Desde
que el sistema financiero mundial empezara a deshilacharse
hace dos años, los distinguidos economistas han sufrido su
propia crisis particular. Profesores de la Ivy League que
habían anunciado con fanfarrias el amanecer de una nueva
era de estabilidad se ven en apuros a la hora de explicar cómo,
por decirlo con exactitud, la peor crisis financiera desde
la Gran Depresión ha cogido en paños menores a su profesión
entera.
Entre
el suplicio y la autoflagelación, algunos comentaristas,
algo más cerebrales, han comenzado a hablar de la llegada
del “momento Minsky”, y un número cada vez mayor de
personas con acceso a información privilegiada incluso
empiezan a advertir de la llegada de un “colapso
Minsky.”
“Minsky”
es la abreviación para Hyman Minsky, un macroeconomista
desconocido hasta la fecha que murió hace ya más de una década.
Muchos economistas nunca habían oído hablar de él cuando
estalló la crisis, y sigue siendo en gran medida una figura
oscurecida en el gremio. Pero últimamente ha comenzado a
emerger como el más aventajado pensador sobre los sucesos
en desarrollo. Un economista a contracorriente en la
conformidad de la Norteamérica de la posguerra, un experto
en los campos de las finanzas y las crisis, entonces tan
poco de moda, Minsky fue uno de los economistas que vio lo
que se avecinaba. Predijo, hace décadas, casi con toda
exactitud el tipo de desplome que ha sacudido a la economía
mundial recientemente.
En
los últimos meses la estrella de Minsky no ha hecho más
que brillar. Economistas galardonados con el premio Nobel
hablan de incorporar sus conocimientos a la disciplina y se
reimprimen copias de sus libros que se venden estupendamente
bien. Ha pasado de ser una figura prácticamente olvidada a
otra clave en el debate sobre cómo solucionar el sistema
financiero.
Pero
si Minsky estaba en lo cierto, como parece que así fue, la
noticia no es algo que precisamente anime. Él creía en el
capitalismo, pero también creía que tenía una flaqueza en
su genética: las modernas finanzas, dijo, estaban muy lejos
de ser la fuerza estabilizadora que la economía al uso
retrataba. Es más, se trataba de un sistema que creaba la
ilusión de estabilidad mientras creaba simultáneamente las
condiciones para un desplome inevitable y dramático.
En
otras palabras, la única persona que predijo la crisis
también creía que el sistema financiero
contenía las semillas de su propia destrucción.
“La inestabilidad”, escribió, “es una imperfección
inherente al capitalismo de la que éste no puede
escapar.”
Puede
que la visión de Minsky fuera sombría, pero él no era
ningún fatalista: creía que era posible diseñar políticas
que pudiesen atemperar los daños colaterales causados por
las crisis financieras. Pero con un número cada vez mayor
de economistas prestos a declarar que la recesión ya ha
terminado, que hemos dejado a la crisis misma detrás
nuestro, estas políticas pueden demostrarse tan poco cómodas
como las que acaba de reemplazar. Más aún: a medida que
los economistas van adoptando los juicios proféticos de
Minsky, parece que están muy lejos de recordar todo lo que
ello implica.
En
un mundo ideal, una profesión dedicada al estudio del
capitalismo sería tan irresponsable e innovadora como el
objeto de su estudio. Pero los economistas han estado a
menudo sujetos a poderosas ortodoxias, y nunca lo estuvieron
tanto como cuando Minsky entró en escena.
Esa
ortodoxia, nacida en los años posteriores a la Segunda
Guerra Mundial, era conocida como “síntesis neoclásica.”
La vieja creencia en un mercado libre que se autoregulaba y
se estabilizaba a sí mismo había absorbido selectivamente
algunas de las teorías de John Maynard Keynes, el gran
economista de la década de los treinta que escribió
extensivamente sobre cómo el capitalismo puede fracasar a
la hora de mantener el pleno empleo. La mayoría de
economistas aún creía que el capitalismo de mercado libre
era, en lo fundamental, una base estable para la economía,
aunque gracias a Keynes, algunos ahora reconocían que el
gobierno podía bajo ciertas circunstancias jugar un papel
central en la economía –y en el empleo– para mantener
la estabilidad del sistema.
Economistas
como Paul Samuelson se convirtieron en el rostro del nuevo
establishment: él y otros, procedentes de contadas
universidades de elite, terminaron siendo inmensamente
influyentes en Washington. En teoría, Minsky podría haber
sido una estrella académica en el nuevo establishment. Como
Samuelson, se doctoró en economía por la Universidad de
Harvard, donde estudió con el legendario economista austríaco
Joseph Schumpeter, así como el futuro premio Nobel Wassily
Leontief.
