Petróleo
El
significado geopolítico y geoeconómico de cruzar
la barrera de los 100 dólares por barril
Por
Michael T. Klare (*)
Tom Dispatch, 11/03/08
Sin Permiso, 16/03/08
Traducción de Roc F. Nyerro
El lunes 3
de marzo, el precio del crudo alcanzó los $103.95 por
barril en el Mercantile Exchange de Nueva York, rebasando el
registro alcanzado hace cerca de 30 años, durante otro
momento de caos en Oriente Medio. Esta nueva marca, ¿quedará
en los anales de la historia mundial como un momento
decisivo, o será olvidada a medida que los precios caigan,
como ocurrió luego del pico alcanzado en abril de 1980?
Cuando se
traza el gráfico de la evolución temporal del costo del
petróleo, la crisis petrolífera de 1980 –desencadenada
por la revolución iraní del Ayatollah Jomeini— se
destaca como un pico descollante en esa curva de precios.
Pero, antes y después de ese momento, los suministros
petrolíferos se revelaban ampliamente suficientes para
subvenir a la creciente demanda mundial, en parte porque los
saudíes y otros grandes productores eran capaces de
compensar la caída de la producción iraní. Lo que
hicieron fue simplemente incrementar substancialmente su
producción, inyectando un excedente de petróleo en el
mercado mundial. Ayudados por la explotación de nuevos
campos en Alaska y en el Mar del Norte, los precios se
desplomaron y se mantuvieron bajos durante la década de los
90 (salvo en el breve pico que siguió a la invasión de
Kuwait en agosto de 1990).
Nada
parecido es probable que vaya a ocurrir ahora. No se ve un fácil
solución de este tipo para el actual incremento de precios,
que ha disparado los costes del crudo un 74% en el último año.
Por lo pronto, no nos enfrentamos a un pico repentino, sino
a los resultados de una subida paulatina e ininterrumpida
que, comenzada en 2002, no muestra signos de
detenerse. Ni puede tampoco atribuirse esa subida a
un único factor desbaratador del negocio energético o de
la política mundial. Es más bien el producto de múltiples
factores, todos endémicos de la producción energética y
todos característicos de nuestro tiempo. No hay
perspectivas de que vayan a desaparecer en breve plazo.
Tres
factores son, en particular, responsables del actual
incremento: la intensa concurrencia por el petróleo entre
las viejas potencias industriales y las emergentes economías
dinámicas de China e India; la incapacidad de la industria
energética mundial para aumentar los suministros conforme a
la creciente demanda; y la intensa inestabilidad en las
regiones de mayor producción petrolífera.
Un
tsunami de necesidades energéticas
El crucial
papel desempeñado en el mercado energético mundial por las
dinámicas economías en desarrollo en Asia era ya evidente
al romper el siglo XXI. Con sus formidables tasas de
crecimiento, esos países deben disponer de más petróleo
(y de otras formas de energía) para alimentar sus
industrias en expansión y satisfacer las aspiraciones de
sus ascendentes clases medias. De acuerdo con el U.S.
Department of Energy (DoE), la demanda petrolífera conjunta
de China e India, que llegaba ya 8,9 millones de barriles
diarios en 2004, llegará a los 12,1 millones de barriles en
2010 y a 15,5 millones de barriles en 2020. Son incrementos
desapoderados. Y si incluimos las anticipaciones del consumo
brasileño, mexicano, surcoreano y el de otras naciones en rápida
industrialización, la demanda procedente del mundo en
desarrollo realmente se disparará.
A ese
tsunami de nuevas necesidades energéticas hay que añadir
un ya de por sí elevado nivel de consumo por parte de las
potencias industriales maduradas, encabezadas por EEUU, la
UE y Japón. No hay indicios de que eso vaya a moderarse, lo
que significa que nos enfrentamos a un incremento sin
precedentes de la demanda total de petróleo. De acuerdo con
el DoE, el consumo petrolífero conjunto, que alcanzó los
83,7 millones de barriles diarios en 2006, llegará a los
90,7 millones de barriles en 2010 y a 103,7 millones en
2020. Estamos hablando de un incremento de 20 millones de
barriles por día en sólo 15 años. Para lograrlo, se
precisaría de un esfuerzo ciclópeo, increíblemente
costoso, por parte de las más grandes compañías
petroleras del mundo (y de sus prestamistas, y de sus
respaldos gubernamentales), y aun así, podría resultar en
vano.
