El
“rescate” es sólo para Wall Street, no para reactivar
la economía “real”
El ABC del Plan Paulson
Por Michael Hudson (*)
Counterpunch, 20/10/08
Traducción de Ernest Urtasun Domènech
y Mínima Estrella
Sin Permiso, 26/10/08
La intervención el lunes 13 de
octubre del secretario del Tesoro Paulson sobre el plan de
rescate plantea algunas cuestiones económicas
fundamentales: ¿qué impacto tendrán sobre el grueso de la
economía la creación y el posterior regalo sin precedentes
de riqueza financiera con que este otoño se ha obsequiado
al estrato más rico de la población? ¿Por cuánto tiempo
logrará este plan de rescate de Wall Street (¡no del
conjunto de la economía!) por parte del Tesorodel sostener
los costes de una deuda elevadísima que crece
exponencialmente? ¿Existe algún límite a la cantidad de
deuda del Tesoro de los EEUU que el gobierno puede crear en
beneficio de los principales contribuyentes a sus campañas
electorales?
En tiempos pasados, la deuda nacional
era tradicionalmente generada tomando prestado dinero de
prestamistas privados y gastándolo en bienes y servicios.
La tendencia era la de absorber fondos disponibles para el
préstamo aumentando los tipos de interés de un lado,
mientras, por el otro, el gasto generaba incrementos
inflacionarios de los precios de los bienes y servicios.
Pero el actual regalo es distinto. En lugar de prestar o
gastar dinero, se imprimen bonos con rendimiento de
intereses y se ceden a los bancos y otras instituciones
financieras. La esperanza es que estos generen más crédito
(que se convertirá en más deuda para sus clientes),
presionando a la baja los tipos de interés mientras el
dinero se usa para pujar por el precio de los activos –
bienes raíces, acciones y bonos—. Se espera que dicho
comportamiento genere poca inflación en los precios de las
mercancías.
El principal efecto será el de
reforzar la concentración de riqueza en manos de los
acreedores (el 10% de la población más rica), en vez de la
limpieza de activos financieros (y de deudas) que provocaría
las bancarrotas resultantes de la acción de las “fuerzas
del mercado”. ¿Es ir demasiado lejos afirmar que estamos
asistiendo al fin de la democracia económica y a la aparición
de una oligarquía financiera, una clase que se mueve
conforme a sus propios intereses y cuyas acciones amenazan
con la polarización de la sociedad y, de paso, con la
asfixia del crecimiento económico, es decir, con llevarnos
precisamente a la quiebra que el plan de rescate pretendía
evitar?
Todo lo que he leído sobre historia
económica me hace pensar que estamos entrando en un período
de transición que supone una auténtica pesadilla. El ciclo
económico es fundamentalmente un ciclo financiero. Los
movimientos alcistas tienden a convertirse en esquemas económicos
de Ponzi (1) a gran escala, en la medida en que bancos y
otros acreedores, ahorradores e inversores reciben intereses
y los reinvierten en nuevos préstamos, acumulando así más
intereses al tiempo que los niveles de deuda aumentan. Es,
dicho en pocas palabras, la “magia del interés
compuesto”. Ninguna economía “real” en la historia ha
crecido a un nivel capaz de mantener esta dinámica
financiera. Efectivamente, el pago de estos intereses por
parte de familias y negocios deja menos capital para
invertir en bienes y servicios, haciendo retroceder al
mercado y recortando el empleo y la inversión.
Los bancos no pueden ganar
indefinidamente dinero vendiendo más y más crédito (es
decir, endeudando cada vez más a la economía
no–financiera). Funcionarios del Gobierno como el
Secretario de Estado Paulson o el Director de la Reserva
Federal Bernanke son profesionalmente incapaces de reconocer
el problema, que no aparece tratado en casi ningún manual
neoclásico o monetarista. Pero las matemáticas subyacentes
del interés compuesto son redescubiertas por cada generación,
normalmente de forma acelerada por causas de fuerza mayor
como la crisis financiera.
Hace una generación, por ejemplo,
Hyman Minsky ganó adeptos describiendo lo que acertadamente
llamó el estadio de Ponzi del ciclo financiero. Era la fase
en que los deudores ya no podían pagar sus créditos a
partir de sus ingresos corrientes (como en la Fase 1, cuando
ganaban lo suficiente para cubrir los intereses y la
amortización) y, al contrario, no ganaban ya siquiera lo
bastante para servir los intereses de la deuda (como en la
Fase 2), lo que les forzaba a pedir dinero prestado a fin de
pagar los intereses debidos a sus banqueros y otros
acreedores. En esta Fase 3, el interés era simplemente añadido
a la deuda, creciente a un tipo compuesto. El resultado
final era un crack.
Esta es la otra cara de la moneda de
la magia del interés compuesto, la creencia de que la gente
se puede hacer rica “poniendo su dinero a trabajar”. El
dinero en realidad no trabaja, por supuesto: cuando
prestado, extrae interés de la producción y del consumo
real, es decir, del trabajo y de la industria, que son los
que de hecho trabajan. Es muy parecido a un impuesto, una
renta monopolística impuesta por el sector financiero. Este
casi–impuesto, esta renta financiera extractora (como
Alfred Marshall explicó hace alrededor de un siglo) funda,
supuestamente, la dinámica que debería permitir a los
fondos de pensión privados, estatales y locales pagar las
jubilaciones sencillamente a través de las ganancias en
bolsa y de las inversiones en bonos; es decir, mediante
mecanismos financieros, y por lo tanto, a cuenta de la
economía general, cuyos empleados deberían ser, en teoría,
los ganadores del proceso. Esta es la esencia del
“capitalismo de los fondos de pensiones”, una variante
del esquema Ponzi con que opera el capitalismo financiero.
Desafortunadamente, está basado en relaciones puramente
matemáticas que tiene pocos lazos con la economía
“real” en la que producen y consumen familias y
empresas.
El plan de rescate de Paulson refleja
la negativa a entender esa dinámica. Los gastos de deuda se
acumulan unos sobre otros y crecen necesariamente, son cada
vez menos “solventables” terminan cobrando la forma de
un dilema cada vez más acuciante, es decir, de un problema
para el que no se divisa solución alguna. Por lo menos,
solución aceptable para Wall Street y, por lo tanto, para
Paulson y los dirigente demócratas y republicanos del
Congreso. Los bancos y una gran parte del sector financiero
están quebrados por haber hecho malas apuestas creyendo que
el dinero se podía poner a trabajar bajo condiciones que
frenan la subyacente economía industrial y ahogan los
sueldos, erosionando el mercado de los bienes de consumo. La
deflación de la deuda reduce las ventas y la actividad
empresarial en general y, por lo mismo, los ingresos
empresariales. Lo que deprime la bolsa y los precios
inmobiliarios, y así, el valor de los activos colaterales
avaladores de los gastos de deuda del conjunto de la economía.
La quiebra técnica (2) de las familias y las empresas lleva
a la bancarrota y a la ejecución hipotecaria.
Al incrementar de un tirón la deuda
americana, de 5 billones en que estaba a comienzos de este año
hasta los actuales 13 billones, por la vía de quedarse préstamos
basura y otras malas inversiones en lugar de dejarlas caer
como ha ocurrido tradicionalmente en el final del
saneamiento de los cracks empresariales (saneamiento en el
sentido de dejar limpios los balances de deudas que no
pueden ser pagadas), las acciones del plan de rescate de
Paulson lo que hacen es incrementar el pago de intereses que
el gobierno debe desembolsar, ya cargándolos al
contribuyente, ya tomando a préstamo (o imprimiendo) más
dinero. Alguien debe pagar por la deuda mala y los créditos
basura que no han sido limpiados, saneados y sacados de
balance. El gobierno quiere ahora jugar el papel de
recolector de deuda para “generar beneficios para los
contribuyentes” por la vía de poner de rodillas a la
entera economía, la cual, huelga decirlo, se compone
principalmente de los “contribuyentes” aparentemente
socorridos.
