Resumen:
En este primer texto se analiza la coyuntura de alivio
financiero que ha generado el socorro estatal a los
banqueros. Los financistas han impuesto la socialización de
sus pérdidas, luego de dispersar el riesgo en sofisticadas
operaciones. Cómo lograron bloquear el control de su
actividad han reiniciado las burbujas y refuerzan la
concentración financiera. Aunque la situación de muchos
bancos sigue comprometida, lograron traspasar parte de su
quebranto al resto de la economía.
Los auxilios estatales atenúan pero
no revierten la mayor recesión de las últimas décadas.
Estos rescates han provocado un incremento explosivo de la
deuda pública, que impondrá gravosos pagos de intereses y
debilitará las futuras recuperaciones. En la coyuntura, el
freno a la producción es retroalimentado por el desempleo y
la caída de los salarios.
Existen fuertes indicios del carácter prolongado de la
crisis. Nuevos estallidos en las economías más frágiles
coexistirían con la repetición en los países avanzados
del estancamiento japonés de los años 90. El establishment
vacila entre prorrogar y reducir las subvenciones estatales,
mientras se procesa una desvalorización de capitales a través
de drásticas reorganizaciones empresarias. El modelo
seguido por General Motors ilustra el carácter socialmente
regresivo de esta reconversión.
La distensión financiera induce a los neoliberales a
retomar el evangelio de la desregulación. En cambio los
keynesianos apuestan a enderezar el capitalismo con
mecanismos de control. Pero ambas vertientes ignoran que la
crisis obedece a contradicciones intrínsecas del sistema.
Las clases dominantes propician nuevos recortes de salarios
y de conquistas sociales. Incentivan el temor que suscita el
desempleo y pretenden transformar la frustración de los
sectores medios en furia antipopular.
El alivio que exhiben los capitalistas también refleja las
debilidades de la resistencia social, que perdió fuerza
luego de contundentes respuestas iniciales. El impasse político
del movimiento alterglobal dificulta la coordinación de una
protesta mundial. Los trabajadores enfrentan la crisis
actual en condiciones más adversas que la generación
precedente, pero habrá muchas oportunidades para recuperar
la iniciativa.
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Un respiro en la turbulencia
Transcurrido un año desde el estallido de la crisis
predomina una coyuntura de alivio financiero. Este abrupto
cambio de clima ha desconcertado a muchos economistas, que
hace pocos meses pronosticaban la repetición de la depresión
del 30 y ahora opinan que no ha pasado nada. Todos siguen
atentamente la evolución de la economía norteamericana,
que parece definir el clima predominante a escala mundial.
Un
efecto del socorro
La distensión actual es consecuencia del socorro aportado
por los estados a los bancos, que fueron rescatados del
abismo con auxilios multimillonarios. Este sostén permitió
contener un colapso que puso en jaque a grandes entidades
norteamericanas y amenazó la supervivencia de todo el
sistema financiero europeo. El salvataje llegó cuándo se
avizoraban fugas de depósitos y confiscaciones de ahorros.
Este rescate ilustró cómo funciona la estrecha asociación
que mantienen los gobernantes con los banqueros. Los
funcionarios convalidaron primero la socialización de las
acreencias incobrables que impusieron los financistas, al
dispersar su riesgo en paquetes de bonos con baja
probabilidad de cobranza. Cuándo salió a flote la
imposibilidad de comercializar estos papeles se concretó
una socialización de las pérdidas, a través de auxilios
que solventa el conjunto de la población.
Este subsidio es presentado como un procedimiento natural
para evitar padecimientos mayores, ocultando la dimensión
de los beneficios otorgados a los financistas y los duros
efectos de las penalidades transferidas a los asalariados.
Se argumenta que los bancos “son demasiado grandes para
caer”, sin explicar por qué razón esa envergadura
obligaría a subsidiar a los dueños de las entidades.
También se repite que entregar dinero a los financistas
“es más eficiente que distribuirlo entre el público”,
cómo si la crisis no hubiera demostrado el total
parasitismo de los banqueros. Es evidente que la retórica
neoliberal vuelve a escena, con todos los mitos de la
competencia y la sabiduría del mercado. Ya se olvida cómo
la fulminante intervención estatal durante el último año
refutó en forma categórica esas creencias.
El socorro a los banqueros es monitoreado por la elite de
Wall Street que rodea a Obama (Geithner, Sumers, Volcker).
Este grupo asegura el otorgamiento de incontables fondos a
los banqueros, sin contrapartidas o garantías de devolución
al estado. Han prorrogado el auxilio que instrumentó un
hombre de Bush (Paulson), para que los bancos limpien sus
balances de títulos que llegaron a cotizarse a precios
nulos. El estado aporta el dinero que necesitan los
financistas para reiniciar la capitalización de sus
entidades y recrear un mercado para esos bonos tóxicos.
Obama desechó todas las propuestas de control sobre los
bancos. No hubo puniciones, ni intervenciones en la gestión
de entidades, que cargan con montañas de acreencias
incobrables. Este rojo involucra pagos a las grandes
empresas y no sólo a los los pequeños deudores
hipotecarios. El presidente norteamericano tampoco aceptó
instrumentar el modelo sueco de nacionalización temporaria
de los bancos más afectados, para evaluar la real situación
de sus carteras. Ni siquiera consideró que a cambio del
auxilio oficial, el estado tuviera participación como
accionista con poder de decisión, en la gerencia de esas
entidades. Con esta actitud ha evitado que se reconozcan las
pérdidas y se transparente la insolvencia de los bancos.
Vuelve
la fiesta
El alivio financiero ha generado una amnesia total con lo
ocurrido hace pocos meses. Al decrecer el temor a un colapso
se reinstaló la dinámica especulativa en todos los
mercados. Los llamados a reducir la “exuberancia
financiera”–mediante la “refundación del
capitalismo”– que irrumpieron durante la crisis han
pasado al olvido. La voracidad de los banqueros retomó
protagonismo, pero esta vez con la impúdica financiación
del estado. Este retorno de la fiesta es muy visible en la
euforia de las Bolsas.
