran contra los grandes propietarios que, según el
estribillo de moda, son los que generan empleo y
prosperidad.
En Colombia el despojo de tierras se ha
legalizado desde el Estado central con un sinnúmero de
leyes. Valga mencionar algunas. La ley 791 de 2002 reduce a
la mitad el tiempo estipulado para la prescripción
ordinaria y extraordinaria, con lo cual se acorta el plazo
requerido para alcanzar la legalización de un predio ante
los estrados judiciales, argucia que como es obvio favorece
a los usurpadores de tierras. La ley 1182 del 2008 instituye
el “saneamiento de la falsa tradición”, una figura con
la que se posibilita la legalización de predios de más de
20 hectáreas adquiridos de manera ilegal, siempre y cuando
no se presente ante un juez alguna persona que alegue en
contra de esa solicitud y con pruebas, algo difícil porque
un desplazado o no está informado de las solicitudes de
adjudicación sobre sus tierras y si está enterado poco
puede hacer ante el chantaje violento que pende sobre su
cabeza. La ley 1152, o Estatuto Rural, establece la validez
de los títulos no originarios del estado registrados entre
1917 y 2007, con lo cual permite la solución de los
litigios a favor de los grandes propietarios y quienes han
robado tierras en los últimos 90 años. Esta misma ley prohíbe
la ampliación de resguardos indígenas en la zona del Pacífico
y en la cuenca del Atrato, un región de gran desplazamiento
forzado, que deja a los indígenas desamparados legalmente
para defender sus territorios.
Pero las leyes de legalización del
despojo no sólo están referidas a las tierras, sino que
incluyen el interés de legislar en términos de agua,
paramos, bosques, parques naturales, recursos forestales
para que todo aquello que sea propiedad pública o común se
convierta en bienes privados al servicio de capitalistas,
terratenientes y multinacionales.
Como si no fuera bastante con este
rosario de leyes a favor del latifundio y los agentes del
despojo rural, durante el gobierno de Juan Manuel Santos se
ha impulsado la idea de la consolidación de la seguridad
democrática, un eufemismo para decir que se va asegurar el
robo y el despojo. Al respecto, en el 2010 fueron
desplazadas 280.041 personas del campo, en 31 de los 32
departamentos del país y, lo más revelador, el 33 por
ciento de los desplazados se origina en las zonas que el régimen
uribista denominó Centros de Coordinación y Atención
Integral (Ccai), “programas que tienen incidencia en 86
municipios en 17 departamentos, los cuales el ex presidente
Uribe consideró prioritarios para recuperar la seguridad y
avanzar en inversión social y empresarial”. Llamativo
también que en un tercio de las tales zonas de consolidación
hay explotaciones de minerales, especialmente del oro, como
en Montelíbano (Córdoba), varios municipios del Bajo
Cauca, en el Pacífico o en el Catatumbo. No por casualidad
la región más crítica es el bajo cauca, donde “En las
riberas de los ríos Cauca, Man, Nechí y Cacerí hay cerca
de 2.000 retroexcavadoras y dragas que según cifras
oficiales sacan 28 toneladas de oro al año. Con la fiebre
minera llegaron las bandas criminales, las masacres, los
asesinatos y las amenazas. En la región hay 89 asesinatos
por cada 100.000 habitantes, la tasa más alta de
Antioquia”.
En esas zonas de consolidación de
latifundio agroindustrial se están sembrado miles de hectáreas
con palma aceitera, tales como en San Onofre (Sucre), Tibú
(Norte de Santander), Guapi y Tumaco (Nariño), en las
faldas de la Sierra Nevada y en la Macarena (Meta).
En tales zonas de consolidación
tampoco se ha erradicado el narcotráfico, pues en un 70 por
ciento de ellas se cultiva hoja de coca, un hecho que además
acelera el desplazamiento porque actúan los
narcoparamilitares y porque las fumigaciones del ejército
golpean a los campesinos y sus familias y les destruyen sus
cultivos [8].
En rigor, la consolidación que se
busca es la del gran capital agro–minero exportador en el
cual sobresale la alianza entre latifundistas,
narcotraficantes, exportadores y empresas multinacionales.