Es el típico timo basado en ganarse
la confianza. Las ganancias financieras se dispararon a
partir de 1980, pero los bancos y los inversores
institucionales no las emplearon para financiar la formación
de capital tangible. Se limitaron a reciclar sus ingresos en
intereses (y en cuotas y penalizaciones derivadas del uso de
las tarjetas de crédito, a menudo tan copiosas como los
propios intereses) para suministrar más créditos, lo que
les llevaba a la ulterior extracción de intereses, etc. Esa
extracción financiera hace que queden menos ingresos,
personales o empresariales, libres para gastar en bienes de
consumo, en bienes de capital y en servicios. Las ventas
menguan, provocando quiebras a medida que la economía se
hace menos capaz de pagar los cargos estipulados de
intereses.
Este fenómeno de la deflación por
deuda ha ocurrido repetidamente a lo largo de la historia;
no sólo en los ciclos económicos modernos, sino
inveteradamente, desde hace siglos. El ejemplo de
cortoplacismo financiero más autodestructivo es la
decadencia y caída del Imperio Romano, primero, en una
situación de servidumbre por deudas, y finalmente, en una
Edad Oscura. El punto de inflexión político fue la
violenta toma de control del Senado por parte de una
oligarquía acreedora que asesinó a los reformadores que,
dirigidos por los hermanos Gracos en 133 AC, pretendían la
cancelación de las deudas: los atrajo al precipicio en que
se reunía la asamblea política, y se sirvió de los bancos
senatoriales para empujarlos y despeñarlos. Un violento
golpe de mano similar se había dado, un siglo antes, en
Esparta, cuando los reyes Agis y Cleomenes trataron de
cancelar las deudas, a fin de revertir los procesos de
polarización económica. La oligarquía acreedora mandó a
ambos al exilio y, luego, los asesinó, según describe
Plutarco en sus celebradas Vida paralelas de ilustres
griegos y romanos. Era, ésta, una lectura obligada entre
gentes instruidas, pero en nuestros días todos esos hechos
del mundo antiguo han prácticamente desaparecido de la
memoria histórica. El conocimiento de la evolución de las
estructuras económicas ha sido substituido por meras series
inconexas de personalidades políticas y conquistas
militares.
La moraleja que arroja la historia,
la antigua no menos que la moderna, es que, inevitablemente,
llega un punto crítico en que, o bien las economías
adoptan leyes que, favoreciendo a los acreedores, pauperizan
a la población y socavan social y militarmente al país, o
bien optan por salvarse a sí propias, aliviando la carga de
la deuda. Lo notable de nuestros días es la práctica
ausencia de dirigentes políticos capaces de ofrecer una
alternativa al rescate paulsoniano de Wall Street: ni pío
cuando la bancarrota de Bear Stern, ni pío cuando el
gobierno tomó el control de Fannie Mae y Freddie Mac, ni pío,
la semana pasada, sobre los obsequios a los bancos. Nadie
está siquiera alertando sobre el sentido de esa destructiva
decisión. Gobiernos pretendidamente representantes de la
filosofía del “libre mercado” actúan como prestamistas
en última instancia: y no para aliviar a deudores
no–financieros, como los hogares o los negocios, no para
mitigar el exceso de deuda y sanear cuentas corrientes, sino
para subsidiar los excesos del sector financiero, cuyas
exigencias a la economía se hallan muy por encima de la
capacidad de ésta para satisfacerlas y del valor de mercado
de los activos ofrecidos como colateral de la deuda.
La pretensión es de todo punto vana.
No hay volumen de dinero capaz de sostener el crecimiento
exponencial de la deuda, por no hablar del crédito libérrimamente
creado o de las recíprocas apuestas sobre derivados
financieros cuyo monto no ha hecho sino dispararse en los últimos
años. El gobierno se ha comprometido a “rescatar” a los
bancos y a otros acreedores cuyos préstamos y apuestas
protegidas han salido mal. Y se escabulle de la deflación
de deuda que se impondrá al resto de la economía como
consecuencia de “dar por buenas” esas tendencias
financieras.
He aquí por qué el plan del
gobierno para recuperar el dinero del rescate es un brindis
al sol: llama a los bancos a “labrarse su camino para
salir del endeudamiento” vendiendo más producto, su
producto, es decir, crédito, es decir, deuda. Los
propietarios de vivienda y otros consumidores, los
estudiantes y los compradores de automóviles, los usuarios
de tarjetas de crédito, así como sus propios empleados
–los “contribuyentes” supuestamente socorridos—, son
quienes tendrán que pagar a los bancos el dinero que estos
tengan que devolver, en vez de usarlo para adquirir bienes y
servicios. Con sólo cargar un 6% anual, los bancos extraerán
93 mil millones de dólares en concepto de cargo de
intereses (42 mil millones para pagar al Tesoro por sus 700
mil millones, y otros 51 mil millones para los 850 mil
millones del préstamo –“efectivo a trueque de
basura”— de la Fed).
Si de lo que se trata es de robar al
gobierno, supongo que la mejor estrategia es, simplemente,
desvalijarlo. De hacer caso a los grandes medios de
comunicación, diríase que el Congreso no tenía otra
alternativa sino la de suscribir el plan según lo habían
redactado los lobistas de Wall Street, “a fin de salvar al
mercado de un colapso inminente”, ahorrándose audiencias
y testimonios críticos y haciendo oídos sordos a los
centenares de economistas profesionales que denunciaron el
regalo.
La soberbia ha llegado a niveles de
engaño no vistos desde los regalos a los barones de los
ferrocarriles en el último tercio del XIX. “No queremos
ser punitivos”, explicó Paulson en una entrevista al
Financial Times, como si la única alternativa a eso fuera
un obsequio desapoderado. Europa no se ha comprometido con
ningún regalo parecido, pero Paulson sostuvo que a
Inglaterra y a otros países europeos se les fue la mano en
el rescate de sus bancos y que el Tesoro norteamericano lo
que quería, simplemente, era que sus bancos siguieran
siendo competitivos. Con nervioso y melodrámatico
movimiento de manos, el pasado lunes aseguró a la opinión
pública “lamentar tener que tomar esas decisiones”. Los
bancos, pues, además del regalo fabuloso a Wall Street
resultante de un plan pergeñado por sus propios lobistas,
recibían disculpas por tal horrible intrusión socialista
en el “libre mercado”. “Las decisiones hoy tomadas son
decisiones que nunca habríamos querido tomar”, prosiguió
Paulson, “pero son las decisiones que tenemos que tomar
para restaurar la confianza en nuestro sistema
financiero”. La confianza de marras era un clásico
ejercicio de desinformación, un bien ingeniado timo fundado
en la buena fe del estafado.
Paulson describió la compra pública,
al estilo europeo, de acciones preferenciales especiales sin
derecho a voto como una nacionalización. Pero los gobiernos
europeos pusieron a representantes públicos en los consejos
de los bancos por ellos rescatados. No es lo que se ha hecho
en EEUU. Según se ha informado, los lobistas de los bancos
expresaron al Tesoro la preocupación de que sus
participaciones accionariales pudieran quedar diluidas. Pero
el Plan del Tesoro y del Partido Demócrata lo que hace es
invertir 250 mil millones de dólares de crédito público
en participaciones sin derecho a voto. Si el receptor de
este crédito quiebra, el gobierno queda en la cola de la
fila de acreedores. Sus “participaciones” no son préstamos
reales, sino “acciones preferenciales”. Como explicó el
propio Paulson el lunes: “Que el gobierno posea
participaciones en cualquier compañía estadounidense
privada, es cosa que resulta harto criticable para muchos
norteamericanos, yo incluido”. De modo, pues, que las
participaciones públicas no son siquiera acciones reales,
sino algo que tienen que ver con “no votar”. ¡La
inversión pública en acciones ni siquiera se reserva
capacidad de sufragio! De manera que el gobierno se queda
con lo peor de los dos mundos: sus “acciones
preferenciales” carecen del poder de voto de las acciones
comunes, mientras que, en cambio, no pueden reclamar la
primacía, característica de los accionistas
preferenciales, en la remuneración de lo debido en caso de
bancarrota . En vez de llevar a una supervisión y a una
regulación mayores, la crisis tiene aquí el efecto
contrario: es una capitulación en toda regla ante Wall
Street, y sienta las bases para una crisis crediticia más
profunda en cuanto los bancos consigan “labrarse su
camino” y” salir del endeudamiento” a expensas del
resto de la economía, para las deudas de la cual ¡no se
ofrece el menor alivio!