En este escenario los bancos han reiniciado el pago de
bonificaciones millonarias a los ejecutivos. Las entidades
norteamericanas que más dinero recibieron del Tesoro (Goldman
Sachs, Bank of America, Morgan Stanley, Citigroup) encabezan
el otorgamiento de estos escandalosos premios. Mientras que
el equipo de Obama se opone explícitamente a limitar estos
pagos, el gobierno francés las cuestiona pero convalidando
su implementación.
Los banqueros han reabierto el casino, luego de impedir una
supervisión efectiva de su actividad. Vuelven a operar con
títulos sofisticados, derivados y lucrativas transacciones
de corto plazo. Ya preparan la sustitución de los créditos
hipotecarios por nuevas burbujas, relacionadas con la
financiación de proyectos ambientales (mercado de créditos
de emisión) y con operaciones de compra–venta anticipada
de patentes.
Este reinicio del festival financiero diluye la presión
para enjuiciar a los responsables del crack. El
encarcelamiento de los estafadores que engañaron a sus
clientes con oscuras transacciones (como Madoff) ha sido
excepcional. Los gobiernos continúan encubriendo los
fraudes y a lo sumo, negocian algún blanqueo de la evasión
fiscal perpetrada por los millonarios estadounidenses en los
bancos suizos. Las abrumadoras denuncias de irregularidades
cometidas por los bancos norteamericanos contra los pequeños
deudores hipotecarios no se investigan, ni penalizan.
También se han enfriado las reformas financieras
avizoradas durante el cenit de la crisis. En la coyuntura de
alivio, los bancos han recuperado poder para bloquear la
regulación de los paraísos financieros o el control de los
derivados. También se ha cajoneado la obligación de
devolver fondos perdidos por inversiones desacertadas y la
exigencia de informar sobre los riesgos involucrados en las
operaciones a futuro.
El socorro estatal refuerza también el renovado proceso de
concentración del capital. El gobierno de Obama ha dejado
que los ganadores (Goldman Sachs, Morgan) absorban las
carteras de los perdedores (Lehman Brothers, Bear Stearns) y
presionen sobre los activos de las entidades en apuros. Los
planes de auxilio iniciaron este curso al digitar a los
beneficiarios del subsidio oficial. Sólo 13 bancos
recibieron, por ejemplo, las tres cuartas partes del primer
paquete de socorro otorgado durante el año pasado (Programa
de Alivio de Activos con Problemas).
También en Europa se afianza una nueva oleada de gestación
de mega–bancos. En Gran Bretaña el grueso de la subvención
fue destinada a tres entidades (Northern Rock, Bank of
Scotland, Lloyds), en Francia el estado sostuvo directamente
a dos grupos amenazados (Banque Populaire y Caisse d´Epargne)
y facilitó la compra de Fortis por el BNP–Paribas. En
Alemania se apuntaló a un banco tradicional (Dresdner) y
Suiza aportó todas las garantías requeridas para asegurar
la continuidad de sus tres principales instituciones.
Un
alivio coyuntural
El socorro oficial atenuó el peligro de un estallido
bancario, pero no ha resuelto los principales problemas del sistema
financiero.
Las entidades deben lidiar con deudas millonarias de grandes
corporaciones que posponen el pago de sus compromisos.
A principio del 2009 esa morosidad de pagos involucraba en
Estados Unidos unos 500.000 millones de dólares. La tasa de
incumplimiento promediaba el 13, 9% del total y podría
llegar a 18,5%, luego de situarse en 11,9% (2001) y 10,4%
(2002). Los pasivos
hipotecarios suman 1,2 trillones de dólares, las deudas de
consumo suponen 7 trillones y los bonos de las empresas
concentran varios trillones adicionales.
Tampoco se ha encarrilado el problema de las deudas
subprime que desencadenó la crisis. Se ha dilatado el
agrupamiento de estos títulos en algún fondo o banco, que
permita comercializarlos en el futuro y no se ha definido la
forma de establecer el precio de esos bonos. La fragilidad
del alivio actual se verifica, además, en la débil
reconstitución del crédito. Los bancos mantienen
congelados los préstamos y utilizan el dinero provisto por
el estado para restaurar su patrimonio.
La convalidación
gubernamental de esta conducta ha desatado fuertes críticas
entre los propios economistas que simpatizan con Obama.
Resaltan la necesidad de incluir al estado en los
directorios de las entidades para obligar a los bancos a
prestar.
Esta sequía del crédito podría quedar superada si los
bancos norteamericanos y europeos logran una fuerte
re–capitalización, mediante la recaudación de fondos
privados. Pero el incentivo a esa recolección ha sido
socavado por la política de asegurar inmediata protección
estatal frente a cualquier temblor.
No es fácil
evaluar cuánto ha cambiado
realmente la situación de las entidades, que hace pocos
meses se encontraban a un paso de la bancarrota. Es
llamativa la situación del
Citigroup y el Bank of America –que habían sido
catalogados de instituciones “zombies” por su irrisoria
valuación de mercado– y ahora lucen formalmente
recuperados. Este pasaje del
derrumbe
al florecimiento podría indicar que los bancos lograron
traspasar parte de su quebranto al resto de la economía.
El
impacto en la producción
La crisis financiera ha repercutido duramente sobre la órbita
real, a través de la recesión que comenzó a mitad del año
pasado. Con el desplome de las ventas, la industria se ha
contraído hasta alcanzar el mayor bajón del PBI desde la
segunda guerra mundial. Aunque la regresión productiva se
atenuó en los últimos meses, el alivio ha sido muy tenue
en comparación al rebote financiero.
