Crisis
económica
La
mirada de un historiador
Por Robert Brenner (*)
Sin
Permiso, 18/05/08 (**)
La
agitación que se observa en Gran Bretaña y EEU en el préstamo
hipotecario y en la banca parece contenida, pero el futuro
de la misma sigue siendo más que dudoso. Si, como vienen
diciendo desde hace tiempo los funcionarios veteranos, los
elementos fundamentales de la economía son robustos, los
miedos ante el impacto de la crisis deberían irse
apaciguando. Pero ¿es así?
Las
alegres embestidas de los 80, los 90 y la primera mitad de
la presente década, con sus epocales transferencias de
renta al 1% más rico de la población, han eclipsado la
realidad económica básica del debilitamiento en el largo
plazo de las economías capitalistas avanzadas. El
rendimiento económico de los EEUU, Europa occidental y Japón,
medido con prácticamente todos los indicadores posibles
–volumen de producción, inversión, empleo y salarios—,
no ha hecho sino deteriorarse, década tras década, ciclo
económico tras ciclo económico, desde comienzos de los 70.
Los
años transcurridos desde que empezara el actual ciclo a
comienzos de 2001 han sido los peores: en EEUU, el
crecimiento del PIB y del empleo ha sido el más lento desde
fines de los años 40, y los salarios reales por hora
trabajada no han hecho, para el 80% de la población, sino
retroceder al nivel de 1979. El descenso del dinamismo de
las economías capitalistas avanzadas arraiga en una caída
importante de la tasa de beneficios, caída causada por una
tendencia crónica a la sobrecapacidad en la industria
manufacturera global que se remonta a finales de los 60. Las
reducidas tasas de beneficios han llevado, desde los 70, a
un continuo declive de la tasa de inversión como porción
del PIB, así como a paulatinas reducciones del crecimiento
del stock de capital y del empleo. Esa desaceleración de la
acumulación de capital, sumada a la presión
granempresarial para restaurar sus tasas de retorno
manteniendo bajos los salarios, ha reducido la demanda
agregada; una debilidad que viene a constituir desde tiempos
inveterados el principal obstáculo atravesado en el camino
del crecimiento de las economías avanzadas.
Los
gobiernos, con el de los EEUU en cabeza, han emitido volúmenes
cada vez mayores de deuda, a través de canales cada vez más
barrocos, para subsidiar el poder de compra. En los 70 y en
los 80 incurrieron en déficit cada vez más grandes, a fin
de sostener el crecimiento. Desde mediados de los 90,
empero, tuvieron que recurrir a formas más drásticas y más
arriesgadas de estímulo para contrarrestar la tendencia al
estancamiento, substituyendo los déficit públicos del
keynesianismo tradicional por los déficit privados y la
inflación de activos, en lo que bien podría llamarse un
keynesianismo de precios de activos, o, con igual
pertinencia, una política económica de la burbuja.
A
despecho de sus protestas en contrario, fue Alan Greenspan,
y nadie más, quien lanzó el experimento macroeconómico
que alimentó la gran carrera especulativa de los mercados
de valores a fines de los 90, tras el fracaso de los
intentos de la administración Clinton y de la UE por
arrancar a la economía de su dependencia del crédito
mediante ajustes presupuestarios de impronta neoliberal.
Esos intentos naufragaron frente a las hondas recesiones en
Europa y en Japón, frente la recuperación sin creación de
empleo en los EEUU y frente a la crisis del peso mexicano.
En la medida en que las corporaciones empresariales y los
hogares ricos comenzaron a disfrutar de su creciente riqueza
sobre el papel, se embarcaron en un aumento sin precedentes
de endeudamiento, lo que estuvo en la base de una potente
expansión de la inversión y del consumo, el malhadado boom
de la “nueva economía”. Sin embargo, el incremento de
los precios de los valores, a despecho de unas tasas de
beneficio declinantes y de la escalada de sobrecapacidad
resultante de una inversión acelerada, provocó el crac y
la recesión de 2000-2001.
Imperturbables,
los bancos centrales recurrieron de nuevo a la inflación de
los precios de los activos. Reduciendo las tasas de interés
real a corto plazo a cero durante tres años, facilitaron
una explosión del préstamo hipotecario en el mercado
inmobiliario que, a su vez, contribuyó a –e incentivó—
que se dispararan los precios de las viviendas. La riqueza
inmobiliaria así inflada permitió un incremento en el
gasto de consumo, el cual, a su vez, dio fuelle a la expansión.