Paulson derramó las oportunas lágrimas
de cocodrilo a propósito de los propietarios de vivienda y
de la clase media, cuyos intereses, según él, andan mejor
servidos por unos precios siempre al alza en los mercados
inmobiliarios y en las bolsas. “En las pasadas semanas, el
pueblo norteamericano ha sentido los efectos de un sistema
financiero congelado”, explicó. “Ha visto reducirse los
valores de sus fondos de jubilación y de sus cuentas de
inversión. Se ha visto acuciado por los vencimientos de los
pagos y por los puestos de trabajo perdidos”. A pique
estuvo de servirse de las consabidas viudas y de los
socorridos huérfanos e implorar a los norteamericanos que
no desconectaran a [la manzana verde] Granny de su sistema
de sostén vital en la nutrición hogareña. Necesitamos
preservar el valor de sus acciones y ayudarles para que
puedan tener un retiro feliz, y necesitamos hacerlo
restaurando los procesos normales de ingeniería financiera
de Wall Street para que puedan volver a hacer ricos a los
votantes.
Los ejecutivos europeos que llevaron
a sus bancos al iceberg financiero han sido despedidos.
Inglaterra borró de un plumazo el pasado verano a los
accionistas de Northern Rock y, más recientemente, ha hecho
lo propio en Bradford and Bingley. Pero en EEUU los
culpables siguen en su sitio. Aquí nadie se ha quitado de
encima tampoco a accionista alguno, a pesar de la quiebra técnica
en que han caído los bancos que tomaron los peores riesgos
y a pesar de los procesos iniciados contra esos bancos,
acusados de préstamo predatorio, fraude al consumidor y
delitos parecidos.
La ayuda pública será usada para
pagar remuneraciones exorbitantes a los ejecutivos que
llevaron a esos mismos bancos a la insolvencia. “Las
instituciones que vendan participaciones al gobierno aceptarán
restricciones a la compensación de sus ejecutivos, incluida
una cláusula de reintegro y una prohibición de los paracaídas
de oro”, dejó dicho Paulson, para matizar enseguida que
la regla sólo valdría “durante el período en que el
Tesoro mantenga obligaciones emitidas a través de este
programa”. Los ejecutivos podrán seguir en su puesto y
podrán seguir obsequiándose a sí propios con los usuales
regalos de jubilación, lo que llevó al congresista demócrata
Barney Frank a quejarse de la laxitud de las restricciones
puestas por el Tesoro. “Los expertos en compensaciones
dicen que, aun si lo bastante prudentes como para apaciguar
la cólera pública, tendrán probablemente poco impacto
real en las remuneraciones venideras de los ejecutivos
financieros. Lo que predicen es que los bancos se limitarán
a pagar más impuestos y hallarán otras vías creativas
para pagar a sus ejecutivos según les acomode. Algunos
dicen incluso que las compensaciones se dispararán en
cuanto el programa del gobierno toque, en unos pocos años,
a su fin, llegando a cifras exorbitantes… Cuando el
Congreso limitó a 1 millón de dólares la deductibilidad
fiscal de las remuneraciones en efectivo, por ejemplo, la
consecuencia fue, simplemente, una explosión de las
opciones sobre acciones, a modo de compensación, y unas
pagos todavía mayores.”
Y a propósito de opciones sobre
acciones, tampoco tardó aquí el gobierno en corregirse a sí
mismo, deshonrando sus promesas de asegurarse una
participación en las ganancias cuando los bancos se
recuperaran. El Senador Schumer llegó incluso a asegurar a
los votantes: “en todo plan de inyección de capital
proyectado por el Tesoro, los dividendos habrán de ser
eliminados, las compensaciones de los ejecutivos,
restringidas, y habrá que dar primacía a las actividades
bancarias normales”. Humo, a lo sumo. Inglaterra y otros
países han insistido en que los bancos no paguen dividendos
hasta que el gobierno esté completamente resarcido. La idea
consiste en evitar que se use dinero público para seguir
pagando dividendos a los actuales accionistas y mantener las
exorbitantes remuneraciones de los ejecutivos que han
llevado al banco a la catástrofe. Pero los términos en que
está concebido el rescate estadounidense se limitan a
advertir a los bancos de que no aumenten los pagos de
dividendos, una política que, de todos modos, y a la vista
del desplome de sus ingresos, seguirían de todos modos.
Schumer rozó el ridículo cuando
proclamó: “Tenemos que operar exactamente igual que
cualquier inversor importante en estos caso: cuando Warren
Buffett invirtió en Goldman Sachs y en General Electric en
las pasadas semanas, lo hizo con exigencias estrictas, pero
no onerosas. El gobierno debe actuar protegiendo de modo
similar los intereses del contribuyente”. Pero Buffett
logró cerrar un trato mucho mejor con su inversión de 5
mil millones de dólares en Goldman Sachs, incluyendo garantías
de compra de acciones a un precio inferior al corriente
cuando contribuyó a rescatar la compañía. Análogamente
en Inglaterra, en donde el gobierno se hizo con la propiedad
de acciones a bajo precio antes del rescate, ¡no a un
precio elevado después del rescate! Pero, en vez de ejercer
las garantías reservadas conforme a los precios deprimidos
en que se hallaban las acciones de los bancos en el momento
en que Pualson detalló los términos del rescate, el Tesoro
de EEUU sólo podrá ejercer esas garantías (que equivalen
al 15% de su inversión) a precios que serán fijados luego
de que los bancos hayan tenido tiempo de recobrarse con
ayuda del Tesoro. Los actuales accionistas, pues, se
beneficiarán más que el gobierno, razón por la cual las
acciones de los bancos se dispararon al conocerse los términos
del rescate. De modo que el gobierno no parece ser un buen
negociador en defensa del interés público: en realidad,
Paulson es seguramente culpable de actuar deliberadamente en
menoscabo del interés público que, como Secretario del
Tesoro, está supuestamente obligado a defender.
Dada su experiencia financiera,
Paulson no puede ignorar el carácter engañoso de su
promesa y de su énfasis en las opciones gubernamentales de
acciones, el dulcificante que hizo a tantos ejecutivos
fabulosamente ricos: “los contribuyentes no sólo entrarán
en posesión de participaciones que deberían ser
recompensadas con retornos razonables, sino que recibirán
también garantías de acciones comunes en las instituciones
participadas”, explicó. Pero los “retornos
razonables” son sólo el 5% anual, justo por encima de lo
que el gobierno típicamente paga, no una tasa que refleje
nada parecido a lo que el “libre mercado” carga ahora a
las empresas de Wall Street en situación de quiebra técnica.
Los 250 mil millones del gobierno en acciones preferenciales
comportarán un dividendo que montará hasta el 9% luego de
cinco años, sin límites en lo tocante a la duración del
préstamo.