Las cifras más recientes sólo registran una menor
intensidad del freno productivo. Las significativas caídas
PBI norteamericano (de 5,4% en ultimo trimestre 2008 y 6,4%
en el primero del 2009) se han aligerado al 1% (segundo del
2009). Más que una mejora se verifica un piso del
empeoramiento. El FMI estima que la economía global se
reducirá 1,3% en 2009, por efecto de una gran caída en las
economías desarrolladas (3,7%). En Europa se avizora un
crecimiento nulo y en Japón persiste un parate mayúsculo.
En todos los países la recesión ha sido contenida con políticas
económicas expansivas. Mediante esta intervención las
tasas de interés se han ubicado en un piso nunca visto de
0–0,25% (Estados Unidos) o 1% (Europa). Con subsidios
estatales se ha buscado, además, compensar la caída de las
exportaciones (especialmente en Japón y Alemania) y
sostener un consumo que languidece.
Pero la reacción de la producción a estos estímulos ha
sido muy limitada. Todavía no se observa la típica
recomposición de stocks que implementan las empresas cuando
perciben una recuperación de las ventas. Persiste la
contracción de la inversión privada y sólo el gasto público
mantiene a flote la actividad comercial. Nadie descarta en
este cuadro otra recaída del PBI, al cabo de dos o tres
trimestres de recuperación.
El grueso de los fondos públicos ha sido canalizado hacia
las grandes corporaciones. En muchos casos estos subsidios
benefician a firmas financiero–productivas,
que hacen negocios con bonos, acciones, autos o
computadoras. La invariable condición para
recibir esas subvenciones es pertenecer al club de
las grandes corporaciones.
Lo ocurrido con la industria
automotriz norteamericana es un ejemplo de esta concentración
del socorro estatal. Las empresas de este sector han
recibido cuantiosas sumas
para pagar a los acreedores, a los socios internacionales y
a los gerentes que quebraron las compañías.
Algunos economistas estiman que estos auxilios permitieron
contener el descalabro productivo. Pero eluden evaluar el
monumental costo y las consecuencias de este rescate.
El
polvorín de la deuda pública
El incremento astronómico de los pasivos estatales tiende
a debilitar
estructuralmente cualquier recuperación futura. Todas las
economías han quedado sujetas a un creciente pago de
intereses, que podría afectar incluso a la reactivación
actual. La hipoteca que han contraído los estados introduce
esa fuerte restricción.
En Estados Unidos la
deuda pública que ya bordea el 100% del PBI, mientras que
el gasto del estado asciende al 28,1% y el déficit alcanza
el 11% de ese indicador. Se estima que el rojo acumulado
rondaría los 9 billones de dólares en la próxima década.
Este desborde de los promedios prevalecientes desde la
segunda guerra sólo podría reducirse con una tasa de
crecimiento muy elevada. Pero lo más problemático es el
financiamiento, ya que a diferencia del pasado la recolección
de fondos no depende sólo de la recaudación interna, sino
también de la afluencia de préstamos internacionales.
Muchos antecesores de Obama canalizaron el gasto público
hacia erogaciones bélicas, que a su vez impulsaron la
reactivación (Roosevelt, Truman, Johnson, Reagan). Pero el
actual presidente llegó al gobierno con promesas de limitar
ese gasto. No puede asentar la recuperación en un rearme
explícito, pero tampoco tiene margen para reducir el
presupuesto militar, ya que Estados Unidos sostiene su
liderazgo imperialista en la supremacía del Pentágono.
Frente a estas disyuntivas Obama ha optado por mantener sin
cambios el porcentual de erogaciones bélicas, anunciando
que expandirá el gasto civil sin muchas inversiones
sociales.
Mientras se define cuál será la
estrategia a seguir, la deuda pública se expande a un ritmo
vertiginoso. Este crecimiento potencia el círculo vicioso
de endeudamiento para detener la recesión y deterioro
fiscal creciente por el estancamiento productivo. Esta
situación tiende a recrear tarde o temprano la presión de
los acreedores de los títulos públicos, que ya exigen un
plan de reducción del déficit. El propio Obama ha comenzado a considerar un
proyecto para bajar este desequilibrio a la mitad en cuatro
años.
Luego de consumado el rescate de sus bancos, los financistas se aprestan
a retomar el viejo discurso del ajuste fiscal. Reclaman una
ley para limitar el aumento de la deuda pública, que podría
tornarse imperiosa si los bonos de ciertos estados
norteamericanos (como California) comienzan a tambalear.
El mismo problema se verifica en Europa. El endeudamiento público
es crítico en ciertos países y explosivos en otros. El déficit
se ha descontrolado en Italia, Grecia y España (6,2% del
PIB), ha crecido en Francia (5,4%) y Portugal (4,2%).
Estos desajustes son proporcionalmente inferiores a Estados
Unidos, pero afrontan mayores dificultades de financiación
externa. Todas las metas de equilibrio presupuestario de la
Unión Europea han quedado desbordadas. La Comunidad carece,
además, de experiencia y atribuciones para rescatar a los
países con presupuestos colapsados. Este escenario de
desmoronamiento fiscal se observa particularmente en Irlanda
(11% déficit) y entre los nuevos socios de Europa del Este.
Deterioro
social
Cualquiera sean los vaivenes del ciclo recesivo, el nivel
de vida de los trabajadores tiende a degradarse. Los
asalariados ya están pagando con mayor desempleo y caída
del salario las consecuencias de la crisis.
Como resultado directo del descalabro financiero, la OIT ha
pronosticado un aumento de la desocupación, que afectaría
a un rango de 39–59 millones de personas. Esta nueva
oleada golpearía particularmente a las jóvenes de las
economías desarrolladas, que se han convertido en los
principales reclutas del ejército de parados.
Incluso una recuperación más significativa de la economía
mundial continuaría contrayendo la demanda de trabajo
durante cuatro o cinco años. Esta ausencia de puestos de
trabajo será muy dura para los emigrantes, que buscan
ingresar al universo laboral de las economías avanzadas.