Para hacerlo posible, el Plan Nacional de Desarrollo, en sus
artículos 45, 46 y 47, modifica la ley 160 de 1994 que
impedía que las tierras públicas (baldías) fueran
transferidas a particulares que formaran latifundios. Ahora
se permite que se adjudiquen esos baldíos de la nación a
cualquier persona, nacional o extranjero, todo lo cual se
justifica con el cuento de promover las grandes
exportaciones agropecuarias, en las que se destila la
demagogia que de esta forma se consolidará la alianza entre
campesinos y grandes productores. Algo que es mucho más
explicito con la mal llamada Ley de Tierras, un proyecto que
favorece y fortalece a los capitalistas nacionales y
extranjeros.
Los expropiados
Aunque las grandes empresas
agroexportadoras y minerales necesiten trabajadores ya no
requieren vastos contingentes de ellos, ni tampoco generan
unas relaciones salariales clásicas, sino que impulsan
formas de vinculación laborales propias del esclavismo o
del feudalismo. El empleo que generan las minas o las
plantaciones de palma o de caña de azúcar es muy escaso y
el grado de explotación de los trabajadores es bestial, sin
ningún tipo de derechos laborales, e incluso sin contratación
directa puesto que predomina el trabajo terciarizado por
medio de cooperativas, con el objetivo de esconder al patrón.
Un ejemplo de esta forma de vinculación laboral de tipo
salarial, degradada al máximo, es el de los corteros del
Valle del Cauca, que en el 2008 realizaron una heroica
huelga.
Estos trabajadores de rasgos cetrinos,
muchos de ellos descendientes de esclavos africanos,
soportan interminables jornadas de 12 o más horas,
laborando bajo pleno sol, sin un salario fijo porque se les
paga de acuerdo a la cantidad de caña que sean capaces de
cortar, cuyo peso es controlado por las basculas que
pertenecen o las empresas contratistas o a los ingenios. Su
jornada de trabajo discurre los siete días de la semana,
con un solo día de descanso al mes. No tienen derecho a
enfermarse porque, aparte de que no cuentan con servicio médico
pago por la empresa sino que lo deben asumir por su cuenta,
deben enviar un sustituto cuando se enferman y si no lo
hacen son despedidos. La jornada diaria de trabajo se inicia
a las seis de la mañana y se prolonga hasta cuando comienza
la noche. Todo el día cortan caña a punta de machete. Se
les paga por el volumen de caña cortada, por lo que reciben
un salario variable, a destajo. Los organizadores de las
cooperativas asociadas les dicen que ellos son a la vez
patrones y trabajadores, en razón de lo cual todo lo que
utilizan o necesitan (machetes, guantes, zapatos, ropa y
protectores de tobillo) deben ser comprados por ellos
mismos, con sus magros ingresos. Tampoco tienen subsidio de
transporte, un gasto importante en su reducido presupuesto
ya que representa hasta la séptima parte de sus salarios,
porque supuestamente no son empleados sino patrones. Entre
otras cosas, esta extraña condición de figurar como
patronos de sí mismos les impide en términos legales que
hagan huelgas. No tienen derecho a vacaciones ni a pago de
horas extras [9].
En el caso de la caña como en los
otros sectores de este tipo de agronegocios, si los
trabajadores se atreven a protestar, a organizarse,
afiliarse a un sindicato o hacer huelga, inmediatamente son
amenazados, perseguidos y asesinados sus líderes y
activistas más beligerantes.
Liquidación de
organizaciones y movimientos sociales
Otra característica de la acumulación
por desposesión estriba en desarticular por todos los
medios posibles, empezando por la violencia física directa,
a todos aquellos sectores sociales de tipo popular que
pudiesen oponerse al proyecto de consolidación del
capitalismo agroindustrial de tipo exportador. En Colombia
esto se expresa en el desangre que han sufrido las
organizaciones sociales en los últimos 25 años por parte
del Estado y de los grupos de sicarios que han sido
organizados y financiados por diversas fracciones de las
clases dominantes, en cabeza de las cuales sobresalen los
ganaderos y latifundistas, en asocio con empresas
multinacionales.
