El
rescate de todos los rescates
Golpe
de estado cleptocrático en EEUU
Por
Michael Hudson (*)
IADE, 26/09/08
Nadie
esperaba que el capitalismo industrial terminara de este
modo. Es más, nadie se percató siquiera de que
evolucionaba en esa dirección. Mucho me temo que esa
ceguera no es inusual entre los futurólogos: la tendencia
natural es pensar sobre la forma óptima de crecimiento y
desarrollo de las economías. Pero siempre parece surgir un
camino imprevisto, y entonces la sociedad se va por una
tangente. Una clase cleptocrática ha tomado el control de
la economía, a fin de reemplazar el capitalismo industrial.
El término acuñado en su día por Roosevelt –“bankgters”—
lo dice todo en una palabra. La economía ha sido asaltada y
capturada por una potencia foránea.
¡Qué dos
semanas! El domingo 7 de septiembre el Tesoro tomó el
control de los 5,3 billones de dólares expuestos a riesgo
hipotecario de las compañías Fannie Mae y Freddie Mac,
cuyos jefes habían sido ya destituidos por fraude contable.
El lunes 15 de septiembre Lehman Brothers se declaró en
bancarrota cuando posibles compradores de Wall Street no
consiguieron hallar rastro alguno de realidad en su
contabilidad financiera. El miércoles, la Reserva federal
accedió a dar por buenas, a un coste de por lo menos 85 mil
millones de dólares, las ganancias “aseguradas” que la
AIG debía a los tahúres financieros que, a través del
comercio de valores computerizado, apostaron por las
hipotecas basura y contrataron seguros de cobertura con este
grupo asegurador, el American International Group (cuyo
jefe, Maurice Greenberg, ya había sido destituido hace unos
pocos años por fraude contable). Pero es el viernes 19 de
septiembre el que figurará en la historia de los EEUU como
el momento de inflexión. La Casa Blanca comprometió al
menos medio billón de dólares más en el empeño de
reinflar los precios inmobiliarios a fin de sostener el
valor de mercado de las hipotecas basura (que son hipotecas
contratadas sin tener en cuenta la capacidad de los deudores
para pagar y que, encima, sobrestiman el precio corriente de
mercado del colateral que se ofrece como garantía de la
deuda).
Esos miles
de millones de dólares fueron sacrificados para mantener
vivo un sueño: las ficciones contables puestas sobre el
papel por compañías que habían ingresado en un mundo
irreal fundado en una contabilidad falsaria que prácticamente
todo el mundo financiero sabía tramposa. Pero todos jugaban
con la compraventa de hipoteca basura empaquetada porque aquí
es donde se ganaba dinero. Incluso luego del colapso de los
mercados, varios gestores ejecutivos de fondos de inversión
que mantenían la lucidez fueron duramente criticados por no
embarcarse en el juego mientras funcionara. Yo tengo amigos
en Wall Street que fueron despedidos por no lograr igualar
los retornos que estaban consiguiendo sus colegas. Y los
mayores retornos se conseguían comerciando con los activos
financieros más grandes de la economía: la deuda
hipotecaria. Sólo las hipotecas empaquetadas poseídas o
garantizadas por Fannie y Freddie excedían ya el volumen de
toda la deuda nacional de los EEUU, que es el déficit
acumulado por el Estado norteamericano ¡desde los días en
que la nación ganó la guerra revolucionaria de
independencia!
Eso da una
idea de las enormes dimensiones del rescate, así como de
las prioridades del Estado (o, al menos, de los republicanos
en el gobierno). En vez de despertar la economía a la
realidad, el gobierno ha empeñado todos sus recursos en la
promoción del irreal sueño, según el cual las deudas
pueden ser satisfechas: si no por los propios deudores, por
el gobierno (o los “contribuyentes”, como se dice eufemísticamente).
Anteanoche,
el Tesoro de los EEUU y la Reserva Federal cambiaron
radicalmente el carácter del capitalismo norteamericano. Se
trata, ni más ni menos, que de un coup d’êtat a favor de
la clase que Franklin Delano Roosevelt llamaba los “báncgsters”.