Si el desempleo continúa subiendo al ritmo actual en la
zona del Euro, alcanzaría en el 2010 un 11,5%, frente al
7.5% de principio del 2008. En Japón, el viejo empleo
estable ha quedado erosionado junto al desplome del ingreso
familiar medio, que se ubica en su nivel más bajo de los últimos
19 años. Los contratos temporales se incrementan en forma
acelerada y ya regulan la actividad de un tercio de fuerza
de trabajo.
En Estados Unidos se han perdido desde el inicio de la
crisis medio millón de puestos de
trabajo al mes.
A fin de año la tasa de desempleo saltaría
al 9% y el subempleo llegaría al 15%, es decir un
porcentaje muy superior al promedio de las últimas décadas.
El Plan de Obras Publicas que puso en marcha Obama no contrarresta esta
destrucción de puestos laborales, ya que en lugar de crear
empleos públicos ofrece subsidios a los capitalistas para
que contraten trabajadores. Es evidente que mientras perdure
la caída de las ventas y los beneficios, los empresarios
evitarán incorporar nuevos asalariados.
El escenario social norteamericano se agrava día a día por la brusca
retracción del patrimonio de las familias y el continuado desalojo de los deudores hipotecarios
insolventes. La masa de individuos sin techo –que
sobreviven en carpas o viviendas precarias– ya forma parte
del paisaje de muchos suburbios. Obama dispuso auxilios
millonarios para los banqueros, pero no adoptó ninguna
medida para proteger a los nueve millones de afectados por
el crack inmobiliario. Tampoco implementó algún proyecto
para prohibir el remate de viviendas o para establecer la
refinanciación obligatoria de los hipotecas.
La crisis ha demorado, además, la puesta en marcha de
un sistema público de atención médica, para las
familias que no pueden afrontar los costosos seguros de
salud. Las presiones del lobby empresario que maneja este
negocio continúan vaciando el proyecto de cobertura estatal
o mixta, que se discute desde hace años.
Crisis
prolongada
Cualquiera sea el perfil que presenten las recuperaciones
coyunturales existen fuertes indicios del carácter
prolongado de la crisis en curso. Este escenario es previsto
por todos los analistas que pronostican un extenso período
de bajo crecimiento (en L), frente a quiénes anticipan una
salida rápida (en U) u oscilante (en W) de la recesión.
Esta significativa duración derivaría de la confluencia
de tres procesos, que
presionan especialmente en Estados Unidos hacia una nueva
retracción del PBI: la contracción del crédito, la
desvalorización de las propiedades y la pérdida de riqueza
patrimonial.
La restricción de los préstamos (credit crunch) tiende a
perdurar. Los bancos se han visto obligados a recortar su
otorgamiento de fondos para contrarrestar las pérdidas
sufridas durante la crisis. Sólo una vertiginosa
re–capitalización atenuaría este achicamiento
crediticio.
La crisis puede prolongarse, además, por la retracción de
los gastos que genera la depreciación de los ahorros y la
reducción de los ingresos. La caída del empleo y de los
salarios afecta directamente al consumo, que motoriza a la
economía norteamericana. Los intentos de sostener este
nivel de compras con asignaciones estatales a las familias
no han logrado remontar esa retracción de la demanda. Si
este impacto deteriora nuevamente al sector productivo podría
retroalimentarse la vulnerabilidad de las finanzas. Este
despeñadero descendente ha sido la norma de todas
recesiones profundas.
Muchos economistas estiman que este sombrío escenario
impondrá un freno a la economía estadounidense por lo
menos hasta el 2012–13. Ciertos desajustes externos
adicionales, provocados por ejemplo por un nuevo
encarecimiento del petróleo podían agravar el panorama.
En este cuadro se inspira la frecuente analogía entre la
crisis actual y la prolongada recesión que padeció Japón
en los años 90. Este contexto diferiría del abrupto
desplome que caracterizó a la depresión del 30. En lugar
de un colapso uniforme y generalizado predominaría un
estancamiento de varios años en los países más avanzados,
combinado con imprevisibles estallidos de las economías más
frágiles. Estas conmociones son presentidas por todos los
analistas, que comparan el colapso de Argentina (2001) con
los desmoronamientos observados el año pasado en Europa
Oriental.
La elite del establishment exhibe gran prudencia al tomar
nota de esta posibilidad de crisis continuada. Cómo tiene
pavor a una recaída recesiva al cabo de transitorios
respiros (la temida “segunda vuelta”) mantiene los
programas de auxilio estatal. Esta actitud predominó entre
los mandatarios del G 20 que participaron de la última
reunión de Pittsburg.
Todos desconfían de los efectos de una recuperación
carente de inversión privada, que se sostiene en el empujón
fiscal. Un duro dilema a resolver es cuándo despegar el pie
de este sostén. La continuidad de este socorro conduce al
descalabro de la deuda pública, pero su corte anticipado
amenaza con recrear el abismo recesivo.
Depuración
de empresas
El carácter prolongado de la crisis está condicionado por
la imperiosa necesidad de desvalorizar
el capital existente, a fin de recomponer los beneficios
afectados por el crack. Esta depuración es el único camino
que conoce el capitalismo para emerger de sus periódicos
descalabros. Durante los ciclos descendentes de este sistema
suelen procesarse drásticas reorganizaciones de las firmas,
fuertes reducciones de los ingresos populares y agudos
procesos de expropiación.
Estos reajustes ya comenzaron en la esfera financiera, dónde el FMI
estima que deberán digerirse pérdidas por 4,1 billones de
dólares. Estos quebrantos se distribuirían
entre Estados Unidos (2,7 billones), Europa (1,19 billones)
y Japón (149 mil millones). Un rebalanceo semejante
se está consumando en las Bolsas, mediante la absorción de
los grandes desplomes del año pasado.
Esta reorganización tiende a transparentar quiénes serían
los bancos ganadores y perdedores de la crisis. El ajuste de
cuentas puede incluir el cierre de grandes entidades, pero
el gobierno norteamericano tiende a evitar este tipo de
clausuras, luego del tembladeral creado por el entierro de
Lehman Brothers.
