Un planeta en el alero
¿Podrán contenerse los virulentos brotes
epidémicos de la economía?
Por Michael T. Klare (*)
TomDispatch, 26/02/09
Sin Permiso, 01/03/09
Traducción para Lucas Antón
El desmoronamiento económico global ha provocado ya el desplome de bancos,
bancarrotas, cierre de fábricas y ejecuciones de hipotecas
y dejará este año a muchas decenas de millones de personas
sin empleo en todo el planeta. Pero ha hecho su aparición
otra peligrosa consecuencia del crash de 2008: el aumento de
la conflictividad ciudadana y las disensiones étnicas.
Puede que a eso le siga un día la guerra.
Conforme la gente pierde confianza en la capacidad de los mercados y
gobiernos para resolver la crisis global, se hace más
probable el surgimiento de protestas violentas o de ataques
contra aquellos a los que se hace responsables de la difícil
situación, entre ellos funcionarios del gobierno, gerentes
de fábrica, terratenientes, inmigrantes y minorías étnicas.
(La lista podría llegar a ser en el futuro larga y
desconcertante). Si el actual desastre económico se
convierte en lo que el presidente Obama ha denominado
"década perdida", el resultado podría consistir
en un paisaje global lleno de convulsiones motivadas por la
economía.
Desde luego,si se quiere quedar ingratamente impresionado, no hay más que
colgar un mapa en la pared y empezar a clavar alfileres
rojos allí donde ya se han sucedido episodios de violencia.
Atenas (Grecia), Longnan (China), Puerto Príncipe (Haití),
Riga (Letonia), Santa Cruz (Bolivia), Sofia (Bulgaria),
Vilnius (Lituania), y Vladivostok (Rusia) servirían para
empezar. Muchas otras ciudades, de Reikiavik, Paris, Roma y
Zaragoza a Moscú y Dublín han sido testigos de importantes
protestas provocadas por el creciente desempleo y los
salarios en descenso, que no degeneraron en tumulto gracias
en parte a la presencia de gran número de agentes
antidisturbios. Si clavásemos alfileres de color naranja en
estas localidades –ninguna todavía en los Estados
Unidos–, nuestro mapa parecería arder de actividad. Y si
es usted jugador o jugadora, es apuesta sobre seguro que
este mapa se verá pronto bastante más poblado de alfileres
rojos y naranja.
En su mayor parte, es probable que estas convulsiones, aún cuando sean
violentas, sigan siendo de índole localizada, y lo bastante
desorganizadas como para que las fuerzas gubernamentales las
pongan bajo su control en cuestión de días o semanas, por
más que –como en el caso de Atenas durante seis días del
diciembre pasado– la parálisis urbana se prolongue debido
a los disturbios, gases lacrimógenos y cordones policiales.
Esa ha sido la tónica hasta ahora. Es enteramente posible,
sin embargo, que a medida que la crisis económica empeore,
algunos de estos sucesos sufran una metástasis que los
convierta en acontecimientos de mucha mayor duración e
intensidad: rebeliones armadas, toma del poder por los
militares, conflictos civiles y hasta guerras entre estados
motivadas por la economía.
Cada uno de los estallidos de violencia tiene sus propios orígenes y
características distintivas. A todos los impulsa una
combinación parecida de preocupación por el futuro y falta
de confianza en la capacidad de las instituciones
establecidas de enfrentarse a los problemas que se avecinan.
Y del mismo modo en que la crisis económica ha demostrado
ser global en formas no vistas hasta ahora, así los
incidentes locales –sobre todo dada la naturaleza instantánea
de las modernas comunicaciones– tienen el potencial de
agitar a otra personas en lugares distantes, vinculados sólo
en sentido virtual.
Una
pandemia global de violencia impulsada por la economía
Los disturbios que se produjeron en la primavera de 2008 en respuesta al
alza de los precios de los alimentos dejaban entrever la
rapidez con que puede extenderse la violencia de raíz económica.
Es poco probable que las fuentes informativas occidentales
registraran todos esos incidentes, pero entre los que
aparecieron en el New York Times y el Wall Street Journal
había disturbios en Camerún, Egipto, Etiopía, Haití,
India, Indonesia, Costa de Marfil y Senegal.