Los
consumidores estadounidenses, que se enfrentan al infierno
de los precios disparados en las gasolineras, se ven ahora,
además, perjudicados por el hecho de que el grueso de las
transacciones petrolíferas se desarrollan en dólares. Dado
el declinante valor del dólar en relación con otras
monedas, acabamos pagando más por barril que lo
competidores que pueden convertir en dólares sus euros,
yenes u otras monedas fuertes antes de concurrir con
nosotros en el mercado energético internacional. Los
inversores globales, percatados de esa tendencia, o se
deshacen de sus dólares en favor de otras divisas o compran
futuros petrolíferos, lo que no hace sino redundar en la caída
de la moneda estadounidense y en el incremento del precio
del crudo.
Un
mundo petrolífero duro
Tras la
disparada demanda, anda desde luego al acecho otra crisis:
la crisis de producción. La industria energética se halla
ahora en un difícil proceso de transición entre un mundo
de fáciles suministros petrolíferos a un mundo con
condiciones petrolíferas muy duras. Desde hace mucho nos
familiarizamos con esos suministros de “petróleo fácil”:
reservas petrolíferas gigantescas enclavadas en países
estables y amigables que proporcionaron el grueso del petróleo
mundial durante los años constitutivos de la Era del Petróleo
que van desde fines del siglo XIX hasta el embargo petrolífero
árabe de 1973.
Esas
enormes reservas incluían Ghawar en la Arabia saudita,
Burgan en Kuwait y Cantarell en México; unas campos petrolíferos
de monstruosas dimensiones, capaces de producir diariamente
centenares de miles y aun millones de barriles de crudo. Sin
embargo, el último cuarto de siglo prácticamente no se han
descubierto campos de esas dimensiones. Por consecuencia, el
mundo se ha hecho más y más dependiente de campos petrolíferos
más pequeños, a menudo localizados en emplazamientos
remotos y poco a propósito, cuyo desarrollo e inclusión en
la red petrolífera precisa de inversiones mucho mayores.
También eso cuenta en el precio del petróleo.
Tómese, a
modo de ilustración de esa tendencia, el caso de Kashagan,
un gigantesco campo petrolífero descubierto en 2000 en la
zona kazajstánica del Mar Caspio. Es el mayor
descubrimiento hecho en todo el mundo en los últimos 40 años.
Aunque dispone de significativas reservas de petróleo y de
gas, el campo plantea desafíos desapoderados al consorcio
internacional de compañías petrolíferas que tratan de
desarrollarlo. Contiene, por ejemplo, elevadas
concentraciones del venenoso gas hidrosulfúrico, que hacen
prácticamente imposible el uso de la tecnología productiva
convencional (y por lo mismo, más barata). Los costos de
desarrollo para llevar el
campo a la red se han disparado desde los
inicialmente estimados 57 mil millones de dólares hasta los
actuales 135 mil millones, y no se ve fin a ese incremento.
Entretanto, la fecha prevista para el inicio de la producción
en Kasagan no ha dejado de retrasarse. Prevista su inclusión
en la red petrolífera mundial para 2005, ahora se habla de
2011, como pronto. Lo que, a su vez, ha llevado a un
frustrado gobierno kazjano a exigir que la compañía energética
de titularidad pública KazMunaiGaz tenga una participación
mayor en el consorcio que opera en el campo.
El grueso
de los otros grandes descubrimientos de los últimos años
–el campo “Jack” en aguas profundas del Golfo de México,
el campo Doba en el Chad, los campos circundantes a la Isla
rusa de Shakalin y el campo Tupi en las profundidades del
Atlántico brasileño— presentan características
similares. O están en enclaves muy remotos y de difícil
desarrollo, o entrañan relaciones problemáticas con
gobiernos poco fiables, o, peor aún, combinan de una u otra
forma ambos inconvenientes. Pueden ustedes hacer los fáciles
cálculos oportunos en lo tocante a los costes futuros de la
producción petrolífera en esos emplazamientos.