Pero
Minsky estaba cortado por otro patrón. Descendiente de
inmigrantes de Minsk, actual Bielorrusia, Minsky vino al
mundo entre paños rojos, hijo de socialistas mencheviques.
Mientras que la mayoría de economistas se pasaron los años
cincuenta y sesenta estudiando penosamente modelos matemáticos,
Minsky hizo una investigación sobre la pobreza, algo que
difícilmente puede considerarse el no va más para los
economistas. Con sus largos cabellos blancos, Minsky se
encontraba más cerca de la contracultura que de la economía
al uso. Era, según recuerda el economista L. Randall Wray,
un antiguo estudiante, “todo un personaje.”
Así
que mientras sus colegas de universidad iban ganando premios
Nobel y escalando posiciones en la Academia, Minsky palidecía.
Fue sin rumbo de trabajo en trabajo, de Brown a Berkeley, y
de ahí a la Universidad de Washington. Aún peor: muchos
economistas ni siquiera conocían su obra. Una reseña sobre
Minsky publicada en 1997 anotaba simplemente que “su obra
no ha ejercido una influencia a tener en cuenta en las
discusiones macroeconómicas de los últimos treinta años.”
Con
todo, se mantuvo ocupado. Además de la pobreza, Minsky
empezó a ahondar en el estudio de las finanzas, las cuales,
a pesar de su aparente importancia, no ocupaban ningún
lugar en las teorías formuladas por Samuelson y otros.
También empezó a formular una pregunta simple e
inquietante: “¿'Eso' podría volver a ocurrir?”, donde
“eso” era, como Voldemort, la némesis de Harry Potter,
lo innombrable: la Gran Depresión.
En
sus escritos, Minsky miraba hacia su héroe intelectual,
Keynes, razonablemente el mayor economista del siglo XX.
Pero donde la mayoría de economistas extraían una lección,
por lo demás muy simple, de Keynes (a saber, que el
gobierno podía dar un paso al frente y microgestionar la
economía, limar las asperezas del ciclo económico y
mantener las cosas en funcionamiento), Minsky no tenía ningún
interés en lo que él y otros economistas disidentes
llegaron a definir como “keynesianismo bastardo.”
En
vez de eso Minsky extrajo sus propias y mucho más sombrías
conclusiones de los principales escritos de Keynes, en los
que no sólo trató los problemas del desempleo, sino también
del dinero y la banca. Aunque Keynes nunca lo afirmó explícitamente,
Minsky sostuvo que toda la obra de Keynes conducía a la
conclusión de que el capitalismo era por su misma
naturaleza inestable y propenso a su desplome. Lejos de
dirigirse hacia algún tipo de estado de equilibrio mágico,
el capitalismo podía hacer justamente lo contrario. Podía
ir dando bandazos por un acantilado.
Este
análisis llevaba la marca de su consejero Joseph
Schumpeter, el reputado economista austríaco hoy famoso por
documentar el incesante proceso de “destrucción
creativa” del capitalismo. Pero Minsky se pasó más
tiempo pensando en la destrucción que en la creación. Al
hacerlo, formuló una intrigante teoría: no sólo el
capitalismo era propenso al desplome, escribió, sino que
precisamente eran sus períodos de estabilidad económica
los que allanaban el camino a crisis monumentales.
Minsky
llamó a esta idea “la hipótesis de la inestabilidad
financiera.” En el despuntar de una depresión, observó,
las instituciones financieras son extraordinariamente
conservadoras, como lo son los negocios. Con los
prestatarios y prestamistas alimentando la economía con sus
acuerdos de alto riesgo, las cosas marchan con suavidad: los
préstamos se pagan casi siempre a tiempo, los negocios
tienen por lo general éxito y a todo el mundo le va bien.
Este éxito, empero, inevitablemente anima a los
prestatarios y a los prestamistas a arriesgarse más con la
razonable esperanza de conseguir más dinero. Como observó
Minsky, “el éxito alimenta el rechazo a la posibilidad de
un fracaso.”
Cuando
la gente olvida que el fracaso es una posibilidad, una
“economía eufórica” se desarrolla finalmente,
alimentada por el crecimiento de prestatarios que emprenden
riesgos –lo que denominó prestatarios especuladores,
cuyos ingresos cubrirían los intereses pero no las deudas
principales; y aquellos a quienes denominó “prestatarios
Ponzi”, que ni siquiera cubrirían los intereses y sólo
podrían pagar sus facturas pidiendo nuevos préstamos. A
medida que los miembros de estas últimas categorías
creciesen, la economía general se desplazaría de un
ambiente conservador pero rentable a un sistema mucho más
irresponsable dominado por agentes cuya supervivencia no
depende solamente de planes empresariales sólidos, sino del
dinero prestado y de créditos a libre disposición.
