Codicia, regulación o
capitalismo
Por Claudio Katz
Enviado por el autor, 30/12/08
Resumen:
La intensidad de la crisis contrasta con la parquedad de las
explicaciones neoliberales que objetan la codicia, ocultando
su conexión con la competencia capitalista. El colapso
bancario no obedece a desaciertos de política monetaria o a
vaivenes de la confianza empresaria y los delitos
financieros ilustran la permisiva frontera que separa a las
actividades toleradas de las ilegales.
Las regulaciones no han sido
escasas, pero favorecieron a los banqueros. Los keynesianos
idealizan esas supervisiones, diluyen su función protectora
del capital y reivindican una modalidad de intervencionismo
que socorre a los financistas.
La crisis no se disipará con
iniciativas de coordinación global, puesto que reformar el
sistema monetario requiere un desenlace de las relaciones de
fuerza entre las potencias. Los keynesianos han abandonado
las fantasías de un rol más benevolente del FMI y aprueban
su relanzamiento como administrador de los fondos que fluyen
hacia las economías desarrolladas.
La visión marxista atribuye la
crisis a desequilibrios intrínsecos del capitalismo. Un
proceso de sobre–acumulación de fondos excedentes potenció
el riesgo, mundializó la vulnerabilidad y socavó las
finanzas familiares. Pero la hegemonía lograda por los
banqueros ha quedado cuestionada por la furibunda depuración
de capitales en curso.
La sobreproducción subyacente se
ha trasladado de las viviendas a la industria automotriz. El
socorro oficial está condicionado a la implementación de
una agresión contra los trabajadores, que se extendería a
toda la industria norteamericana. El sobrante de mercancías
se ha globalizado con la fabricación asiática y ya
presenta efectos deflacionarios.
La crisis fue detonada también
por un encarecimiento de las materias primas, amplificado
por la especulación y la depredación del medio ambiente.
El neoliberalismo acentuó la fractura entre los elevados
consumos de las metrópolis y las reducidas compras de la
periferia. La oleada de inversiones en
Oriente confirmó que los beneficios se nutren de la
explotación directa de los asalariados y favoreció una
recomposición de la tasa de ganancia, que ahora se ha
desplomado. Estas contradicciones complementan el
desequilibrio rector de la sobreproducción.
El desplome bancario es un
resultado específico de las transformaciones regresivas
recientes. No obedece al arrastre de crisis precedentes. Han
aflorado límites del capitalismo, que no se clarifican
contraponiendo el florecimiento con la declinación de ese
sistema. Lo esencial son las conquistas populares y la acción
política por erradicar un régimen social opresor.
La hipótesis de una recesión
corta contrasta con los síntomas de una deflación
prolongada. A pesar de las grandes diferencias, el fantasma
del 30 revolotea. La recreación del New Deal choca con la
internacionalización de la economía y el escaso impacto
del gasto militar sobre la creación de empleo.
Es erróneo asegurar que el
capitalismo remontará la crisis. Acontecimientos
imprevistos pueden quebrar esa recomposición. Luego del
aturdimiento provocado por el colapso financiero comienzan a
emerger los primeros síntomas de la resistencia popular. Un
proyecto socialista puede madurar en esa turbulencia.
****
Codicia, regulación
o capitalismo
El agravamiento de la crisis ya
forma parte del paisaje cotidiano. Los informativos
invariablemente incluyen el desmoronamiento de algún banco,
el desplome de las Bolsas y anuncios de masivos despidos. La
intensidad del temblor está a la vista, pero sus causas
permanecen en la oscuridad. Las explicaciones neoliberales y
keynesianas que ocupan la primera plana, no aportan
respuestas significativas.
Desenfreno
Cuándo los bancos comenzaron a
desmoronarse los neoliberales se quedaron afónicos y sólo
atinaron exigir la protección del estado. Archivaron sus
doctrinas de libre competencia y reclamaron el socorro del
sistema financiero. Argumentaron que las entidades privadas
bombean el dinero requerido por toda la sociedad y deben ser
preservadas con los fondos públicos.
Pero si el corazón del
capitalismo requiere ese sostén carecen de sentido todas
las alabanzas al riesgo y a la competencia, como pilares de
una nueva era de ese sistema. La consistencia de esos
cimientos se verifica en los momentos críticos y en las áreas
estratégicas. Es incongruente postular que las
privatizaciones y las desregulaciones son sólo aptas para
la prosperidad. Lo importante es registrar su viabilidad en
los momentos revulsivos y es evidente que no lograron pasar
la prueba.
Los neoliberales desconocieron
todas las advertencias del estallido. Ignoraron el
descontrol del endeudamiento, los apalancamientos y los
colapsos bancarios registrados en numerosos países. Cuando
era evidente que estas eclosiones conducían a un vendaval
en el centro del sistema reforzaron las supersticiones
mercantiles. Asignaron un impacto pasajero a esas
conmociones y atribuyeron su irrupción a las rémoras de
una “cultura populista”. Esta ceguera expresó los
intereses de una elite que ha rivalizado por acaparar los
lucros del negocio financiero.
Los neoliberales descubren ahora
el costado adverso de esa exacerbada competencia y explican
el desmoronamiento de las entidades por la codicia de los
banqueros. Pero olvidan cuán absurdo es reclamar moderación
en una actividad tan competitiva. La rivalidad que rige al
capitalismo exige mayor fiereza en las finanzas. Todos los
sermones en boga para restaurar la “ética de los
negocios” omiten esa compulsión
Los economistas ortodoxos han
detectado repentinamente las adversas consecuencias de la
predisposición al riesgo. Se olvidan de los elogios que
propinaron a esa postura, en desmedro del conservadurismo
empresario. En el auge enaltecieron las virtudes del
aventurero y en la crisis resaltan las ventajas de la
cautela. Pero siempre ignoran que los grandes estallidos
financieros no obedecen a una u otra conducta individual.
Lo que determina la marcha
ascendente o descendente de la acumulación son las propias
contradicciones del sistema y no las inclinaciones psicológicas
de cada capitalista. Todos los protagonistas de este régimen
están forzados a valorizar su inversión con medidas que
afectan a sus competidores y no pueden impedir los
desequilibrios sistémicos que genera esa actitud.
Algunos economistas galardonados
atribuyen la crisis actual a los sofisticados mecanismos de
intermediación que alumbraron las finanzas. Destacan que
“el mercado no valúa adecuadamente a esos títulos
complejos”. ¿Pero dónde ha quedado
la infinita sabiduría de la oferta y la demanda, en
comparación al estrecho horizonte humano de los
funcionarios? Si ahora descubren la inoperancia de ese
principio en la órbita financiera: ¿Por qué razón esa
misma norma debería gobernar al resto de la economía?
La crisis en curso sepulta el
mito que asignó a los banqueros (y a sus matemáticos) la
cualidad de percibir y gestionar en forma rentable, las señales
de riesgo que transmite el mercado. En realidad esos
administradores subvaloran las amenazas de colapsos, puesto
que participan en un juego que obliga a subir siempre la
apuesta. La regla del beneficio creciente les impide evaluar
los riesgos involucrados en los préstamos que manejan. Y cuándo
esas fallas se corroboran descargan sus traumáticas
consecuencias sobre el resto de la sociedad.
Falta de confianza
Algunos neoliberales atribuyen
las causas inmediatas del tsunami a los desaciertos de la
política monetaria. Estiman que la reducción de las tasas
de interés administradas por la Reserva Federal obligó a
las entidades a inflar el otorgamiento de préstamos.
Consideran que la masiva concesión de créditos
hipotecarios de baja calidad (subprime) reprodujo la pauta
establecida por el gobierno norteamericano, en el manejo de
las entidades semi–públicas del sector (Fannie y Freddie).Con
este razonamiento exculpan a los bancos de la burbuja
inmobiliaria.