El equipo de Obama trata de impedir fuertes penalizaciones,
inyecta liquidez y elude el reconocimiento de las
situaciones de insolvencia. Busca posponer las puniciones y
la resolución de los quebrantos financieros, mediante
quitas obligatorias o canjes compulsivos de bonos. Nadie
sabe hasta que punto se podrá evitar estas medidas, ya que
el uso del dinero público para redimir bancarrotas tiene un
límite. Pero la intención es lograr una administración
regulada de la inevitable depuración financiera.
Mucho más convulsiva será la
extensión de esta desvalorización a la órbita productiva.
Este ajuste ya afecta a las grandes empresas y golpea a los
salarios. Es probable que el tiempo requerido por esta
limpieza determine la duración de la crisis.
La quiebra de General Motors brinda
un anticipo de la forma que podría asumir esa desvalorización. La firma
recurrió a un amparo judicial para situaciones de
bancarrota que permite pautar los sacrificios de las
pensiones, los salarios y las condiciones de trabajo. El
objetivo es transferir todo el costo de la cirugía a los
asalariados.
Este atropello se justifica
atribuyendo el quebranto
a los “privilegios” que mantuvieron los obreros
sindicalizados de Detroit, frente a sus pares desorganizados
de otras compañías. Esta explicación del desmoronamiento
de la empresa ha ganado preeminencia frente a otras
interpretaciones, que ponen el acento en aspectos
administrativos (mala gestión, reinvención fallida,
decisiones empresariales desacertadas), económicos (pérdida
de competitividad) o culturales (declinación de un estilo
de vida).
En General Motors se negocia
el cierre de once fábricas y la supresión de 21.000 de los
54.000 puestos de trabajo. También se instrumenta el
vaciamiento de los fondos de pensión de los obreros,
mediante la conversión de estos activos en títulos de una
empresa desvalorizada. Además, el nuevo contrato laboral
imposibilitaría las huelgas, repitiendo el precedente de
destrucción sindical perpetrado en las compañías aéreas.
Este plan reaccionario es solventado con fondos públicos.
Los capitalistas reciben sumas millonarias para financiar
despidos y rebajas de salarios. En lugar de sancionar a una
empresa que multiplicó el despilfarro para incrementar sus
ventas (obsolescencia acelerada), generalizó el derroche de
gasolina y hostigó sin pausa a los trabajadores, se premia
a los responsables de la bancarrota. La reestructuración en
curso desalienta, además, una reconversión más
estructural del ineficiente sistema de vehículos
individuales a un esquema no contaminante de transporte público.
La negociación de General Motors constituye un test para
toda la industria norteamericana. Indica un sendero de
soluciones reaccionarias, que tendería a bloquear todos los
intentos de resucitar el peso de los sindicatos en la vida
estadounidense.
Neoliberales
y keyensianos
Cuándo estalló la crisis los
neoliberales olvidaron sus principios de competencia y
exigieron el socorro inmediato del estado. Esta actitud se
mantuvo sin cambios mientras registraban el agravamiento del
temblor. Pero con el alivio financiero de los últimos meses
han reaparecido las convocatorias a garantizar la
preeminencia del mercado.
Estos llamados recobran fuerza, cómo si el colapso
financiero hubiera ocurrido hace siglos. Los banqueros
mantienen su exigencia intervención estatal para socializar
pérdidas, pero ya retoman el evangelio de la desregulación.
Reconocen que hubo un momento de pánico, con escapes en
manada que amenazaron a todo el sistema financiero. Pero el
respiro les ha quitado el susto y observan con resquemor el
nuevo paisaje económico creado por la ingerencia estatal.
En pocos meses el gobierno norteamericano se ha
transformado en la principal entidad hipotecaria, asumió
participaciones en 600 bancos, sostiene a las grandes
aseguradoras y es garante de la reestructuración
automotriz. Esta presencia retrata el típico esquema de
“capitalismo de amigos” (los funcionarios deciden el
destino de cada empresa), que los neoliberales
siempre han objetado en forma hipócrita. Para mantener viva
la llama del libre–mercado hay que remover en algún
momento esa estructura. Pero nadie sabe cómo y cuándo
instrumentar esa modificación.
El periodismo neoliberal proclama a los cuatro vientos que
“la crisis terminó”. Algunos incluso estiman que una
recesión corta y leve ha pavimentado un nuevo ciclo de
venturosa globalización.
Pero este anuncio de estabilización necesita ser
corroborado por los hechos. La crisis ya ha probado cuán
voluble es la imagen idílica del capitalismo, como un
sistema de prosperidad infinita. Un nuevo giro recesivo
volverá a transformar estas utopías tranquilizadoras en
desesperados pedidos de auxilio.
Un debate más serio involucra al futuro de la política
monetaria. Muchos economistas ortodoxos estiman que la
Reserva Federal se equivocó al instrumentar las políticas
laxas, que desde el 2001 favorecieron la expansión de la
burbuja inmobiliaria. Aprueban la instauración de bajas
tasas de interés en la emergencia, pero propugnan una
orientación más restrictiva para el futuro. Confían en la
capacidad de la FED para manejar las tasas y la emisión en
la coyuntura, pero alertan contra los peligros
inflacionarios de esa estrategia.
También los economistas keynesianos tienden a oscilar con
los vaivenes del momento, pero en general presentan
evaluaciones más cautelosas del alivio actual. Consideran
que la recuperación sólo adoptará un sendero consistente,
cuándo se introduzcan nuevas regulaciones en el sistema
financiero. Cómo explican la crisis por las “fallas
de mercado” (información asimétrica, incentivos
desacertados, falta de transparencia) estiman que un buen
control sobre los bancos garantizará la salud del
capitalismo.