Lo que ha pasado en las dos últimas semanas amenaza con
alterar el curso del siglo que ahora rompe, y de alterarlo
de manera irreversible si se salen con la suya. Pues de lo
que se trata es de la mayor y más inequitativa
transferencia de riqueza desde que se regalaron tierras a
los barones de los ferrocarriles en la era de la Guerra
Civil.
Aun así,
hay pocos indicios de que eso llegue siquiera a poner fin a
los tambores y trompetas de libre mercado de los insiders
financieros que han logrado destruir el control público por
la vía de colocar en las principales agencias reguladores a
reconocidos antirreguladores, generando así el caos que,
según dice ahora el secretario del Tesoro Henry Paulson,
amenaza los depósitos bancarios y los puestos de trabajo de
todos los noteamericanos. A lo que realmente amenaza, claro
está, es a los mayores contribuidores financieros a la
campaña electoral de los republicanos (y para ser justos,
también a los mayores contribuidores a las campañas de los
candidatos demócratas a puestos clave en los comités de
finanzas del Congreso.)
Una clase
cleptocrática ha tomado el control de la economía, a fin
de reemplazar el capitalismo industrial. El término acuñado
en su día por Roosevelt –“bankgters”— lo dice todo
en una palabra. La economía ha sido asaltada y capturada
por una potencia foránea. No por los sospechosos
habituales: no por el socialismo, no por los trabajadores,
no por el “Estado sobredimensionado”, no por los
monopolistas industriales; ni siquiera por las grandes
familias de banqueros. Desde luego, no por la francmasonería
o por los illuminati. (Sería maravilloso que de verdad
existiera algún grupo que hubiera estado actuando en la
sombra, con siglos de sabiduría acumulada: así, al menos,
alguien tendría un plan.) Lo que ha ocurrido es que los báncgsters
se han aliado con una potencia foránea: no con los
comunistas, no con los rusos, los asiáticos o los árabes;
ni siquiera son humanos. El grupo en cuestión es un vástago
de las máquinas. Puede sonar a película de Terminator,
pero lo cierto es que las máquinas computerizadas han
llegado a hacerse con el control del mundo, o al menos, del
mundo de la Casa Blanca.
He aquí cómo
lo lograron. A.I.G. subscribió pólizas de seguros de todo
tipo solicitados por la gente y por el mundo de los
negocios: seguros de vivienda y de propiedad, seguros
agropecuarios, incluso seguros para cubrir el arrendamiento
aeronáutico. Ese rentabilísimo negocio no fue el problema.
(Por eso mismo, será con toda probabilidad saldado para
poder pagar las apuestas fallidas de la compañía.) La caída
de A.I.G. vino de los 450 mil millones de dólares –casi
medio billón— que le quedaron colgados al asegurar garantías
a fondos hedge de libe inversión. En otras palabras: si dos
partes jugaban un juego de suma cero, apostando la una
contra la otra por la subida o la bajada del dólar frente a
la libra esterlina o el euro, o si aseguraban una cartera
hipotecaria o hipotecas basura para tener garantías de que
se cobrarían, entonces pagaban una minúscula comisión a
A.I.G. por una póliza que prometía pagar si, pongamos por
caso, el mercado hipotecario norteamericano de11 billones de
dólares llegaba a “tropezar”, o si los perdedores que
habían colocado billones de dólares en apuestas a
derivados del mercado internacional de divisas o a derivados
financieros de acciones u obligaciones terminaban en una
situación parecida a la que se hallan muchos patronos de
las Vegas, esto es, incapaces de cubrir sus deudas en
efectivo.
A.I.G.
cosechó miles de millones de dólares con esas pólizas. Y
gracias al hecho de que las compañías aseguradoras son un
paraíso friedmaniano –no regulado por la Reserva Federal,
ni por ninguna ora agencia de alcance nacional, y por lo
tanto, capaces de acceder a la proverbial barra libre sin
supervisión pública—, la suscripción de esas pólizas
se hacía por la vía del listado informático, y la compañía
cosechaba enormes cantidades de honorarios y comisiones sin
apenas poner capital de su parte. A eso es a lo que se llama
“autorregulación”. Y así es como se supone que
funciona la mano invisible del mercado.