Pero en realidad, la objetada
disminución de las tasas apuntó a reactivar la economía y
a permitir la oleada de préstamos que enriqueció a los
financistas. Por eso no cuestionaron en ese momento una política
monetaria que, además, no los obligaba a implementar créditos
de ninguna índole.
Por otra parte, la caprichosa
división de responsabilidades entre funcionarios y
banqueros omite la estrecha vinculación que mantienen ambos
grupos. Los personajes que llegan a la conducción de la FED
o el Tesoro desarrollan su carrera previa en los grandes los
bancos y suelen retomar esos cargos cuándo se retiran de la
actividad oficial. Lejos de sufrir los rigores de cierta política
monetaria, los financistas participan activamente en la
fijación de esas orientaciones, a través de distintos
comités gubernamentales.
Ante la falta de argumentos los
neoliberales recurren a las creencias. Han convertido la
confianza en un término mágico, que explica el estallido,
la continuidad o la superación de la crisis. Suponen que el
desplome financiero irrumpió por la pérdida de esa
cualidad y se disipará con su reestablecimiento. El estado
de ánimo de los empresarios es visto como la llave maestra
del ciclo económico.
Pero en los hechos ambos procesos
están conectados por una causalidad inversa. Los
capitalistas invierten cuándo avizoran ganancias y sustraen
capital en los períodos opuestos. Por esta razón mientras
la crisis continúe deteriorando los beneficios, ninguna
exhortación transformará la desazón en optimismo. Todas
las divagaciones sobre la confianza solamente retratan los
diálogos que mantiene la clase dominante con sí misma, en
la búsqueda de una luz al final del túnel.
Los voceros más experimentados
de las finanzas reconocen que “el capitalismo se encuentra
acorralado” por la gravedad del descalabro. Igualmente
apuestan a una crisis corta y manejable, que sería coronada
con el reestablecimiento pleno de la
“economía de mercado”.
Pero esta expectativa contradice los sombríos diagnósticos
que enuncian y choca con cierta pérdida de consenso
neoliberal entre las clases dominantes. Hay mucho deseo y
poco realismo en la esperanza de un temblor irrelevante o
benigno.
Especulación y
desregulación
Los keynesianos han desplazado a
sus adversarios del escenario mediático. Se atribuyen el mérito
de presagiar la crisis, mediante reiterados cuestionamientos
a la desregulación financiera. Pero en su mayoría acompañaron
las prioridades de la elite bancaria y sólo expusieron
objeciones en los últimos años.
Cuándo el establishment aplaudía
los atropellos sociales inaugurados por Reagan y Thatcher,
Stiglitz presidía el Banco Mundial, Soros se enriquecía
especulando contra las monedas europeas y Jeffery Sachs
instrumentaba el ajuste de las economías periféricas. Este
mismo cambio de bando se registra actualmente en sentido
inverso. Greenspan modera el fervor neoliberal y Feldstein
promueve el gasto el gasto público. Pero esta flexibilidad
para olfatear hacia dónde sopla el viento no es sinónimo
de lucidez para caracterizar la crisis.
Una explicación que comparten
las dos vertientes de la economía convencional asocia el
colapso actual con las “exageradas bonificaciones a los
directivos”.
Este premio a la especulación es condenado, con el mismo
vigor que se cuestionan los fraudes perpetrados por
personajes como Bernard Madoff. Esas conductas son
invariablemente presentadas como excepciones y no como
expresiones de la actividad bancaria imperante.
La estafa de Madoff por 50.000
millones de dólares contra poderosas entidades (Santander,
BBVA, HSBC, Paribas), a través de una simple pirámide ha
sido un episodio más del negocio financiero. Prometía
altos rendimientos por inversiones inexistentes, que
disfrazaba con la llegada de nuevos clientes. Con esa
maniobra extendió a las fortunas de las elites los engaños
que caracterizan a la intermediación. Su malversación cayó
en desgracia, porque franqueó la permisiva frontera que
separa las actividades toleradas de los desbordes ilegales.
En el ambiente de impunidad
neoliberal de los últimos años se han consumado todo tipo
de fraudes. Sus principales artífices fueron los bancos y
las empresas constructoras que montaron la burbuja
inmobiliaria. Estos desfalcos se coronaron con los 140.000
millones de dólares que concedió Bush a sus banqueros
predilectos, mediante una oscura maniobra de exención
impositiva.
Este generalizado reinado de la
estafa no debería ocultar que el propio capitalismo genera
periódicamente oleadas de especulación para extender el crédito.
Esta expansión requiere financistas con habilidades para
inventar sofisticados instrumentos de endeudamiento. Cómo
estos individuos obtienen ganancias proporcionales a las
calesitas que logran montar, siempre tienden a violar las
reglas vigentes.
Algunos keynesianos –como
Krugman y Samuelson– explican el exceso de especulación
por la ausencia de regulaciones y esperan enmendar esta
carencia con normas más estrictas.
Pero estas reglas abundan, en la selva legislativa que
manejan los distintos lobbys de banqueros en la trastienda
del poder. Esa estructura –y no la abstracta ausencia de
reglamentaciones– ha precipitado la crisis. Algunas normas
han tendido a delegar en los propios banqueros el manejo
consensuado de la operatoria (acuerdos de Basilea) y otras
han incentivado una gestión más estrecha con las
autoridades (a través de la independencia de los bancos
centrales). Pero las entidades nunca han operado en el vacío.
La fantasía de evitar la
repetición del crujido financiero con nuevas disposiciones
legales ha recobrado fuerza. Pero estas conmociones son
inherentes al capitalismo y no existe ninguna forma de
impedir su reiteración. El propio sistema genera periódicamente
presiones para valorizar el capital y crea anticuerpos para
esterilizar las regulaciones precedentes. Esta reacción se
verificó, por ejemplo, en el debut del neoliberalismo y
volverá a registrarse cuando el capitalismo necesite
recomponer la tasa de beneficio.
Si todo el desmadre en curso
obedeciera a una falta de supervisión, no habría tanto
temor por la evolución futura de las finanzas. Ya existe un
amplio consenso para modificar el funcionamiento de los
bancos, verificar las operaciones bursátiles y acotar el
alcance de las actividades más riesgosas. Pero es obvio que
estas iniciativas sólo introducirían correctivos menores.
Los keynesianos idealizan las
regulaciones que establecen los estados capitalistas para
ordenar el funcionamiento de los mercados financieros.
Suponen que estas normas definen la dinámica del negocio
bancario, omitiendo que lo esencial es la garantía que
aporta el poder público a los distintos papeles en
circulación. Lo que permite comercializar estos títulos es
la percepción de solidez en el aval estatal. Con este
respaldo fluyen las monedas, se colocan los bonos públicos
y se intercambian los documentos privados. Cuándo esas
garantías fallan las reglamentación pierden relevancia y
las crisis asumen la gravedad que se observa en la coyuntura
actual.
Los economistas heterodoxos
desconocen por completo este problema. Como son cultores del
capitalismo y del estado suponen que basta con establecer
regulaciones óptimas para favorecer el bien común. El
salvataje de los bancos ha refutado categóricamente esa
presunción. Pero, además, se abrió una crisis que ha
puesto en duda la capacidad del estado para proteger todos
los títulos en circulación. Esta vulnerabilidad no depende
de una u otra regulación, sino de la propia gravedad y
evolución del crack financiero.
Pero lo más llamativo de los últimos
meses ha sido el reverencial temor que exhiben todos los
keynesianos frente a los financistas. Krugman y Stiglitz han
propiciado el salvataje de los bancos sin reparar en costos,
ni demandar penalidades. Constatan la “trampa de
liquidez” que propagan los bancos –al recibir auxilios
estatales que atesoran sin reactivar el crédito–pero no
demandan ningún correctivo.
Las estrellas del pensamiento
económico actual también notan el escaso impacto que
tienen las decrecientes tasas de interés sobre la mejora de
la inversión o el consumo. Saben que los bancos aprovechan
la baratura de los fondos disponibles para compensar
quebrantos, reconvertir su operatoria o adquirir otras
entidades. Este bloqueo se podría revertir con medidas de
expropiación, pero los nuevos mimados del establishment han
archivado cualquier estrategia de eutanasia del rentista.