En Haití, por ejemplo, miles de manifestantes asaltaron el palacio
presidencial en Puerto Príncipe y exigieron el reparto de
alimentos, siendo repelidos por tropas del gobierno y
fuerzas de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la
paz. Otros países, entre los que se cuentan, Pakistán y
Tailandia, intentaron rápidamente impedir esos ataques
desplegando tropas en granjas y almacenes por todo el país.
Los disturbios sólo remitieron al final del verano cuando el descenso de
los precios de la energía hizo a su vez que se desplomasen
también los precios de los alimentos. (El coste de los
alimentos está hoy en día estrechamente ligado al de los
precios del petróleo, dado que la petroquímica se utiliza
amplia e intensamente en el cultivo de cereales). Lo
inquietante, sin embargo, es que es seguro que resultará un
respiro temporal, dada la colosal sequía que afecta
actualmente a las regiones cerealeras de los Estados unidos,
Argentina, Australia, China, Oriente Medio y África. Habrá
que ver cómo suben los próximos meses los precios del
trigo, la soja y posiblemente el arroz, justo en el momento
en que miles de millones de personas del mundo desarrollado
tienen la seguridad de ver cómo su beneficio marginal se
derrumba debido al colapso económico global.
Las revueltas a causa de los alimentos no fueron más que una de las formas
de violencia económica que hicieron su sangrienta aparición
en 2008. A medida que las condiciones económicas
empeoraban, surgieron las protestas contra el creciente
desempleo, la ineptitud del gobierno, y las necesidades
insatisfechas de los pobres. En la India, por ejemplo, las
protestas violentas amenazaron la estabilidad de muchas
zonas clave. Aunque se suelen describir en términos de
conflictos étnicos, religiosos o de castas, estos
estallidos se veían impulsados de forma típica por la
inquietud causada por la economía y una omnipresente
sensación de que otros grupos se las arreglaban mejor que
el propio, y a costa de éste.
En abril, por ejemplo, seis días de intensos disturbios en la Cachemira
bajo control indio se atribuyeron a la animosidad religiosa
entre la población musulmana mayoritaria y el gobierno
indio dominado por los hindúes; igualmente importante
resultó, sin embargo, el hondo resentimiento causado por lo
que muchos musulmanes de Cachemira han experimentado en
forma de discriminación en puestos de trabajo, vivienda y
uso de la tierra. Posteriormente, en mayo, miles de pastores
nómadas conocidos como "guyyares" bloquearon las
carreteras y trenes que llevaban a la ciudad de Agra, que
alberga el Taj Mahal, en un intento de que se les concediera
derechos económicos especiales; murieron más de 30
personas cuando la policía abrió fuego sobre la multitud.
En octubre, estalló la violencia de raíz económica en
Assam, en el lejano noreste del país, en el que sus
empobrecidos habitantes se resisten a la llegada de
inmigrantes más pobres, en su mayor parte ilegales, del
cercano Bangladesh.
Conflictos de origen económico aparecieron también en buena parte de China
oriental en 2008. Esos sucesos, catalogados como
"incidentes de masas" por las autoridades chinas,
entrañan por lo general protestas de los trabajadores por
los cierres de fábricas, salarios impagados o
confiscaciones ilegales de tierras. Con cierta frecuencia,
quienes protestaban exigían indemnizaciones a los gestores
de empresa o las autoridades del gobierno, y se encontraban
únicamente con la policía garrote en mano.
No hace falta decir que los dirigentes del Partido Comunista Chino se han
mostrado remisos a reconocer dichos incidentes. Empero, este
enero pasado, la revista Liaowang (Panorama semanal)
informaba de que los despidos y conflictos salariales habían
desencadenado un brusco aumento de esos "incidentes de
masas", sobre todo en el litoral oriental del país,
donde se ubica buena parte de su capacidad manufacturera.
Ya en diciembre el epicentro de esos incidentes esporádicos de violencia se
había desplazado del mundo en vías de desarrollo a Europa
Occidental y la antigua Unión Soviética, en donde las
protestas se han visto impulsadas por los temores de
desempleo prolongado, el desagrado por la conducta
inapropiada e ineptitud del gobierno, y la sensación de que
"el sistema", como quiera que se defina, es
incapaz de satisfacer las futuras aspiraciones de grandes
grupos de ciudadanos.