Ello es
que, inevitablemente, algunas instituciones financieras que
se habían jugado miles de millones de dólares
–normalmente, y para ser precisos, apostando mil millones
de dólares en el curso de unos pocos minutos— no estaban
en condiciones de pagar. Esos juegos se desarrollaban en
microsegundos, como fogonazos en pantalla, prácticamente
sin interferencia humana. En este sentido, no es tan
distinto de los alienígenas haciéndose con el control.
Pero en este caso se trata de máquinas tipo robot: de aquí
la analogía que tracé con los Terminators.
Su
repentino acceso al poder es tan imprevisible como una
invasión procedente de Marte. La analogía que más se
acerca es la invasión de los Chicos de Chicago, del Banco
Mundial y de U.S.A.I.D. (Agencia de EEUU para el Desarrollo
Internacional, por sus siglas en inglés) en Rusia y otras
economías postsoviéticas luego de la disolución de la
URSS, urgiendo privatizaciones de libre mercado a fin de
crear cleptocracias nacionales. Para los estadounidenses
debería constituir un signo de alerta el que esos clepócratas
se hayan convertido en las fortunas fundadoras de sus
respectivos países. Deberíamos tener presente la observación
de Aristóteles, según la cual la democracia es el estadio
inmediatamente anterior a la oligarquía.
Las máquinas
financieras que desarrollaron el comercio que terminó en la
quiebra de A.I.G. estaban programadas por ejecutivos
financieros para actuar con la velocidad de la luz en
operaciones de comercio electrónico que a menudo no duraban
sino unos cuantos segundos, y eso, millones de veces al día.
Sólo una máquina podría calcular la distribución de
probabildades matemáticas a partir de la observación de ínfimas
variaciones, arriba y abajo, de tasas de interés, tasas de
cambio y precios de acciones y obligaciones… y precios de
hipotecas empaquetadas. Y estos últimos paquetes, cada vez
más, cobraron la forma de hipotecas basura, pretendidamente
deudas pagables pero, en realidad, cáscara huera.
En
particular, las máquinas empleadas por los fondos hedge han
dado un nuevo significado al capitalismo de casino. Hace
mucho que se aplicaba a los especuladores que jugaban en el
mercado de valores. Consistía en hacer apuestas cruzadas,
perder algo y ganar algo,… y en dejar que el Estado
rescatara a los no pagadores. El giro observable en la
turbulencia de las dos últimas semanas es que los ganadores
no pueden recoger las ganancias de sus apuestas, a menos que
el gobierno pague las deudas contraídas por los perdedores,
incapaces de satisfacerlas con su propio dinero.
Uno habría
pensado que todo eso requiere algún grado de control por
parte del Estado, que probablemente este tipo de actividad
no debería haberse autorizado jamás. De hecho, nunca fue
autorizada, y por lo mismo, tampoco regulada. Pero parecía
haber una buena razón para ello: los inversores de los
fondos de cobertura, o hedge, habían firmado un papel
diciendo que eran lo bastante ricos como para permitirse
perder su dinero en este juego financiero. A los papás y
mamás comunes y corrientes no les estaba permitido
participar. A pesar del alto rendimiento generado por
millones de minúsculas operaciones comerciales, se
consideraban demasiado arriesgadas para principiantes
carentes de fondos fiables para entrar en el juego.
Un fondo
hedge, o fondo de cobertura o de inversión libre, no gana
dinero produciendo bienes y servicios. No avanza fondos para
comprar activos reales, ni siquiera presta dinero. Lo que
hace es tomar prestadas enormes sumas para apalancar sus
apuestas con crédito prácticamente ilimitado. Sus
ejecutivos no son ingenieros industriales, sino matemáticos
que programan computadoras para hacer apuestas cruzadas o
straddles sobre cómo se comportarán las tasas de interés,
las tasas de cambio de divisas o los precios de las acciones
y las obligaciones… o los precios de las hipotecas
empaquetadas por los bancos. Los préstamos empaquetados
pueden tener contenido o ser basura. No importa. Lo único
que importa es ganar dinero en un mercado en el que el
grueso de las operaciones comerciales dura apenas unos
segundos. Lo que genera ganancias es la fibrilación de los
precios, la volatilidad.