Los keynesianos pretenden
disuadir la especulación sin obstruir la rivalidad por la
ganancia. En las crisis enfatizan el primer objetivo y en la
prosperidad apuntalan el segundo propósito. Pero siempre
ignoran que ambas metas son periódicamente socavadas por la
propia reproducción capitalista.
Coordinación y reactivación
Muchos keynesianos atribuyen la
propagación global de la crisis a la “escasa coordinación
que mantienen los gobiernos”. Especialmente Krugman y
Stiglitz resaltan esta carencia.
Advierten contra la expansión no consensuada del gasto público,
las devaluaciones inconsultas y el proteccionismo comercial.
Su reclamo de sincronización
refleja el carácter internacionalizado de la crisis. Cómo
el temblor sacude a la principal economía del planeta, el
contagio hacia Europa y Japón ha sido tan acelerado, como
el fracasado desacople de la semiperiferia emergente. Ni
siquiera Suiza o el Golfo Pérsico han podido sustraerse de
un tsunami financiero, que ya frenó a la locomotora china y
amenaza reproducir las conmociones padecidas por América
Latina y el Sudeste Asiático.
Este alcance planetario induce a
los heterodoxos a buscar remedios en la coordinación. Por
eso objetan el salvataje a costa del vecino que predominó
al comienzo de la crisis. Especialmente en Europa la brutal
disputa entre países por preservar los depósitos bancarios
conducía al hundimiento colectivo. El mismo efecto tendía
a generar la simultánea política de aumentar (Banco
Central Europeo) y reducir (Reserva Federal) las tasas de
interés.
Todos los keynesianos aplauden
ahora la generalizada adopción del modelo inglés de
capitalización bancaria como correctivo de la crisis. Las
diferencias de aplicación que separan a los franceses
(ingerencia estatal en los directorios) de los
norteamericanos (no interferencia en esa gestión) y la
presión británico–estadounidense para mantener el libre
movimiento de capitales en Nueva York y Londres, no alteran
esta búsqueda de una respuesta común al descalabro
financiero.
En las propuestas en debate los
economistas heterodoxos reivindican las iniciativas
tendientes a disminuir la gravitación de los paraísos
fiscales, reducir el protagonismo de las calificadoras de
riesgo e introducir mecanismos de alerta bancaria. También
avalan el recorte de retribuciones a los ejecutivos y la
modificación de las normas de funcionamiento bancario
global (Basilea II). Pero ninguno de estos cambios es
sustancial y su aplicación exige un piso (todavía
incierto) del desplome financiero.
El diseño de un “nuevo Bretton
Woods” que pregona Stiglitz es más ambicioso, pero flota
en el aire.
Definir un nuevo prestamista internacional de última
instancia y establecer los criterios de otra moneda
(canasta, multilateral, Bancor) requieren cierta
estabilización de la tormenta financiera. Y este
compromiso, a su vez, presupone un desenlace de las
relaciones de fuerza entre las potencias, que aparecería
sobre el final y no en el debut de la crisis.
La indefinición que impera en
torno al dólar y el euro es un nítido síntoma de este carácter
inicial del temblor. El billete estadounidense se transformó
en el refugio espontáneo de todas las clases dominantes del
planeta. Pero el descomunal déficit fiscal y comercial
norteamericano pone en duda la continuidad de esa tendencia.
El euro también ha brindado
protección a los capitales que abandonan las divisas de los
países europeos más amenazados (Polonia, Dinamarca,
Suecia, Islandia). Pero no se sabe cómo responderá este
signo al descalabro de los convenios presupuestarios de
Maastrich. Más peligroso aún es el desbordante
endeudamiento que registran varios países del Viejo
Continente (Italia, Grecia, España).
Todas las convocatorias
angelicales a la “coordinación internacional” disfrazan
las duras reglas de realpolitik, que imperan en los
encuentros oficiales. En la cumbre de noviembre pasado que
reunió a 20 presidentes, Estados Unidos exigió un
compromiso general con su rescate financiero. Pretende
garantizar especialmente la continuada afluencia hacia el
Norte de los fondos acumulados por Asia y los países
exportadores de petróleo.
Con esta finalidad el “Grupo de
7” fue ampliado a China, Rusia, Brasil, India y Arabia
Saudita. La presencia de otros países es un formalismo
diplomático, ya que Argentina, Indonesia, México o Turquía
figuran en lista de lisiados y no de proveedores de dinero.
En las próximas cumbres, Obama intentará continuar esta
política de atracción de capitales hacia Estados Unidos.
Todos los mensajes keynesianos
para “reformar al FMI” con una “nueva arquitectura
financiera” han quedado supeditados a esta prioridad de
reconstrucción de los bancos maltrechos. Con la finalidad
de relanzar al Fondo como administrador de ese socorro, ya
se discute la concesión de atribuciones a los nuevos
contribuyentes de capital. Esas iniciativas podrían
empalmar también, con el traspaso de acciones de los bancos
más quebrados a sus mecenas de Asia o el Mundo Árabe. Pero
en cualquier caso el FMI continuará actuando como
representante de los acreedores contra los pueblos de la
periferia.
Este rol –que no perturba a
Stiglitz, ni a Krugman– desmiente las fantasías que
exhiben algunos presidentes latinoamericanos en un giro
benevolente del FMI. Las expectativas en “préstamos sin
condiciones para los más necesitados” han quedado
desactivadas por los recientes créditos otorgados a Ucrania
o Hungría (y negociados con Islandia y Pakistán). Estos
acuerdos incluyen todas las exigencias de ajuste neoliberal.
Los keynesianos viven como un
triunfo la aplicación actual de sus orientaciones. Suponen
que esta implementación confirma la superioridad de su
programa. Pero este giro solo ilustra la afinidad que
mantienen con sus adversarios. El FMI y todos los gobiernos
conservadores han abrazado las propuestas de reactivación,
porque en la crisis las clases dominantes recurren al gasto
público para frenar la recesión.
Obama se apresta a lanzar el
mayor plan de infraestructura de los últimos 50 años
(136.000 millones de dólares). Este mismo tipo de
erogaciones instrumentarán los presidentes neoliberales de
Europa (170.000 millones de euros) y el mandatario
derechista de Japón (255.000 millones de dólares). El propósito
común de estas iniciativas es auxiliar a los banqueros e
industriales afectados por la debacle financiera.
Los keynesianos aplauden este
socorro pero advierten contra su eventual fracaso, si las
decisiones se aplican en forma tardía, con instrumentos
inadecuados o con dosis reducidas. La obviedad de estos
razonamientos salta a la vista. Si las medidas dan resultado
confirmarán su conveniencia y si fallan demostrarán su
insuficiencia.
Pero la severidad de la crisis
induce a los popes de la heterodoxia a reclamar también
mayores impuestos a ricos y menores gastos militares (Stiglitz)
o el bombeo directo de más dinero oficial, traspasando la
intermediación bancaria (Krugman). En comparación a las
iniciativas que debaten otros economistas del mismo círculo,
estas propuestas sobresalen por su cautela.
Todos los keynesianos esperan el
resurgimiento del capitalismo con políticas anticíclicas.
Desconocen las limitaciones de estas orientaciones y su
escaso impacto fuera de ciertas condiciones. Para comprender
lo que está sucediendo hay que recurrir a otras teorías.
“Financiarización”
La gravedad de la crisis ha
recreado el interés por la interpretación marxista, que
postula el carácter intrínseco de los desequilibrios
capitalistas. Este enfoque rechaza las interpretaciones
psicológicas o naturalistas y subraya la gravitación que
tiene la rivalidad por el beneficio en el estallido de esas
conmociones. Partiendo de este principio hemos resaltado dos
causas específicas del temblor en curso (sobre–acumulación
y sobreproducción) y un detonante (encarecimiento de las
materias primas).
