Demasiado miedo y demasiada calma,
antes de la tormenta
Por Michael R. Krätke (*)
Freitag, 10/04/09
Sin Permiso, 12/04/09
Traducción de Amaranta Süss
Pasó la Cumbre; bolsas y gacetas, deslumbradas por un día, vuelven ya a la
calma. Seguimos tan lejos como antes de un nuevo New Deal
que sólo podría afirmarse con un nuevo orden económico
mundial. Tras la Cumbre de Londres, sólo una cosa parece
fuera de disputa: el G–20 ha substituido hasta nueva orden
al G–8. A favor de la inteligencia del nuevo gobierno
estadounidense habla el que no busque compensar la pérdida
de influencia con un comportamiento de superpotencia.
Absurdo,
pero cierto
Declaraciones de intenciones, compromisos formularios, promesas rutinarias:
no bastan para salir del lío de una gran depresión de
alcance planetario Aun si las ilustres figuras se reúnen
todavía un par de veces más durante 2009, no se detiene el
rumbo al despeñadero sólo con reglas para los fondos hedge
(para fijar las cuales, bastan leyes de alcance nacional),
un mayor presupuesto a disposición del FMI y listas negras
de oasis fiscales.
La provisión de finanzas para el FMI era ya, por lo demás, cosa acordada
antes del encuentro de Londres. Japón y la UE quieren aquí
un compromiso adecuado, mientras que los EEUU, China y la
Arabia saudita son más renuentes. Aun si eso significara
para el FMI un plus de 250 mil millones de dólares, queda aún
abierta la cuestión de la reforma de los derechos de voto y
de los derechos de giro. Y sólo esa reforma podría
garantizar que la masa de dinero va a parar a dónde más
necesaria es. Otros 250 mil millones de dólares deberían
emplearse en reflotar el caído comercio internacional
mediante seguros y fianzas. Tampoco eso es novedad, ni
representa una carga suplementaria para los Estados del
G–20. Sólo con los prometidos 100 mil millones de dólares
para el Banco Mundial y para los bancos regionales de
desarrollo se echó efectivamente un poco de leña al fuego.
La
segunda peor solución
Lo que va a pasar en materia de regulación financiera, se sabe desde hace
mucho. Evidentemente, hay que regular los fondos hedge
y controlar a las agencias de estimación del riesgo; pero
la cuestión es: ¿cómo se hará y quién lo hará? ¿Por
qué nadie se avilanta a proponer lisa y llanamente la
expulsión de los mercados financieros de esas mortíferas máquinas
de amasar dinero? Bastaría una sola investigación de Attac
para disponer inmediatamente en pantalla de una lista
completa de todos los institutos internacionales dedicados
al lavado de dinero. Y quien, como jefe de gobierno,
estuviera dispuesto a agostar los oasis fiscales, no tendría
que esforzarse demasiado. El premier Gordon Brown, amo y señor
de facto de algunos de los peores ejemplares de esta especie
autogenerada, no necesitaría más de un par de contables
para volver a imponer el derecho británico en las británicas
Islas del Canal. Suiza, estados federados norteamericanos
como Delaware o los honorables miembros de la UE que son
Luxemburgo y Austria no son tan fáciles de domar. Para eso
se necesitaría terminar con la política de "fastidiar
al vecino" en la competición fiscal internacional.
Al menos, y gracias al veto de los países en vías de desarrollo que
componen el G–20, los países industrializados del G–20
se han visto forzados a distanciarse del proyecto de
convertir al FMI en nuevo protector de los mercados
financieros. En vez de eso, lo que se hizo fue revalorizar
el Financial Stability Forum, un subproducto de la crisis
asiática de 1997/98, convertido ahora en Financial Stabilty
Board: la segunda peor solución, porque en ese gremio tendrán
ahora vara alta, como antes, las grandes potencias
financieras.
Absurdo, pero cierto: con una pseudoalternativa que apenas si podría
resultar más vergonzosa, las grandes potencias del Norte se
han bloqueado unas a otras en Londres, lo que impresionó a
tal punto a los países en vías de desarrollo, que
renunciaron a cualquier intento serio de romper esas
barreras: primero, la regulación del mercado financiero,
luego, estímulos de coyuntura, tronaban los unos; no,
primero ayudas de coyuntura y, por favor, nada de excesos
regulativos, argüían los otros.
En el acto de cierre de tal absurdo teatro, terminaron por imponerse fácticamente
Merkel y Sarkozy: la papilla de palabras de la declaración
final les endulzó un poco la derrota a los otros. Pero
ninguno de los problemas estructurales de la economía
mundial se resolverá por esa vía. Los EEUU siguen siendo
la mayor economía deficitaria del mundo; los campeones
mundiales de la exportación –Alemania, China y Japón—
siguen tan dependientes de sus exportaciones como antes; la
deuda pública de los EEUU sigue siendo eje de rotación y
punto cardinal del sistema financiero mundial.
Disfrutar
hasta vomitar
Los países industriales europeos se deslizan ahora más y más, a causa de
sus inmensas sobrecapacidades en todos los sectores, por el
despeñadero de la crisis: tasas de desempleo del 15% [como
la española], pronto dejarán de ser una rareza. En
Alemania vuelve a circular el inveterado miedo a la inflación,
porque se ha difundido el cuento de que cualquier rebaja de
los tipos de interés por parte del Banco Central Europeo
(BCE) dispararía el mecanismo de la impresora de billetes.
Resultado: se amplían los marcos crediticios, lo que aprovechan con celo
los bancos para atesorar más dinero. Los miles y miles de
millones que fueron a parar al mal crédito siguen en sus
libros de contabilidad, sistemáticamente ocultados y
enmascarados. Por eso mismo, resulta imposible tratar de
comprárselos a los bancos a fin de aflojar los grilletes
crediticios. Así pues, la única opción que le queda al
gobierno es tomar en propia mano las funciones del sistema
bancario, porque los mercados financieros están encallados
y los bancos, sobreendeudados, persisten en su estado de
shock.
Huelga decirlo: sin la cobertura del oro, detrás del dinero del banco
central no hay sino crédito del Estado. Para su pavor,
muchos tropiezan ahora con un arcano conocido desde hace
mucho tiempo: el del sistema monetario y financiero mundial.
Puesto que, conforme a la dogmática vigente, la deuda pública
y la inflación interrelacionan causalmente, se acude al
comisario del ahorro. En ello está la señora Merkel. Dado
que los ingresos fiscales menguan masivamente ahora en
Alemania –al menos 20 mil millones de euros menos en el año
fiscal en curso—, eso cobra visos de racionalidad para
quienes siguen creyendo que se puede ahorrar en medio de una
crisis económica mundial.
Pero, precisamente: la política de ahorro dimanante del miedo es uno de los
problemas más graves; agudiza y prolonga la recesión. Lo
que vale particularmente para países que todavía disponen
de un mínimo Estado social, porque, secundando el dogma
neoliberal, ahorran en daño del mismo. Los amargos frutos
de la guerra ideológica de los 30 años contra todo lo que
todavía quedaba de racionalidad económica en el viejo
capitalismo reformado, tenemos que disfrutarlos ahora hasta
el vómito.
(*)
Michael R. Krätke, miembro del Consejo Editorial de
SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho
fiscal en la Universidad de Ámsterdam, investigador
asociado al Instituto Internacional de Historia Social de
esa misma ciudad y catedrático de economía política y
director del Instituto de Estudios Superiores de la
Universidad de Lancaster en el Reino Unido.
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