Los arquitectos de la crisis financiera
actual
Por Juan Torres López (*)
Altereconomía, febrero 2008
La gente normal y corriente suele tener
una idea bastante difusa de las cuestiones económicas. Como
los grandes medios de comunicación las presentan de forma
oscura e incomprensible la mayoría de las personas piensa
que se trata de asuntos muy complejos que solo entienden y
pueden resolver los técnicos muy cualificados que trabajan
en los gobiernos o en los grandes bancos y empresas. Y
siendo así, es también normal que se desentiendan de
ellos, como cualquiera de nosotros se desentiende de lo que
hace el médico, el fontanero o el mecánico cuando hablan
en su jerga incomprensible o utilizan instrumentos, que
nosotros ni conocemos ni sabemos utilizar, para curarnos o
arreglarnos las tuberías o nuestro automóvil.
También contribuye a ello el que no se
proporcione a los ciudadanos información relevante sobre lo
que sucede en relación con las cuestiones económicas.
Todos oímos en los noticieros de cada día, por ejemplo, cómo
evoluciona la bolsa, las variaciones que se producen en el
índice Nikei o los puntos de subida o bajada de unas
cuantas cotizaciones pero casi nadie los sabe interpretar ni
nadie explica de verdad lo que hay detrás de ellos.
Gracias a eso, los que controlan los
medios de comunicación (propiedad a su vez de los grandes
bancos y corporaciones) hacen creer que informan cuando lo
que hacen en realidad es lo peor que se puede hacer para
lograr que alguien esté de verdad informado: suministrar un
aluvión indiscriminado de datos sin medios efectivos para
asimilarlos, interpretarlos y situarlos en su efectivo
contexto.
Nos ofrecen sesudas e incomprensibles
declaraciones de los ministros y presidentes de bancos pero
no proporcionan criterios alternativos de análisis y, por
supuesto, presentan siempre el mismo lado de las cuestiones,
como si los asuntos económicos solo tuvieran la lectura que
hacen de ellos los dirigentes políticos, los empresarios y
financieros más poderosos o los académicos que cobran de
ellos para repetir como papagayos lo que en cada momento les
interesa.
Lo que está ocurriendo en relación
con la actual crisis es buena prueba de ello.
Primero decían que no había que
preocuparse, que no era para tanto y que no convenía
"exagerar", según el ministro español de Economía.
Y tenían la cara dura de decirlo cuando al mismo tiempo se
estaba informando de que algunas de las entidades
financieras más grandes del mundo estaban quebrando o
cuando los bancos centrales estaban inyectando en los
mercados cientos y cientos de miles de dólares, realizando
así la intervención en los mercados financieros quizá más
grande de toda la historia.
Luego decían que era solo una crisis
de liquidez que tendría un desarrollo fugaz, que pasaría
pronto.
Yo mismo, que soy probablemente el más
modesto de los analistas económicos, escribía en agosto
que eso era mentira, que nos encontrábamos con toda
seguridad ante una crisis de solvencia (Diez ideas para
entender la crisis financiera, sus causas, sus responsables
y sus posibles soluciones y Algo más que una crisis
hipotecaria).
Ahora leo que la Reserva Federal (en
donde se supone que están los economistas mejor informados
del mundo) se ha dado cuenta de eso: ¡cinco meses después
que yo! ("La Reserva Federal supuso que la crisis era
de liquidez, pero ahora piensa que es de insolvencia y por
ello ha relajado su política monetaria". J. Bradford
Delong, "Tres remedios para tres crisis". El País,
27 de enero de 2008).
Sobre la crisis actual se están
callando en particular un asunto especialmente grave y de
gran interés para los ciudadanos: sus causantes y
responsables directos e indirectos.
Para engañar a la gente suelen hablar
"de los mercados". Como si los mercados pensaran,
tuvieran alma y preferencias, decidieran o resolvieran por sí
mismos.
Es verdad que los mercados (sobre todo
si en ellos hay muchos agentes interviniendo, es decir, si
hay muchísima competencia) pueden actuar como mecanismos
casi automáticos. Pero para que existan los mercados
(incluso los muy perfectos y con gran competencia) y para
que funcionen de cualquier manera que sea, más o menos
eficazmente, es necesario que haya normas. Y esas normas no
las establecen para sí mismos los mercados sino los poderes
públicos a través del derecho.
Las normas jurídicas son las que
permiten que en los mercados se pueda llevar a cabo un
comportamiento u otro, las que favorecen que existan o no
privilegios en las transacciones, las que dan poder a unos
agentes en detrimento de otros.
Según sean las normas existentes en
cada momento, los mercados actuarán de una u otra forma y
en ellos ocurrirá una cosa u otra. Y, puesto que las normas
las hacen las personas y las instituciones, resulta que lo
que suceda en los mercados es, en última instancia, el
resultado de lo que decidamos las personas a través de las
instituciones que utilizamos para imponer las normas (aunque
es bien sabido que no todas las personas tienen la misma
capacidad para decidir a la hora de establecerlas).
Y eso es igualmente aplicable a lo que
ha ocurrido en los mercados que han provocado la actual
crisis.
