El miércoles 25 de noviembre, el Gobierno del emirato de Dubai emitía un
comunicado de urgencia a los mercados. Casi al final de su
nota anunciaba un aplazamiento en el pago de la deuda de sus
dos principales empresas, Dubai World y Nakheel. Como cabía
esperar, la noticia provocó un gran nerviosismo entre los
inversores de todo el mundo, con caídas generalizadas en
las bolsas. Un movimiento amortiguado por las festividades
de Acción de Gracias, en Estados Unidos, y del Eid al Adha,
la celebración del sacrificio, en los países musulmanes.
Al día siguiente, BNP Paribas enviaba una nota a sus clientes con su análisis
de la situación: "El mercado había ignorado las señales
de crecientes niveles de deuda y de déficit presupuestarios
a nivel soberano. Quizá todo lo que necesitaba era una
llamada de atención, y Dubai puede haber sido esa
llamada".
Porque lo cierto es que las señales estaban ahí, las alertas habían
llegado desde foros bien distintos y los datos apuntaban
tozudos en la misma dirección. Pero el mercado había
decidido ignorarlos todos y apostar por una recuperación
generalizada, en la que los riesgos nunca se iban a
materializar. Los inversores creían que el lema
"demasiado grande para dejarlo caer", con el que
se han manejado los problemas de la banca en esta crisis,
era también extensible a los Estados soberanos. Dubai
amenaza con sacarlos de su error, pero, lamentablemente, no
es el único caso.
Así lo reconoce el equipo de Capital Economics en Londres. "Es un
recordatorio del legado que los excesos del pasado en economías
altamente endeudadas dejará por muchos años". Los
miles de millones gastados en rescates bancarios y los
planes de estímulo económico por parte de los Gobiernos de
todo el mundo han provocado una sacudida devastadora a las
finanzas de muchos países, a los que ahora les llega el
momento de pagar la factura. No será algo rápido ni fácil.
Pasarán muchos años antes de que los países digieran
semejante carga. Y eso si el peso de la deuda no se lleva
antes por delante la incipiente recuperación. En palabras
de Jean Pisani–Ferry, director de Bruegel, un think tank
impulsado por la Comisión Europea en Bruselas, "en
apenas unos meses, el miedo a la crisis se ha transformado
en el miedo a la deuda". Y no faltan motivos.
Según los datos del Departamento de Asuntos Fiscales del Fondo Monetario
Internacional (FMI), sólo la deuda acumulada por los países
desarrollados del G–20 alcanzará de media el 118% del PIB
en 2014. Si el objetivo fuera reducir la deuda a la mitad,
al 60%, para el año 2030, el ajuste fiscal el próximo año
debería ser de ocho puntos del PIB, y estabilizarla en esos
niveles implicaría que los tipos de interés tendrían que
subir dos puntos. Los expertos insisten en que hablamos de
niveles de deuda pública no vistos en tiempos de paz y sólo
superados por los que se registraron con posterioridad a la
II Guerra Mundial.
Un entorno de débil crecimiento y elevados niveles de desempleo, como el
que se prevé en el escenario de la recuperación, no
permite ser muy optimista sobre la reducción de la deuda pública
en los próximos años. La caída de los ingresos fiscales y
las presiones al alza sobre los gastos, aunque se empiecen a
retirar las medidas temporales de estímulo, impiden
abandonar los números rojos. A eso hay que sumar el
creciente coste de la financiación de esa deuda. El FMI
calcula que el pago de los intereses de la deuda para los países
ricos consumía el 1,9% de su PIB en 2007 y pasará al 3,5%
en 2014. Los mayores aumentos en términos absolutos los
registrarán el Reino Unido y EE UU, donde se prevé que la
partida destinada al pago por intereses supere la de los
gastos en defensa en apenas cinco años, así como para
Italia y Japón, cuya deuda pública se situaba ya antes de
la crisis por encima del cien por cien del PIB.
Ese nivel –que la deuda pública consuma los recursos de la producción
total de un país en un año– parece el nuevo límite
fijado por el mercado para determinar la sostenibilidad o no
de las finanzas públicas, como apuntan los economistas de
RBC Capital Markets. Y así lo refleja el coste para
asegurar la deuda de un país contra impagos, los
denominadoscredit default swaps (CDS). Los países con peor
desempeño fiscal han visto cómo esos costes se han
disparado. Eso significa que, a diferencia de lo que sucedía
antes del estallido de la crisis en el verano de 2007, el
riesgo vuelve a tener un valor. "Digamos que es una
vuelta a la normalidad, porque lo que no era normal es lo
que estaba pasando antes de esa fecha. Apenas importaba la
calificación crediticia porque obtenías los mismos fondos
y al mismo precio que los demás. Ahora, los spreads
reflejan con mayor precisión las diferencias entre los
distintos Estados", asegura Jean Michel Six, economista
jefe para Europa de Standard & Poor's.