La violencia contemporánea que acompaña
el despojo de la tierra y la naturaleza tiene un marcado carácter
de clase. Se trata, en pocas palabras, de eliminar los incómodos
obstáculos sociales que impidan la consolidación del
modelo agroexportador, lo cual sigue en términos generales
un mismo modus operandi: primero se limpia la tierra
mediante el terror por parte de grupos de criminales
contratados por el Estado y fracciones de las clases
dominantes; luego, los políticos regionales diseñan la
planeación estratégica para transformar esas regiones en
lugares adecuados para la puesta en marcha de actividades
económicas, que sólo pueden llevarse a cabo con la
consolidación de los planes de pillaje, muerte y saqueo; en
tercer lugar, ya con las tierras despejadas y con los planes
empresariales se llama al capital extranjero para que
invierta en el país, garantizándoles plena seguridad a las
inversiones y brindándole, aparte de protección, todo tipo
de gabelas, descuentos y regalos.
La implantación de cultivos como el
banano, la palma aceitera, o de otros productos destinados a
producir agrocombustibles (caña de azúcar) o la extracción
de petróleo, minerales y oro viene acompañada de una dosis
notable de violencia, como se evidencia con la gran cantidad
de sindicalistas, dirigentes campesinos e indígenas que han
sido asesinados. Las masacres, desplazamientos forzados,
destrucción de sindicatos acompañan esta forma de
acumulación de capital en Colombia en las últimas décadas.
Eso no es algo excepcional o fortuito sino consustancial a
este tipo de capitalismo gángsteril, como lo dice un
estudioso de la explotación de palma: “El aceite o el
biodiesel de Palma Africana tienen a la violencia como
aditivo. En Indonesia, en África o en Colombia, la
depredación ambiental, la represión a las comunidades indígenas
y campesinas, y el antisindicalismo son algunas de las
huellas de la identidad violenta del cultivo industrial de
la Palma Africana” [10].
La implantación de la palma viene
acompañada de la expulsión de los campesinos y por esa razón
puede decirse que la palma aceitera Es el “NAPALM” del
Plan Colombia: quemando la selva, quemando la gente y a todo
derecho.” Y lo que queda después son “desiertos verdes,
árboles en filas plantados como zanahorias, sin campesinos,
con escasa mano de obra y la poca que genera mendiga por
laberintos donde la esclavitud no encuentra salidas” [11].
Esta es la famosa Arabia Saudita del biodiesel que buscan
los para empresarios y no están equivocados porque quieren
transformar a este país en un desierto de palma, sin
campesinos, regido por una monarquía oligárquica y
corrupta como la de Arabia Saudita.
La palma es un negocio criminal de
paramilitares y narcotraficantes, como se prueba con el
hecho que 23 empresarios del sector en el 2003 invirtieron
34 millones de dólares. Esto fue posible mediante el
desplazamiento de 5000 campesinos, la ocupación de 100 mil
hectáreas que correspondían a territorios de comunidades
afrodescendientes en el Choco. Esto fue respaldado por los
sicarios privados, aliados con el ejército y burócratas
del Ministerio de Agricultura, que concedieron generosos créditos
y llamaron a la apropiación de la tierra para que
“honestos empresarios hicieran patria” con su sacrificio
y tesón. Como para que no quede duda esta operación,
encaminada a impulsar el cultivo de palma, fue directamente
comandada por los paramilitares Carlos y Vicente Castaño,
que a su vez eran propietarios de Urapalma, una firma
dedicada al negocio de producir y refinar aceite de palma.
Uno de estos criminales, Vicente Castaño, recibió “2,8
millones de dólares de entidades como el Fondo para el
Financiamiento del Sector Agropecuario y el Banco
Agrario”, y otras tres firmas de paramilitares recibieron
más de 6,8 millones de dólares [12].
