Crónica de burbujas
Auge y caída de delirios financieros
Por Albin Senghor
Ladinamo, abril/julio 2009
Colas inmensas delante de los bancos, ejecutivos tirándose por la ventana,
brokers embrutecidos formando una melé delante de una
ventanilla de ventas... No hay duda, el pánico financiero
ha vuelto. Además de ser una cuestión de funciones
estructurales, relaciones de poder y muchas cifras, las
crisis financieras tienen su propia iconografía pop. El
desvanecimiento fulgurante de las ilusiones de riqueza
convierte de un plumazo a los prohombres de las finanzas en
timadores a gran escala y las ideas geniales para
enriquecerse sin mover un dedo en empresas ruinosas de las
que nadie quiere ni oír hablar. Para averiguar de donde
provienen estas imágenes catastróficas, hemos repasado los
mayores colapsos financieros de la historia reciente y hemos
localizado a sus infames protagonistas.
Soy
rico, tengo un tulipán
A mediados del siglo XVII, la muy civilizada y contenida Holanda luterana
perdió las formas con la llegada a sus tierras de los
bulbos de tulipán procedentes de los países del Mediterráneo.
Por algún extraño motivo, estos floripondios ornamentales
adquirieron un enorme valor, que se retroalimentó gracias a
las enormes cantidades de crédito que los banqueros
holandeses concedieron a los muchos que deseaban invertir en
este "segurísimo" negocio. Este primer caso
registrado de histeria financiera ilustra muy bien uno de
los mecanismos centrales de la especulación: el objeto de
especulación no tiene por qué servir para nada, basta con
que se generalice la creencia de que mañana valdrá mucho más
que hoy y que haya alguien dispuesto a conceder el crédito
necesario para que se mantenga la escalada de precios. Este
último rasgo es el famoso "apalancamiento", que
consiste en comprar a crédito, superando varias veces el
capital disponible, en la creencia de que la revalorización
automática de lo que se ha comprado permitirá devolver la
deuda con sus intereses y aún arrojará beneficios. Todos
cuantos han estudiado alguna vez las épocas de locura
financiera lo tienen claro: sin apalancamiento es imposible
que los precios se disparen hasta formar una burbuja.
Los banqueros holandeses del siglo XVII estaban en plena efervescencia
comercial y atesoraban gran cantidad de dinero que bien podían
destinar a créditos para comprar tulipanes o a cualquier
otra cosa que tuviera visos de generar dinero como por arte
de magia. La locura se extendió por los Países Bajos y no
sólo afectó a los comerciantes burgueses. Según Charles
Mackay, autor del clásico Extraordinary Popular Delusions
and the Madness of the Crowds (1841) [Engaños
extremadamente populares y la locura de las masas], en el
que las burbujas financieras se sitúan en el corazón del
folklore europeo de la locura oscurantista, junto a las
cazas de brujas y los duelos de honor: "Nobles,
burgueses, granjeros, peones, marinos, lacayos, sirvientes e
incluso deshollinadores y traperas especulaban con
tulipanes. Personas de toda condición liquidaban sus
propiedades e invertían su dinero en flores. Se ofrecían a
la venta casas y campos a precios ruinosamente bajos, o bien
se entregaban como pago de las transacciones efectuadas en
el mercado de tulipanes". También cuenta Mackay el
proverbial equívoco de un marinero que fue a la casa de un
comerciante a llevar unos papeles y se le recompensó con un
arenque ahumado de desayuno. Por desgracia, el marinero
hambriento pensó que el bulbo de tulipán que estaba en la
mesa era la guarnición del arenque y, para pasmo del
comerciante, procedió a comérselo; John Kenneth Galbraith
en su Breve historia de la locura financiera valora el bulbo
que se comió el marinero en unos 50.000 dólares de 1991?
En 1637, como suele suceder, algunos inversores ?temerosos ante la llegada
de la primavera y la inminente eclosión de los bulbos? se
retiraron del mercado de los tulipanes y esto fue suficiente
para provocar una caída fulgurante de los precios. Los
afectados por las cadenas de impagos que siguieron al
desplome hicieron causa común para pedir al Estado que
restaurase los precios anteriores de los tulipanes.