Una de las primeras en esta ola de sacudidas tuvo lugar en la capital de
Grecia, Atenas, el 6 de diciembre de 2008, después de que
un estudiante muriese por un disparo de la policía durante
un altercado en un atestado vecindario del centro. A medida
que la noticia del asesinato se extendía por la ciudad,
cientos de estudiantes y de jóvenes inundaron el centro de
la urbe y se enzarzaron en batallas campales con los agentes
antidisturbios, lanzando piedras y artefactos incendiarios.
Aunque posteriormente los representantes del gobierno se
disculparan por esa muerte y acusasen al agente responsable
de homicidio, los disturbios se reprodujeron repetidamente
en los días siguientes en Atenas y otras ciudades griegas.
Jóvenes airados atacaban a la policía, – considerada de
forma extendida como agente del orden constituido–, así
como hoteles y tiendas de lujo, a algunas de las cuales
prendieron fuego. De acuerdo con algunas estimaciones, los
seis días de disturbios causaron daños en el comercio por
valor de 1.300 millones de dólares en plena temporada de
compras navideñas.
Rusia también experimentó una oleada de protestas violentas en el mes de
diciembre, causada por la imposición de elevados aranceles
a la importación de automóviles. Dictada por el primer
ministro, Vladimir Putin, con el fin de proteger a la
industria automovilística nacional en peligro (cuyas ventas
se esperaba se contrajeran hasta un 50% en 2009), los
aranceles constituyeron un golpe a los comerciantes del
puerto de Vladivostok, en el Lejano Oriente, que se
beneficiaban del negocio de vehículos japoneses de segunda
mano a escala nacional. Cuando la policía local se negó a
disolver las protestas anti–arancelarias, las autoridades
llegaron a inquietarse lo bastante como para transportar
unidades de las fuerzas especiales por vía aérea, a casi
6.000 kilómetros de distancia.
En enero, parecían estar extendiéndose incidentes de este género por toda
Europa Oriental. Entre el 13 y el 16 de enero, se produjeron
protestas antigubernamentales que degeneraron en choques
violentos en la capital de Letonia, Riga, en la de Bulgaria,
Sofia, y en la de Lituania, Vilnius. Se hace ya imposible en
lo esencial seguir la pista de todos estos episodios, que
sugieren que estamos al borde de una pandemia global de
violencia cuyas raíces se encuentran en la economía.
La
receta perfecta para la inestabilidad
Si bien la mayor parte de estos incidentes los provoca un acontecimiento
inmediato – un arancel, el cierre de una fábrica local,
el anuncio de medidas de austeridad por parte del
gobierno– operan asimismo factores sistémicos. Aunque los
economistas están hoy de acuerdo en que nos encontramos
sumidos en una recesión más profunda que cualquiera de las
habidas desde la Gran Depresión de la década de 1930,
asumen por lo general que esta caída –como todas las demás
producidas desde la II Guerra Mundial– se verá seguida en
uno, dos o tres años por el inicio de una recuperación clásica.
Hay buenas razones para sospechar que esto pudiera no suceder así, que esos
países más pobres (junto a mucha gente de los países más
ricos) tendrían que esperar más tiempo esa recuperación,
o bien que no se diera en absoluto. Hasta en los Estados
Unidos el 54% de los norteamericanos piensa hoy que "lo
peor" está "todavía por llegar" y sólo el
7% cree que "ha pasado lo peor", de acuerdo con un
reciente sondeo de Ipsos/McClatchy; nada menos que una
cuarta parte cree que la crisis durará más de cuatro años.
Ya se trate de los Estados Unidos, Rusia, China o Bangladesh,
esta preocupación subyacente –esta sospecha de que las
cosas están bastante peor de lo que diga cualquiera– es
lo que está contribuyendo a promover esta epidemia global
de violencia.