Pero omiten aclarar cómo se ha
logrado el respiro actual sin la adopción de ninguna de
esas medidas. A pesar del congelamiento de todas las
reformas bajo consideración oficial, la tensión financiera
se aquietó. Este resultado parece indicar que los vaivenes
del ciclo son más sensibles al socorro a los banqueros, que
a la supervisión de sus operaciones.
A diferencia de sus colegas ortodoxos, los keynesianos
avalan la continuidad y la ampliación del gasto público.
Pero olvidan las consecuencias desestabilizadoras de esos
gastos. Cómo restringen todos los problemas del capitalismo
a defectos de la administración gubernamental, imaginan que
una buena dosis de intervención pública enmendará al
sistema. Por eso le asignan al financiamiento oficial una
capacidad mayúscula para disipar la recesión, cómo si
este recurso tuviera elasticidad infinita y provisión
garantizada de fondos hasta el fin de los tiempos.
En cualquier caso es importante registrar cómo la
heterodoxia ha bajado los decibeles de sus críticas en la
coyuntura de alivio financiero. Hay muchos signos de
subordinación al nuevo perfil del neoliberalismo, que a su
vez tiende remodelarse con mayores regulaciones estatales.
Esta es la fórmula elegida por el establishment para salir
de la crisis. Se busca preservar los atropellos contra los
trabajadores, acotando los excesos de la liberalización
financiera, mediante cierto control sobre los bancos y los
movimientos internacionales de capital.
Si esta orientación se afianza la vieja convergencia entre
economistas neoclásicos y keynesianos podría asumir nuevas
modalidades. No hay que olvidar que los reguladores de
posguerra adoptaron los principios conservadores del
libre–mercado, mientras que el neoliberalismo de las últimas
décadas mantuvo todos los instrumentos heterodoxos de la
política anticíclica y el déficit fiscal. Muchas
propuestas de reorganización bancaria, coordinación del
gasto público y engrosamiento de las deudas estatales se
ubican en esta perspectiva de empalme keynesiano–liberal.
Pero la continuidad de la crisis afecta por igual a ambas
tradiciones. Demuestra la imposibilidad de evitar los
colapsos financieros, recurriendo a la auto–regulación
mercantil o priorizando la supervisión estatal. Estos
descalabros obedecen a contradicciones intrínsecas del
capitalismo y tienden a reaparecer en escenarios regulados y
desregulados.
La crisis no deriva de la codicia o de la especulación. Es
una consecuencia del comportamiento económico ciego
y auto–destructivo que impone la competencia. El estallido
repitió todos los rasgos típicos de las eclosiones
capitalistas. Incluyó el contagio,
la propagación (dominó) y la retroalimentación (ping
pong), es decir todos los mecanismos que la economía
convencional periódicamente considera extinguidos. La
crisis expresa desequilibrios sistémicos y contradicciones
acumulativas del capitalismo, que la ortodoxia y la
heterodoxia nunca logran explicar.
Ofensiva
patronal
Las clases dominantes pretenden
afrontar los desequilibrios en curso con nuevos atropellos a
los trabajadores. Los capitalistas intentan aprovechar el temor que suscita el
desempleo, para desmantelar en Estados Unidos
todas las protecciones sociales conquistadas en la
posguerra.
Estos
objetivos reaccionarios son incentivados por el discurso
republicano contra cualquier reforma social y por la ideología
derechista, que equipara
responsabilidades en la gestación de la crisis. Los
financistas –que se enriquecieron con burbujas
especulativas– son ubicados en el mismo plano que los
pequeños deudores hipotecarios, que contrajeron créditos
por encima de su capacidad de pago.
Ambos grupos son igualmente señalados como culpables de
una “cultura del endeudamiento”, que descuidó el ahorro
y descontroló los gastos. Con este enfoque se justifica el
auxilio a los grandes capitalistas enalteciendo su capacidad
para generar empleo. La convocatoria a ayudar “sólo a los
que se que se auto–ayudan” es la consigna para arremeter
contra los últimos resabios del estado de bienestar.
El carácter reaccionario de estos discursos salta a la
vista. Para restaurar la confianza en un sueño americano
–severamente corroído por el temblor financiero– se
promueve un mayor ensanchamiento de las desigualdades
sociales.
Esta misma estrategia de agresiones patronales promueve el
establishment en Europa Occidental, para remover conquistas populares más
significativas. También allí la retórica derechista
exonera a los poderosos y culpabiliza a los desamparados,
buscando convertir a los inmigrantes en chivos expiatorios.
Antes del estallido financiero los capitalistas del Viejo
Continente despotricaban contra la “reducida
competitividad” y “la magra productividad” que imponen
las protecciones sociales. Ahora sitúan en esas mismas
“distorsiones” a la gran dificultad para salir de la
recesión.
Los atropellos sociales en marcha presentan una dimensión
mayor en las pequeñas economías de la periferia europea
(como Irlanda o Islandia), que intentaron convertirse en
paraísos financieros y actualmente soportan un plan de
ajuste del Fondo Monetario. Este mismo torniquete agobia a
los países de Europa Oriental. Esperaban llegar al Primer
Mundo con la restauración capitalista y en los hechos
enfrentan una degradación propia del Tercer Mundo.
En todas estas regiones se verifica un empobrecimiento de
los sectores medios, que en las últimas dos décadas
adoptaron el credo neoliberal. El establishment intenta
transformar la frustración que exhiben estos segmentos en
furia antipopular, para redoblar las medidas de austeridad y
profundizar la flexibilización laboral. En un marco de
recesión profunda y alto desempleo, los capitalistas
pretenden recrear el escenario que en 1981–82 dio inicio a
la ofensiva neoliberal.
Interrogantes
de la resistencia social
La sensación de alivio económico que exhiben las clases
dominantes también refleja la ausencia de una resistencia
popular significativa. El temor a esa reacción estuvo muy
presente en el debut de la crisis y se expresó en la reunión
que la crema del capital realizó a principio de año en
Davos. El pesimismo económico coincidió en ese evento con
el pavor a un estallido social.