Este tipo
de transacciones puede hacer fortunas, pero no es la
“creación de riqueza” que mucha gente se imagina. Antes
de la fórmula matemática de Black-Scholes para calcular el
valor de las apuestas de estos fondos de inversión libre,
este tipo de juego con opciones de compra y opciones de
venta resultaba demasiado costoso como para dar mucho
beneficio a nadie, salvo a las empresas de intermediación
financiera. Pero la combinación de unas potentes
computadoras con la “innovación” representada por un crédito
prácticamente ilimitado y el libre acceso a las tablas del
juego financiero ha hecho posible un frenético maniobreo de
ir y venir.
Pues bien,
¿por qué el Tesoro consideró ineludible entrar en todo
esto? ¿Por qué había que salvar a esos tahúres, si tenían
dinero bastante para perder sin tener que convertirse en
salas hospitalarias necesitadas de asistencia pública? El
comercio de los fondos hedge de cobertura e inversión libre
estaba limitado a los muy ricos, a los bancos de inversión
y a otros inversores institucionales. Pero una de las
maneras más fáciles de ganar dinero llegó a ser el
prestar fondos con intereses que la gente tenía que
devolver con lo que sacaba de sus operaciones comerciales
computerizadas. Y casi simultáneamente con la operación,
ese dinero se pagaba en forma de comisiones, remuneraciones
y bonos anuales que traían a la memoria los EEUU de la Era
de la Codicia en los años que precedieron a la I Guerra
Mundial, antes de que se introdujera el impuesto sobre la
renta en 1913. Lo notable en todo este dinero era que sus
destinatarios ni siquiera tenían que pagar por él un
impuesto sobre la renta normal. El gobierno lo llamó
“ganancias de capital”, lo que significaba que el dinero
se gravaba fiscalmente con sólo una fracción de la tasa
con la que se gravaban fiscalmente los ingresos.
Con la
pretensión, huelga decirlo, de que todo ese frenético
comercio crea “capital” real. Desde luego no lo hace en
el sentido que tenía el concepto de capital en la economía
clásica del siglo XIX. El término ha sido divorciado de
las nociones de producción de bienes y servicios,
contratación de trabajo asalariado o innovación
financiera. Tan “capital” es ahora eso como el derecho a
organizar una lotería y recoger las ganancias resultantes
de las esperanzas de los perdedores. Pero, entonces, los
casinos de Las Vegas y de los garitos ribereños se han
convertido en una pujante “industria del crecimiento”,
enlodando el lenguaje del capital, del crecimiento y de la
propia riqueza.
Para cerrar
las mesas de juego y saldar deudas, los perdedores tienen
que ser rescatados: Fannie Mae, Freddie Mac, A.I.G., ¿y quién
sabe cuál será el siguiente? Es la única manera de
resolver el siguiente problema que se les presenta a unas
compañías que han pagado ya a sus ejecutivos y a sus
accionistas, en vez de haber puesto esas sumas en reserva: cómo
recoger sus ganancias ante unos deudores insolventes y unas
aseguradoras en quiebra. Éstos, los perdedores, también
han pagado a sus ejecutivos financieros y a sus
colaboradores internos (junto con las oportunas
contribuciones patrióticas a los candidatos políticos en
los puestos clave de las comisiones del Congreso encargadas
de decidir la estructuración financiera de la nación).
Porque eso
ha de orquestarse por adelantado. Es necesario comprar políticos
y ofrecerles una coartada plausible (o al menos, un conjunto
bien armado de eufemismos a prueba de encuesta de opinión pública)
para poder explicar a los votantes por qué era de interés
público rescatar a los tahúres. Se precisa de buena retórica
para explicar por qué el gobierno tenía que dejarles
entrar en un casino, dejar que se quedaran con todas sus
ganancias y, finalmente, usar fondos públicos para subvenir
a las pérdidas de sus contrapartes.
Lo que
ocurrió los pasados 18 y 19 de septiembre llevó años de
preparación, tapados por una falsaria ideología excogitada
por think tanks de relaciones públicas y emitida ahora, en
condiciones de emergencia, a un Congreso –y a un
votante— presa del pánico, justo antes de la elección
presidencial. Se diría que ésta era la sorpresa electoral
que nos deparaba septiembre. En unas bien escenificadas
condiciones de crisis, el presidente Bush y el secretario
del Tesoro Paulson llaman ahora al país a una guerra contra
los propietarios de vivienda en quiebra técnica. Se dice
que esa es la única esperanza para “salvar al sistema”.