El informe de situación más reciente del Banco Mundial, Global Economic
Prospects 2009, se condice con estas preocupaciones de dos
formas. Se niega a declarar lo peor, aún cuando llegue a
atisbarlo, en términos demasiado claros como para
ignorarlo, respecto a la perspectiva de un declive a largo
plazo, o incluso permanente, de las condiciones económicas
de mucha gente en el mundo. Optimista en teoría, como lo
son tantos expertos de los medios, respecto a la
probabilidad de una recuperación económica en un futuro no
muy lejano, el informe está repleto de avisos acerca del daño
potencial al mundo en desarrollo si las cosas no van
precisamente bien.
Dos preocupaciones predominan sobre todo en Global Economic Prospects 2009:
que bancos y corporaciones de los países más opulentos
dejen de realizar inversiones en el mundo desarrollado,
ahogando cualquier posibilidad de crecimiento restante; y
que el coste de los alimentos se eleve incómodamente,
mientras el uso de tierras de labranza para aumentar la
producción de biocombustibles tiene como resultado la
disminución de la cantidad de alimentos disponibles para
cientos de millones de personas.
A despecho de algunos párrafos sobre el repunte económico que parecen
sacados de Pollyanna, el informe no se llama engaño cuando
debate lo que significaría la caída en puertas casi segura
de la inversión del Primer Mundo en los países del Tercer
Mundo:
"Si los mercados crediticios no llegaran a responder a las contundentes
intervenciones políticas que se han producido hasta ahora,
las consecuencias podrían ser muy graves para los países
en desarrollo. Ese escenario se vería caracterizado
por...alteraciones y turbulencias de envergadura, entre las
que no faltarían quiebras de bancos y crisis de la moneda
en un amplio espectro de países en vías de desarrollo. Se
haría inevitable un crecimiento bruscamente negativo en una
serie de países en desarrollo y todas las demás
consiguientes repercusiones, entre las que se encontraría
el aumento de la pobreza y el desempleo".
En otoño de 2008, cuando se elaboró el informe, se consideró que eso
sucedería en "el peor de los casos". Desde
entonces, la situación ha empeorado radicalmente, mientras
los analistas informan de la práctica congelación de la
inversión a escala mundial. Lo que es igualmente
preocupante, los países de reciente industrialización que
dependen de la exportación de bienes manufacturados a países
más ricos para buena parte de su renta nacional han
advertido una caída de vértigo en las ventas, lo que ha
ocasionado cierres de fábricas y despidos masivos.
El informe del Banco Mundial de 2008 contiene también datos inquietantes
sobre la disponibilidad de alimentos en el futuro. Aunque
insisten en que el planeta es capaz de producir suficiente
comida para satisfacer las necesidades de la creciente
población mundial, sus analistas manifestaban menos
confianza en que estuviera disponible a precios que sean
asequibles, sobre todo en cuanto empiecen a ascender
nuevamente los precios de los hidrocarburos. Habiendo cada
vez más extensiones de cultivo dedicadas a la producción
de biocombustibles y perdiendo fuelle los esfuerzos por
aumentar el rendimiento de las cosechas mediante el uso de
las "semillas milagrosas", los analistas del Banco
atemperaron su perspectiva por lo general esperanzada con
una advertencia: "Si la demanda de cultivos ligados a
los biocombustibles se vuelve mucho más intensa o fallan
los resultados de la productividad, la futura provisión de
alimentos puede resultar mucho más cara que en el
pasado".
Combínense estas dos conclusiones del Banco Mundial –crecimiento económico
cero en el mundo en desarrollo y precios de los alimentos en
alza– y tendríamos la perfecta receta de inexorables
tensiones y violencias civiles. Los estallidos que hemos
contemplado en 2008 y principios de 2009 no serían entonces
más que un mero anticipo de un sombrío futuro en el que,
en una semana cualquiera, podrían desarrollarse revueltas y
disturbios en toda una serie de ciudades que acabaran
extendiéndose como múltiples focos de un incendio en medio
de la sequía.
Cartografía
de un mundo al borde del abismo
Examínese el mundo actual, y resultará facilísimo descubrir una plétora
de lugares potenciales para esos múltiples estallidos, o
cosas bastantes peores. Tómese China. Hasta el momento, las
autoridades han logrado controlar los "incidentes de
masas" aislados, impidiendo que llegaran a convertirse
en algo de mayor calado. Pero en un país con más de dos
mil años de historia de vastos levantamientos milenarios,
el riesgo de un recrudecimiento semejante ha de estar en la
mente de todos los dirigentes chinos.
