Una
crisis devastadora en ciernes
Por Robert Brenner
Against the Current No. 132, enero / febrero 2008
Sin
Permiso, 27/01/08
Traducción
de Gustavo Búster
La
actual crisis podría convertirse en la más devastadora
desde la Gran Depresión. Es la manifestación de un
conjunto de hondos problemas irresueltos de la economía
real que anduvieron durante décadas –literalmente–
traspapelados, ocultos tras una montaña de deuda. Y expresa
también una contracción financiera coyuntural de una
gravedad desconocida desde la II Guerra Mundial. La
combinación de la debilidad subyacente de la acumulación
de capital y el resquebrajamiento del sistema financiero es
lo que hace que esta caída progresiva resulte tan
inmanejable para las autoridades responsables, y su
potencial destructivo, tan grave. La epidemia de hipotecas
ejecutadas, embargos y casas abandonadas –con frecuencia
después de haber sido despojadas de todo lo que queda de
valor, incluido el cobre de los cables eléctricos– se
abate sobre Detroit, en particular, y otras ciudades del
medio oeste de EEUU.
El
desastre humano que ello representa para cientos de miles de
familias y sus comunidades puede ser la primera señal de lo
que significa una crisis capitalista como ésta. Las fases
alcistas históricas de los mercados financieros en los 80,
90 y 2000 –con sus transferencias sin precedentes de
ingresos y activos hacia el uno por ciento más rico de la
población– han distraído la atención del progresivo
debilitamiento real a largo plazo de las economías
capitalistas avanzadas. Todos los indicadores económicos de
EEUU, Europa occidental y Japón –crecimiento, inversión,
empleo, salarios– han ido deteriorándose desde 1973, década
tras década, y ciclo económico tras ciclo económico.
Estos
últimos años, desde el comienzo del actual ciclo en 2001,
han sido los peores. El crecimiento del PIB de EEUU ha sido
el más bajo en comparación con cualquier otro período
desde finales de los años 40, mientras que los incrementos
en nuevas plantas y equipamiento productivo y en creación
de empleo han sido, respectivamente, un tercio y dos tercios
inferiores a las medias de posguerra. El salario por hora
real para los trabajadores productivos directos sin tareas
de supervisión, que representan el 80% de la fuerza de
trabajo, se ha mantenido en buena parte congelado en sus
niveles de 1979.
El
desarrollo económico tampoco ha sido significativamente más
robusto en Europa occidental o Japón. Este declive del
dinamismo económico del mundo capitalista avanzado hunde
sus raíces en una caída sustancial de los beneficios, cuya
causa primaria es una tendencia crónica a la sobreproducción
en el sector manufacturero industrial a escala mundial que
se remonta a finales de los años 60 y comienzos de los 70.
La tasa de beneficio en la economía privada todavía no se
ha recuperado en la primera década de este siglo, y sus
niveles en la fase alcista del ciclo en los años 90 no
llegaron a superar los de los años 70.
La
reducción de beneficios hace que las empresas tengan menor
capacidad de inversión en sus plantas y equipos y menores
incentivos para expandirse. Esta reducción de rentabilidad,
crónica desde los años 70, ha provocado una caída
sostenida de la proporción representada de las inversiones
en el conjunto del PIB en el grueso de las economías
capitalistas avanzadas, así como progresivas reducciones en
el crecimiento de la producción, de los medios de producción
y del empleo.
El
largo declive en la acumulación de capital, así como el
represamiento de los salarios por parte de las empresas, a
fin de restaurar sus tasas de beneficio, y los recortes
presupuestarios del gasto social por parte de los gobiernos,
a fin de sostener los beneficios capitalistas, han acabado
por provocar una caída del crecimiento de las inversiones,
del consumo y de la demanda pública que afecta al
crecimiento de la demanda en su conjunto. La debilidad de la
demanda agregada, que es en última instancia la
consecuencia de la caída de los beneficios, constituye
desde hace mucho tiempo el principal obstáculo para el
crecimiento en las economías capitalistas avanzadas.