Todo lo que puedo decir es: ¡uau! ¡Ojalá
los propietarios de vivienda pudieran lograr un recorte
semejante! ¡Una reducción de su tasa de interés hasta el
5%, con una tasa de penalización de sólo un 9%! Nada que
ver, pues, con las penalizaciones y los cargos por mora de
Countrywide/Banc of America. En cambio, los bancos alemanes
rescatados públicamente pagarán “un cargo de al menos el
2% anual de la cantidad públicamente garantizada. El Reino
Unido cargará un 0,50% más el coste del seguro de impago
de la deuda del banco”. Un banquero británico me escribió
que “el gobierno ofrece participaciones preferenciales al
12%, y participaciones comunes a un valor de descuento de
activos absolutamente enorme para suministrar efectivo”.
Pero el gobierno de los EEUU accedió a ejercer sus opciones
de acciones a precios posrescate, no a los precios
anteriores al salvamento. Incluso prevé no ejercer esas
opciones, si los bancos devuelven el préstamo del Tesoro.
Con la excusa de estimular a los inversores privados de Wall
Street a venir en substitución de la “propiedad” y de
la “intrusión” públicas en el mercado, los bancos
pueden “recortar a la mitad el número de participaciones
comunes que el gobierno pueda llegar eventualmente a
comprar. Lo que puede conseguirse si un banco vende acciones
antes de fines de 2009 y consigue al menos tanta liquidez
como la invertida por el gobierno”.
Semejantes términos del rescate
sugieren que la pretensión de Wall Street es conseguir,
sobre poco más o menos, lo que la Gran Bretaña
colonialista logró durante años en la India y en África:
dirigentes políticos manejables como títeres por un
supervisor imperial, en el caso de los EEUU, por el
secretario del Tesoro y un virrey que figura a la cabeza de
la Reserva Federal. Pero lo que el resto de la economía
necesita son dirigentes verdaderamente libres, capaces de
imponer una legislación mejor y más equitativa para
aliviar y aun cancelar la deuda, no para fortificarla y
rescatar más préstamos fallidos. Hasta una persona de la
actual Administración, Sheila Bair, a la cabeza de la
Federal Deposit Insurance Corporation, se ha quejado: en una
entrevista concedida al Wall Street Journal declaró no
entender “por qué se ha hecho tanto hincapié político
en garantizar que no estamos ayudando indebidamente a los
prestatarios , para luego, en cambio, ofrecer toda esa
asistencia masiva a nivel institucional”. En la misma
entrevista, la señora Blair habló de los “penosos
esfuerzos realizados por los legisladores al elaborar el
programa federal de Esperanza para los Propietarios de
Vivienda, a fin de asegurar que ese programa limitaría los
beneficios de reventa de los propietarios que recibieran préstamos
inmobiliarios accesibles” dando al gobierno una
participación en los precios de venta al alza.
En realidad, el problema es
precisamente el de la disparidad entre las exigencias de los
acreedores y la capacidad de pago de los deudores. Paulson
dijo en su comunicado de este lunes que precisaba llegar a
la raíz del problema económico. Mas esa raíz, en su opinión,
se halla en el hecho de que los bancos “no están en
situación de prestar tanto como sería necesario para
sostener la economía. Nuestro objetivo es ver… si pueden
ofrecer más crédito a las empresas y a los consumidores de
toda la nación”. Como explicó en su entrevista al
Financial Times, “se ha visto, por vez primera, una acción
que es sistemática, que va a las causas en que arraiga”
la crisis financiera. Pero su perspectiva es
sorprendentemente estrecha. Niega que el problema sea el de
una deuda que está por encima y más allá de la capacidad
de pago del conjunto de la economía, de una deuda superior
al precio de mercado de las propiedades y los activos que la
avalan como colateral.
Crear un sistema para que los bancos
puedan “labrarse su camino para salir del endeudamiento”
significa generarle al conjunto de la economía más deuda
con os consiguientes intereses. Se supone que los préstamos
hipotecarios lograrán restaurar los elevados precios
inmobiliarios y los altos costes de las oficinas, que es
precisamente lo que propició el desplome crediticio. A
despecho de la caracterización que hacen de la presente
crisis el señor Paulson y la señora Blair, como si de un
mero problema de liquidez se tratara, de lo que se trata en
realidad es de un problema de deuda. El volumen de la deuda
inmobiliaria, de los préstamos para la compra de automóviles,
de los préstamos académicos para estudiantes, de la deuda
bancaria, de las deudas de los municipios y de los estados
en materia de pensiones, así como de las deudas de las
empresas privadas, rebasan por mucho sus respectivas
capacidades de pago.
Poco después de la rueda de prensa
de Paulson el pasado lunes, un profesor de economía holandés,
Dirk Bezemer, me escribió lo siguiente: “Lo que me viene
ahora a la cabeza es un juego Ponzi, en cuyas etapas finales
la única vía para mantener las cosas en marcha un trecho más
es seguir inyectando liquidez. Eso es una solución, en el
sentido de que restablece la calma, pero sólo a corto
plazo. Y eso es lo que estamos viendo ocurrir ahora mismo
–a pesar del alza de la bolsa un 10% hoy—. Por mi parte,
me preparo para ver el inevitable fin de este juego de
Ponzi, ya subitáneo, ya en forma de una larga y duradera
deflación de deuda”. Bezemer entró a explicar lo que él
mismo y otros colaboradores míos han venido sosteniendo
desde hace muchos años: “La solución real pasa por
separar la economía fundada en un esquema Ponzi de la
economía no fundada en ese esquema, y en dejar que la
primera arrostre todos los daños para salvar todo lo que se
pueda de la segunda. Eso significa el rescate de los
propietarios de vivienda, pero no de los bancos de inversión,
etc. La matización que conviene introducir en ese esquema
general de solución es que hay que sostener a los grandes
jugadores del juego Ponzi cuya quiebra representa una real
‘amenaza para el sistema’, pero sólo con condiciones
punitivas. Exactamente igual que los países del Tercer
Mundo, no tienen elección.”
El problema de la “polución
deudora” pretende “resolverse” creando más deuda, no
reduciendo el volumen de la misma. Ni el Tesoro ni el
Congreso están contribuyendo a resolver este problema. El
supuesto de partida es que ofrecer a los bancos y a Wall
Street crédito nuevo creado por el gobierno llevará a
reanudar la actividad crediticia y a reinflar los mercados
inmobiliarios y los mercados de valores. Pero ¿quién
prestará más a esa sexta parte de los hogares
norteamericanos que ya se han despeñado por los
derrotaderos de la quiebra técnica y cuyas casas valen
menos de lo que deben a los bancos por ellas? Puesto que la
deflación generada por la deuda fagocita el mercado
interior de bienes y servicios, las ventas y los ingresos de
las empresas encogen, lastrando así los precios de las
acciones. Wall Street está en el puente de mando, pero sus
políticas son tan miopes que lo que consiguen es la erosión
general del conjunto de la economía. Estamos en trance de
pasar de la democracia a la oligarquía, y en verdad, se diría
que a una cleptocracia financiera bipartita.
Notas de los Traductores:
(1) En el léxico de la economía
financiera, un "esquema Ponzi" es un negocio
fraudulento de inversiones consistente en atraer inversiones
de dinero con promesas de intereses a corto plazo
inopinadamente altos, pero puntualmente satisfechos, lo que
trae consigo un alud de nuevos inversores –o sucesivas
reinversiones de los antiguos–, generándose así un flujo
de dinero que permite durante un tiempo pagar altos
intereses a corto plazo con el dinero que va entrando a
espuertas. Charles Ponzi, de quien recibe el nombre este
truco financiero, fue un emigrado italiano que se hizo
millonario en pocos meses en el Boston de los años 20 del
siglo pasado organizando un negocio fraudulento fundado en
tal esquema.