La crisis de sobre–acumulación
se gestó junto a la enorme masa de liquidez agolpada en la
esfera financiera. Estos fondos quedaron desconectados de la
acumulación productiva y se transformaron en capitales
ficticios carentes de contrapartida real. El rendimiento que
devengó la actividad financiera potenció, a su vez, una
atrofia que condujo al desmoronamiento de los bancos.
Este proceso de sobre–acumulación
presenta tres singularidades. En primer lugar, incluye
sofisticadas modalidades de securitización y
apalancamiento. Al titularizar la colocación de bonos
emitidos sobre otros bonos, los banqueros empapelaron el
planeta con papeles vulnerables. Perpetraron esta
transferencia del riesgo envolviendo los títulos más
insolventes en paquetes fragmentados. Estados Unidos exportó
por esta vía la mitad de sus títulos tóxicos, colocando
especialmente CDS y CDO (seguros del sofisticado combo
financiero). Las municipalidades, universidades o fondos de
pensión que adquirieron estos documentos –atraídos por
su alto rendimiento– deben responder ahora con sus propios
activos por esas operaciones.
La mundialización de los
desequilibrios financieros constituye el segundo rasgo de la
crisis de sobre–acumulación. Desde los años 80 los
capitales excedentes se volcaron a innumerables mercados,
provocando el colapso de las Sociedades de Ahorro y Préstamo
de Estados Unidos, el sacudón del sistema monetario europeo
y el temblor bancario japonés. Posteriormente precipitaron
la tormenta del sudeste asiático (1994–95) y el terremoto
global, que sucedió a la caída del fondo LTCM vinculado a
inversiones en Rusia (1998). Ya aquí el descontrol sobre títulos
derivados influyó sobre el alcance de dos estallidos, que
presagiaron el desmoronamiento actual.
La expansión de las finanzas
personales constituye la tercera singularidad de la
financiarización reciente. Este esquema generó lucros
adicionales con los ingresos de los trabajadores, mediante
el desbordante otorgamiento de créditos para solventar la
vivienda, la educación o el consumo corriente. Por esa vía
los asalariados se transformaron en clientes sofocados por
cuotas insostenibles. La crisis justamente estalló con una
variante crítica de estos préstamos, concedida a los
perceptores de ingresos irregulares o muy bajos.
Este tipo de negocios se montó
en las condiciones de cierta estabilidad política y social
que generó la ofensiva neoliberal del capital. La crisis
actual se forjó durante ese período, que consagró la
hegemonía de los banqueros. Esta supremacía no es un dato
de arrastre, ni proviene de principio del siglo XX. Se
consumó con el aval de otros sectores de las clases
dominantes, que renunciaron a tajadas del beneficio para
apuntalar la ofensiva contra las conquistas sociales que
impuso el ajuste financiero.
Este esquema recompuso la tasa de
explotación, mediante la disciplina que instauró la gestión
de la empresa, orientada por los rendimientos bursátiles de
corto plazo. El agotamiento de este curso amenaza, ahora,
los privilegios obtenidos por los banqueros.
La crisis de sobre–acumulación
ya provocó una descomunal limpieza de los capitales
excedentes que circulan en la Bolsa. Aunque este derrumbe
involucra capital ficticio y no poder de compra real, los 30
billones de dólares esfumados en los últimos doce meses
son indicativos de la depuración en marcha. En este mismo
período las acciones cayeron un 30–40% en Estados Unidos
y Europa y entre 44% y 70%
en los restantes mercados. Estos porcentajes se
aproximan al traumático 75% que se registró entre 1929 y
1932.
Al observar respiros en semejante
picada bursátil o tenues reducciones en las altas tasas
interbancarias, algunos financistas evalúan que “lo peor
ya pasó”. Pero en realidad, el pánico se ha trasladado a
la esfera productiva.
El test automotor
El desborde de capitales
financieros no obedece exclusivamente a su autonomía de la
órbita productiva. También expresa un generalizado
excedente de mercancías. Esta sobreproducción es la
principal causa de la crisis actual. En última instancia,
todos los títulos privados se comercializan como promesas
de las ganancias generadas en la actividad industrial o los
servicios. La desconfianza en la compra–venta de esos
papeles se ha multiplicado, porque ahora trastabillan las
ventas que realizan los beneficios creados con la explotación
de los asalariados.
El sobrante de bienes expresa la
existencia de aumentos en la producción (y la
productividad) que superan el poder de compra. La
sobreproducción irrumpió primero en el sector de la
construcción, con la multiplicación de viviendas
inaccesibles a sus potenciales adquirientes. Este problema
se acentúa ahora con masivos desalojos que dejan las casas
sin ocupar. Este proceso fue aceitado con créditos de alto
riesgo, pero obedece a una tendencia subyacente del
capitalismo a la sobreproducción.
La burbuja inmobiliaria ha
reproducido la euforia que acompañó a las acciones tecnológicas,
durante el furor de inversiones en chips y computadoras de
principio de los 90. En realidad, desde el crack ferroviario
de mitad del siglo XIX todas las oleadas especulativas de
cierta significación se han basado en el lucro creciente
que rodea a cierta actividad.
Pero los capitalistas nunca pagan
las consecuencias de estos vaivenes. La burbuja inmobiliaria
norteamericana convertirá a 7,3 millones de propietarios en
deudores morosos y dejará sin vivienda a 4,3 millones de
personas. Hasta ahora no se aprobó ningún plan para frenar
esta confiscación. Sólo existen vagas normas para
prorrogar los pagos de los insolventes que demuestren su
intención de saldar la hipoteca. Esta penalización de las
victimas en pleno salvataje de los banqueros es un rasgo
escandaloso de la crisis actual.
La saturación de bienes se
extiende a todos los sectores, pero golpea especialmente a
la industria automotriz. Cómo el desplome de las ventas ha
creado un stock inmanejable, General Motors, Chrysler y Ford
se encuentran al borde de la bancarrota. Este sector emplea
directamente a 2,2 millones de trabajadores y brinda ocupación
indirecta a un número semejante de asalariados.
Este dramático impacto social no
alteró la cautela de Bush a la hora de auxiliar a estas
corporaciones. Esta inacción contrasta con el automático
socorro que recibieron los bancos. Esta diferencia obedece a
la preeminente influencia de los financistas y a una demanda
de ajuste contra los obreros, que reclama todo el
establishment. Los legisladores han explicitado las
reducciones de salarios, los despidos y la flexibilidad
laboral que exigen como contrapartida del auxilio estatal.
La negociación con los
sindicatos apunta a equiparar inmediatamente los salarios en
las tres corporaciones con los niveles inferiores vigentes
en otras compañías (Nissan, Toyota). El objetivo es
adaptar luego este recorte al promedio internacional, a través
de achicamientos, que comenzaron con reducciones de
indemnizaciones y jubilaciones.
Esta agresión ilustra en forma
contundente el carácter capitalista de la crisis y la
tendencia a zanjarla desvalorizando la fuerza de trabajo.
Por esa vía las empresas norteamericanas pretenden revertir
su pérdida de competitividad y su retraso en la innovación
(autos más pequeños y eléctricos). Esta reconversión no
opone en bloque a la industria estadounidense y foránea. Más
bien apunta a inducir nuevas asociaciones entre ambos
sectores.
Si esta arremetida patronal
prospera, sus efectos se extenderán a otras actividades. El
test automotor fue anticipado por la reorganización
perpetrada en el sector aeronáutico y será un ensayo de la
cirugía general, que se prepara en toda la industria
norteamericana.
Sobreproducción global
La misma sobreproducción que
afecta a las plantas foráneas de General Motors, Ford y
Chrysler (especialmente en Canadá e Inglaterra) deteriora
el balance de Toyota, Suzuki y Nissan y en breve golpeará a
las empresas europeas. Este impacto ilustra el carácter
internacional de la plétora de mercancías. Para modernizar
su producción, las automotrices reorganizaron drásticamente
sus métodos de producción durante la década pasada. Esta
adaptación de costos condujo al actual sobrante de vehículos.