Para
contrarrestar la persistente debilidad de la demanda
agregada, los gobiernos, encabezados por el de EEUU, no han
encontrado otra solución que comprometer volúmenes cada
vez mayores de deuda, en formas cada vez mas variadas y
barrocas, para mantener la economía en funcionamiento.
Inicialmente, en los años 70 y 80, los Estados se vieron
obligados a incurrir en déficit presupuestarios cada vez
mayores, a fin de mantener las tasas de crecimiento. Pero
aunque esos déficit públicos lograron generar cierta
estabilidad económica, sus efectos fueron decrecientes,
volviendo a la situación de estancamiento. Por utilizar la
jerga de la época, los gobiernos lograban cada vez menos
por la pasta invertida, es decir, cada vez obtenían menos
crecimiento del PIB con cada aumento de la deuda pública.
Del ajuste presupuestario a la política de la burbuja
económica
Así
pues, a comienzos de los años 90,
tanto en EEUU, bajo la dirección de Bill Clinton,
Robert Rubin y Alan Greespan, como en Europa, los gobiernos
giraron a la derecha: trataron de superar el estancamiento
económico buscando el equilibrio presupuestario con una
orientación neoliberal (privatizaciones y recorte del gasto
social). Y aunque no suele destacarse en las descripciones
de ese período, el hecho es que ese giro radical acabó con
un culatazo espectacular.
Dado
que la rentabilidad del capital seguía sin recuperarse, los
recortes del déficit público logrados con el equilibrio
presupuestario tuvieron un duro impacto negativo en la
demanda agregada, provocando que Europa y Japón sufrieran
recesiones devastadoras –las peores de la posguerra–
en la primera mitad de los años 90, y que la economía
de EE UU experimentara la llamada recuperación sin empleo.
Desde mediados de los años 90, EEUU se ha visto por ende
obligado a hacer uso de formas más y más vigorosas y
peligrosas de estímulo para contrarrestar la tendencia al
estancamiento económico. En concreto, ha sustituido el déficit
público tradicional keynesiano por el déficit privado y la
inflación de activos, en lo que bien podría calificarse
como keynesianismo de los precios o, simplemente, doctrina
político–económica de la burbuja.
Las
empresas y los hogares más pudientes vieron cómo sus
activos en papel se multiplicaban en el gran ciclo alcista
de las bolsas de los años 90. Lo que les permitió
embarcarse en un crecimiento sin precedentes de la deuda
privada y, apoyados en ella, mantener una vigorosa expansión
de la inversión y del consumo. El llamado boom de la
Nueva Economía fue la expresión directa de la histórica
burbuja de los precios de las acciones de 1995–2000. Pero,
puesto que el valor de las acciones y los activos
financieros creció a redropelo de la caída de la tasa de
beneficio y puesto que las nuevas inversiones agravaron la
sobrecapacidad de producción industrial, siguió rápidamente
una crisis de las bolsas y la recesión de 2000–2001, con
mengua de la rentabilidad del capital en los sectores no
financieros hasta alcanzar sus niveles más bajos desde
1980.
Impertérritos,
Greenspan y la Reserva Federal, con el concurso de otros
bancos centrales, se enfrentaron a la nueva depresión cíclica
de la economía con una nueva ronda inflacionista de los
valores bursátiles, situándonos en lo esencial en la
situación en que ahora nos hallamos. Al rebajar los
intereses reales a corto plazo hasta cero durante tres años,
coadyuvaron a una explosión histórica sin precedentes del
endeudamiento de los hogares, el cual, a su vez, contribuyó
a alimentar el crecimiento exponencial de los precios de la
vivienda y el valor de los activos de los hogares.
Según
The Economist, la burbuja inmobiliaria internacional entre
2000 y 2005 ha sido la mayor de todos los tiempos, superando
incluso a la de 1929. Y ha hecho posible un crecimiento
continuado del consumo y la inversión inmobiliaria, que
alimentaron a su vez la expansión. El consumo individual y
la construcción de vivienda han representado entre el 90 y
el 100% del crecimiento del PIB de EE UU en los primeros
cinco años del actual ciclo económico. Durante el mismo
período, según la página web Moody´s Economy.com, el
sector de la vivienda fue, él solo, responsable de casi el
50% del crecimiento de un PIB que alcanzó el 2,3%, en vez
del 1,6% en que se habría quedado sin esa contribución.