Una
iniciativa muy ventajosa que nadie sabe en qué consiste
John Law, un jugador profesional escocés del siglo XVII, tuvo la genial
idea de adquirir tierras del nuevo mundo y emitir billetes
"garantizados" por el valor de estas tierras. En
1716, Law le colocó a las maltrechas y arbitrarias finanzas
de Luis XIV, el Rey Sol, su máquina de hacer dinero y este
le permitió fundar la Banque Royal con la que el Estado
francés podría financiar sus guerras y sus cuchipandas a
costa de las emisiones de billetes. El rumor de una aparición
de oro en las tierras de Luisiana sirvió para que se
dispararan las emisiones y las adquisiciones de billetes de
la Banque Royal. En otro ejemplo de cómo se retroalimentan
los precios en una burbuja financiera, los títulos
revalorizados servían para comprar más títulos que, así,
aumentaban aún más su valor. El detonante del fiasco fue
el Príncipe de Conti que, harto de papel, exigió cambiar
sus billetes por oro contante y sonante. El ejemplo cundió
y una turbamulta acudió a las puertas de la Bolsa de París
a pedir su oro y, sin mucho tardar, el valor de los billetes
se desplomó. Como el oro no aparecía por ninguna parte, el
Estado francés recurrió a una medida clásica de
restauración de la confianza inversora: dotó de palas a un
ejército de mendigos y les hizo desfilar por todo París
diciendo que se iban a Luisiana a por el famoso oro. John
Law fue declarado enemigo de Francia y, según las crónicas
de la época, murió en Venecia en una "digna
pobreza".
El rumor es una de las formas canónicas de generar una burbuja financiera.
Anunciar a bombo y platillo una innovación que hará rico a
todo el mundo es otra. En el caso de la Compañía de los
Mares del Sur, la innovación en cuestión fue la aparición
de la sociedad por acciones. Como en el caso de la Banque
Royale, la Compañía de los Mares del Sur aceptó hacerse
cargo de la deuda del Estado británico y, a cambio, se le
permitió emitir acciones y, además, se le concedió el
monopolio del comercio con América Latina. Todo hubiera
sonado muy bien de no ser porque el monopolio del comercio
con América Latina ya lo ejercía la corona de España, que
no tenía la menor intención de compartirlo con la recién
fundada sociedad por acciones. Este pequeño detalle no
impidió que entre enero y mayo de 1720 las acciones de la
Compañía de los Mares del Sur se dispararan. Cuenta el
mito capitalista que los mercados son los mejores impulsores
de la creatividad social y, efectivamente, este fulgurante
ascenso de la Compañía de los Mares del Sur produjo una
explosión "innovadora" con la aparición de
sociedades por acciones dedicadas a actividades comerciales
tan peregrinas como el comercio con cabello, la construcción
de hospitales para mantener a los hijos ilegítimos, el
desarrollo del movimiento perpetuo o, en palabras de
Galbraith, "la inmortal empresa para llevar adelante
una iniciativa muy ventajosa pero que nadie sabe en qué
consiste". Durante el verano de 1720 se promulgó la
Bubble Act [Ley de la Burbuja] que, además de bautizar para
la posteridad los fenómenos de delirio financiero, prohibía
por decreto la mencionada avalancha de timos empresariales
que se estaba desarrollando bajo la apariencia de una
imparable creación de riqueza al alcance de todos. A pesar
de que así se consolidaba el monopolio de la Compañía de
los Mares del Sur para captar incautos, la caída de las
acciones de la compañía comenzó en otoño de 1720. El
gobierno británico intentó, sin éxito, intervenir para
mantener el precio de las acciones, pero fue inútil, miles
de personas se arruinaron. Entre ellas, Isaac Newton, que
perdió 20.000 libras de la época en acciones de la Compañía
de los Mares del Sur, más de un millón de euros actuales.
Según se cuenta, Newton declaró: "puedo predecir el
movimiento de cuerpos celestes pero no la locura de las
gentes".
El
timo piramidal
En el imaginario popular occidental 1929 es la fecha de la especulación a
gran escala. Tal fue su resonancia, que cualquier crisis
financiera se acaba comparando con el crack bursátil de
octubre de ese año. Pero entre los muchísimos casos de
delirio financiero de los años anteriores al crack hay uno
que abrió nuevas vías para el timo a gran escala. Charles
Ponzi había creado en Boston una turbia casa de inversiones
que prometía a sus clientes doblar su dinero en noventa días.
Ideó un sistema de compra y canje de sellos italianos en América
que le valió en un principio para generar beneficios fáciles.
Según aumentaba el número de clientes, el proyecto de los
sellos se volvía irrealizable. Así que, agotadas las vías
para obtener beneficios a la altura de lo ofrecido a sus
clientes, Ponzi procedió a pagar los desmesurados intereses
que había prometido con el dinero que aportaban los recién
llegados. Ponzi acababa de inventar el timo piramidal. Por
supuesto, el juego no duró demasiado, es imposible mantener
una rentabilidad elevada durante mucho tiempo sin fuente
alguna de beneficios.
