Escenas
de crisis en los Estados Unidos
Por
Michael R. Krätke (*)
Freitag,
02/05/08
Sin Permiso, 04/05/08
Los jefes
de los cinco mayores bancos de EEUU anuncian a coro que lo
peor de la crisis financiera ha pasado. Se calla por sabido
que eso mismo decían ya en septiembre de 2007, cuando lo
peor, acontecido entretanto, apenas parecía todavía
imaginable. Lo notable es que, al tiempo que emiten tan
consoladores cacareos mensajes, confiesen una pérdidas
tremebundas.
El JP
Morgan Chase, hasta ahora, entre los bancos norteamericanos,
uno de los grandes beneficiarios de la crisis ha perdido
desde febrero más de 5,1 mil millones de dólares. Más de
la mitad de esa merma le viene de la crisis inmobiliaria; el
resto, de los créditos al consumidor y de los créditos a
la inversión concedidos a empresas que, a ritmo galopante,
han entrado en la zona de pérdidas y morosidad.
No es de
extrañar, porque en los meses de marzo y abril la debacle
del mercado inmobiliario estadounidense ha alcanzado un
nuevo punto culminante. Eso podría sonar casi banal, pero
las cifras no consienten otro juicio. El número de embargos
forzosos que expulsan a las gentes de sus viviendas ha sido
en ese período un 57% superior al del año pasado (y subió
también el número de inmuebles que cayeron bajo la maza de
los bancos y los financieros hipotecarios: un 129%). Puesto
que los precios siguen cayendo, muchos edificios no pueden
venderse sino con visibles pérdidas, o quedan desocupados.
Actualmente hay en EEUU 18 millones de viviendas vacías:
invendibles o prácticamente carentes de valor, también
para los bancos. Ya se ve venir la próxima ronda de
desvalorizaciones y pérdidas constatadas. Hasta comienzos
de 2009, los precios inmobiliarios en regiones urbanas
centrales, como Los Ángeles, San Francisco o Miami –eso
dicen los pronósticos— seguirán cayendo, entre un 40 y
un 50 por ciento.
¿A
dónde irá la gente?
En la costa
Oeste, como por doquiera en el país, hay hoy más casas vacías
que nunca, furtivamente abandonadas por unos propietarios
que no pueden seguir pagando los plazos de sus hipotecas.
Afecta a centenares de miles en las soleadas y ricas
regiones de California o Florida, y en barrios que hasta
hace poco contaban entre los más, cuando no entre los mejor
cotizados. Trechos enteros de las calles de la Norteamérica
residencial parecen ahora decorados de película, y ya sólo
recuerdan a antiguos habitantes que, protegidos por la noche
y la niebla, abandonaron el hogar llevándose sólo lo que
cabía en el coche. Muchos, muchísimos, no pueden
permitirse pagar un apartamento, no digamos una nueva casa.
Se acogen a parientes. O ni siquiera eso pueden.
Se les
puede reconocer fácilmente: el auto se ha convertido en su
techo; un apartamento móvil, un último dormitorio,
abarrotado y repelente a la vista. Quien así vive, ha
perdido toda dirección y no es ya localizable sino a través
del teléfono móvil. A amigos y a parientes, ni palabra del
lugar en que se está. Decenas de miles van y vienen de las
listas policiales de desaparecidos; las víctimas de la
crisis de las hipotecas de alto riesgo son como nómadas en
gira.
Reclutan
incluso en estados federados ricos como California, Arizona
o Florida una nueva categoría de "sintecho".
Pensionistas que perciben sus pensiones pero que viven en
sus autos de clase media en la calle, o gente visiblemente más
joven que tiene un trabajo regular, que sigue cobrando un
salario, pero que no puede permitirse una vivienda. En fila
estacionan sus apeaderos móviles junto a las aceras de
periferias y barrios residenciales de buenos burgueses.
Quienes se quejan airadamente de este nuevo vecindario de
los sintecho rodantes, percibidos como una plaga que atenta
contra el valor de sus casas, contra la imagen de sus calles
y contra la reputación de su barrio. Conminados a actuar
por quienes todavía poseen casa, los alcaldes y los jefes
de policía reaccionan sin norte. Tienen que echar a esas
gentes, ¿pero adónde? ¿Fuera de los límites de su
municipio? ¿Pero no planteará eso el mismo problema a la
política local del municipio vecino? ¿Organizar zonas de
estacionamiento y parkings especiales? Una sociedad de
negociantes siempre ha sido creativa a la hora de sacar
beneficios de las miserias y necesidades de la gente.