Una
vez desarrollada una economía como ésta, cualquier pánico
podría hacer que se fuera a pique al mercado. El fracaso de
una sola empresa, por ejemplo, o la revelación de un fraude
asombroso podrían disparar el miedo y un repentino y
generalizado intento de la economía por liberarse de la
deuda. Este hito –que más tarde recibiría el nombre de
“momento Minsky”– crearía un ambiente profundamente
inhóspito para todos los prestatarios. Los especuladores y
prestatarios Ponzi serían los primeros en venirse abajo, a
medida que pierden acceso al crédito que necesitan para
sobrevivir. Incluso los agentes más estables pueden
encontrarse en la situación de no ser capaces de afrontar
sus deudas sin vender sus activos. Esta venta de activos
forzada haría entrar el valor de los mismos en una espiral
descendente e inevitablemente el agrietado edificio
financiero empezaría a venirse abajo. Los negocios se
tambalearían y la crisis se extendería a la economía
“real” dependiente del sistema financiero ahora en
desplome.
Desde
los sesenta en adelante Minsky trabajó en esta hipótesis.
En aquella época creyó que este desplazamiento estaba ya
produciéndose: la estabilidad de posguerra, la innovación
financiera y el reflujo del recuerdo de la Gran Depresión
estaban gradualmente estableciendo las bases para una crisis
de proporciones épicas. La mayor parte de lo que dijo fue a
caer en oídos sordos. Los sesenta fueron una época de sólido
crecimiento, y aunque el estancamiento económico de los
setenta fue un duro golpe para el grueso de la economía
neokeynesiana, los responsables de la política económica
no acudieron raudos a Minsky. En vez de eso, el
fundamentalismo de libre mercado echó raíces: el gobierno
era el problema, no la solución.
Además,
el nuevo dogma coincidió con una notable época de
estabilidad. El período de finales de los ochenta hacia
adelante ha recibido el nombre de la “gran moderación”,
una época de recesiones poco profundas y de una gran
capacidad de recuperación en la mayor parte de las mayores
economías industriales. Las cosas nunca habían sido tan
estables. La posibilidad de que “eso” ocurriese de nuevo
parecía una broma.
Y a
pesar de todo, en este período el sistema financiero –no
la economía, sino las finanzas como industria– estaba
creciendo a pasos agigantados. Minsky se pasó los últimos
años de su vida, a principios de los noventa, advirtiendo
de los peligros de la titulización y otras formas de
innovación financiera, pero pocos economistas le
escucharon. Tampoco prestaron atención a la creciente
dependencia de los consumidores y empresas de la deuda, y el
empleo creciente del apalancamiento en el sistema
financiero.
Para
finales de siglo XX, el sistema financiero del que Minsky
había advertido se había ya materializado, completado con
prestatarios especuladores, prestatarios Ponzi y unos pocos
prestatarios conservadores que completaban el esquema y eran
los cimientos de una economía verdaderamente estable. Después
de décadas, habíamos olvidado de verdad el significado de
la palabra riesgo. Cuando empresas financieras de varios
pisos de altura empezaron a derrumbarse, enviando señales a
través de la economía “real”, sus predicciones
comenzaron a parecerse mucho a un mapa de carreteras.
“No
fue un momento Minsky”, explica Randall Wray. “Fue medio
siglo Minsky.”
Ahora
Minsky hace furor. Hace un año un influyente columnista del
Financial Times le confió a sus lectores que la relectura
de la “obra maestra” de Minsky de 1986 –Stabilizing
and Unstable Economy (Estabilizando una economía
inestable)– “me había ayudado a aclarar mis ideas
respecto a la crisis.”
Otros se unieron al coro sin tardanza. A principios
de este año, dos pesos pesados de la economía –Paul
Krugman y Brad DeLond– se quitaron el sombrero ante él en
foros públicos. Es más, el ganador del premio Nobel Paul
Krugman tituló una de sus conferencias en la London School
of Economics “The Night They Re–read Minsky.” (La
noche en que releyeron a Minsky)
Hoy
la mayoría de economistas, qué duda cabe, están leyendo
por vez primera a Minsky, intentando encajar sus análisis,
tan poco convencionales, en los andamiajes teoréticos de su
profesión. Si Minsky viviera, sin duda hubiera aplaudido
este reconocimiento tardío, aún produciéndose a un
terrible costo. Como observó irónicamente en una ocasión,
¿acaso nos es Minsky de alguna ayuda? Si el capitalismo es
un sistema inestable e inherentemente autodestructivo –más
allá de que produce desigualdades y desempleo, como observó
Keynes–, ¿ahora qué?