Desde entonces, ya nada sería igual y las operaciones financieras
desquiciadas se clasificarían en dos tipos: 1– las
operaciones especulativas en las que los implicados tienen
al menos el dinero suficiente para pagar los intereses de la
deuda y 2– los timos piramidales al estilo de Ponzi, en
los que no hay dinero suficiente para pagar los intereses y
en los que, para conseguir el dinero necesario, se puede
elegir entre captar progresivamente más inversores,
recurrir al endeudamiento o esperar algún tipo de
revalorización de acciones u otros activos similares.
Los timos piramidales han seguido proliferando en las últimas décadas. El
más aparatoso fue el del Banco Albanés de Inversiones en
1997. Varios altos cargos del primer gobierno de la era
capitalista en Albania avalaron un fondo de inversión que
ofrecía hasta un 100% de rentabilidad mensual. Por falta de
costumbre, un gran número de albaneses confundió el
rentismo generalizado con el normal funcionamiento del
capitalismo. Metieron todos sus ahorros en el fondo mágico
y se tumbaron a disfrutar del nuevo régimen económico. Su
quiebra provocó una rebelión popular y el derrocamiento
del gobierno bajo una disparatada acusación de
filocomunismo.
Mucho más acostumbrados al capitalismo estaban los clientes de Bernard
Madoff. Este hombre de negocios de excelente reputación,
conocido en círculos financieros por su extraordinario
compromiso con las obras de caridad, montó el mayor timo
piramidal conocido en Estados Unidos: Madoff Securities. Los
clientes de Madoff no eran unos cualquiera, sino que eran
seleccionados entre la "elite inversora". Para
quienes pertenecen a esta capa privilegiada, nada hay de
sorprendente en recibir una rentabilidad sostenida muy
superior a la de las inversiones más ventajosas durante una
fase de enormes beneficios financieros. Es la justa
recompensa a la excepcionalidad. Además de los clientes
preferenciales de los bancos europeos y americanos, las
personalidades del mundo de la cultura, preferentemente con
cierta orientación progre, se sintieron muy atraídas por
el pastón que movía Madoff: Steven Spielberg, Kevin Bacon,
Kyra Sedgwick, John Malkovich, el locutor Larry King, y la
nonagenaria Zsa Zsa Gabor, que, sin duda, necesitaba la
plata para alimentar a su ingente manada de caniches, han
perdido enormes cantidades de dinero en este asunto. El caso
Madoff también tiene sus ramificaciones españolas: además
del BBVA y del Banco de Santander, el genial cineasta
manchego Pedro Almodóvar y el no menos genial dibujante
derechista Antonio Mingote han quedado muy decepcionados con
el resultado de su aventura en Madoff Securities. Ya en el
campo de lo bizarro, hay que recordar que la Asociación de
Huérfanos de la Policía perdió 100.000 euros con la broma
de Madoff, que se suman a los 300.000 que perdió la
Asociación de Huérfanos de la Guardia Civil en la quiebra
de Lehman Brothers.
Más
gomina, es la guerra
La progresiva desaparición de las políticas keynesianas, caracterizadas
por su justificada desconfianza hacia los mercados
financieros, trajo durante los años ochenta y noventa una
edad de oro del delirio financiero institucionalizado. Con
los gobiernos de Reagan y Thatcher, lo que habían sido
explosiones más o menos espontáneas permitidas por el
laissez faire liberal pasaron a ser activamente promovidas
por la política macroeconómica de los gobiernos. Ya se
sabe, los mercados siempre tienen razón. Todo esto vino
acompañado de una revolución cultural. Por primera vez,
los especuladores, vestidos con sus camisas de rayas y su
pelo engominado, pasaban a ser el arquetipo social
indiscutido del triunfador. Según la nueva ideología
neoliberal, los golden boys y los yuppies eran tipos
saludablemente ambiciosos, competitivos e individualistas
cuyo éxito en los mercados desregulados despertaba la
envidia de una sociedad aborregada por años de Estado de
Bienestar.
Uno de los yuppies más famosos fue Michael Milken, el inventor de los
"bonos basura". Estos bonos eran títulos de deuda
que emitían las empresas con dificultades financieras para
conseguir fondos y tenían una rentabilidad más alta que
los bonos de empresas con las cuentas en mejor estado. Las
emisiones de bonos basura se utilizaron mucho en la oleada
de operaciones de adquisición y fusión de esta época. Las
empresas que lograban financiarse por esta vía absorbían a
otras empresas en dificultades. Así, conseguir financiación
antes que los competidores permitía a las empresas ser
compradoras en vez de compradas. Michael Milken le endosó
sus bonos basura a las llamadas thrifts, cuya traducción
literal sería "ahorros", unos bancos locales
semipúblicos repartidos por toda América, que se
encargaban de financiar la adquisición de viviendas para
las clases medias. Las thrifts eran unas instituciones
bastante aburridas que llevaban medio siglo financiándose
sin mayor problema mediante la venta de títulos de deuda
respaldados por el Estado hasta que la radical subida de
tipos de interés de 1979 las puso en serios aprietos económicos.