El consumo personal, sumado a la inversión en vivienda,
representó el 90-100% del crecimiento del PIB en los
primeros 5 años del presente ciclo. Sin embargo, el sólo
sector de la vivienda es responsable del crecimiento del PIB
en más de un 40%, lo que contribuyó a obscurecer la
debilidad de la recuperación.
El
incremento de la demanda resucitó a la economía. Pero,
aunque los consumidores hicieron su tarea, no puede decirse
lo mismo del mundo de los negocios, a pesar del incentivo
que significaban unos préstamos inmobiliarios sin
precedentes. Centradas en restaurar sus tasas de beneficio,
las grandes empresas desencadenaron una brutal ofensiva
contra los trabajadores. Incrementaron el crecimiento de la
productividad, no tanto con inversiones en equipo, como por
la vía del recorte del empleo y de obligar a los empleados
a cargar con los costes de los períodos de poca actividad.
Mantuvieron bajos los salarios, al tiempo que lograban
exprimir más rendimiento de cada persona, lo que les
permitió apropiarse de una porción sin precedentes del
incremento que de ello resultó en el PIB no-financiero.
Las
corporaciones empresariales no-financieras, así pues,
aumentaron sus tasas de beneficio significativamente, aun
cuando ni siquiera a los niveles ya rebajados de los 90.
Pero al mantener en bajos niveles la creación de empleo, la
inversión y los salarios, mantuvieron bajo también el
crecimiento de la demanda agregada, socavando así su propio
incentivo para expandirse. Lo que hicieron, en cambio, en
vez de aumentar la inversión y crear más empleo, fue
explotar las ventajas del crédito barato y dedicar una
parte sin precedentes de sus recursos a la recompra de sus
propias acciones, a la financiación de fusiones y
adquisiciones de otras empresas y a pagar dividendos a los
accionistas.
Con
ese trasfondo de debilidad de los fundamentos de la economía
productiva real, la crisis desencadenada por el colapso del
mercado de hipotecas de alto riesgo resulta extremadamente
amenazante. Ben Bernanke –que sustituyó a Greenspan como
presidente de la Reserva federal de EEUU— tiene, pues,
pocas opciones, aparte de seguir rebajando el coste de los
préstamos. La deflación de la burbuja inmobiliaria desde
2005 –su momento culminante— venía ya ejerciendo presión
sobre el gasto del consumidor y sobre la construcción de
vivienda, un problema que no hará verosímilmente más que
empeorar, a medida que las ventas y los precios de las
viviendas se desplomen. Además, a la vista de la débil
respuesta que han dado a uno de los paquetes de estímulos más
imponentes de la historia, difícilmente puede esperarse que
las corporaciones empresariales aflojen: de hecho, empezaron
a reducir el crecimiento del empleo antes incluso de que la
crisis financiera estallara.
Hay,
además, razones para dudar de la eficacia de los tipos
reducidos de la Fed. ¿Cómo habrían de lanzarse al consumo
los consumidores, si los precios en declive de sus viviendas
inducen al ahorro, no al consumo? El boom estimulado por el
consumo parece destinado a su fin. ¿O acaso la bajada del dólar,
que ha de ir de consuno con los movimientos de la Fed, no
forzará un alza en los tipos de interés a largo plazo, con
la consiguiente amenaza de rebajar los precios de los
activos y estorbar el crecimiento económico? ¿Cómo puede
la rebaja de costes de los préstamos reducir las masivas pérdidas
en títulos hipotecarios que tienen inexorablemente que
resultar del maremoto de morosidad que no ha hecho sino
comenzar? No ofrece duda: se avecinan duros tiempos; el
final de la expansión puede venir acompañado de llanto y
crujir de dientes.
(*)
Miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es director del
“Center for Social Theory and Comparative History” en la
Universidad de California-Los Ángeles. Es autor de “The
Boom and the Bubble” (Verso, Londres, 2002), un libro
imprescindible para entender la historia económica del último
medio siglo, el origen de la llamada "globalización"
y la situación presente.
(**)
Robert Brenner escribió este artículo para el diario británico
The Guardian, en donde fue publicado el 26 de septiembre de
2007. Lo que reproducimos a continuación es una versión de
ese texto recientemente actualizada por su autor.
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