Después
de haber empleado su vida advirtiendo de los peligros de la
complacencia en lo que se refiere a la estabilidad –y que
dieron en oídos sordos–, Minsky fue razonablemente
pesimista en cuanto a la posibilidad de cortocircuitar el trágico
ciclo de booms y pinchazos. Pero sí que creía que se podían
hacer muchas cosas con el fin de sortear el peligro.
Para
evitar que el momento Minsky se convirtiese en una calamidad
nacional, parte de su solución (que era compartida por
otros economistas) era que la Reserva Federal –que él
gustaba en llamar “Big Bank”– se adentrase en la
brecha y actuase como prestamista en última instancia para
las empresas bajo asedio. Inyectando liquidez a las empresas
en zozobra, la Reserva Federal podría romper el ciclo y
estabilizar el sistema financiero. Fracasó a la hora de
hacerlo en la Gran Depresión, cuando se quedó a un lado y
dejó que la crisis bancaria entrase en una espiral fuera de
todo control. Esta vez, bajo la dirección de Ben Bernanke
–como Minsky, un académico de la Depresión– ha tomado
un acercamiento diferente, convirtiéndose en el prestamista
en última instancia de todo, desde hedge funds a bancos de
inversión y fondos monetarios.
La
otra solución de Minsky, no obstante, era considerablemente
más radical y políticamente un sapo difícil de tragar. La
táctica favorita de sacar a la economía de la crisis
estaba –y está– basada en la noción keynesiana de
“bombear el inflador” (priming the pump) enviando dinero
para emplear a grandes masas de mano de obra cualificada y
sindicada en la construcción de una línea de ferrocarril,
por ejemplo.
Minsky,
sin embargo, defendió un acercamiento del tipo
“burbuja”, que enviase primero dinero a los pobres y los
obreros no cualificados. El gobierno –o como él prefería
llamarlo, el “Gran gobierno”– debería convertirse en
“última instancia en el empleador”, dijo, ofreciendo
trabajo a cualquiera que quisiera ejercer uno a partir de un
salario mínimo que sería pagado a los trabajadores que
proporcionasen cuidados a los niños, limpiasen las calles o
proporcionasen servicios que dieran a los contribuyentes
pruebas visibles de la inversión de sus dólares.
Disponibles para todos, sería incluso más ambicioso que el
New Deal, reduciendo considerablemente las cuentas del
estado de bienestar al garantizar un empleo para cualquiera
que fuese capaz de trabajar. Un programa como éste no sólo
ayudaría, según él creía, a los pobres y a los
trabajadores no cualificados, sino que también pondría una
red de seguridad debajo del salario de todos los demás,
previniendo que los salarios de los trabajadores más
cualificados cayese precipitadamente, y enviando los
beneficios a lo largo de toda la escalera socioeconómica.
Mientras
los economistas acaso reconozcan algunos de los análisis de
Minsky respecto a la inestabilidad financiera, parece que
puede afirmarse con seguridad que incluso los responsables
políticos más liberales están muy lejos de pensar un
papel para el gobierno americano tan expansivo. Un caro
programa de pleno empleo estaría demasiado cerca del
socialismo como para que fuese cómodo para los políticos.
Por su parte, Wray piensa que los críticos están
dispuestos a interpretar incorrectamente a Minsky: “él
vio estas ideas como perfectamente consistentes con el
capitalismo”, dice Wray. “Harían que el capitalismo
funcionase mejor.”
Pero
no a la perfección. Si hay que extraer alguna conclusión
de las obras completas de Minsky, es que la perfección,
como la estabilidad y el equilibrio, son espejismos. Minsky
no compartió la extraña creencia de su profesión de que
todo podía ser reducido a un pequeño modelo o a una teoría
fácil. La suya era una especie de economía existencial: el
capitalismo, como la vida misma, era difícil, e incluso trágica.
“No hay ninguna respuesta simple a los problemas de
nuestro capitalismo”, escribió Minsky. “No hay ninguna
solución que pueda transformarse en una frase pegadiza e
imprimirse en grandes carteles.”
Es
un sentir que puede limitar el que Minsky se convierta en
parte de una nueva ortodoxia. Pero eso es probablemente lo
que él hubiera preferido, según creía el economista James
Galbraith. “Creo que se resistiría a ser domesticado”,
dijo Galbraith. “Se pasó toda su carrera aislado
profesionalmente.”
(*) Stephen Mihm es profesor de
historia en la Universidad de Georgia y autor de “A Nation
of Counterfeiters” [Una nación de falsificadores]
(Harvard, 2007).