G–20:
un escenario incoherente que es necesario
reescribir
completamente
Por
Damien Millet (*) y Eric Toussaint (**)
CADTM
(Comité para la Anulación de
la Deuda del Tercer Mundo),
18/11/18
Traducido
por Guillermo Parodi
La
cumbre del G20, que tuvo lugar Washington y congregó a los
grandes países industrializados y emergentes, es un fiasco.
La crisis financiera internacional es profunda, las Bolsas
perdieron cerca de un 40% de su capitalización en octubre
de 2008, los mercados financieros dependen de las decisiones
tomadas por los Estados para aportar remedios que aclararían
su futuro, hoy bien tenebroso. Los focos de actualidad
internacional apuntaron durante un fin de semana sobre
Washington. Y sin embargo…
Sin
embargo, ¿qué pasó en Washington? Se representó un
triste espectáculo, un escenario francamente carente de
credibilidad, que conmovió a muy pocos espectadores. En las
películas policiales, aparecería como bastante extraño
que las llaves del Tribunal de Justicia se confíen a los
culpables de un crimen abominable. Es, sin embargo, lo que
el G20 está organizando…
Desde
la crisis de la deuda de 1982, los grandes países
industrializados promovieron con vigor medidas económicas
neoliberales que el FMI y el Banco Mundial se encargaron de
imponer a los países en desarrollo. El Sur, apresado por un
sobreendeudamiento causado por la caída de los precios de
las materias primas durante las décadas 1980–90 y por un
alza brutal de los tipos de interés decididos por Estados
Unidos en 1979, se vio obligado a reformar su economía para
poder cumplir con sus acreedores, a elección: desregulación
loca, privatizaciones masivas, apertura de los mercados en
favor de las grandes empresas de los países
industrializados, reducción de los presupuestos sociales y
de la función pública…Todos los males provenían – según
el pensamiento impuesto –, de un exceso de Estado, y era
necesario reducir su influencia sobre la esfera económica a
toda costa, incluso – y sobre todo – si pretendía
defender el interés del mayor número de personas.
Para
las poblaciones del tercer mundo, el remedio impuesto por el
FMI, el Banco Mundial y luego la OMC, a petición de los
dirigentes de los países del Norte, fue peor que la
enfermedad. Los levantamientos anti–FMI se multiplicaron,
por ejemplo cuando el precio del pan se duplicaba en una
noche. Con la notable excepción de algunos Gobiernos de
izquierda, a menudo muy desestabilizados tras bastidores
para que vuelvan al redil, la mayoría de los Gobiernos del
Sur aplicó estas medidas sin pestañar. Presentada como
indispensable para la creación de riqueza, la desregulación
económica se extendió al planeta entero. Las instituciones
financieras privadas entonces tuvieron las manos libres para
inventar productos financieros cada vez más complejos con
el fin de acumular cada vez mayores beneficios, libres para
cerrar los ojos sobre las consecuencias económicas reales.
Se crearon algunos ingenios financieros que confundían sin
permitir el menor control de las autoridades, y por supuesto
sin ninguna moral. Mientras eso fue posible, se disimuló la
cara indeterminada de esta desregulación detrás de
despreciables bonitas cifras de crecimiento, sin revelar que
este crecimiento se refería solamente a los más ricos y
que se asistía en realidad a un crecimiento extraordinario
de desigualdades.
Más
tarde llegó el momento en que ya no fue posible afirmar que
la novia era bonita cuando su vestido estaba manchado de
sangre. La crisis financiera internacional se desencadenó
en agosto de 2007 y se agravó durante el año 2008. Grandes
bancos (Northern Rock, RBS, Bear Stearns, ING, Fortis, Dexia,
UBS y tanto de otros), grandes compañías de seguro (AIG),
grandes organismos de crédito hipotecario (Freddy Mac,
Fannie Mae) pidieron ayuda al Estado que menudo aceptó
reflotarlos u organizar su rescate. Pero el Estado, en vez
de aprovechar la ocasión para retomar el control de esta
mecánica infernal que se volvió loca, dejó el poder de
decisión en manos de los que pidieron ayuda, o sea en manos
de los mismos que condujeron la economía mundial al callejón
sin salida actual.
Esta
cumbre del G20 es reveladora de que no se aprendió ninguna
lección. Los viejos demonios del pasado están siempre allí.
El FMI y el Banco Mundial, aunque deslegitimados por el
fracaso de las medidas impuestas desde hace 25 años y por
la crisis de gobernabilidad que los afecta desde hace unos años
(dimisión forzada de Paul Wolfowitz de la Presidencia del
Banco Mundial, dimisiones de Horst Köhler y Rodrigo Rato
del FMI antes del final de su mandato, reciente investigación
en torno a Dominique Strauss–Kahn en el FMI), están todavía
en el centro de las soluciones propuestas. La reanudación
de las negociaciones en la OMC para aumentar la desregulación
económica, que acaba de demostrar su fracaso, se vuelve a
poner sobre el tapete. Mientras que hasta hace poco los préstamos
del FMI ya no encontraban interesados, ahora aparecieron
Hungría, Ucrania y Pakistán como interesados.
Contrariamente a las denegaciones de las instituciones en
cuestión, las mismas condicionalidades inadmisibles están
todavía en vigencia: como contrapartida del último préstamo,
Hungría debió decidir entre otras cosas la supresión del
decimotercero sueldo (aguinaldo) y la congelación de los
salarios para los funcionarios. El Japón incluso propuesto
proporcionar hasta 100 mil millones de dólares al FMI para
que pueda aumentar sus préstamos y proseguir su desastrosa
acción. Por otra parte, la reunión de Washington para
encontrar una solución mundial a la crisis actual no se
celebra en el marco de las Naciones Unidas, sino en el marco
limitado del G20. Son pues los promotores de un modelo
injusto y no viable a largo plazo los encargados de resolver
el problema. Las únicas soluciones propuestas defienden el
interés de los grandes acreedores. Las poblaciones y los países
pobres, como es habitual, no tienen participación.
Cuando
un escenario se presenta tan incoherente y tan mal armado,
siempre se espera una reacción que aporte un poco de
justicia y moral al conjunto. Esta reacción no puede
provenir sino de las luchas sociales que impondrán en todo
el mundo una reorientación radical de las elecciones económicas.
Y si la película termina tan mal como comenzó, el riesgo
es grande que los espectadores estén de verdad muy
descontentos y lo hagan saber a los veinte promotores de la
Cumbre de manera más bien vehemente…
(*)
Damien Millet, es el portavoz del CADTM Francia (Comité
para la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo) y autor del
libro “L’Afrique sans dette”, 2005.
(**)
Eric Toussaint, es el Presidente del CADTM Bélgica, y autor
de la obra “Banque du Sud et nouvelle crise internationale”,
2008.
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