Otro tanto sucede con el banano que se
ha sembrado en Colombia para la exportación, producto que
desde la masacre de 1928 ha estado ligado a la violencia del
capital imperialista. Y esta no es una evocación histórica
sino actual, porque se han comprobado los nexos entre los
grupos de criminales que mataron a miles de campesinos y
trabajadores bananeros en varias zonas del país,
especialmente en el Urabá antioqueño, hasta el punto que
la Chiquita Brands fue condenada en un tribunal de los
Estados Unidos a pagar una multa de 25 millones de dólares
por estos crímenes. Eso si, sus ejecutivos no sufrieron
ninguna condena por patrocinar y financiar a los criminales
que le hacían el favor de matar a sus incómodos
trabajadores que se organizaban en sindicatos y querían
mejorar sus condiciones de trabajo y de vida. Tal ha sido la
impunidad criminal que se enseñoreo en la zona bananera de
Urabá que bien puede catalogarse como un “modelo” de
imposición de los cultivos empresariales en nuestro país,
ya que allí confluyen todos los elementos que hemos
descrito: despojo de tierras, expulsión de campesinos y
trabajadores, asesinatos, masacres, financiamiento de
empresas nacionales y multinacionales a los grupos
criminales, alianzas entre sicarios y militares, participación
y complicidad del Estado, eliminación física de la base
social de la insurgencia y los movimientos de izquierda,
legitimación por parte de la gran prensa y de los políticos
locales de los crímenes cometidos a nombre de la salvación
de la patria y de la imposición del orden y la seguridad,
premio a los criminales donde quiera que se encuentren o se
desempeñen, patrocinio de políticos regionales a nivel
nacional, hasta que uno de ellos alcanzó la presidencia de
la República.
Ese modelo bananero es el mismo que se
está aplicando con la palma aceitera y en la explotación
minera, como buen ejemplo de los costos sociales y humanos
de la producción primaria exportadora que beneficia al
capital imperialista y a sus socios criollos. En pocas
palabras, en el Urabá antioqueño se demostró que este país
es una típica república bananera, aunque mejor sería
llamarla una Para-República Bananera.
(*) Renán Vega Cantor es
historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica
Nacional, de Bogotá, Colombia. Autor y compilador de los
libros Marx y el siglo XXI (2 volúmenes), Editorial
Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999; Gente muy Rebelde,
(4 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá,
2002; entre otros. Premio Libertador, Venezuela, 2008.
Notas:
[1] David Harvey, El nuevo
imperialismo, Editorial Akal, Madrid, 2005, p. 119.
[2] Ver, PNUD, Colombia, Colombia
rural. Razones para la esperanza. Resumen Ejecutivo, Informe
Nacional de Desarrollo Humano 2011, Bogotá, septiembre de
2011; Luis Fernando Gómez Marin, Concentración de la
tierra y concentración de ayudas del Estado, en
luisfernandogomezz.blogspot.com/.../la-desigualdad-en-la-propiedad
; Darío Fajardo, Reforma agraria y paz… o minería, en
www.espaciocritico.com/?q=node/72
[3] Citado en Azalea Robles, “La Ley
de Tierras de Santos. De las fosas comunes a la consolidación
del gran capital”, Rebelión, octubre 18 del 2010.
[4] El primer capítulo de la
‘paraeconomía’, en www.espaciocritico.com/?q=node/72
[5] Carbón y sangre en las tierras de
Jorge 40. en www.prensarural.org/spip/spip.php?article4803
[6] Fernando Castrillón Zapata, Efraín
Jaramillo y Gregorio Mesa Cuadros, Colombia: La represa de
Urrá y los Embera Katío del Alto Sinú. Una Historia de
farsas y crímenes, en
www.kaosenlared.net/noticia/colombia-represa-urra-embera-katio-alto-sinu-historia-farsas-crimenes
[7] Medoro Resources Ltda. se quiere
tragar a Marmato, en www.pacificocolombia.org/.../ medoro -
resources -ltda... marmato /77
[8] Desplazamiento: el desangre
continua, en
www.verdadabierta.com/index.php?option=com_content&id...
[9] Ricardo Aricapa, Las razones
sociales y laborales que llevaron al paro a los corteros de
caña, en
www.rebanadasderealidad.com.ar/escuela-col-08-06.htm
[10] Gerardo Iglesias, “El agua y el
aceite. Palma africana y derechos humanos”, en
www.ecoportal.net Rel-UITA
[11] Ibíd.
[12] La palma africana negocio criminal
de paramilitares y narcotraficantes, en
www.derechos.org/nizkor/colombia/doc/palma1.html