Gracias a una serie de medidas desreguladoras del congreso
de Estados Unidos, Milken desembarcaba con sus bonos basura
en las thrifts y éstas se lanzaban a una guerra por atraer
ahorros mediante altísimos tipos de interés. Las empresas
que emitían los bonos basura comenzaron a no tener fondos
para pagar los intereses, pero no hubo problema: se emitió
más deuda para tapar la deuda y las thrifts, ahora
controladas por amigos de Milken, siguieron comprando los
bonos. A finales de los ochenta, cuando el agujero ya era
mayúsculo, las autoridades financieras prohibieron la
compra de bonos basura a las thrifts y éstas entraron en
bancarrota fulminantemente, provocando el desplome del
mercado de bonos basura. Pero Milken y sus colegas
disparaban con la pólvora del rey: el gobierno estaba
obligado a respaldar los fondos de las thrifts. El rescate
costó 150 billones de dólares, el más alto de la historia
de Estados Unidos hasta 2008. Milken fue condenado a pasar
treinta meses en lo que el economista Charles Kindleberger
calificó como "un club de campo federal". Hoy
Milken se pasea tranquilamente por las listas de las
personas más ricas del mundo.
Bajo
los adoquines está el green
Otra variante ochentera de burbuja financiera, cuyos rasgos más visibles se
parecen mucho a la burbuja mundial que ha provocado la
crisis actual, es la burbuja inmobiliaria japonesa que duró
de 1985 a 1992. Hasta mediados de la década prodigiosa de
las finanzas, Japón era una economía exportadora muy
competitiva que estaba a punto de desplazar a Estados Unidos
del puesto más alto del comercio mundial. El llamado
"peligro amarillo" se conjuró con el llamado
"Acuerdo del Plaza" de 1985 en el que Estados
Unidos obligó a Japón a revalorizar su moneda y a abrir
sus mercados financieros al capital internacional. Las
exportaciones se complicaban y Japón no tenía más remedio
que desarrollar su mercado interno. Como, según la vulgata
de la globalización neoliberal, subir los salarios es un
atentado contra la competitividad de un país, la vía que
se utilizó para conseguir que los japoneses compraran como
locos sus propios productos fue abaratar enormemente el crédito
y fomentar la subida de los precios de viviendas y oficinas.
Sintiéndose respaldados por los precios de sus viviendas y
por la facilidad de crédito, los japoneses, efectivamente,
dispararon su consumo personal a costa de provocar una
escalada incontenible de subidas de los precios del suelo.
En su momento álgido, el valor de todas las propiedades
inmobiliarias de Japón era superior al de los Estados
Unidos. Por su parte, la desregulación financiera permitió
que, para poder comprar las casas, se concedieran hipotecas
a cien años, pagables en tres generaciones que, sin duda,
han contribuido a mantener viva la memoria de los
antepasados.
Como parte de las políticas de impulso de la demanda, el Estado japonés
promulgó en 1987 una ley que facilitaba una financiación
preferencial para resorts y parques de atracciones, que fue
utilizada para la construcción en masa de campos de golf.
El enorme consumo de suelo que requieren estas peculiares
instalaciones deportivas las convirtió en las operaciones
inmobiliarias más rentables de la época. Fue la locura. El
número de jugadores de golf se dobló entre 1985 y 1990.
Los carnés de miembro de los nuevos clubes de golf se
agotaban mucho antes de que se hubieran construido los
campos y se revalorizaban aún más deprisa que el suelo.
Esto generó una burbuja en el mercado de carnés de club de
golf. Los brokers compraban y vendían carnés a comisión
para inversores sin intención alguna de coger los palos.
Las constructoras japonesas comenzaron a construir campos de
golf en Hawaii y California argumentando que era más barato
volar hasta allí para echar unos hoyos que jugar en Japón.
El desplome de la burbuja japonesa, trajo consigo la
exportación de la inversión en construcción a los países
del sudeste asiático. Los campos de golf reaparecieron allí
con fuerza como parte de un nuevo modelo turístico y
residencial que también se conoce muy bien en el litoral
mediterráneo español. En 1993 se fundó en la región el
Movimiento Global Antigolf con un manifiesto que pedía,
entre otras cosas, la conversión de los campos de golf en
parques públicos.
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