(2) La "negative equity" se
traduce aquí por "quiebra técnica" por ser la única
voz del léxico económico con tradición castellana que se
acerca al significado original en inglés. Pero la locución
inglesa es propiamente intraducible, a causa de las
diferencias legislativas. Mientras que cuando en los EEUU se
deja de pagar una hipoteca lo único que puede hacer la
institución financiera acreedora es subastar el bien
inmobiliario y quedarse con el dinero de la subasta, en la
legislación hispánica, si el dinero conseguido en la
subasta no basta para cubrir la hipoteca, la institución
financiera puede proceder al embargo de otros bienes del
deudor –incluida la nómina—, hasta cubrir el total de
lo adeudado. "Negative equitiy" es la situación
que se produce cuando el precio del inmueble cae por debajo
de la deuda hipotecaria: quien tiene entonces un problema es
la institución financiera tenedora de los títulos
hipotecarios. Mientras el deudor norteamericano en situación
de "negative equity" tiene abierta la posibilidad
de soltar el bien inmobiliario de consuno con la hipoteca,
los deudores europeos e hispánico se hallan, en cambio, en
situación de "quiebra técnica": deben más de lo
que vale el bien por el que está endeudado y no tienen otra
salida que seguir satisfaciendo esa deuda.
(*) Michael Hudson es ex
economista de Wall Street especializado en balanza de pagos
y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora
JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después en el
Hudson Institute. En 1990 colaboró en el establecimiento
del primer fondo soberano de deuda del mundo para Scudder
Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en
jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña primaria
presidencial demócrata y ha asesorado a los gobiernos de
los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como al Instituto
de Naciones Unidas para la Formación y la Investigación.
Distinguido profesor investigador en la Universidad de
Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de numerosos
libros, entre ellos Super Imperialism: The Economic Strategy
of American Empire.
Rescate para unos pocos, esclavos de
la deuda el resto
Por Michael Hudson (*)
Counterpunch, 13/10/08
Sin Permiso, 19/10/08
Traducción de Xavier Fontcuberta
Estrada
Este programa de estilo “Robin Hood
al revés” se está llevando a cabo sin condiciones, sin
pedir a los bancos que dejen de pagar dividendos, sueldos
exorbitantes y paracaídas dorados a sus ejecutivos, y sin
tomar el control de bancos con un patrimonio negativo como
el que ya están experimentando muchos propietarios de
inmuebles.
Estamos entrando en el fin del mundo
financiero. El “plan A” para el rescate (compra de los
activos basura) ha fracasado, el “plan B” (un sucedáneo
de compra de acciones de los bancos para recapitalizarles
sin acabar con los actuales y desastrosos directivos) está
languideciendo, y las deudas siguen sin poder pagarse. Esa
es la realidad a la que Wall Street evita enfrentarse.
“Primero te ignoran, luego te censuran y por último dicen
que ya sabían desde el principio lo que tú decías”,
dijo Gandhi. Lo mismo podría decirse de la actual acumulación
de deudas que exceden lo que la economía tiene capacidad
para pagar. Primero los reguladores y los políticos sostenían
que se podían pagar, luego censuraron a los pesimistas por
difundir el pánico y finalmente dicen que claro, que a los
estudiantes ya se les enseña desde hace más de cuatro mil
años que “la magia del interés compuesto” sigue
doblando y redoblando las deudas más rápido de lo que la
economía puede dar de sí en generar excedente para
pagarla.
Lo que se ha terminado es la idea de
que “la magia del interés compuesto” puede enriquecer a
las economías sin que haya que trabajar y sin la industria.
Espero que hayamos presenciado el fin de la era de las
formulitas para derivados tratando de ganar dinero en juegos
de suma cero. Un exceso de deuda siempre acaba o bien en la
confiscación de las propiedades del deudor, o en una
cancelación de la deuda para preservar la libertad y
equidad generales de la economía.
Eso significa que la economía
postmoderna como la conocemos hoy en día va a terminar
–sea en una polarización financiera y una servidumbre por
la deuda que lleve a la aparición de una nueva elite oligárquica,
sea en una cancelación de la deuda y un “estar de
juerga” durante un año entero para así salvar a la
sociedad. Pero cuando el gobierno dice que está explorando
“todas” las opciones, dicha realidad no es una de ellas.
La primera alternativa del Secretario del Tesoro, Henry
Paulson, fue comprar paquetes de hipotecas basura
(obligaciones colaterales de deuda o CDO’s, por sus siglas
en inglés. N. del T.) para salvar a los inversores
institucionales más ricos de tener que asumir las pérdidas
de sus malas inversiones. Cuando esto no fue suficiente,
vino con el “Plan B”, para dar dinero a los bancos. Pero
mientras en Gran Bretaña y Europa los países hablaron de
nacionalizar los bancos o al menos disponer de un cierto
control sobre ellos, el señor Paulson cedió ante sus
compinches de Wall Street y prometió que las compras de
acciones no serían de verdad. No se iba a debilitar a los
actuales accionistas, y la participación del gobierno no
tendría derecho a voto en la asamblea de accionistas. Para
rematar las concesiones a sus coleguitas, el señor Paulson
incluso aceptó no pedir a los altos ejecutivos que
renunciasen a sus “paracaídas dorados”, pluses o
salarios anuales totalmente exorbitantes.
El Plan A (los 700 mil millones de dólares
para comprar la basura hipotecaria empaquetada que el sector
privado no va a quedarse) falló en parte porque permitió a
las instituciones financieras que no pusieran un precio
justo a los paquetes de deuda que estaban vendiendo. En
lugar de revelar la verdad sobre su situación financiera
asignando a los activos su valor de mercado, pueden “poner
precios estandarizados”, al estilo Enron. Ya hemos visto
el resultado: una semana entera de sólido desplome de la
bolsa. Los medios de comunicación lo llaman pánico, pero
no hay nada de irracional en ello. ¿Quién en su sano
juicio compraría títulos o participaciones de un banco sin
saber lo que valen realmente dichos títulos? La fe en esa
porquería de modelos matemáticos ha terminado.
Así que seguimos esperando una
respuesta pública al problema de cómo amortizar las
deudas. El interés económico de quién deberá
sacrificarse: ¿el de los deudores, como ha venido
ocurriendo durante los últimos ocho siglos; o el de los
prestamistas, que han luchado para crear una economía
neoliberal controlada por el sector financiero?
No es demasiado tarde para decidir
por qué camino ir, pero los banqueros y prestamistas de
Wall Street van a la cabeza de la carrera. Viendo de qué
lado soplaban los vientos políticos, se decidieron a vaciar
las arcas del Tesoro antes de las elecciones del próximo 4
de noviembre, como si fuesen habitantes de la edad media
huyendo de las hordas mongolas comandadas por Genghis Khan.
“Nos vamos. Limpiad los aparadores”, como en Lehman
Brothers donde se vaciaron las cuentas extranjeras en Gran
Bretaña y demás países justo antes de declarar la
bancarrota, llevándose todo lo que pudieron y poniéndolo
en manos de sus mejores amigos.
La proclama consistía en que se
necesitaba un rescate para restaurar la confianza. Pero la
semana siguiente demostró que dicha pretensión era falsa.
No cambió el rumbo de la bolsa como se había prometido. El
Dow Jones Industrial Average cayó 2.200 puntos entre el miércoles
1 de octubre y el siguiente viernes 10 de octubre –ocho días
de caída libre, incluso sin las habituales pausas en
zigzag. El hundimiento del viernes fue de 100 puntos por
minuto durante los primeros siete minutos, una caída de 690
puntos situándose por debajo de los 8.000. Cada 100 puntos
era más de un 1% de caída, lo que se reflejó en el
NASDAQ. Nada pudo con la presión conjunta de tantísimos
estadounidenses convirtiendo de la noche a la mañana sus
fondos en efectivo y de otros tantos extranjeros en zonas
horarias más tempranas emitiendo órdenes de venta.