Como he explicado en otros artículos
(Caída de las bolsas internacionales: pasó lo que tenía
que pasar), lo que ha sucedido en los últimos tiempos es
que los bancos de todo del mundo y los grandes inversores
han desarrollado una actividad especulativa febril en torno
a productos financieros que han tenido una características
muy especiales.
La primera es su opacidad porque casi
nadie sabe realmente cuáles son ni donde están ni quién
los tienen en cada momento, puesto que circulan muy rápidamente,
sin tener nada que ver con operaciones económicas reales.
La segunda es que no se reflejaban
adecuadamente en las cuentas de los bancos y las empresas
que invierten directa o indirectamente en ellos.
La tercera es su enorme riesgo,
precisamente porque se basan en operaciones muy inestables y
sutiles.
La cuarta es la falta de control a la
que están sometidos por dos razones principales. Por un
lado, porque los bancos centrales han venido haciendo la
vista goda con tal de que los inversores ganaran dinero. Por
otro, porque su calificación de riesgo depende de empresas
especializadas que, al mismo tiempo, están muy implicadas
en el negocio y a las que no les interesaba mostrar la
verdadera y peligrosa naturaleza de estos productos.
Todas esas circunstancias son el
resultado de la llamada "desregulación
financiera", es decir, de la desaparición de normas de
regulación y control de los mercados financieros que se ha
producido en los últimos años.
Una "desregulación", por
cierto, que no es tal, porque establecer que no haya normas,
que cada uno puedo hacer lo que le venga en gana es en sí
mismo una norma más, así que hablar de "desregulación"
también es engañar a la gente.
Se le hace creer que eso se hace para
devolver las cosas del mercado a su estado natural cuando en
realidad se sigue regulando con gran fuerza, solo que ahora
de forma que los poderosos campen libremente por sus
respetos.
Y ha sido precisamente esta norma que
establece que en los mercados financieros vale todo lo que
ha provocado la crisis actual, al producirse además en un
contexto ya de por sí proclive a la crisis financiera (como
he explicado en mi libro "Toma el dinero y corre. La
globalización neoliberal del dinero y las finanzas".
Icaria 2006).
En particular, esta nueva regulación
neoliberal de
las finanzas internacionales ha sido la que ha establecido
un nuevo modo de hacer empresarial y bancario que tiene una
relación directísima con la crisis actual que directamente
proviene de Estados Unidos (a diferencia de las anteriores
que se originaban en eslabones más débiles de la cadena,
en Asia, México, Rusia...).
Me refiero a los cambios legales que
propició el Presidente Bush hace unos años en relación
con la contabilidad empresarial
y que permitían que los grandes inversores, las
grandes empresas y los bancos pudieran manipular sus cifras
de pérdidas y beneficios para poder seguir invirtiendo sin
descanso en estos productos financieros tan rentables pero
al mismo tiempo tan inseguros y arriesgados.
Estos cambios legales han tenido a su
vez una doble consecuencia. La primera, que la contabilidad
de los grandes inversores financieros pueda falsear sin
dificultad las expresiones más comprometidas de su
actividad especulativa. La segunda, que las grandes
auditoras se conviertan en parte integrante del gran circo
especulativo.
Dos consecuencias que e traducen en un
mismo y ya innegable fenómeno: la corrupción financiera
generalizada en los controladores y en los controlados.
Así lo reconoce incluso un economista
tan ortodoxo como el Premio Nobel de Economía Paul A.
Samuelson en un artículo reciente que no puede ser más
expresivo: "las bancarrotas y las ciénagas macroeconómicas
que sufre hoy el mundo tienen relación directa con los
chanchullos de ingeniería financiera que el aparato oficial
aprobó e incluso estimuló durante la era de Bush.
("Bush y las actuales tormentas financieras". El
País, 28 de enero de 2008).
Ahora bien, si bien esto es verdad, no
hay que olvidar, por otro lado, que esos cambios legales que
han extendido la corrupción y el descontrol en las finanzas
internacionales fueron posibles e incluso contaron con el
apoyo más o menos explícito de la Reserva Federal y, por
extensión, de todos los bancos centrales que, como señalé
más arriba, han sido cómplices directos de los grandes
inversores especulativos. Dejaron hacer, callaron y miraron
a otro lado cuando sabían que se estaba larvando una
burbuja gigantesca que necesariamente iba a terminar como lo
ha hecho.
Pero, finalmente, no se puede dejar de
mencionar un último y decisivo factor de responsabilidad
que igualmente hay que reconocer como detonante de esta última
crisis: los gobiernos, que han renunciado a ser la expresión
ejecutiva de la soberanía popular en un asunto tan crucial
como el control y la regulación democrática y racional de
las finanzas y de los asuntos monetarios, de los que tan
definitivamente depende la estabilidad económica, la
distribución de la rente y la riqueza y, en definitiva la
paz y el bienestar social.
(*) Doctor en Ciencias Económicas
y Empresariales. Desde 1986 es Catedrático de Economía
Aplicada en la Universidad de Málaga.
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