También en la rama automotriz se
gestó el modelo de competencia global en torno a salarios
descendentes, que potenció la irrupción del polo asiático.
Al cabo de varios de años de inundación de productos
baratos, todos los rincones de la economía global se
encuentran abarrotados de mercancías.
Esta sobreproducción es
consecuencia directa de la creciente localización de las
empresas trasnacionales en China, que aprovecharon la
revolución del transporte y las comunicaciones para lucrar
con la fuerza de trabajo barata, que abunda en el Extremo
Oriente.
El exceso de mercancías ya se
observa, además, en otros rubros (textil, electrodomésticos)
y tiende a provocar un significativo desplome de los
precios. Esta caída comenzó a insinuarse en la órbita
industrial a partir de la crisis asiática (1997), pero quedó
inicialmente ensombrecida por la escalada inflacionaria que
impusieron los combustibles y los alimentos. Con la maduración
de la crisis el viraje deflacionario tiende a consolidarse.
Las irrisorias tasas de interés
no logran revertir esta espiral descendente, ya que el
reducido costo del dinero muestra poca incidencia sobre el
nivel de actividad. De todos los indicadores que mensuran la
intensidad de la recesión (nivel de la tasa interbancaria,
caída de precio de la vivienda, contracción del gasto del
consumidor), la variable más crítica es la deflación. Si
la declinación de los precios no es contenida quedará
abierto el camino hacia la depresión.
La sobreproducción en curso
presenta significativas diferencias con su antecedente de
fines de los 60. En ese momento el resurgimiento de la
economía japonesa y alemana abarrotó de productos el
mercado mundial, precipitando el agotamiento del esquema
fordista de posguerra.
Pero esa crisis fue sucedida por
una reorganización neoliberal, que permitió a las empresas
transnacionales fabricar en Asia parte de los productos
consumidos en Occidente. Este proceso desvalorizó los
viejos sobrantes de mercancías, reordenó los mercados,
penalizó a ciertos capitalistas y generó los nuevos
productos adicionales que atiborran el mercado mundial
El papel de las materias
primas
Otro desencadenante de la crisis
actual fue el encarecimiento de los insumos básicos
registrado en los últimos seis años. Este repunte
descontroló los costos y generó una presión inflacionaria
que afectó la rentabilidad. Las empresas acostumbradas a
competir bajando precios, no lograron adaptarse al petróleo
despistado, los metales impagables y los alimentos en
ascenso.
Pero esta presión inflacionaria
no constituye una explicación de la crisis equiparable al
proceso de sobre–acumulación de capitales o sobreproducción
de mercancías. Mientras que estos dos fenómenos expresan
contradicciones intrínsecas del capitalismo, la subproducción
de materias primas representa una perturbación secundaria
del sistema. Irrumpe por la escasa adaptación de estos
recursos al incremento de la productividad, en comparación
a los bienes industriales.
Los precios de las materias
primas treparon en los últimos años por la presión de los
especuladores, que intentaron compensar el desplome bursátil
y bancario con la adquisición de bienes básicos. Esta
oleada de compras divorció las cotizaciones de los insumos
de su oferta y demanda genuina. Los fondos de inversión
apostaron a una crisis corta que mantendría la apreciación
de estos productos, pero el descalabro financiero terminó
afectando su propia jugada. Los precios de los cereales
cayeron a la mitad y la OPEP no ha logrado impedir que el
petróleo vuelva al piso de años anteriores.
Resulta igualmente difícil
presagiar la evolución de estos mercados. La novedosa
incidencia que ejerce la depredación del medio ambiente
sobre el vaivén cíclico de estos productos, acrecienta esa
indeterminación. La destrucción capitalista de la
naturaleza podría provocar una escasez estructural de
recursos no renovables, cuya sustitución requerirá grandes
inversiones, que en la crisis se han tornado inciertas. La
continuada prioridad que asigna el Pentágono a las guerras
por el abastecimiento de estos insumos es un índice de esa
indefinición.
En este plano, el principal
conflicto gira en torno a la sustitución del crudo por las
energías no contaminantes. El influyente lobby
petrolero–militar indujo a Bush a reforzar la dependencia
del combustible importado, en un contexto de escasos
descubrimientos, encarecimiento de la extracción y
sangrientas batallas en las regiones más apetecidas de África,
Medio Oriente y Asia Central. Obama ha prometido transitar
el sendero opuesto, pero el nuevo un escenario de
estancamiento productivo y abaratamiento del petróleo
conspira contra sus proyectos.
La coyuntura empuja hacia la
depreciación de las materias primas, pero la evolución
ulterior de estos precios es una incógnita. En cualquier
caso, estos bienes no quedarán atados a un patrón de
inexorable deterioro de los términos de intercambio.
Numerosos estudios refutan la teoría de ese retroceso
secular. Se han verificado tendencias inversas o ciclos
cambiantes en ambas direcciones. Cómo los insumos básicos
tienen mayor dificultad para amoldarse al incremento de la
productividad, su encarecimiento es periódicamente
contrarrestado con oleadas de tecnificación, que afianzan
la oscilación de estos precios.
Este vaivén afecta a los países
periféricos que invariablemente padecen la oleada
descendente y nunca aprovechan la fase inversa para reducir
su dependencia de las exportaciones básicas. Esta
adversidad se repite en la coyuntura actual, pero acentuando
la subdivisión entre un grupo emergente de economías
semiperiféricas y el grueso de los empobrecidos del Tercer
Mundo.
Consumo mundial polarizado
La crisis actual podría
explicarse también por la contracción de la demanda. Al
expandir la desigualdad social, el neoliberalismo impuso
restricciones al poder de compra en forma directa (contracción
de los salarios) e indirecta (inestabilidad del empleo y
aumento de la informalidad). La sobreproducción generada
durante este período puede ser vista como una crisis de
realización, que obstruye la concreción del valor mercancías,
cómo resultado de limitaciones vigentes en la esfera del
consumo.
Estos obstáculos obedecen a la
caída porcentual de los salarios en el ingreso total de las
economías avanzadas. La ampliación del desempleo condujo a
reemplazar el modelo de aumento de sueldos por debajo de la
productividad por un esquema de agobiante congelamiento.También el estallido de los créditos subprime
refleja la fractura social, que separa a los norteamericanos
en un 90 % de empobrecidos deudores y un 10% de opulentos
acreedores.
El exceso de productos y las
limitaciones del consumo constituyen dos caras de una misma
moneda, pero la gravitación de ambos procesos es
conceptualmente desigual. Mientras que la sobreproducción
constituye la fuerza rectora de las disrupciones que
conmueven al capitalismo, las restricciones de la demanda
conforman un efecto derivado. El sobrante periódico de
bienes es la principal contradicción de un sistema regido
por rivalidades entre empresarios, que impiden adaptar la
cantidad y el tipo de los bienes fabricados a las
necesidades sociales. Este desequilibrio distingue al
capitalismo de la subproducción crónica que afectaba a los
regímenes precedentes.
La competencia por fabricar con
mayor productividad y menores costos es más determinante de
las crisis, que los obstáculos interpuestos al consumo de
esos bienes. Mientras que el capitalismo recurre a numerosos
instrumentos para contrarrestar este segundo desequilibrio,
tiene escasas herramientas para atenuar la despiadada pugna
por el beneficio. Los desajustes que impone la sobreproducción
determinan los desequilibrios que acompañan a las crisis de
realización.
En este terreno lo más
significativo no ha sido la contracción general del poder
adquisitivo, sino la fractura global de la demanda. El
esquema de altos consumos norteamericanos de productos asiáticos
(financiados por el resto del mundo) incluyó la expansión
del consumo en la metrópoli. Esta ampliación se sustentó
en una desenfrenada dilatación del endeudamiento. Los
pasivos de los particulares aumentaron en Estados Unidos del
47% del ingreso personal (1959) al 117% (2007) y del 25% del
PBI al 98% del PBI.
