Está costando muchos
esfuerzos, discretamente realizados en los entretelones de la economía y la
diplomacia internacionales. Pero la alambicada estrategia del silencio está
dando los frutos deseados: los grandes medios de comunicación no prestan
atención al tema que debería ocupar sus portadas. Y prácticamente nadie
habla de lo que constituye el mayor escándalo mundial: el hambre se agrava
cada día más.
Un mes atrás Josette Sheeran,
directora del Programa Alimentario Mundial (PAM) de Naciones Unidas, anunció
que la cifra de hambrientos había superado por primera vez los mil millones
de personas. Y advirtió que continuaría aumentando, ya que la ayuda
humanitaria se encuentra “en un mínimo histórico”. El PAM sólo dispone
de 1179 millones de euros, frente a los 4585 millones que precisa para dar de
comer a 108 millones de empobrecidos en 74 países.
Las grandes potencias económicas
mundiales hacen oídos sordos ante los gritos de alarma que surgen de las
agencias humanitarias. Los embajadores escuchan en silencio las peticiones de
ayuda económica del PAM. Y los burócratas que administran presupuestos
multimillonarios argumentan en voz baja que “a causa de la crisis económica
internacional, no hay fondos para afrontar el problema”. Sin embargo,
Josette Sheeran asegura que bastaría con dedicar a la lucha contra el hambre
“menos del uno por ciento del dinero público invertido en ayudar a las
entidades financieras” durante el último año.
Pero no es sólo la crisis.
Hay otra razón (¡cuesta emplear esta palabra!) para explicar la disminución
de la ayuda alimentaria, más allá del extremo latrocinio bancario que
denominamos crisis financiera: la producción de agrocombustibles. Los Estados
Unidos han suspendido su aportación mayoritaria de excedentes de granos,
porque los dedican a fabricar biodiésel. (El año pasado quemaron así 138
millones de toneladas de maíz, un tercio de su cosecha.) Y una directiva de
la Unión Europea impulsa las energías alternativas de origen vegetal. Así,
en nombre de la estabilidad económica (hacer frente a la crisis), de la
ecología (producir combustibles más limpios), y de la geoestrategia de las
naciones dominantes (reducir la dependencia de sus importaciones de petróleo)
se condena a la desnutrición y la muerte a millones de seres humanos.
Se trata de un exterminio tan
políticamente correcto como fríamente programado. Basten dos ejemplos: se
limita drásticamente o se suprime la ayuda a países como Bangladesh (donde
700.000 niños están amenazados de muerte por el hambre) y se reduce la
alimentación de la población desplazada en Somalia o de los refugiados en
Kenia de 2200 calorías diarias a sólo 1500, lo que significa que la ONU
distribuya raciones insuficientes, muy por debajo del mínimo vital.
La mayor vergüenza está en
la propia Secretaría General de la ONU que, desde el relevo de Kofi Annan por
Ban Ki–moon, está desarrollando una tan sorda como despiadada política de
complicidad con los grandes núcleos del poder económico mundial. Los
reemplazos de algunos altos funcionarios han sido claves. Resulta
especialmente llamativo el cambio de tono en los informes y posicionamientos
del relator especial sobre Derecho a la Alimentación: mientras que Jean
Ziegler denunciaba a los fabricantes del hambre exigiendo que se pusiera fin a
la mortandad, su sucesor en el puesto, Olivier de Schutter, plantea la
necesidad de discutir la cuestión más a fondo. Lo que en palabras de Ziegler
era un crimen intolerable, para Schutter parece reducirse a un problema
administrativo.
Que no se diga. Que las
cotizaciones de Bolsa ocupen sus minutos diarios en los informativos y sus páginas
habituales en los periódicos. Que nadie pierda el sueño. Que nadie recuerde
las cifras que Ziegler nos arrojó a la cara: cada cinco segundos muere de
hambre un niño menor de diez años, cada cuatro minutos fallece alguien por
falta de vitamina A, cada día 24.000 seres humanos perecen por falta de
alimentación y 100.000, por las consecuencias derivadas de la desnutrición.