(¿Qué sistema? No el capitalismo industrial, ni siquiera
el sistema bancario tal como lo conocemos.) La mayor
transformación del sistema financiero norteamericano desde
la Gran Depresión ha acontecido, comprimida, en dos
semanas: empezando con la duplicación de la deuda nacional
norteamericana cuando el pasado 7 de septiembre se procedió
a la nacionalización de Fannie Mae y Fredie Mac. (El
corrector ortográfico de mi computador no me consiente la
utilización del eufemismo “conservadurízación”
aplicado por el señor Pualson para referirse al rescate de
los “fraudgsters” de Fannie Mae y Freddie Mac.)
La teoría
económica solía explicar que los beneficios y el interés
eran la remuneración del riesgo calculado. Pero en nuestros
días el nombre del juego es ganancias de capital y apuestas
computerizadas sobre la dirección de las tasas de interés,
de las monedas extranjeras y de los precios de las acciones,
y cuando las apuestas salen mal, los rescates son la
remuneración económica calculada de quienes han
contribuido financieramente a la campaña electoral. Pero
ahora, supuestamente, no es el momento de hablar de tales
cosas. “Tenemos que actuar ahora para proteger la salud
económica de nuestra nación, amenazada por riesgos
graves”, entonó el presidente Bush el pasado 19 de
septiembre. Lo que quería decir es que la Casa Blanca debe
responder con una prima de aseguramiento al mayor grupo de
contribuidores a la campaña electoral del Partido
Republicano –es decir, Wall Street—, rescatando sus
malas apuestas. “Habrá muchas oportunidades para discutir
sobre los orígenes de este problema. La tarea del momento
es resolverlo”. En otras palabras, no convirtáis eso en
un asunto electoral. “En la historia de nuestra nación,
ha habido momentos que exigían andar unidos, con
independencia de las divisiones partidistas, a fin de
enfrentarse a desafíos de envergadura”. ¡Justo antes de
las elecciones! Idéntica patochada pudo oírse el pasado
viernes por la mañana de labios del secretario del Tesoro
Paulson: “Nuestra salud económica exige que seamos
capaces de trabajar juntos y emprender una acción inmediata
bipartidista”. Los locutores dijeron que en las maniobras
del día se estaba barajando una cifra de medio billón de dólares.
Buena parte
de las culpas deberían cargarse sobre la Administración
Clinton, responsable directa en 1999 de la abrogación de la
Ley Glass-Steagal, que permitió a los bancos fusionarse con
casinos. O mejor dicho: a los casinos, absorber bancos. Eso
es lo que puso en riesgo los ahorros de los norteamericanos.
Pero ¿significa
eso realmente que la única solución pase por reinflar el
mercado inmobiliario? El plan de Paulson-Bernanke es
capacitar a los bancos para que puedan venderse las casas de
5 millones de deudores hipotecarios que este año tendrán
que enfrentarse a la quiebra o al embargo. Los propietarios
de vivienda sometidos a unos intereses hipotecarios
variables disparados perderán sus casas, pero la Fed surtirá
a las agencias de préstamo hipotecario crédito bastante
como para permitir que nuevos compradores se endeuden lo
suficiente como para lograr sacar las hipotecas basura de
las manos de los tahúres que son sus actuales tenedores.
Con lo que se gana tiempo para que una nueva burbuja
financiera e inmobiliaria acuda en rescate de los
prestamistas y de los empaquetadores de hipotecas basura.
Los EEUU
han entrado en otra guerra, una guerra para salvar a los
comerciantes de derivados computerizados. Como la guerra de
Irak, se basa por mucho en ficciones, y como en la de Irak,
se ha entrado en ella bajo la presión de condiciones de
aparente emergencia. Y como en la guerra de Irak, la solución
propuesta guarda poca relación con la causa que subyace a
los problemas. Esgrimiendo razones de seguridad financiera,
el gobierno dará por buenas las obligaciones de deuda
colateralizada (ODCs) que Warren Buffett llamó en su día
“armas de destrucción financiera masiva”.