He aquí,
pues, la mala noticia para los consumidores en los
surtidores de gasolina: la incapacidad de la industria energética
mundial para acomodarse a la creciente demanda se acentuará
con toda probabilidad más y más en los años venideros, a
medida que el mundo alcance el máximo de producción petrolífera
diaria sostenible y comience lo que casi todos los expertos
coinciden en pronosticar como un declive irreversible. Nadie
puede estar seguro del momento en que eso llegará, pero un
creciente coro de especialistas cree que nos estamos
acercando cada vez más a ese momento de “pico de producción
petrolífera”: algunos especialistas estiman que podría
darse muy pronto, entre 2010 y 2012.
El
petróleo como generador de conflictos
No se
olvide que, a fin de cuentas, el equivalente de la Revolución
iraní de 1980 sigue con nosotros. Las regiones petrolíferas
centrales del planeta están en una situación de crisis
crecientemente agravada, y el precio del petróleo se ve
regularmente presionado al alza por esa crisis. Irak, que
dispone de las segundas reservas petrolíferas más
importantes del mundo, está trastornado por la guerra.
Nigeria, un importante suministrador de EEUU y de Europa, ha
experimentado recientemente una significativa reducción en
su producción debido a la violencia étnica que azota a la
rica región petrolífera del delta del Níger. La producción
venezolana ha caído porque se purgó de la compañía
petrolífera de titularidad estatal PdVSA a muchos tecnócratas
anti–Chávez. La producción de Irán ha sufrido como
consecuencia de las sanciones económicas impuestas por
EEUU. La violencia política, la corrupción y la
interferencia estatal en el sector energético han llevado
también a una menguada producción en el Chad, México,
Rusia y Sudán.
En otro
tiempo, los mayores productores petrolíferos del mundo
pudieron compensar un desplome de la producción en alguna
región recurriendo drásticamente a la capacidad
“ahorrada” (de reserva) a su disposición. Eso fue
fundamental en 1990, tras la invasión iraquí de Kuwait, y,
de nuevo, en 2001, tras los ataques del 11 de septiembre. En
ambas ocasiones, la Arabia saudita simplemente subió la
producción, añadiendo centenares de miles de barriles
diarios de sus reservas de ahorro, evitando por esa vía una
catastrófica crisis energética en EEUU. Pero los saudíes
y otros miembros de la OPEP ya no disponen de unas reservas
significativas de ahorro. Están bombeando todo el petróleo
de que son capaces para beneficiarse del actual incremento
de precios. Por eso cualquier caída inopinada de la
producción en regiones conflictivas se traduce
inmediatamente en un incremento de precios.
¿Se puede
esperar que los niveles de conflicto en las zonas
productoras de petróleo acaben por remitir, trayendo eso
consigo una bajada de precios? Desgraciadamente, no es una
perspectiva realista, porque la producción petrolífera
misma actúa cada vez más como acicate de conflictos.
Aunque la extracción de petróleo genera una enorme
riqueza para las elites privilegiadas, en muchos países
deja a los demás, normalmente de otras identidades étnicas
o religiosas, con pocos beneficios procedentes de un recurso
que, sin embargo, tienen a la vista. Piénsese en la región
del Delta del Níger, en donde las minorías étnicas siguen
combatiendo por obtener una mayor participación en unos
beneficios petrolíferos históricamente monopolizados por
unas elites radicadas en la lejana capital nacional, Abuja.
Análogamente, los kurdos en Irak siguen combatiendo por
hacerse con el control de los beneficios petrolíferos
generados por los gigantescos campos petrolíferos
emplazados en las zonas de ese país devastado por la guerra
que ellos consideran suyas. Se corre así, señaladamente,
el riesgo de que la ciudad petrolífera de Kirkuk termine
por convertirse en un campo de batalla.