En términos generales el consumo
norteamericano se ha duplicado en comparación a los años
70. Es indudable que una porción de ese gasto fue sostenido
por la elite de los enriquecidos, pero otro segmento
igualmente relevante ha sido solventado por los
trabajadores, con más horas de trabajo y labores
complementarias del núcleo familiar.
Este
modelo de consumo internacional polarizado ha quedado muy
vapuleado por la crisis. La expectativa de corregirlo con
mayor demanda asiática y creciente austeridad occidental ha
perdido fuerza con la inviabilidad del desacople. Mientras
que el volumen de compras anual de 1300 millones de chinos moviliza
1,2 billones de dólares, las adquisiciones de 300 millones
de norteamericanos involucran 9,7 billones de dólares. Es
obvio que cualquier cambio de estas proporciones será un
largo y traumático proceso.
La fuerte caída del consumo
norteamericano o europeo no tiende a mejorar las compras de la periferia. Al contrario, el incremento de 40
millones de hambrientos registrado durante el 2008 (que elevó
ese total a 963 millones de individuos) es un anticipo de
los sufrimientos que padecerá el Tercer Mundo. Gran parte
del consumo faltante en la periferia inferior del planeta se
dilapida en las economías centrales, agravando la brecha
que separa a las regiones desguarnecidas de zonas que
concentran la opulencia.
La estrechez de la demanda es una
contradicción importante pero complementaria de la
sobreproducción. Es importante registrar la jerarquía y la
convergencia de ambos desajustes, para analizar los
desequilibrios variados que afectan al capitalismo contemporáneo.
¿Qué tipo de caída de la tasa
de ganancia?
El desplome de la tasa de
ganancia es otro indicador categórico de la magnitud de la
crisis. Esta declinación fue anticipada y retroalimentada
por el desmoronamiento de Wall Street y se verificará en próximos
balances de las corporaciones. Con esta caída se revierte
la significativa recuperación de la rentabilidad, que
impuso desde mediados de los años 80 la ofensiva del
capital sobre el trabajo. Varios teóricos marxistas han
estimado la magnitud de ese repunte, en sus estudios de la
ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.
Este principio postula que el
nivel del beneficio obtenido por los capitalistas tiende a
declinar junto con los aumentos de la inversión, que
reducen la proporción del trabajo vivo (directamente
realizado por los asalariados) en comparación al trabajo
muerto (ya incorporado en la maquinaria o en las materias
primas). Como la plusvalía que nutre a la ganancia se
genera en el primer ámbito, el incremento de la
capitalización desemboca en una contracción porcentual del
beneficio. ¿En qué medida la crisis actual confirma ese
postulado?
Un terreno de indirecta
corroboración es la dependencia que ha demostrado la
acumulación de la explotación inmediata de los
asalariados. El giro estratégico de las grandes
corporaciones hacia el continente asiático, puso en
contacto al capital con la mayor dotación de fuerza de
trabajo barata del planeta. Este viraje no se hubiera
producido, si las ganancias de las empresas se nutrieran
primordialmente de la robotización o de las actividades
calificadas.
Pero la explicación de la crisis
actual, como un resultado del deterioro de la tasa de
ganancia que genera la ascendente productividad, es muy
controvertida. Requiere suponer que esa declinación se
arrastra desde hace tiempo, en contraste con la evidente
recuperación que tuvo la rentabilidad bajo el
neoliberalismo. Desconocer este dato, o afirmar que ese
beneficio se mantuvo por debajo del promedio prevaleciente
en la posguerra, conduce a una interpretación forzada de la
ley de Marx.
Este principio no exige postular
una caída permanente del porcentaje del lucro patronal,
puesto que una situación de ese tipo imposibilitaría la
continuidad del capitalismo. La ley de la tendencia
decreciente no opera en flecha, ni explica todos los
vaivenes de la acumulación. Constituye tan solo un
determinante de las crisis, con variada gravitación en cada
convulsión del sistema. Su utilidad para explicar la
depresión del 30 o la contracción de mitad de los 70, no
le otorga jerarquía absoluta para caracterizar el desplome
actual.
La tasa de ganancia ascendió
durante la posguerra, declinó en los años 70, recuperó
margen en las décadas posteriores y vuelve a desplomarse en
la actualidad. En los períodos de contracción del
beneficio opera con plenitud la ley de Marx y en las etapas
de recomposición de esa ganancia prevalen las fuerzas que
contrarrestan su incidencia. Desde mitad de los años 80
hasta la crisis actual predominó este segundo contexto,
como consecuencia del reforzamiento de la explotación, la
reducción de los salarios y el abaratamiento de ciertos
insumos.
Si se otorga primacía
interpretativa a la ley para analizar el período en curso
hay que asignar una relevancia equivalente a los procesos de
inversión, que determinan la contracción porcentual del
beneficio. Esta caracterización supondría postular que el
neoliberalismo estuvo precedido o signado por altos gastos
en maquinaria y gran modernización industrial. Sostener
este diagnóstico es muy difícil.
Quizás el mayor inconveniente
para aplicar la ley de la tendencia decreciente al contexto
actual proviene de la novedosa segmentación de
rentabilidades, que se observa entre los sectores domésticos
y mundializados del capital. Estas brechas son muy
significativas en el caso norteamericano. Mientras que las
empresas globalizadas tuvieron lucros elevados, las compañías
exclusivamente nacionales lograron parcos beneficios.
La reducción porcentual del
trabajo vivo –que aporta la fuente directa del
beneficio– socava la tasa de beneficio. Pero esta
contradicción se desenvuelve en torno a la gestación,
maduración y estallido de la sobreproducción. El estudio
de esta conexión es una asignatura pendiente de la economía
marxista.
Cronología y significación
¿Cuál es la cronología de la
conmoción en curso? ¿Cuándo comenzó el proceso que
desembocó en el tsunami actual? Es obvio que antecedió al
desmoronamiento bursátil y a la insolvencia de los deudores
sub–prime. Sólo la estrechez de la ortodoxia puede
imaginar un determinante tan coyuntural de un desplome
financiero, que fue gestado durante un período más
significativo.
Algunos teóricos acertadamente
ubican ese origen en la consolidación del neoliberalismo.
Al imponer un reflujo de los trabajadores en los países
avanzados, las clases dominantes cerraron la crisis de los
70 y forjaron el esquema de acumulación que ahora naufraga.
El temblor en curso es un resultado de las transformaciones
sociales y las contradicciones económicas que generó ese
modelo.
Otro enfoque observa al
descalabro actual como un nuevo peldaño de la prolongada
crisis iniciada a fines de los 60. Considera que esta larga
recaída ha sido prorrogada con artificios de emisión y
endeudamiento, que no lograron interrumpir la continuidad de
una regresión crónica.
El problema de este segundo
enfoque radica en la imprecisa conexión que establece entre
la crisis actual y los cambios capitalistas de las últimas
dos décadas. No explica como la liberalización financiera,
la internacionalización productiva y la expansión de las
empresas transnacionales determinaron los desequilibrios que
han precipitado el tsunami global. Tampoco esclarece de qué
forma la competencia por fabricar más productos con
salarios decrecientes desencadenó la sobreproducción y cómo
la titularización de los créditos provocó la
sobre–acumulación de capital.
Si se remonta el origen de la
crisis a cuatro décadas, las transformaciones del
neoliberalismo pierden relevancia en la explicación de la
conmoción actual. Un letargo tan prolongado es, por otra
parte, poco compatible con el funcionamiento convulsivo del
capitalismo. Este sistema es siempre corroído por su frenético
dinamismo.
El neoliberalismo no es sinónimo
de estancamiento. Si hay sobreproducción es por la
intensidad de la fabricación industrial. Dos décadas de
fuerte competencia entre las corporaciones trasnacionales
refutan la equivocada imagen de los monopolios, como
instituciones que frenan la innovación o acuerdan el
reparto organizado de los mercados. Pero si pudieran
concertar la manipulación de los precios, la crisis estaría
signada por la inflación y no por la tendencia al desplome
de los precios.