En 2 de febrero, un alto funcionario chino del Partido, Chen Xiwen, anunció
que, sólo en los últimos meses de 2008, veinte millones de
trabajadores desplazados, una cifra asombrosa, habían
perdido su trabajo. Peor aún, tenían pocas perspectivas de
recuperarlo en 2009. Si muchos de estos trabajadores
regresan al campo, pueden encontrarse con que tampoco allí
queda nada, ni siquiera tierras que cultivar.
En esas circunstancias, y habiendo más millones de personas todavía que es
probable que pierdan su empleo en las fábricas de la costa
en este año, la perspectiva de un masivo malestar es
pronunciada. No ha de extrañar que el gobierno anunciara un
plan de estímulo de 585.000 millones dirigido a generar
empleo rural, y al mismo tiempo apelara a las fuerzas de
seguridad a ejercitar la disciplina y la moderación al
enfrentarse a quienes protestan. Hay muchos analistas que
creen ahora que, conforme decaigan las exportaciones, el
creciente desempleo podría llevar a huelgas y protestas a
escala nacional que pudieran rebasar la capacidad de los
cuerpos generales de policía y requiriesen la plena
intervención del ejército (como sucedió en Beiying
durante las manifestaciones de 1989 en la plaza de Tiananmen).
Tómense, si no, los petroestados del Tercer Mundo que han experimentado un
fuerte incremento de su renta cuando los precios del petróleo
se mantenían altos, lo que permitía a los gobiernos
sobornar a grupos disidentes o financiar potentes fuerzas de
seguridad interna. Con la caída de los precios del petróleo
de 147 dólares por barril de crudo a menos de 40 dólares,
esos países, de Angola al movedizo Irak, se enfrentan hoy a
una grave inestabilidad.
Nigeria constituye un caso típico que resulta pertinente: cuando los
precios del petróleo se mantenían elevados, el gobierno
central de Abuya cosechaba miles de millones todos los años,
que bastaban para enriquecer a las élites de zonas clave
del país y subvencionar a un ingente estamento militar;
ahora que los precios se mantienen bajos, le costará al
gobierno satisfacer todas estas obligaciones anteriormente
tan bien nutridas que entran en competencia, lo que
significa que se acrecentará el riesgo de desequilibrio
interno. Está cobrando impulso la insurgencia de la región
petrolífera del Delta del Níger, alentada por el
descontento popular debido a la incapacidad de que la
riqueza del petróleo se derramara más allá de la capital,
y es probable que se fortalezca a medida que menguan los
ingresos del gobierno; otras regiones, igualmente
perjudicadas en el reparto nacional de la renta, se verán
expuestas a toda clase de alteraciones, entre las que no
faltará un grado mayor de conflictos internos.
Bolivia es otro productor de energía que parece destinado a verse al borde
de un recrudecimiento de la violencia de orden económico.
Siendo uno de los países más pobres del hemisferio
occidental, alberga reservas substanciales de petróleo y
gas natural en sus regiones orientales de tierras bajas. La
mayoría de la población –muchos de ascendencia indígena–
apoya al presidente Evo Morales, que intenta ejercer un
fuerte control estatal sobre las reservas y utilizar los
ingresos derivados de ellas para beneficiar a los más
pobres del país. Pero la mayoría de quienes se encuentran
en la parte oriental del país, controlada por una élite
descendiente de europeos, recela de la interferencia del
gobierno central y trata de controlar las reservas por sí
misma. Los esfuerzos por alcanzar una mayor autonomía han
llevado repetidos choques con tropas del gobierno, y en un
momento de deterioro, podrían conducir a un escenario de
guerra civil en toda regla.
Considerando la situación global en que un acontecimiento alarmante, a
menudo inesperado, lleva a otro, hacer previsiones resulta
peligroso. A escala popular, el cuadro general está
bastante claro: un continuado descenso económico, combinado
con la sensación dominante de que los sistemas e
instituciones existentes son incapaces de enderezar las
cosas, está produciendo una mezcla fatal de inquietud,
temor y rabia. Las explosiones populares de una u otra clase
son inevitables.