De
esta manera, y en paralelo a los déficit presupuestarios
"reaganianos" de la administración de Bush hijo,
el crecimiento sin precedentes de la deuda privada de los
hogares consiguió disimular la gran debilidad inherente a
la recuperación económica en curso. El crecimiento de la
demanda de consumo financiada gracias a la deuda privada, y
en general, a un crédito archibarato, no solo revitalizaron
la economía de EEUU, sino que, al impulsar un nuevo
crecimiento de las importaciones y del déficit de la
balanza por cuenta corriente (balanza de transferencias y
comercio) hasta batir un nuevo récord, dieron fuelle a lo
que parecía una impresionante expansión económica global.
Una ofensiva empresarial brutal
Pero
si los consumidores contribuyeron en la parte que les había
tocado en suerte, no se puede decir lo mismo de las empresas
privadas, a pesar del histórico estímulo económico del
que disfrutaron. Greenspan y la Reserva Federal habían
inflado la burbuja inmobiliaria con el propósito de dar
tiempo a las empresas para reducir sus excedentes de capital
improductivos y recuperar la inversión. Sin embargo, dando
absoluta primacía a la recuperación de sus tasas de
beneficio, lo que hicieron las empresas fue desencadenar una
brutal ofensiva contra los trabajadores. Aceleraron el
crecimiento de la productividad, no mediante la inversión
en nuevas plantas y equipos, sino recortando radicalmente el
volumen de empleo y obligando a los trabajadores que mantenían
en nómina a hacer no sólo su trabajo, sino también el de
los despedidos. Al congelar los salarios, al mismo tiempo
que arrancaban más producción per capita, lograron
apropiarse, en forma de beneficios, de una enorme parte
–sin precedentes históricos, por su magnitud– del
crecimiento experimentado por el PIB en el sector no
financiero.
Durante
esta expansión, las empresas no financieras habían
aumentado sus tasas de beneficios de manera importante,
pero, aun así, sin llegar a alcanzar los ya reducidos
niveles de los años 90. Además, en la medida en que el
crecimiento de la tasa de beneficio se obtuvo simplemente
mediante un aumento de la tasa de explotación –haciendo
que los obreros trabajasen más, y pagándoles menos por
hora trabajada–, caben dudas sobre su perdurabilidad. Pero
lo que importa, sobre todo, es esto: al mejorar la
rentabilidad del capital frenando al mismo tiempo la creación
de empleo, poniendo brida a la inversión y conteniendo los
salarios, las empresas de EEUU han represado el crecimiento
de la demanda agregada, reduciendo, por lo mismo, sus
propios incentivos para crecer.
Paralelamente,
en vez de incrementar la inversión, la productividad y el
empleo, a fin de incrementar los beneficios, lo que han
buscado las empresas ha sido el modo de sacar provecho del
precio inusualmente bajo de los créditos para mejorar su
propia posición y la de sus accionistas a través de la
manipulación financiera: pagando deudas, repartiendo
dividendos y comprando sus propias acciones con el propósito
de hacer subir su valor, particularmente mediante una
gigantesca ola de fusiones y adquisiciones. En los EEUU de
los últimos cuatro o cinco años, el reparto de dividendos
y la recompra de acciones como participación en las
utilidades acumuladas han alcanzado los niveles más altos
de todo el período de posguerra. Lo mismo ha ocurrido en la
entera economía mundial, en Europa, Japón y Corea.
El estallido de la burbuja
En
definitiva, la cuestión es que, desde 2000, en EEUU y en
todo el mundo capitalista avanzado, hemos sido testigos del
crecimiento más débil de la economía real desde el final
de la II Guerra Mundial en paralelo con la mayor expansión
de la economía financiera o virtual de toda la historia de
EEUU. No hace falta ser marxista para darse cuenta de que
esto no puede durar.
