Las
medidas adoptadas buscan transferir el coste de la crisis a
los sectores populares
G20:
un año después del crack
Por
Esther Vivas y Josep Maria Antentas (*)
ALAI,
América Latina en Movimiento, 23/09/09
Justo
cuando se cumple apenas un año del estallido de la “gran
crisis” en septiembre pasado, el G20 afronta su nueva
cumbre en Pittsburgh. Este tercer round, después de los
encuentros de Washington y Londres, llega en medio de una
intensa cháchara desplegada por los principales gobiernos
acerca del fin de la crisis. El coro de voces es claro: lo
peor ya pasó, la recuperación se aproxima y enfilamos la
recta final. Asunto concluido. Y dentro de poco tiempo,
“business as usual”. Quizá, en el fondo, la cosa no era
tan grave...
La
realidad, sin embargo, es bien distinta. Como señala el
economista francés Michel Husson: “Suponer que la recesión
pueda ser borrada por una mini–recuperación, es no ver más
allá de la punta de la nariz (…). Los próximos meses verán
pues ponerse en marcha un nuevo bucle recesivo alimentado
por dos mecanismos que no actúan aún. En primer lugar, la
demanda salarial va a acabar por estancarse debido a la
bajada del empleo y el bloqueo de los salarios. A la vez,
las medidas destinadas a reabsorber los déficits
presupuestarios van a anular progresivamente el efecto de
arrastre de los gastos públicos y sociales sobre la
actividad económica. Tenemos, al contrario, ante nosotros
varios años de crecimiento deprimido y de medidas de
austeridad destinadas a enjugar los planes de
relanzamiento.”
A
pesar de la retórica grandilocuente de la anterior reunión
del G20 y su pompa escenográfica, las medidas adoptadas
durante este año por los principales gobiernos del mundo
han buscado transferir el coste de la crisis a los sectores
populares, socializar pérdidas y apuntalar los cimientos
del modelo económico, sin cambios significativos del mismo,
más allá de la corrección de algunos “excesos”
negativos desde el punto de vista del propio funcionamiento
del sistema.
Contrariamente
a algunas ilusiones, a menudo sacadas de lecturas poco sólidas
de los años treinta y haciendo abstracción de las
diferencias de contexto, no ha habido giro neokeynesiano
alguno. La crisis, como indica el filósofo Daniel Bensaïd
“es también, aunque no guste a los profetas de la salida
de la crisis gracias a los prodigios de un New Deal verde,
una crisis de las soluciones imaginadas para superar las
crisis pasadas.”
Bajo
el impacto del shock del hundimiento de Wall Street y las
medias de rescate bancario algunas voces desde la izquierda
hablaron hace un año de forma excesivamente optimista del
“fin del neoliberalismo”. Lo acontecido ha sido
distinto. El neoliberalismo ha sufrido una crisis de
legitimidad muy profunda y las falacias y contradicciones
del discurso neoliberal han quedado más descubiertas que
nunca. Pero esto no significa que las políticas
neoliberales estén enterradas, ni que la salida a la crisis
haya comportado una ruptura con el paradigma neoliberal, ni
la adopción de medidas favorables a los intereses
populares. Para ello haría falta construir otra correlación
de fuerzas entre capital y trabajo. No habrá reformas
espontáneas desde arriba sin más.
La
incapacidad para arrancar cambios significativos en las políticas
dominantes se explica fundamentalmente por la debilidad de
la respuesta social frente a la crisis. El desfase entre el
malestar social y el descrédito del actual modelo económico
y su traducción en movilización colectiva es claro. Las
respuestas a la crisis, sobretodo en los centros de trabajo,
son limitadas, eminentemente defensivas, de poco alcance, y
la mayoría, con algunas excepciones, han terminado en
derrotas. Esta dinámica es favorecida, además, por la política
de concertación de los grandes sindicatos.
Ante
un contexto de crisis, las reacciones de los sectores
populares pueden estar dominadas por el desánimo, el miedo
y el egoísmo, o por la rabia ante la injusticia, la
movilización colectiva y la solidaridad. Pueden orientarse
hacia opciones progresistas y de izquierda o girarse hacia
alternativas populistas y reaccionarias. A pesar de la
tibieza de la respuesta colectiva ante la crisis no hay que
sacar de ello conclusiones pesimistas o prematuras. Conviene
recordar, por ejemplo, que después del crack de 1929 el
movimiento obrero norteamericano tardó cuatro años en
responder, pasar a la ofensiva y sacudir el panorama político
y social del país. Estamos, pues, todavía en una primera
etapa.
Las
promesas de moralización del capitalismo entonadas desde
hace meses y las proclamas recientes que lo peor ya pasó
tienen en común el intento de negar el carácter sistémico
de la crisis y de evitar que la misma abone el
cuestionamiento del propio sistema económico. Nicolás
Sarkozy lo señalaba bien claro hace un año en su discurso
de Toulon, justo después de la debacle de Wall Street:
“La crisis financiera no es la crisis del capitalismo, es
la crisis de un sistema alejado de los valores fundamentales
del capitalismo a los que, en cierto modo, ha traicionado.
Quiero decírselo claro a los franceses: el anticapitalismo
no ofrece ninguna solución a la crisis actual”. ¿Seguro?
En
realidad, la crisis económica, transformada en grave crisis
social, en conjunción con la crisis ecológica, energética
y alimentaria plantea con más fuerza que nunca la necesidad
de una ruptura con el actual orden de cosas. Sin duda, el
anticapitalismo aparece hoy como un doble imperativo, moral
y estratégico, insoslayable. Desde las calles de Pittsburgh
lo vamos a recordar estos días.
(*)
Esther Vivas es miembro del Centro de Estudios sobre
Movimientos Sociales (CEMS)–Universidad Pompeu Fabra y
Josep Maria Antentas es profesor de sociología de la
Universidad Autónoma de Barcelona.
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