Los especuladores a corto plazo
hicieron una de sus mayores y más rápidas fortunas,
vendiendo primero y luego cubriendo sus posiciones
recomprando más baratas las acciones que previamente habían
vendido. Ello subió los precios hasta incluso valores
positivos justo antes de las 10:30 de la mañana, cuando
George Bush empezó a hablar. La mitad de las empresas
financieras mostraban ganancias en esos momentos, una señal
de que el “equipo de rescate antidesplomes” había
pasado a la acción. Pero el señor Bush no dijo nada que
pudiese resultar útil y las acciones volvieron a entrar en
caída libre, perdiendo otros 128 puntos a pesar de la reunión
del G7 prevista para la siguiente semana. No se dijo nada en
absoluto sobre reducir los niveles de deuda, solamente de
dar más dinero a los bancos, las compañías de seguros y
el resto de agentes monetarios, como si “empujando una
cuerda” pudiese motivárseles a prestarse aún más en una
economía ya de por sí saturada de deudas.
Si el Congreso quería realmente
restablecer la confianza, lo que debería haber hecho es lo
siguiente: en primer lugar, fijar los precios según el
valor de mercado, no según modelos y estándares. Los
inversores ya no confían en el estilo contable americano
“a lo Enron”, ni en las agencias de valoración de deuda
o las aseguradoras “monoline” (intermediarios
financieros prácticamente desconocidos por el gran público,
que abaratan los mecanismos de financiación privados
otorgando, a cambio de una prima, una garantía financiera a
préstamos, bonos y demás activos. N. del T.). No confían
en que los bancos de los EEUU sean honrados respecto a sus
posiciones financieras. Están preocupados por las
acusaciones de fraude lanzadas por los fiscales generales de
11 estados contra prestamistas rapaces como Countrywide o
Wachovia, la compra de los cuales fue motivo de tanto
orgullo por parte de Citibank, JP Morgan Chase y Bank of
America.
Así pues, ¿es demasiado tarde para
el Congreso para cambiar de opinión y revocar su regalito?
Si el rescate de 700 mil millones de dólares no estabilizó
lo que para los pequeños inversores, los fondos de
pensiones e incluso el sector financiero en pleno era ya
“inestabilizable”, ¿qué hacer?
Lo que la Reserva Federal ha
estado haciendo mientras los medios no miraban
Pongamos en perspectiva lo que ha
sido el despilfarro del plan de rescate. Mientras los
senadores y congresistas sujetos a las decisiones de los
votantes estaban debatiendo sobre 700 mil millones de dólares
para los mayores contribuyentes de Wall Street a ambos
partidos (y eso sólo a modo de entrante, como admitió el
señor Paulson), la Reserva Federal ya había dado incluso más,
sin discusión pública alguna y sin que se enterasen los
medios de comunicación. Desde que cayó Bear Stearns en
marzo, la Reserva Federal se ha refugiado en la letra pequeña
de sus estatutos para ir más allá de sus clientes
habituales (que se supone que son los bancos comerciales)
dando casi de forma indiscriminada a los bancos de inversión,
los agentes de bolsa y finalmente a las grandes empresas
unos 875 mil millones de dólares más en operaciones de
“efectivo por basura” (las estadísticas al respecto
salen cada semana en el informe H41 de la Fed). Como Aladino
ofreciendo lámparas nuevas a cambio de las viejas, la Fed
ha cambiado bonos del Tesoro por hipotecas basura y demás títulos
que las agencias bursátiles y los bancos de inversión no
habían tenido tiempo de colocar a la OPEC, a los fondos
soberanos asiáticos o a otros inversores.
La prensa alaba al señor Bernanke
como un “estudioso de la Gran Depresión”. Si lo fuese,
debería saber que lo que llevó al colapso de 1929 fueron
las austeras políticas que el gobierno de EEUU llevó a
cabo en su papel de prestamista hacia sus aliados en la
primera guerra mundial. Ello provocó una situación en la
que la Reserva Federal tuvo que suministrar crédito fácil
para sostener los tipos de interés artificialmente bajos,
de modo que se motivase a los inversores de EEUU a prestar a
Inglaterra y Alemania, quienes a su vez iban a usar este
flujo de dólares para pagar sus deudas de guerra entre
aliados. El predecesor del señor Bernanke, Alan Greenspan,
promovió el crédito fácil sencillamente por cuestiones
ideológicas, para enriquecer a Wall Street al permitirle
tener más deuda que vender.
Alguien que estudiase la Gran Depresión
entendería los conflictos de intereses que emergen entre
los pequeños bancos comerciales y los gran banca de inversión
y gestión de capitales, que llevaron al Congreso a aprobar
la Glass–Steagall Act en 1933, si bien el conflicto se
desató una vez más cuando el presidente Clinton apoyó al
entonces presidente de la Fed, Alan Greenspan y al líder
republicano (e ídolo de McCain) el senador Phil Gramm en su
rechazo de dicha ley, abriendo las puertas al actual doble
juego financiero que ha costado tanto a la economía
americana.
Si el señor Bernanke conoce esta
historia, su comportamiento es sencillamente el de un
oportunista practicante del arte de la auto–promoción,
adulando a Wall Street al hacer campaña por una última
gran estafa antes de que la administración Bush cierre el
chiringuito. La Fed ha subministrado a Wall Street bonos del
Tesoro recién estampados, salidos de la nada y que se suman
a la deuda nacional. Y ha hecho esto sin sentir necesidad
alguna de racionalizarlo mediante absurdas declaraciones públicas
que expliquen cómo el gobierno va a sacar de ello
“beneficios para los contribuyentes”.
El presidente de la Fed no se elige
democráticamente. Tradicionalmente lo designa el sector
financiero de Wall Street que se supone que luego regula la
propia Fed, haciendo pues el papel de representante de los
intereses de los prestamistas – el 10 por ciento más rico
de la población – y en contra del 90 por ciento restante
de “endeudados”. Esta “independencia del Banco
Central” es celebrada como elemento distintivo de la
democracia. Pero es radicalmente antidemocrático,
precisamente por estar aislado del control público.
La era de la oligarquía
El Secretario del Tesoro, Paulson, no
se puede permitir esos lujos. El Tesoro se supone que
representa los intereses nacionales, no el de los banqueros,
aunque su máxima autoridad hoy en día salga de Wall Street
y actúe como su representante. El señor Paulson presentó
al Congreso su plan de despilfarro y tintes totalitarios con
brusquedad y sobre la base de un “lo tomas o lo dejas”,
anunciando que si el Congreso no salvaba a Wall Street de
las pérdidas derivadas de su enorme montón de malos préstamos
los bancos iban a permitir, por pura mala leche, que la
economía quebrase. “Por favor no nos obliguen a hundir la
economía”, estaba en realidad diciendo. Como solía decir
Margaret Thatcher mientras se deshacía durante los 80 de
las joyas de la corona del gobierno: no hay alternativa.
Al lanzar esta descarada amenaza, el
señor Paulson se comportó de forma tan arrogante como el
consejero delegado de Lehman, Richard Fuld, cuando trató de
timar a Corea y demás inversores tentativos para que
pagasen entero el precio ficticio que figuraba en los libros
de cuentas de su empresa (su farol le salió mal y Lehman
entró en bancarrota, dejando tirados a todos sus
accionistas, incluidos empleados y directivos que tenían el
30 por ciento del total de acciones). Pero resultó que
después de todo había una alternativa. Respondiendo a la
mayor condena pública que se recuerda, el Congreso sí se
tragó el farol de Paulson.
Lo que hacía a su plan de 700 mil
millones de dólares, el Troubled Asset Relief Program
(TARP), mucho más visible ante los medios de comunicación
respecto a las actividades de la Fed es el hecho de que el
Congreso esté implicado, siendo además un año de
elecciones. Por ello el grado de decepción y sentimiento de
engaño es enorme, a pesar de algunos apaños y recortes de
impuestos para distraer la atención. El otrora opositor
republicano, senador Jeff Sessions de Alabama, lo dejó
claro y dijo que “esta ley se ha equipado con un montón
de cuestiones muy populares para así darle aún mayor
sentido de la oportunidad”, de modo que, como explicó el
The New York Times: “en lugar de estar de acuerdo con un
rescate de 700 mil millones de dólares, los legisladores
podrán decir que votaron a favor de una mayor protección
de los depósitos en el banco de la esquina, una rebaja del
impuesto sobre la renta para los contribuyentes de clase
media y ayudas para las escuelas en zonas rurales donde el
gobierno federal es propietario de gran parte del suelo.”