El ejemplo más evidente es la eurozona. Antes de agosto de 2007, la
diferencia entre los CDS de Alemania, España, Irlanda o
Grecia oscilaba alrededor de los 15 puntos. Ahora, los CDS
de Grecia cotizan en torno a los 180 puntos; los de España,
en 82; Irlanda se mantiene en 150 puntos, y Alemania, en 22.
Cada punto de los que miden los CDS significa que asegurar
10 millones de dólares de deuda contra impago supone un
coste de 1.000 dólares al año. En el caso de Alemania, eso
supondría 22.000 dólares anuales, frente a los 180.000 de
Grecia.
La vuelta del riesgo a la valoración del mercado significa, además, que
para colocar una misma emisión de deuda, el país con mayor
riesgo debe pagar un sobreprecio a los inversores, en forma
de mayores tipos de interés. Y cuando hay muchos países
buscando financiación en el mercado, como es el caso ahora
y lo seguirá siendo en el medio plazo, el precio a pagar
por los países más dudosos también sube. "La amenaza
es que en un plazo de 18 meses esos spreads puedan ampliarse
tanto, y los tipos de interés subir tanto, que eso
perjudicará al sector privado y a la recuperación en su
conjunto", advierte Six.
Contra lo que solía ser habitual en las crisis, ese miedo a la deuda está
golpeando con mayor dureza y de forma más generalizada a
los países desarrollados que a los emergentes. De hecho, la
deuda calculada por el FMI para los países en desarrollo
del G–20 apenas roza el 40%, aunque no se trata de un
comportamiento homogéneo. "Ciertamente, hay
excepciones, Europa del Este se ve en estos momentos como la
Latinoamérica de los años 2000: está endeudada en moneda
extranjera, depende del financiamiento externo y será más
sensible a la subida de tipos de interés a nivel
internacional", admite Eduardo Levy–Yeyati, de
Barclays Capital. Es esa región la única que suscita dudas
entre los países emergentes.
Pese a todo, es evidente que los países emergentes gozan de unas cuentas públicas
más saneadas. El ejemplo más evidente es lo que ha
sucedido con los Juegos Olímpicos de 2016. Brasil logró
alzarse con la organización en una carrera en la que a última
hora se cayó Chicago, básicamente porque su mala situación
financiera no le permitía costear la iniciativa.
Lo cierto es que las enormes necesidades de financiación de los países
ricos pueden suponer una amenaza para la financiación de
los emergentes. En la asamblea anual que el FMI y el Banco
Mundial celebraron en Estambul a principios de octubre, el
economista jefe del banco, Justin Lin, lanzó la voz de
alarma. Los países emergentes afrontan un déficit de
financiación de 350.000 millones este año, que se irá
reduciendo sólo hasta los 170.000 millones en 2013.
"Con los déficit fiscales crecientes en los países
ricos y el descenso de los flujos de capital a los países
en desarrollo, el coste de financiación para los países
emergentes se disparará y eso puede reducir su potencial de
crecimiento hasta un ritmo de apenas el 2,7%",
explicaba Lin.
Pero de momento, los problemas de financiación entre los emergentes no se
han producido. De hecho, el último informe sobre economías
emergentes del Instituto de Finanzas Internacionales (IIF,
por sus siglas en inglés) asegura que la tendencia de los
flujos externos ha cambiado desde el segundo trimestre del año
y que eso permitirá terminar el año con un aumento de los
flujos netos de capital privado hacia los países emergentes
de 349.000 millones de dólares, para subir hasta los
672.000 millones en 2010. Y es que los primeros signos de
recuperación económica han ido acompañados de un mayor
apetito por el riesgo entre los inversores, atraídos por
sus mayores tipos de interés y un mayor potencial de
crecimiento. Tanto, que algunos de estos países, como
Brasil, Taiwan o Corea, han optado por imponer algún tipo
de restricción al capital extranjero para evitar la entrada
masiva de fondos especulativos, con los consiguientes
problemas de tipo de cambio e inflacionistas que eso
conlleva. Además, el IIF apunta que, como exportadores de
capital neto que son muchos de ellos, se va a ir produciendo
progresivamente un aumento de los flujos financieros entre
países emergentes. Países como China tienen ya pocos
incentivos para comprar más bonos de países desarrollados,
sobre todo de EE UU, y puede empezar a desempeñar un papel
decisivo mundialmente como inversor en deuda de otros países
emergentes.