Allí se observó el impacto generado por la rebelión
juvenil en Grecia y por las movilizaciones sindicales de
Europa Occidental. Estas acciones se profundizaron
posteriormente en Francia, con marchas que tuvieron un nivel
de concurrencia comparable a las protestas de 1995.
Las movilizaciones también fueron multitudinarias en
Alemania y España y estuvieron rodeadas en Irlanda por simbólicas
ocupaciones de fábricas. La oleada de resistencia parecía
consolidarse con las manifestaciones que tumbaron al
gobierno conservador de Islandia. Pero al cabo de esta
primera reacción, las protestas cedieron en todos los países
y los dominadores se tranquilizaron.
En Estados Unidos se registraron inicialmente varias
acciones significativas (simbolizadas en la lucha de
Republic Windows). Pero los regresivos acuerdos de General
Motors frenaron ese impulso. También la expectativa de
lograr una reforma que revierta la persecución a los
sindicatos (EFCA) se ha debilitado. En el sector privado el
nivel de sindicalización se mantiene en un piso histórico
de 7,3% (2008) frente al 35% de mediados de los años 50. Es
inminente, además, una ofensiva patronal para recortar los
contratos colectivos, en un clima de intimidación judicial
a las organizaciones obreras y mudanza laboral hacia el
despolitizado sur del país.
Este panorama podría revertirse con las luchas que han
gestado los inmigrantes y con otras formas de resistencia
social dispersa. La llegada de Obama a la presidencia reflejó
un cambio de expectativas populares, asentado en la superación
de viejos prejuicios raciales y en la gravitación de nuevas
demandas (como el seguro médico). Pero este giro no se
expresa hasta ahora en irrupciones callejeras. Este contexto
contrasta con lo ocurrido en los años 30, cuándo Roosvelt
se vio obligado a concretar reformas sociales y otorgar
derechos de organización sindical bajo la directa presión
de la resistencia obrera.
En Europa Occidental las protestas sociales han sido
contrapesadas por la presión desmovilizadora, que genera un
mercado de trabajo crecientemente liberalizado. Los patrones
recurren a este mecanismo para potenciar la competencia
laboral entre los asalariados. Mientras que los gobiernos
socialdemócratas han reforzado su servilismo hacia las
clases dominantes hay muchos signos de desorientación
popular. En las últimas elecciones de la Unión Europea se
registró una altísima abstención y el miedo creado por la
crisis alimentó un deslizamiento hacia la derecha.
En Europa del Este, la magnitud del colapso social colocó
a varios gobiernos al borde del precipicio. Hubo fuertes
ensayos de movilización social (especialmente en Letonia,
Lituania y Bulgaria), pero ninguna de estas respuestas
alcanzó la dimensión que, por ejemplo, tuvo la rebelión
del 2001 en Argentina.
Las escasas noticias sobre el curso de la resistencia en el
Sudeste de Asia, probablemente reflejen el menor impacto que
ha tenido la crisis en esa región. Algunos investigadores
han retratado los síntomas de reacción subterránea que se
observan en China o Vietnam, junto a la conocida valentía
que han vuelto a exhibir los obreros de Corea del Sur.
Pero hasta ahora, la zona que registra el principal
engrosamiento mundial de la clase obrera, no se ha
transformado en un foco protagónico de la lucha social.
Proliferan las situaciones de crisis por arriba (como el
desplome del oficialismo en Japón por primera vez en 50 años),
pero no las manifestaciones de irrupción popular.
Comparaciones
y problemas
La principal diferencia entre la crisis actual y su
antecesora de los años 70 se localiza hasta ahora en el
plano político y social. Las analogías puramente económicas
suelen omitir esta distinción, cuya relevancia es más
significativa que cualquier matiz de la recesión, del
endeudamiento o de la política monetaria.
Las clases dominantes fueron radicalmente desafiadas hace
treinta años por una oleada internacional de alzamientos
obreros y sublevaciones antiimperialistas. En la crisis
actual prevalece, por el contrario, un cuadro de
preeminencia neoliberal, retroceso social y regresión del
proyecto anticapitalista. Los trabajadores deben lidiar con
una situación más adversa que la afrontada por la generación
precedente.
Estas diferencias entre el contexto actual y el escenario
de 1974–75 se refleja nítidamente en las interpretaciones
de la eclosión, que se debaten en los ámbitos radicales.
Ninguna caracterización contemporánea atribuye el
estallido financiero del 2008 a un “estrangulamiento de
las ganancias”, a la fortaleza de los sindicatos o las
demandas obreras (profit squeze). Tampoco se escuchan
explicaciones asociadas con el incremento de los costos
sociales o la expansión del estado de bienestar. La crisis
actual no fue detonada por protestas sociales, ni
militancias radicales.
Otro problema de la resistencia popular ha sido la irrupción
de la crisis, en un momento de impasse política dentro del
Foro Social Mundial (FSM). Este bloqueo afecta al organismo
que podría cumplir un rol aglutinante de la protesta. El
movimiento alterglobal es el candidato natural a centralizar
esa lucha por la experiencia adquirida al cabo de varios años
de movilizaciones internacionales. Pero su rol ha decaído,
cuándo más se necesita un referente global de la
resistencia.
Luego del pico de protestas altermundialistas alcanzado en
Génova (2001) y en las marchas contra la guerra de Irak
(2003), la influencia de los Foros y convocatorias del FSM
ha disminuido. A pesar del alto nivel de participación que
tuvo el último encuentro de Belem (2009) este declive no se
ha detenido. Las plataformas frente a las crisis discutidas
en ese encuentro no han bastado para revertir el vaciamiento
político que padece el Foro, por el papel que juega una
dirección socialdemócrata asociadas con ONGs de oscuro
financiamiento.