Aunque
nadie puede predecir exactamente dónde estallarán los próximos
conflictos por la distribución de los beneficios petrolíferos
o por el control de campos petrolíferos valiosos, se puede
predecir sin avilantez que esos conflictos seguirán siendo
un elemento inevitable –e inevitablemente disparador de
los precios— del paisaje político global. No es sólo que
ahora la inestabilidad sea la norma; el inevitable corolario
es su difusión por todas esas regiones y el alza de los
precios del petróleo.
Un
“lunes negro” energético
El fondo:
los precios del crudo son ahora altos no, como en 1980,
debido a una interrupción temporal del flujo global de petróleo,
sino por razones sistémicas que, si acaso, habrán de
agravarse con el tiempo. Eso quiere decir que los titulares
con la frase: “El precio del petróleo bate otra marca”
serán un lugar común por mucho tiempo. Acaso la única
buena nueva de todo eso venga de pararse a pensar cuán mala
es realmente la nueva. Tarde o temprano, los crecientes
costos energéticos terminarán por precipitar a los EEUU y
a las demás naciones consumidoras de petróleo en una
profunda recesión, deprimiendo por esa vía la demanda y
trayendo, verosímilmente, consigo una bajada de los precios
de la energía. Mas no es éste el camino que fuera nadie a
elegir voluntariamente para abaratar precios.
¿Cuáles
serán, pues, las gravosas consecuencias de unos precios
energéticos más elevados? Para el consumidor
estadounidense corriente y moliente la respuesta es tan
simple como desoladora: una calidad de vida menguante, a
medida que desaparecen los gastos discrecionales ante los
crecientes costes del transporte, la calefacción y la
electricidad, por no hablar de elementos básicos como la
comida (para la cual, desde los fertilizantes hasta el
empaquetamiento, el petróleo es una necesidad). Para los
pobres y los ancianos, las implicaciones son terriblemente
acuciantes: en algunos casos, no ofrece duda, les significará
tener que elegir entre la calefacción en invierno, una
alimentación adecuada y la asistencia médica.
Están, por
último, las implicaciones para el conjunto de los EEUU.
Puesto que dependen del petróleo en cerca del 40% de su
suministro energético total, y puesto que aproximadamente
dos tercios de su crudo son importados, el país se verá
forzado a dedicar una parte cada vez mayor de su riqueza
nacional a las importaciones energéticas. Si el petróleo
se mantiene en, o sube por encima de los 100 dólares por
barril en 2008, y si, como se espera, los EEUU importan unos
4,75 mil millones de barriles, el drenaje neto de dólares
será probablemente del orden de los 475 mil millones de dólares.
Esa partida será la que más contribuya al déficit de la
balanza de pagos estadounidense, y seguramente acabará
siendo un factor de peso en la continuada erosión del dólar.
Los
principales receptores de petrodólares –los mayores
estados productores de petróleo del Golfo Pérsico, la
antigua Unión Soviética y América Latina— se servirán
sin duda de su riqueza acumulada para hacerse con buenos
pedazos de activos estadounidenses o, como en el caso de la
Venezuela de Hugo Chávez o de los príncipes sauditas, para
perseguir objetivos políticos incompatibles con la política
exterior norteamericana. Su jactanciosamente proclamada
condición de “única superpotencia del mundo” se irá
revelando efímera, medida
que nuevas “super–petropotencias” –un neologismo acuñado
por el Senador por Indiana Richard Lugar— vengan a imperar
sobre el paisaje político.
Así pues,
en resolución, aunque el 3 de marzo pasado ocupó
brevemente los titulares, puede que acabe siendo recordado
como el verdadero “lunes negro” del nuevo siglo, como el
momento en que los costes energéticos se convirtieron en el
factor decisivo de la balanza del poder económico global.
(*)
Michael T. Klare es profesor de Estudios de la paz y la
seguridad mundial en el Hampshire College de Amherst,
Massachusetts, y autor de Blood and Oil: The Danger and
Consequences of America`s Growing Petroleum Dependency. Su
último libro sobre geopolítica de la energía, Rising
Powers, Shrinking Planet: The New Geopolitics of Energy,
saldrá a la cale el próximo 15 de abril bajo el sello
editorial de Metropolitan Books.
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