Cambiar de
lugar y la esperanza de conseguir en algún otro sitio un
nuevo puesto de trabajo: solo con eso cuentan ya los
naufragados. Un fenómeno que los norteamericanos conocen ya
desde hace mucho tiempo, merced a esa movilidad tan
celebrada en Europa. Solo que no en tamaña proporción;
solo que no con ese apremio, que trae a la memoria escenas y
circunstancias de la Gran depresión de los años treinta.
También entonces vagaban por el país, depauperados y
desposeídos, muchedumbres
de granjeros y propietarios de viviendas con sus familias,
todos arrebujados en desvencijados Ford–T, en una búsqueda
vana de trabajo y cobijo.
Pocos
pueden volver al sueño de una casa propia en la periferia
urbana. Cada vez más propietarios de vivienda –también
los procedentes de una "capa media" capaz y
calificada, que puede sobrevivir gracias a sus diplomas,
experiencia profesional y a un puesto de trabajo
parcialmente estable—, caen en situaciones de apuro. Los
bancos se niegan a renegociar la deuda y a dar la menor
facilidad, no quieren –y es típico de las crisis de los
mercados monetarios— sino efectivo. Quien no puede pagar,
huye de su casa, aun si ha cumplido puntual y celosamente
por 20 años o más con el servicio de la amortización y
los intereses de la deuda.
Y a la
persona de clase media dispuesta a mudarse a una casa más
modesta y más barata le aguarda la próxima desilusión:
los bancos no ofrecen ahora créditos o hipotecas a interés
fijo a largo plazo, sino que se empecinan en los intereses
variables. Eso significa que nadie puede prever lo que le
costará su casa o su apartamento en seis meses o en un año.
Lo único cierto es que la carga mensual puede dispararse.
Sólo la
inflación, que está ya claramente por encima del nivel de
la UE, basta ya para que las instituciones crediticias
aprovechen la menor oportunidad para subir sus intereses
nominales. Puesto que el
propio banco central estadounidense mantiene los intereses
bajos para los bancos, éstos sólo pueden ahora obtener
beneficio, si suben lo más alto posible los intereses para
los clientes que tienen la mala suerte de no ser bancos.
Nadie
puede arriesgarse a eso
Fannie Mae
y Freddy Mac son los dos mayores bancos hipotecarios de los
EEUU. Patrocinados por el estado, dominan cerca del 42% del
mercado hipotecario nacional y tienen el 75% de las
hipotecas sobre las casas unifamiliares. En cifras, son más
de cuatro billones de dólares en hipotecas, de los cuales
2,6 billones corresponden a deuda que Fannie Mae y Freddy
Mac han acumulado, en su mayor parte, en el extranjero. En
Norteamérica sólo hay un deudor mayor: el Tesoro de EEUU.
Apenas si
puede sorprender, ambas instituciones tuvieron que encajar
en 2007 las mayores pérdidas de toda su historia
empresarial, cediendo en apenas unos días un 40 por ciento
de su valor accionarial, sin poder resarcirse con capital
propio. Además –ambas habían inconfundiblemente retocado
sus balances—, vino a pedirles cuentas la inspección
financiera, que no tuvo otra ni más urgente ocurrencia que
pedir ayudas financieras para Fannie Mae y Freddy Mac. No
tardaron en llegar, porque sus pérdidas seguían creciendo
en 2008. Aunque esos dos institutos bancarios deberían
oficialmente arreglárselas sin una garantía formal del
Estado, ningún gobierno estadounidense ni nadie puede
permitirse dejarles caer. Pero si el Estado tuviera que
honrar de verdad su respaldo de facto a Fannie y Freddy, le
resultaría eso más caro que todos los recursos públicos
que se ha tragado hasta ahora la crisis financiera. Las pérdidas
dimanantes de la socialización de estos dos bancos
significarían la necesidad de aportar al menos un 3% del
PIB estadounidense para su rescate, unos 360 mil millones de
dólares. En el acto, las letras del Tesoro del gobierno de
los EEUU, hasta ahora aceptadas y mantenidas sin vacilar en
todo el mundo, se desvalorizarían terriblemente: la
siguiente ronda de la crisis financiera global estaría
abierta. Es, pues, evidente que la miseria de los desposeídos
propietarios de vivienda estadounidenses está estrechamente
ligada con el sistema financiero internacional. Se puede
cacarear consoladoramente cuanto se quiera, que eso no hay
quien lo altere.
(*)
Michael Krätke, miembro del Consejo Editorial de
SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho
fiscal en la Universidad de Ámsterdam e investigador
asociado al Instituto Internacional de Historia Social de
esa misma ciudad.
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