Otra controversia entre los
marxistas apunta a clarificar la significación histórica
de la conmoción en curso. Algunos autores resaltan la
ubicación de este estallido en una etapa declinante del
capitalismo, que contraponen con otro estadio pujante del
pasado. Se apoyan en la teoría del ciclo vital, para
postular una rigurosa delimitación entre períodos de
ascenso y decadencia de los regímenes sociales.
Pero la utilidad de este
razonamiento es muy dudosa. El capitalismo surgió saqueando
a la periferia, se forjó empobreciendo a los campesinos y
se consolidó explotando a los trabajadores. Posteriormente
perpetró guerras interimperialistas que aniquilaron a
millones de personas y en la actualidad se desenvuelve
devastando el medio ambiente. La propia evolución del
sistema genera este tipo de catástrofes y es ocioso evaluar
cuál de ellas lidera el ranking de los cataclismos. Lo
relevante es la naturaleza social destructiva del
capitalismo y no las perversidades de este régimen en cada
etapa.
Ciertamente los límites del
capitalismo se acrecientan con su expansión. Pero estas
barreras son cualitativas o sociales y no geográficas o numéricas.
El agotamiento de una frontera (como pensaba Rosa Luxemburg)
o del volumen de extracción de la plusvalía (como creía
Henryk Grossman) no representan obstáculos absolutos a la
acumulación. El capitalismo contrapesa este tipo de
asfixias abriendo nuevas áreas para la explotación
(restauración en el ex “bloque socialista”) y nuevos
sectores para
la inversión (privatizaciones).
Las barbaridades que genera este
sistema son más que suficientes para reprobarlo. El
capitalismo a secas es un tormento cotidiano que no requiere
adjetivos adicionales. Es falso suponer que este régimen
fue más contemplativo con los explotados en el pasado.
Basta recordar la esclavitud, el pillaje o la masacre demográfica
(durante su nacimiento) o el trabajo infantil y las jornadas
de 16 horas de la revolución industrial (durante su
despegue). Para los trabajadores nunca existió una edad de
oro bajo el yugo del capital.
Por estas razones la única
distinción relevante es la que permite diferenciar los períodos
de conquistas populares de las fases de atropello social.
Estas etapas han sido muy variables y siempre dependieron más
de la intensidad de las luchas (o la amenaza de
revoluciones), que del estancamiento o expansión de las
fuerzas productivas. En la posguerra del siglo XX (es decir
en la madurez del sistema), se obtuvieron más logros
sociales que en toda la historia previa de este régimen.
Los contrapuntos entre el auge y
la declinación del capitalismo frecuentemente presentan un
cariz fatalista y sugieren la existencia de un curso
predeterminado de la historia. Los augurios de la decadencia
tienen, además, una connotación religiosa de castigo a las
sociedades que han pecado.
En cualquier caso se desvía la
acción política socialista del propósito de obtener
conquistas para remover al capitalismo. La experiencia ha
indicado que ambos objetivos pueden lograrse en un espectro
muy variado de coyunturas. El capitalismo no se
auto–extinguirá por su propia corrosión. Será
erradicarlo por una acción política, si los explotados
encuentran el camino para forjar la alternativa socialista.
Tres escenarios
Las distintas caracterizaciones
teóricas serán puestas a prueba en los próximos meses por
el agravamiento de la crisis. La tasa de crecimiento del
2009 será ínfima a escala global (1,9%) y nula o negativa
en las economías centrales. En Estados Unidos cae la
inversión, se multiplican las pérdidas de los ahorristas
particulares (que aportan la mitad del movimiento bursátil),
se desploma el consumo y se disipa la expectativa en las
exportaciones como salvavidas. Desde el momento que este
mismo panorama se verifica en Europa, un drástico reflujo
afecta a la mitad de la economía mundial.
Los bancos continúan recibiendo
multimillonarios socorros oficiales. Al Citibank , por
ejemplo,le otorgaron una suma que supera lo gastado con AIE,
Fannie Mae, Freddie Mac y Washington Mutual. Pero las
entidades utilizan el dinero público para compensar pérdidas
o adquirir otras entidades. No movilizan el crédito y ni
siquiera informan el destino de los fondos que el estado les
transfiere. Esta impunidad le ha permitido al coloso
mayorista Morgan Stanley absorber a sus competidores
regionales y financiar en solo dos meses su reconversión en
banco comercial.
El auxilio a los banqueros ya
consumió 350.000 millones de los 700.000 millones de dólares
aprobados por el congreso norteamericano para nacionalizar
las hipotecas tóxicas. Pero, además, este proyecto quedó
cajoneado ante la imposibilidad de valuar los títulos
inservibles.
A diferencia de muchas
nacionalizaciones de posguerra el rescate actual excluye
controles sobre el dinero otorgado. La expectativa de
modificar este derroche con la llegada de Obama tiende a
diluirse con los nombramientos que ha difundido. Seleccionó
a la crema de las altas finanzas (Volcker, Rubin, Geithner,
Summers) para enviar un mensaje de continuidad a los
banqueros. Esta decisión ensombrece todos sus proyectos
reformistas de aumentar los impuestos a los ricos, crear un
seguro de salud o abaratar la educación.
Frente al vertiginoso desplome
del nivel de actividad, Obama decidió ampliar su
mega–plan de obras públicas. Pretende crear los cuatro
millones de empleos que se perderían en los próximos
meses. Pero nadie sabe cómo se compatibilizará ese gasto
con el continuado auxilio de los bancos. Aunque el
establishment convalida el gasto público en gran escala,
tarde o temprano saldrá a flote la limitada disponibilidad
de fondos.
También la debatida recreación
de un New Deal afronta varios obstáculos. La economía
estadounidense ha perdido el carácter auto–centrado que
permitía implementar políticas de reactivación con cierta
celeridad. El avance de la internacionalización obliga a
concertar estas orientaciones a nivel global. Especialmente
la dependencia del financiamiento externo impide solventar
exclusivamente el gasto con impuestos internos.
Tampoco se percibe un
renacimiento de la economía de guerra que puso fin a la
depresión del 30. La ausencia de colisiones
interimperialistas y la tecnificación militar limitan la
creación de empleos surgidos de la actividad bélica.
En este contexto se vislumbran
tres escenarios posibles. La hipótesis más optimista
estima que los planes keynesianos tendrán un impacto óptimo
y acotarán la duración de la recesión a tan solo un año.
Este pronóstico de recuperación en el 2010 es la apuesta
del FMI. Si, por el contrario, las medidas contra–cíclicas
tienen poco efecto (o generan reactivaciones efímeras
seguida de nuevas caídas) se globalizaría la parálisis
deflacionaria, que afectó a Japón en los 90. La tercera
opción es una reiteración de la depresión del 30.
Esta última posibilidad implicaría
un drástico agravamiento del marco actual. La recesión
norteamericana ya acumula 12 meses, que superan los 8 meses
de la caída de 1990 y 2001 y se aproximan a los 16 meses de
las bajas de 1981 y 1973. El dramático salto hacia los 43
meses que duró el colapso de 1929 es todavía solo una
amenaza.
Lo mismo ocurre con el PBI. La caída
de 0,8–1,2% (2008) y 0,5 % (2009) que se estima para
Estados Unidos difiere del furibundo bajón del 33%, que se
registró en 1929–33 (55% en la producción industrial y
88% en la inversión). En el plano social la repetición de
la gran depresión significaría una traslación a los países
centrales del nivel pobreza (50%) y desempleo (30%) que, por
ejemplo, padeció Argentina en el 2001–02.
Resulta imposible predecir si la
recesión desembocará en semejante desmoronamiento, pero
por primera vez en décadas ese fantasma revolotea sobre la
economía mundial.