Alguna noción de esta nueva realidad parece haberse filtrado hasta llegar a
las alturas del conjunto de la inteligencia norteamericana.
En su testimonio ante el Comité Escogido del Senado sobre
Inteligencia el 12 de febrero, el almirante Dennis C. Blair,
nuevo Director de Inteligencia Nacional, declaró que
"La preocupación primordial de seguridad de los
Estados Unidos en el inmediato futuro es la crisis económica
global y sus implicaciones geopolíticas, Los modelos estadísticos
muestran que las crisis económicas incrementan el riesgo de
una inestabilidad que amenace al régimen, si perduran
durante un periodo de uno a dos años", lo que es
seguro que sucederá en la actual situación.
Blair no concretó en que países estaba pensando al hablar de
"inestabilidad que amenace al régimen" –un término
nuevo en el vocabulario de inteligencia norteamericano, al
menos ligado a las crisis económicas– pero queda claro en
su testimonio que los funcionarios norteamericanos observan
atentamente docenas de inciertas naciones de África,
Oriente Medio, América Latina y Asia Central.
Y ahora, vuélvanse hacia el mapa de la pared con todos esos alfileres rojo
y naranja y procedan a colorear los países pertinentes con
varios tonos de rojo y naranja a fin de indicar la notable
caída reciente del producto interior bruto y el aumento de
la tasa de desempleo. Sin necesidad de disponer de 16
agencias de inteligencia, tendremos con todo una idea cabal
de los lugares a los que Blair y sus compadres han echado el
ojo en lo que toca a la inestabilidad, a medida que el
futuro se vuelve más negro en un planeta al borde del
abismo.
(*) Michael T. Klare es profesor de estudios de Paz y Seguridad Mundial en
el Hampshire College. Su último
libro es Rising Powers, Shrinking Planet: The New
Geopolitics of Energy (Metropolitan Books).
¡Socorro! ¡Estatícennos!
Por
Michael R. Krätke
Freitag, 26/02/09
Sin Permiso, 01/03/09
Traducción de Amaranta Süss
El
gobierno de Gordon Brown no tuvo el menor escrúpulo en
expropiar a los accionistas de los bancos desfondados, aun a
pesar de las múltiples demandas judiciales a las que se verá
enfrentado.
Los británicos han abierto camino. En la patria del capitalismo, en la
tierra originaria del “liberalismo manchesteriano”, uno
tras otro, los bancos han ido cayendo bajo control del
Estado. Y no se adivina el final; la onda de la crisis
crediticia sigue su curso de propagación. Precisamente un
banco estatizado, el Northern Rock, con el que comenzó la
danza en otoño de 2007, ha sido ahora el primero en volver
a abrir la espita del crédito. La estatización, salvación
del sistema bancario: ésa es la cuenta que parece echar el
gobierno británico.
De lo
bueno, lo mejor
Llegó tarde el cambio para Norhern Rock. La institución cayó ya en
dificultades en septiembre de 2007. La primera gran carrera
de depositantes desesperados por recuperar sus ahorros de un
banco saltó a la primera plana de la
prensa mundial. Sólo tras vacilar durante meses, se
avilantó el gobierno de Brown a estatalizar el quinto mayor
banco hipotecario del país. El siguiente, en septiembre de
2008, fue Bradford & Bingley. La renombrada caja de
ahorros inmobiliaria, con 2,7 millones de clientes, poseía
hipotecas de alto riesgo –tranquilamente depreciables—
por valor de 35 mil millones de libas esterlinas. Incluso
procediendo a subastas forzosas, sólo podía salvarse una
parte. De aquí que, desde comienzos de 2008, el banco
perdiera el 93% de su valor bursátil, lo que obligó al
Estado británico tomara el control del negocio hipotecario
de Bradford&Bingley por 70 mil millones de libras
esterlinas. La sección de ahorro del banco (20 mil millones
de libras en 200 filiales) pasó por le ridículo precio de
600 millones de libras al gran banco español Santander, uno
de los pocos que hasta ahora han salido ganando con la
crisis.