Y así mientras los que en Wall
Street creían en el éxtasis del libre mercado han sido
elevados al paraíso gracias al “socialismo para los
ricos”, se deja atrás a los que tiene hipotecas o préstamos
para estudios, a la Pension Benefit Guarantee Corporation
(PBGC, por lo poco unos 25 mil millones de dólares), la
Federal Deposit Insurance Corporation (FDIC, sobre los 40
mil millones de dólares), así como a la Seguridad Social
la cuál, se nos ha advertido ya, puede acumular un billón
de dólares de déficit de aquí a 30 o 40 años. Sólo se
han beneficiado los más ricos, no los votantes ni los
propietarios ni el resto de deudores.
Aún así, se infundió pánico al
Congreso para que actuase el viernes 3 de octubre, pues una
semana antes la bolsa había caído 777 puntos después que
los congresistas respondiesen a una protesta del electorado
sin precedentes votando en contra del plan de rescate.
“Esta gilipollez podría hundirnos”, advertía el
presidente Bush mientras los voceros de Wall Street
responsabilizaban del vuelco del mercado a la incapacidad de
los congresistas para preservar el “sistema monetario”,
especialmente los bancos y compañías de seguros que ya habían
perdido toda su riqueza neta y se adentraban más y más en
el territorio del “patrimonio negativo”. El líder demócrata
Barney Frank y la portavoz de los demócratas en la cámara
de representantes Nancy Pelosi dijeron, en efecto: “¡mirad
lo que habéis hecho! Políticos irresponsables, os estáis
creciendo con vuestros principios y a la vez dejando que se
hundan los ahorros invertidos en bolsa y arriesgando los
fondos de pensiones de la gente. Si no dais a las empresas
de Wall Street suficiente dinero para que cubran sus pérdidas
y todo el mundo gane, se llevarán por delante la economía
hasta que se salgan con la suya”. Bien, no dijeron
exactamente esto, pero básicamente ese fue el mensaje. Y
sin duda era el mensaje de Wall Street: “Wall Street
llamando a la Economía: la bolsa o la vida.”
Así que el Congreso cedió. Los demócratas
corrieron como lemmings (roedores del norte de Europa. N.
del T.) para “salvar la economía”. Y aún así la bolsa
cayó otros centenares de puntos, y siguió bajando durante
toda la semana, de forma mucho peor y mucho más rápida de
lo que había ocurrido cuando el Congreso rechazó
inicialmente la ley.
El
“problema de la realidad”
¿Qué es lo que la teoría del
“libre mercado” que hay detrás de ese regalito no tuvo
en cuenta? Para empezar, el “sistema monetario” resulta
ser un eufemismo para referirse a las fortunas de tahúres
financieros que usan una basura de matemáticas (la fórmula
Merton–Scholes para derivados) basadas en una basura de
ciencia económica (bendecida con algunos premios Nobel)
para comprar, especular e incluso asegurar hipotecas basura,
bonos basura y futuros y derivados basura, basándose en sus
precios relativos. Así que lo primero que faltó fue
conocer bien el valor de lo que se estaba vendiendo y
comprando. Los modelos “mark–to–market” (“valorar
según el mercado”, método de contabilización de activos
por el cuál su valor se fija según su precio de mercado en
cada momento. N. del T.) dejan que fijen los precios los
banqueros de inversión. Si la confianza existiese y hubiese
realmente honor entre estos ladrones, un rescate por parte
del gobierno no sería necesario, ya que “el mercado se
vaciaría”.
La ideología del “libre mercado”
asume que cada agente va a actuar únicamente en su propio
interés. Si ello fuera así, ¿por qué iban los gobiernos
extranjeros a acumular más y más títulos en dólares del
Tesoro norteamericano, el cuál ya debe a sus bancos
centrales más de 4 billones de dólares? Cuando ya no
quedaban casi títulos del Tesoro a pesar de que los EEUU
estaban incurriendo en déficits federales sin precedentes,
los funcionarios norteamericanos presionaron a dichos bancos
centrales y fondos soberanos extranjeros para que comprasen
paquetes hipotecarios que reportaban un mayor tipo de interés.
Y además al comprar este tipo de activos, los gobiernos
extranjeros no serían acusados de financiar la guerra en
Irak que la mayoría de sus votantes rechaza. Pero los
inversores cometieron un error fatal creyéndose las
referencias norteamericanas del valor de sus paquetes de
hipotecas basura. Esa confianza ahora se ha perdido, más si
cabe cuando el plan de rescate sigue permitiendo “valorar
según el mercado”.
El Congreso pensó que sus 700 mil
millones de dólares iban a distraer la atención como mínimo
hasta las elecciones del 4 de noviembre. Pero fue en vano.
Los mercados cayeron 157 puntos el mismo “viernes del
regalo”, y siguió cayendo otros 800 puntos el lunes 6 de
octubre, (hasta los 9.500) antes de rebotar 500 puntos para
sólo caer mucho más el siguiente viernes. Así que tanto
derroche no sirvió para su principal y declarado propósito
de rescatar a los inversores bursátiles (“el capitalismo
del pueblo”) o a sus fondos de pensiones. Simplemente había
llegado la hora de hacer limpieza y llevarse a casa todo lo
que uno pueda.
Sanear a bancos y aseguradores
metidos en el juego de suma cero de los derivados, de modo
que los ganadores se lleven su premio mientras los
perdedores pueden vender sus malas inversiones al Tesoro, se
supone que va a levantar otra vez la pirámide del crédito.
La idea es arreglar el problema de la deuda con aún más
deuda, para… ¡disparar otra vez los precios de las casas
hasta niveles imposibles de asumir! Esto no es una solución
a largo plazo, pero daría tiempo a quienes están pringados
para acordar una “vuelta a empezar” y así salirse del
juego más rápidamente, vendiendo sus hipotecas y bonos
basura al proverbial “gran cretino”, en este caso el
“gran cretino de última instancia”, el Tesoro de los
EEUU, al menos mientras siga dirigido por el señor Paulson
o, con Obama, tal vez por Robert Rubin, antiguo directivo de
Goldman Sachs.
Los bancos deben “ganarse” su
salida de la situación de insuficiencia patrimonial
aumentando las ventas del que es su producto – créditos
– incrementando así el nivel de endeudamiento de la
economía y de ese modo ingresar más por intereses. El
problema es que muchas familias están ya “con el agua al
cuello”. No les quedan ingresos disponibles que sirvan
para garantizar más deudas. Sin que se cancele las actuales
deudas, no habrá más nuevos préstamos, quedándose así
sin crédito para comprar coches nuevos, electrodomésticos
o bienes y servicios en general. El desinfle de la deuda se
está imponiendo a través de la economía “real”. Los
prestamistas y especuladores se van a disciplinar por sí
solos.
Si antes de este derroche no había
fondos para la futura Seguridad Social, la sanidad pública
o para reparar las infraestructuras esparcidas por todo el
país, imagínese como de vacía habrá quedado la caja
ahora que el gobierno ha acumulado los últimos billones de
dólares en nueva deuda en lugar de cancelar un solo céntimo
de las malas deudas hipotecarias que se consideran las
responsables de esta debacle.