No es por
azar que ese derroche de dinero público esté siendo
manejado por el mismo grupo que tan píamente alertó al país
sobre la existencia de armas de destrucción masiva en Irak.
El presidente Bush y el secretario del tesoro Paulson han
declarado tan ricamente que no es éste momento para
desacuerdos partidistas respecto de la deriva de la política
pública a favor de los acreedores y no de los deudores; que
no es momento de convertir en asunto electoral el mayor
rescate registrado en los anales de la historia electoral.
Que no es momento adecuado para debatir si es buena cosa
reinflar el precio de la vivienda a unos niveles que seguirán
obligando a los nuevos compradores de casas a endeudarse
hasta el punto de tener que gastar en vivienda cerca del 40%
de sus ingresos.
Recuerden
la época en que el presidente Bush y Alan Greenspan
informaron a los norteamericanos de a pie de que no había
dinero para financiar la Seguridad Social (por no hablar de
Medicare), porque en algún momento venidero (¿dentro de 10
años? ¿De 20? ¿De 40?) el sistema caería en un déficit
de lo que ahora resulta un irrisorio billón de dólares
distribuido a lo largo de muchos, muchos años. La moraleja
era que si no podemos imaginar una forma de pagarlo a largo
plazo, dejemos caer ahora mismo el programa asistencial.
El señor
Bush y el señor Greenspan dijeron disponer de una oportuna
solución. El Tesoro podría derivar el dinero de la
Seguridad Social y de los seguros médicos hacia Bear
Stearns, Lehman Brothers o sus pares, para que lo
invirtieran a “mágico interés compuesto”.
¿Qué habría
pasado si la Seguridad Social hubiera hecho semejante cosa?
Tal vez habríamos asistido en estas dos semanas a la
entrega a los tahúres de Wall Street de todo el dinero que
se dejó de lado desde que la Comisión Greenspan resolvió
en 1983 desplazar la carga fiscal sobre las retenciones
salariales reguladas por la FICA (Ley Federal de Contribución
a la Seguridad Social, por sus siglas en inglés). No es a
los jubilados a quienes se pretende rescatar, sino a los
inversores de Wall Street que firmaron papeles diciendo que
estaban en condiciones de afrontar la pérdida del dinero
jugado. La consigna electoral de los republicanos de cara a
los comicios del próximo noviembre debería ser: “Seguro
de juego, no seguro de salud”.
No es así
como el celebérrimo Camino de servidumbre tenía que ser
transitado. Friedrich von Hayek y sus chicos de Chicago
insistían en que la servidumbre vendría de la planificación
y de la regulación estatales. Esa visión estaba en los antípodas
de la de los reformadores clásicos de la Era Progresista,
que concebían la acción del Estado como la del cerebro de
la sociedad, como la palanca directriz para modelar los
mercados y liberarlos de rentistas, es decir, del ingreso
que no es contrapartida del desempeño de un papel necesario
en la producción. La teoría de la democracia se fundaba en
el supuesto de que los votantes actuarían movidos por el
propio interés. Los reformadores del mercado partieron de
un feliz supuesto paralelo, según el cual los consumidores,
los ahorradores y los inversores promoverían el crecimiento
económico actuando con pleno conocimiento y cabal comprensión
de las dinámicas en acto. Pero la mano invisible terminó
resultando en fraude contable, préstamo hipotecario basura,
información privilegiada y fracaso en punto a graduar los
crecientes gastos de la deuda conforme a la capacidad de los
deudores para pagar. Y todo este caos, aparentemente
legitimado por unos modelos de comercio electrónico
computerizado que acaban de ser bendecidos por el Tesoro.
(*)Michael
Hudson es ex economista de Wall Street especializado en
balanza de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase
Manhattan Bank (ahora JPMorgan Chase & Co.), Arthur
Anderson y después en el Hudson Institute. En 1990 colaboró
en el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del
mundo para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue
asesor económico en jefe de Dennis Kucinich en la reciente
campaña primaria presidencial demócrata y ha asesorado a
los gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así
como al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la
Investigación. Distinguido profesor investigador en la
Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de
numerosos libros, entre ellos “Super Imperialism: The
Economic Strategy of American Empire”.
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