A comienzos de 2009, el Estado tuvo que echar otra mano y tomar el control
del grueso del otrora segundo banco de Gran Bretaña, el
Royal Bank of Scottland. En buena forma de esta suerte, se
puso entonces proa a la fusión forzosa de otros dos
perdedores: el Lloyds TSB y el HBOS. El Estado acabó como
propietario del 40%.
A comienzos de esta semana se hizo público el último plan de rescate del
gabinete Brown. Ochos casas financieras –Abbey, Barclays,
HBOS, HSBC, Lloyds TSB, Nationwide Building Society, Royal
Bank of Scottland y Standard Chartered; de lo bueno, lo
mejor– van a ser parcialmente estatalizadas, recibiendo un
total de 50 mil millones de libras esterlinas en concepto de
recapitalización. Huelga decir que una ayuda estatal
forzosa de estas dimensiones, con miles de millones del
sufrido contribuyente, favorecerá la aceleración
artificial de un proceso normal en toda crisis financiera:
la concentración del capital bancario.
Bancos hipotecarios como el Northern Rock y B & B han contribuido
ciertamente a hinchar desapoderadamente la burbuja
inmobiliaria, pero sólo discretamente se han involucrado en
la especulación internacional con “productos financieros
estructurados”. A diferencia de los bancos sólo dedicados
a la inversión, pueden sentirse felices de disponer de
millones de clientes y de miles de millones en depósitos de
ahorro. Aun a costa de un terremoto financiero, el gobierno
de los EEUU puede dejar caer a un banco de inversión como
Lehman Brothers, pero en el caso de un banco comercial o
hipotecario normal la cosa es muy distinta, sobre todo en un
país como Gran Bretaña, en donde la mayoría de la gente
es propietaria de vivienda.
La
expropiación ineludible
Naturalmente, el Estado británico tiene que expropiar a los accionistas de
los bancos cuyo control se dispone a tomar. En los hechos,
eso no significa sino obligar a pagar a los propietarios de
acciones, en vez de permitirles mantener los títulos y
esperar a tiempos mejores. Los accionistas que pleiteen para
conseguir del Estado una reparación de mayor cuantía para
unos títulos que han perdido valor de mercado lo tienen difícil.
Tendrán que hacer creíble ante tribunales que sus acciones
podrían llegar a “valer” en el futuro mucho más de lo
que valen hoy. Dicho de otro modo: tendrán que pleitear
para que el Estado les pague por futuribles ganancias en
cursos venideros de los mercados de valores.
La “pérdida de ganancias” es, ciertamente, un fundamento de demanda
viable en el derecho civil, el cual, antes como ahora,
reconoce al buen burgués un derecho humano a la ganancia
especulativa, sean cualesquiera las circunstancias. En vez
de hacer pagar a los accionistas, también se puede proceder
a recortar sus derechos, por ejemplo, mediante una emisión
masiva de las acciones preferenciales que compra el Estado
(y eventualmente, vende). Tampoco le ha temblado la mano al
gobierno de Brown ante esta maniobra, que, simplemente,
queda la mar bien cuando se estataliza en masa a los bancos
al tiempo que se proclama que se trata sólo de una
“solución transitoria de emergencia”. Pero no lo es.
Como enseña el caso de Northern Rock, el Estado británico
se sirve ahora de su enorme influencia en el sector bancario
para hacer que vuelva a fluir el crédito. Si esto funciona,
¿por qué debería soltar los bancos estatizados, esa
excelente palanca para una política económica expansiva?
¿Y qué pasa con las plantas superiores del negocio? Si los bancos son
estatalizados, los banqueros se convierten en empleados públicos.
Su nuevo empleador no tiene, pues, que preocuparse de lidiar
con los males de las bonificaciones y las exorbitantes
remuneraciones. En los gloriosos tiempos de la especulación,
los bancos de inversión fueron las estrellas pop de la Gran
Bretaña, o los “amos del universo”, como se decía en
los EEUU. Toda esa gloria dispensada a vulgares delincuentes
se terminó. Para millones de pequeños propietarios de
viviendas hipotecadas la estatización de los bancos viene,
en cambio, como un destello de esperanza: porque el Estado
británico, y particularmente el gobierno laborista, no
puede permitirse un aldabonazo en la puerta de centenares de
miles de hogares británicos para presentar una orden de
ejecución hipotecaria.
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