Como
es natural, de la misma manera que la burbuja bursátil de
los años 90 reventó, la burbuja inmobiliaria ha estallado.
Y como consecuencia, ahora presenciamos en la moviola al revés
la película de la expansión económica protagonizada por
el ladrillo del ciclo alcista. Los precios de las casas han
caído ya un 5% desde su nivel más alto en 2005. Pero es sólo
el comienzo. Moody´s estima que para cuando la burbuja
inmobiliaria se haya deshinchado por completo a comienzos
del 2009, los precios de las casas se habrán desplomado un
20% en términos nominales –más aun en términos
reales–, en lo que será la mayor caída de la historia de
los EE UU de posguerra.
Así
como el efecto positivo de riqueza de la burbuja
inmobiliaria empujó a la economía,
el efecto negativo de su estallido la frena. Como el
valor de sus casas disminuye, los hogares no pueden
utilizarlas como si fueran cajeros automáticos, su
capacidad de endeudamiento se colapsa y tienen que consumir
menos.
El
peligro implícito es que, al no ser ya capaces de
"ahorrar" de manera putativa gracias al aumento
del valor de sus viviendas, los hogares en EEUU comiencen a
hacerlo de verdad, incrementando una tasa de ahorro personal
que se halla actualmente en el nivel más bajo de la
historia y reduciendo sustancialmente el consumo.
Comprendiendo cabalmente cómo puede afectar el fin de la
burbuja inmobiliaria al poder adquisitivo de los
consumidores, las empresas han comenzado a reducir sus
ofertas de empleo, con el resultado de que éste ha caído
de manera significativa desde comienzos del 2007.
Debido
a la crisis inmobiliaria cada vez más grave y a la
desaceleración del empleo, ya en la segunda mitad de 2007
el crecimiento de las rentas totales reales de los hogares,
que habían aumentado a una tasa anual aproximada del 4,4%
en 2005 y 2006, se ha situado casi en cero. En otras
palabras, si se suma el ingreso disponible real de los
hogares, los préstamos obtenidos por la refinanciación de
las hipotecas, los préstamos al consumo y sus rentas de
capital, el resultado es que el dinero del que pueden
disponer los hogares para gastar ha dejado de crecer. Mucho
antes de que la crisis financiera estallará en verano, la
expansión había dado ya sus últimos pasos.
La
debacle de las hipotecas de riesgo subprime, consecuencia
directa de la burbuja inmobiliaria, ha venido a complicar
mucho el declive económico, haciéndolo extremadamente
peligrosa. La discusión de los mecanismos que ligan
avalancha de préstamos
hipotecarios de alto riesgo, embargos masivos de casas,
colapso de un mercado de bonos fundado en hipotecas subprime
y crisis de los grandes bancos que han atesorado entre sus
activos enormes cantidades de esos bonos, exige tratamiento
aparte y es imposible de abordar aquí.
Solo
se puede decir, a modo de conclusión, que, puesto que las pérdidas
de los bancos son tan reales –desapoderadas ya, y con
tendencia a hacerse mucho más grandes, a medida que empeore
la desaceleración–, la economía se enfrenta a una
perspectiva desconocida en todo el período de posguerra, y
es a saber: la de una congelación del crédito en el
momento mismo en que se desliza hacia una recesión. Y, a la
hora de prevenir eso, los gobiernos se hallan ante
dificultades sin precedentes.
(*) Robert Brenner, miembro del Consejo Editorial de Sin
Permiso, es director del Center for Social Theory and
Comparative History en la Universidad de California–Los Ángeles.
Es autor de “The Boom and the Bubble” (Verso, Londres,
2002), un libro imprescindible para entender la historia
económica del último medio siglo, el origen de la llamada
"globalización"
y la situación presente. (Hay traducción de una
primera versión, publicada en Chile con el título
“Turbulencias en la Economía Mundial”–Lom, Santiago,
1999–, desgraciadamente vertida a un castellano prácticamente
ilegible.)
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