Podemos pues ver a dónde lleva todo
esto. El 1 por ciento más rico de la población conseguirá
hacerse con aún mayores rendimientos para su riqueza que el
actual 57 por ciento. Contrariamente a la inscripción que
hay en la Estatua de la Libertad, “give me your poor…
yearning to breathe free” (“dame a tus pobres…
anhelantes por ser libres”), la Fed – y ahora también
el Tesoro, con bendición del Congreso – está saqueando
el erario público y dándoselo a los más ricos inversores
y los mejor colocados de Estados Unidos. Este programa de
estilo “Robin Hood al revés” se está llevando a cabo
sin condiciones, sin pedir a los bancos que dejen de pagar
dividendos, sueldos exorbitantes y paracaídas dorados a sus
ejecutivos, y sin tomar el control de bancos con un
patrimonio negativo como el que ya están experimentando
muchos propietarios de inmuebles.
Nadie habla de una cancelación o una
moratoria de la deuda. El problema de las hipotecas subprime
podría haberse resuelto sólo con cancelar 1 ó 2 billones
de dólares del principal y los intereses de esos préstamos
draconianos. En lugar de eso, los más de 10 billones de dólares
de daños al sector financiero en las últimas semanas ponen
de manifiesto la práctica de Wall Street de empaquetar y
vender fraudulentamente hipotecas basura a precios que no
eran realistas, usando matemáticas basura para calcular
derivados basura y vendérselos a inversores crédulos que
creen que lo que sostienen esas matemáticas, esas
calificaciones de los créditos y esa renta estimada se
asienta en la realidad.
Pero la característica más chocante
del actual crack es la cantidad de empresas que realmente
creyeron que el “juego de las sillas” financiero seguiría
funcionando antes de que tuviesen que dejar de bailar y, así,
escapar de la habitación. Me acuerdo de cierto día allá
por los 70 en que advertí a Frank Zarb de Lazard Freres
sobre la posibilidad de impagos de la deuda del tercer
mundo, y le sugerí que la empresa debería llevar a cabo un
análisis de su capacidad de pago. “Nosotros no tenemos
que hacer nada de eso”, me respondió. “Tenemos un
balance de lo que deben aquí mismo en un informe del
FMI”. Se trataba de un grueso listado del servicio de la
deuda previsto para un país africano que pronto resultó
insolvente. Pero la mentalité de Wall Street era la misma
que la de Herbert Hoover a las puertas de la Gran Depresión:
una deuda es una deuda, y eso es todo. La respuesta es pues
culpar a la víctima, como si la irresponsabilidad
correspondiese sólo a los deudores y no a los prestamistas.
No se propone invertir parte de los
recortes de impuestos de Bush para reactivar la economía,
no se da ningún paso en dirección a una imposición más
progresiva de los especuladores de Wall Street que pagan sólo
el 15 por ciento de impuestos a las “ganancias de
capital”, en lugar del tipo mucho mayor a que está
sometido el impuesto sobre la renta o las contribuciones que
pagan los empresarios por sus asalariados (Wall Street
entero tiene su propio programa de paracaídas dorado, así
que ¿por qué debería pagar por la Seguridad Social del
resto de la sociedad?). No va a haber ninguna reducción de
los beneficios fiscales especiales que hay para el
patrimonio inmobiliario, cuyo favoritismo fiscal llevó a
esta crisis al “liberar” más renta que no se llevaba
Hacienda y podía así usarse como garantía para los bancos
hipotecarios. La “Economía de la Burbuja” va a ser
relanzada por Fannie Mae, Freddie Mac y los préstamos de la
FHA para ayudar a los compradores a empujar otra vez al alza
los precios de la vivienda y los locales comerciales, hasta
un nivel que vuelva a imponer una nueva servidumbre
financiera a los propietarios de viviendas.
El déficit presupuestario subirá
por las nubes, sin que se persiga la evasión fiscal por
parte de UBS o KPMG. En lugar de lanzar un meteorito fiscal
o regulador que lleve a la extinción a estos dinosaurios,
el clima se ha vuelta aún más propenso para su proliferación.
Nuestra Era del Engaño va a estar aún más asentada si
cabe. La suspensión por parte del plan de rescate del
Congreso de las reglas de “valorar según el mercado”
para en su lugar confiar en que Wall Street se
“auto–regule”, debería ganar el premio Oxímoron
2008, pues los inversores no tienen ni idea de qué activos
financieros son de fiar. No es de extrañar que la actividad
prestataria se haya detenido en seco, especialmente entre
los mismos bancos.
Así como las víctimas financieras
yerran al intentar votar y actuar en su propio beneficio,
los depredadores resulta que también acaban siguiendo
estrategias de “libre mercado” que les perjudican. El
“cortoplacismo” que caracteriza al sector financiero es
el principal enemigo para su supervivencia. Ha traducido su
riqueza en un fatal control político del clima legal en el
que se mueve, bloqueando (con el apoyo explícito de Barack
Obama) los esfuerzos del Congreso para reescribir las
opresivas leyes de bancarrota que los bancos de tarjetas de
crédito tanto presionaron por conseguir (con el crucial
apoyo de Joe Biden, antiguo senador de la empresa de
tarjetas de crédito HQ, en el estado de Delaware). Estas
condiciones de bancarrota tan duras impiden que los
tribunales renegocien las deudas de los propietarios de
viviendas para que puedan seguir ocupando la propiedad,
acelerándose así la caída de los precios inmobiliarios.
El resultado son los actuales balances con patrimonio
negativo, que ponen de manifiesto la pregunta de quién debe
cargar con el coste de volver a situar las deudas en línea
con la capacidad de pago de la economía. ¿Serán las
instituciones financieras que promovieron la inflación de
los precios de activos y presionaron para que se desregulara
el sector de los prestamistas? ¿O serán los deudores que
creyeron que estaban en la cresta de la ola inflacionaria e
iban a conseguir duros a cuatro pesetas?
En lugar de pedir a los prestamistas
que absorban las pérdidas debidas al existente exceso de
deudas por encima de lo que puede llegar a pagarse, las
deudas se mantienen íntegramente ahí, sin reescalarlas al
nivel que puede soportar la economía. El gobierno va a
sanear a los prestamistas y a los especuladores de derivados
informatizados – y va a hacer de recolector del exceso de
malos créditos que ha acumulado la economía.
Hoy podemos ver lo que esta burbuja
de inflación de precios de activos, convenientemente
sostenida por la deuda y que en su momento fue ensalzada por
Alan Greenspan como auténtica creadora de riqueza,
realmente es: pura generación de crédito para
sencillamente subir los precios inmobiliarios, de las
acciones y de los paquetes de deuda. La formación de
capital tangible se ha dejado de lado, como si las economías
post–industriales ya no lo necesitasen.
¿Se van a dar cuenta los votantes de
la asimetría que hay en el fracaso del Congreso en ofrecer
un cierto alivio a los deudores que poseen una propiedad
mientras los precios inmobiliarios caen por debajo del valor
de las hipotecas que deben? ¿Serán sus miembros culpados
por no haber reelaborado las leyes nacionales de bancarrota
para liberar a las familias de la servidumbre de las deudas,
y así proteger los mercados de vivienda de la continua caída
de los precios causados por la actual proliferación de
ventas debidas a la ejecución de las hipotecas?
Asimismo, ¿no habrá alivio para las empresas que
tiene que recortar sus inversiones para así poder pagar los
bonos basura y otras deudas que les han endosado los
corredores de bolsa de Wall Street y demás “activistas
bursátiles”?
Evidentemente no.
(*) Michael Hudson es ex
economista de Wall Street especializado en balanza de pagos
y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora
JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después en el
Hudson Institute. En 1990 colaboró en el establecimiento
del primer fondo soberano de deuda del mundo para Scudder
Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en
jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña primaria
presidencial demócrata y ha asesorado a los gobiernos de
los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como al Instituto
de Naciones Unidas para la Formación y la Investigación.
Distinguido profesor investigador en la Universidad de
Missouri de Kansas City, es autor de numerosos libros, entre
ellos Super Imperialism: The Economic Strategy of American
Empire.
|