¿Por
qué todo el sistema financiero tiene que
depender de los
caprichos de lo que ocurre en EEUU?
Por
Joseph E. Stiglitz (*)
Crisis.economica.blog,
septiembre 2009
La
semana pasada nos enteramos de que la deuda nacional de
EE.UU. podría crecer hasta llegar a más de 9 billones de dólares.
No es una buena noticia –a nadie le gusta un déficit
abultado–, pero el presidente Barack Obama heredó un
desastre económico de la Administración Bush y la limpieza
sobreviene con un costo inevitablemente alto. Y lo estamos
pagando. No hay opciones fáciles.
Cuando
llegan las crisis financieras, el crecimiento económico
declina y los niveles de vida bajan, lo que resulta en
menores ingresos impositivos y una necesidad mayor de
asistencia del gobierno, lo que lleva a mayores
desequilibrios fiscales.
Pero
lo que realmente importa no es el tamaño del déficit sino
cómo gastamos nuestro dinero. Si expandimos nuestra deuda
para realizar inversiones productivas que nos traigan
grandes ganancias, la economía puede volverse más fuerte
que si recortamos gastos.
Sin
embargo, hay otras consecuencias que nos estamos perdiendo
de vista en el debate sobre las cifras en rojo. Nuestro déficit
presupuestario van a acelerar un proceso que ya está en
marcha: un nuevo papel para el dólar estadounidense dentro
de la economía global.
El
efecto dominó es rotundo: los grandes déficits generan
preocupaciones de mercado sobre la inflación futura. Las
preocupaciones por la inflación contribuyen a un dólar más
débil y ambos se unen para minar el papel del verde como
fuente confiable mundial.
En
estos momentos, con tanta capacidad que no se utiliza en la
economía norteamericana y tanto desempleo, la preocupación
más apremiante es la deflación (una baja de precios), no
la inflación. Pero a medida que la economía se recupere,
la posibilidad de la inflación se avecina y la ansiedad por
este futuro puede provocar un dólar más débil hoy.
Entonces
¿son justificadas estas ansiedades? Y ¿qué es lo que
presagian para el mundo?
Las
preocupaciones son justificadas, a pesar de que el
presidente de la Fed, Ben Bernanke, nos asegura de que él
va a manejar con destreza la política monetaria para
mantener a la economía en equilibrio. Se trata de una difícil
tarea –si nos movemos con demasiada rapidez podemos
sumergir a la economía en otra caída y si avanzamos con
demasiada lentitud se puede generar inflación–.
Todo
aquel que observe a la Fed en los últimos años dudará de
su habilidad para hacer vaticinios y de su capacidad para
mantener el equilibrio. Además, los mercados
internacionales comprenden que EE.UU. podría enfrentar
fuertes incentivos para reducir el valor real de sus deudas
a través de la inflación, que hace que cada dólar valga
menos.
Si a
los jugadores del mercado les preocupa la inflación, esto
es una mala noticia para el dólar. Tener dólares hoy
representa un riesgo sin recompensa: las ganancias de los
bonos del Tesoro equivalen a cero, casi, y aún aquellos que
confían mucho en la Reserva Federal deben admitir la
posibilidad de que las cosas no vayan muy bien.
Durante
décadas, otros países conservaron dólares en sus bancos
centrales. Pero ¿por qué todo el sistema financiero tiene
que depender de los caprichos de lo que ocurre en EE.UU.?
El
sistema actual no sólo es malo para el mundo. Es malo para
EE.UU. también. En efecto, mientras otros países acumulan
más reservas en dólares, nosotros exportamos letras del
Tesoro en lugar de autos, y su exportación no crea empleos.
Solíamos
compensar esto con un déficit fiscal. Pero en el futuro ya
no nos será fácil hacerlo. Nos guste o no, de las cenizas
de esta debacle podría surgir un sistema de reservas
globales distinto, más estable, que conduciría a un
sistema financiero mundial más estable y a un crecimiento
económico más sólido. EE.UU. debiera ayudar a
conformarlo. Hubiéramos preferido conservar el viejo
sistema, en el que el dólar era el rey, pero ya no es
posible.
(*)
Joseph E. Stiglitz, profesor de Economía en la Universidad
de Columbia, preside una Comisión de Expertos, nombrada por
el Presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas,
sobre las reformas del sistema financiero y monetario
internacional. En su libro Making Globalization Work
(“Para hacer que funcione la mundialización”),
publicado en 2006, examinó la cuestión de un nuevo sistema
mundial de divisas de reserva.
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