El comienzo de la
resistencia
El desempleo en gran escala es la
mayor amenaza que se cierne sobre los trabajadores. La OIT
pronostica 20 millones de nuevos de parados en el mundo, lo
que elevaría este flagelo al peor nivel desde los 80. Lo más
aterrador es la velocidad que adquiere la destrucción de
empleos.
Desde hace décadas no se
observaba en Estados Unidos la eliminación de 533 mil
puestos de trabajo en un solo mes (noviembre pasado). Para
los 30 países más desarrollados, la OCDE anticipa tasas de
desempleo de 5,6% (2008), 6,9% (2009) y 7,2% (2010). En
Estados Unidos ya se registra un 6,7% y en la Euro–zona
7,7%. Otros
economistas consideran factible la irrupción próxima de
una desocupación de dos dígitos.
Este sombrío panorama no impide
a muchos analistas estimar que el “capitalismo tendrá
capacidad para sobrevivir a la crisis”. Estas caracterizaciones
–formuladas desde ópticas progresistas– padecen una
esquizofrénica disociación entre diagnósticos y pronósticos.
Despotrican contra el sistema, denuncian los auxilios a los
banqueros y repudian las agresiones contra los trabajadores.
Pero descartan la posibilidad de una resistencia popular que
termine confrontando abiertamente con el capitalismo.
Siempre resaltan la “inexistencia de condiciones” para
que “alguien desafíe al sistema”.
¿Pero cuál es el fundamento de
semejante fatalismo? No es suficiente afirmar que en el
pasado el capitalismo logró capear temporales semejantes.
Esa rutina de la historia ha sido reiteradamente quebrantada
por acontecimientos imprevistos.
Suponer que “otro modelo” del
mismo sistema inevitablemente sobrevendrá, para enmendar
los excesos del neoliberalismo es la tranquilizadora
creencia que propaga la ideología predominante. Al
reproducir sin crítica este mismo supuesto se da por
sentado el triunfo de los dominadores. En realidad, ninguna
batalla está perdida de antemano. Solo hay garantía de
padecimientos si se abandona la lucha.
Las condiciones para confrontar
con el capitalismo nunca han preexistido a la crisis. Se
forjan y maduran en el desarrollo de esas turbulencias. En
la coyuntura actual este proceso recién comienza, será
largo y nadie sabe como concluirá. Todo depende de la
reacción, organización y programa que adopten las masas.
Hasta ahora prevalece el aturdimiento. El colapso financiero
ha sacudido a la población de las economías avanzadas, que
suele identificar esas debacles con los desajustes del
Tercer Mundo. La llegada del tsunami al centro del
capitalismo ha creado un desconcierto que comienza a
traducirse en protestas sociales.
La primera rebelión de
importancia se ha verificado en Grecia y presenta cierto
parentesco con el 68 francés. Esta revuelta podría marcar
la pauta del próximo período. La reacción estudiantil
contra la represión policial de un gobierno derechista
desencadenó huelgas y marchas masivas de gran impacto
continental. También en España e Italia hay movilizaciones
educativas que tienden a empalmar con la lucha obrera.
La combatividad de la juventud
–que padece en mayor grado el desempleo y la precariedad
laboral– puede ser el termómetro de la batalla en
ciernes. A un nivel mucho más embrionario se ha registrado
en Estados Unidos, el simbólico triunfo de los trabajadores
que ocuparon una fábrica (Republic Windows) en defensa de
sus ingresos. ¿Estos indicios anuncian un cambio de etapa
en la acción popular?
Por
primera vez en décadas, la crisis del capitalismo se
procesa en el centro del sistema y pondrá a prueba a una
nueva generación de trabajadores. Su reacción es la
principal incógnita de un período signado por la
turbulencia, los virajes y los imprevistos.
30-12-08
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10-12-08.
Stiglitz Joseph, “El dólar ya no sirve como
reserva”, Clarín, 23-11-08.
Reich
planteó aplicarle la ley de quiebras a los bancos para
implementar su reorganización bajo protección judicial
(capítulo 11) y Roubini sugirió paralizar las
ejecuciones hipotecarias. Reich Robert, “El rescate
equivocado”, New York Times-Clarín, 12-12-08. Roubini
Nouriel, “La recesión llegó a EEUU y podría durara
hasta 2009”, Clarín, 25-1-08.
Las
características de estos procesos son descriptas entre
otros por: Rude Christopher, “El rol de la disciplina
en la estrategia imperial. El Imperio Recargado, CLACSO,
Buenos Aires, 2005. Bryan
Dick, “The inventiveness of capital”, 13 Jul
2008, www.workersliberty.org y Chesnais Francois,
“Alcance y rumbo de la crisis financiera”,
25-1-08, www.vientosur.info/documentos.
Hemos retratado este modelo en Katz Claudio, “Enigmas
contemporáneos de las finanzas y la moneda”, Revista
Ciclos, n 23, 1er semestre 2002, Buenos Aires.
En
esta caracterización plantea: Caputo Leiva Orlando,
“La economía mundial: la crisis inmobiliaria de
Estados Unidos”. Seminario Taller del Ministerio del
Poder Popular para la Planificación y el Desarrollo con
Economistas Internacionales, Caracas, 27 al 31 de marzo
de 2008.
Este proceso ilustra: Aglietta Michel, Berrebi Laurent.
Desordres dans le capitalisme mondial, Odile Jacob,
Paris, 2007, (Introducción).
Amin describe las tendencias bélicas y Klare la
complejidad de los dilemas petroleros. Amin
Samir “Financial collpase, systemic crisis?”, World
Forum of Alternatives, Caracas 2008. Klare Michael, “Mauvaises nouvelles a la pompe”,
Inprecor 536-537, mars avril 2008.
Entre
1876-80 y 1928-29 la mejora de términos de intercambio
fue de 20-40% y desde 1956 hasta 1962 predominó un
deterioro, que invirtió en 1968. El reciente ascenso
(2002-2007) sucedió a la caída de los años 90. Bairoch, Paul El tercer
mundo en la encrucijada: el despegue económico desde el
siglo, XVIII al XX Alianza, Madrid, 1973, (cap
13).
Para
conjunto de G 7 la parte salarial en el valor agregado
pasó de 66,5% (1982) a 57,2% (2006) Husson Michel,
“La lignes de fracture”, Politis n 990, 21-2-08.
La
conmoción en curso debe ser vista como una reproducción
ampliada de todas las contradicciones que corroen al
sistema. Este enfoque metodológico fue sugerido por
Bujarin y desarrollado por Mandel. Bujarin Nikolai, El
imperialismo y la acumulación de capital. De Tiempo
Contemporáneo, Buenos Aires, 1973. Mandel, Ernest, El
capitalismo tardío, ERA, México, 1978, (cap 1).
Hemos recogido e interpretado esta indagación en: Katz
Claudio “Una interpretación contemporánea de la ley
de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia”.
Herramienta n 13, invierno 2000, Buenos Aires.
Es
el inconveniente que presenta la caracterización de
Castillo José. “Crisis económica mundial en el marco
de 40 años de crisis crónica del capitalismo”, www.aporrea.org/temas
07/11/08
Panitch Leo, Gindin Sam. “Capitalismo global e imperio
norteamericano”, El nuevo desafío imperial, Socialist
Register 2004, CLACSO, Buenos Aires 2005. Gindin Sam, Panitch Leo, "Superintending Global Capital," New Left Review, 35, Sept/Oct 2005.
Brenner
Robert, Una crisis devastadora, Against the Current n
132, enero-febrero 2008.
Es la concepción que desarrollan Mercadante Esteban,
Noda Marín. “Gradualismo y catastrofismo”,
Lucha de Clases, n 7, octubre 2007.
Vilas
Carlos “Confusiones y auto-engaños”, Página 12,
3-11-08. En la misma línea de reflexión otros autores
estiman que el “sistema mundial seguirá siendo
capitalista y no estará en juego la posibilidad de
derrocarlo”, Tumini Humberto, “Capitalismo mundial:
derrumbe o nueva etapa”, libresdelsur.org.ar/spip.php, 9-2-08.
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