La sistemática
oposición a las iniciativas de lucha, la atomización de
los temas en debate y la inexistencia de prioridades han
creado un clima de frustración y cansancio, entre los
movimientos sociales que participan en el FSM. Tampoco las
distintas iniciativas radicales ensayadas durante el año
pasado han alcanzado para contrarrestar este bloqueo con una
respuesta por abajo.
Una conjunción de factores ha determinado por lo tanto el
carácter limitado de la respuesta popular a la crisis.
Estas debilidades le han permitido a las clases dominantes
recuperarse del susto inicial. Pero también es cierto que
los poderosos han sido cautelosos en descargar todos los
efectos de la eclosión sobre los trabajadores. Aunque
siguen temiendo esa reacción social, no dudarán en
reforzar su agresión si encuentran el terreno despejado.
La crisis recién ha comenzado y es prematuro cualquier
pronóstico sobre la lucha popular. En la izquierda hay
posturas optimistas y pesimistas sobre esa resistencia. Lo más
sensato es constatar que en la conmoción económica será
persistente y habrá muchas oportunidades para recuperar la
iniciativa.
El devenir de la crisis depende de esta actitud de los
oprimidos. Un mismo descalabro financiero puede reforzar la
andanada de atropellos o crear una situación opuesta de
protesta por abajo y repliegue por arriba. Quiénes abstraen
la política y la lucha social del análisis económico, no
pueden comprender ni caracterizar estas alternativas. Se
enfrascan en discusiones técnicas y especulaciones sobre
las variables financieras, olvidando la influencia
preeminente que tienen las confrontaciones clasistas sobre
el devenir de la economía.
Pero una comprensión de la crisis también exige superar
las visiones exclusivamente centradas en la coyuntura. ¿Cuál
es la relación de la eclosión actual con varias décadas
de neoliberalismo? ¿De qué forma influye la mundialización
sobre ese estallido? ¿Qué efecto tiene la conmoción en
curso sobre la dinámica del imperialismo? Abordaremos estos
temas en nuestro segundo texto sobre la crisis global.
(*) Economista, profesor de la
Universidad de Buenos Aires y miembro del EDI (Economistas
de Izquierda).
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–Weisbrot
Mark, “Economía global exagerada”, Página 12,
17–4–09.
[1]Estos
fraudes se multiplicaron por diez desde el 2001, Página
12, 26–2–09
[2]
Wall Street Journal–La Nación, 26–1–09.
[3]
Wall Street Journal–La Nación 13–2–09.
[4]
Krugman
Paul, “Consejos del Nobel de Economía a Obama”,
Revista Rolling Stone, 19–1–09.
Krugman
Paul “En el borde justo del abismo”, Clarín,
24–2–09
[5]Roubini
Nouriel “Bernanke
lo hizo bien”·, Clarín, 28–7–09.
[6]
Ver por ejemplo: Buffet Warren, “Que EEUU no sea una
república bananera”, Clarín, 27–8–09.
[7]
Stiglitz Joseph, “La crisis no ha terminado”, Clarin
15–9–09. Roubini Nouriel, “The risk of a
double–dip recession is rising”, Financial Times,
23–8–09.
[8]
Algañaraz Julio, “Argentina del Báltico”, Clarín,
28–2–09, Ferguson
Niall, “Tan endeudados como Argentina”, Clarín,
11–2–09, The
Economist, “Argentina en el Danubio”, 1–3–09,
Krugman Paul, “La economía mundial corre el riesgo de
un largo estancamiento”, Clarín, 5–7–09.
[10]
Esta política es retratada por Hossein
Zadegh Ismael, “The Wall Street coup and the bailout
cam”, www.counterpunch.org/prashad,
21–10–08, Hossein
Zadegh Ismael, “Too big to fail: a Bailout Hoax”
www.huffingtonpost.com,2–2–09
[11]Estos
efectos son documentados por Moore Michel “Adiós a
General Motors”, Página 12, 5–6–09.
[12]
Castro Jorge, “El G 20, en busca de retomar el control
sobre las finanzas mundiales”, Clarín, 20–9–09.
Castro Jorge, “Al final, la temida recesión mundial
ha sido breve y leve”, Clarín, 13–9–09.
[13]Es
la postura de Vanoli Alejandro, “Cómo salir de un
orden financiero ineficaz y cruel”, Clarín,
26–02–09 Lavagna Roberto, “La crisis global
reclama reformas no cosméticas”,
Clarín, 24–2–09.
[14]
Stiglitz Joseph, “Un nuevo sistema de crédito es
vital para frenar esta crisis”, Clarín, 11–4–09.
[15]Hemos
expuesto nuestra caracterización de la crisis en: Katz
Claudio, “Lección
acelerada de capitalismo”, Laberinto, Universidad de Málaga,
n 28, 3er cuatrimestre de 2008, Málaga.
Katz Claudio,
“Codicia, regulación o capitalismo”, Revista
Herramienta, n 41, julio 2009, Buenos Aires.
[16]
Ver: Brendt Rolf, “El estado no debe salvar a las
compañías”, La Nación, 13–5–09, Dahrendorf
Ralf, “No existen soluciones globales”, La Nación,
1–4–09.
[17]
“Honestamente no sabemos lo que va a ocurrir. Pero lo
seguro es que las próximas noticias serán peores”,
Martín Wolf, El País, 1–2–09.
[18]
Sustar Lee, “Los trabajadores norteamericanos en la
crisis”, www.aporrea.org/trabajadores,
10–9–09, Selfa Lance, “Change Lite
from the new White House”, Socialist Worker,
5–6–09.
[19]
Sabado Francois, “Après les résultats des élections
européennes”, Inprecor 551–552, juillet–aout
2009.
[20]Bello Waldem, “Asia: the coming fury”, www.fpif.org/fpiftxt, 9–2–09.
[21]
Antentas Josep
Maria, Vivas Esther, “G 8: de Génova a L´Aquila”,
ALAI, 8–7–09,
Rousset Pierre,
“Le FSM en debate”,
Les autres voix de la Planete, n 38, avril 2008.