Otra cosa será lo que suceda con la deuda corporativa en estos mercados. La
nueva regulación que se avecina para el sector financiero,
con el fin de evitar una repetición de los excesos que nos
llevaron a esta crisis, apunta a unas mayores exigencias de
capital a los bancos. Esos requisitos de capital varían en
función de la calidad crediticia de las empresas, y para éstas
se traduce en un mayor coste de financiación. El IIF no
descarta que por ese motivo asistamos a una segunda oleada
de restricción crediticia, y, en esas condiciones, "es
posible que los bancos reduzcan sus préstamos a los
mercados emergentes, especialmente a aquéllos considerados
más débiles. Eso supone que el acceso a la financiación
externa para muchas empresas pequeñas o de baja calificación
crediticia permanecerá constreñido". Y si lo dice la
asociación que agrupa a los principales bancos privados del
mundo por algo será.
Ante un previsible escenario de mayores costes financieros, las empresas
–por lo menos, las del mundo desarrollado– están
intentando anticipar parte de su financiación futura. De
hecho, 2009 es ya un año récord en emisiones de deuda
corporativa. Jean Michel Six lo explica: "Asistimos a
una tendencia hacia la desintermediación. Las empresas han
reducido su dependencia de la financiación bancaria, que no
está facilitando el crédito, y han aumentado su recurso a
los mercados de capital. En EE UU, la deuda emitida por
empresas no financieras equivale al 25%, y en la eurozona,
al 7%, gracias a unas condiciones particularmente buenas,
con tipos de interés muy bajos y mucha liquidez".
Lo que teme el mundo empresarial es la vuelta del efecto crowding out, es
decir, que las necesidades de financiación del sector público
tan elevadas dejen fuera del mercado a las empresas y no les
permita acceder a financiación. De momento, la amenaza no
se ha hecho realidad. No porque la banca haya reanudado el
crédito empresarial, sino porque está garantizando la
colocación de la deuda pública emitida.
La banca ha sido la gran compradora de deuda pública en este último año.
Según explica Laurent Fransolet, de Barclays Capital, si
contamos la banca de EE UU, Japón, la zona euro y el Reino
Unido, el importe de esas compras alcanza los 1,1 billones
de dólares, sobre un total de 4,6 billones, lo que supone
un 30% más. En un momento de aversión total al riesgo, la
deuda de las principales economías mundiales aparecía como
la gran salvación para el sector, impulsada, además, por
las medidas heterodoxas de los bancos centrales. En la
eurozona, por ejemplo, el Banco Central Europeo (BCE) ha
puesto a disposición de la banca fondos ilimitados a un
tipo de interés del 1%. Simplemente con invertir ese dinero
en bonos públicos tenían un beneficio de un 2% o un 3%.
"El BCE calcula que el crédito a empresas y hogares va
entre dos y tres trimestres por detrás de la recuperación
del PIB. En el caso de EE UU, este retraso puede llegar
incluso al año. Con el inicio de la recuperación es más
que probable un incremento de los préstamos, pero no de
forma notable en los próximos trimestres", sentencia
Fransolet. Y mientras eso suceda, los Gobiernos tienen
garantizada la colocación de sus emisiones.
El BCE ya ha apuntado que poco a poco empezará a retirar la disponibilidad
de esos fondos, lo que puede añadir tensión al mercado de
deuda. Pero ahí aparece otro factor que puede jugar a favor
de los Estados. Las nuevas regulaciones que se avecinan para
el sector, con el fin de evitar una repetición de los
excesos que nos llevaron a esta crisis, apuntan a unas
mayores exigencias de capital a los bancos, un requisito que
no se aplica a la compra de deuda pública. Y en esas
condiciones, como explicaba hace poco un banquero en una
cena en Madrid, "puede que no me guste nada apostar por
la deuda pública, que no me gusta, pero lo mismo no queda
otro remedio".
En esas circunstancias, no se puede descartar un nuevo episodio como el de
Dubai World, ni que los problemas de financiación se
extiendan y alcancen entonces a un Estado soberano. La
amenaza es real. "En un periodo de 12 a 18 meses, sí
hay un fuerte riesgo de un crash en el mercado de bonos. Con
eso me refiero a una fuerte subida de los tipos de interés
a largo plazo y un desplome de los precios de los
bonos", concluye el economista para Europa de S&P.
Todas
las miradas apuntan a Grecia
Tras Dubai, la pregunta inmediata que surge es quién será el próximo. Es
entonces cuando todas las miradas se vuelven hacia Grecia.
Distintas fuentes comunitarias descartan esa posibilidad,
dicen que la quiebra de Grecia es imposible y que no se
contempla la posibilidad de que un país del euro suspenda
pagos. Recuerdan que, pese al deterioro de las cuentas públicas
–con un déficit superior al 12% y una deuda que ya rebasa
el 100% del PIB–, su calificación crediticia todavía
permite a los bancos griegos acceder a la financiación del
Banco Central Europeo (BCE). Pero es sólo la respuesta
oficial.
Fuera de micrófono, en voz baja y bajo condición de anonimato se admite el
elevado grado de preocupación que suscita entre las
autoridades comunitarias la situación griega. El problema
es que el tratado de la Unión impide explícitamente el
rescate tanto por el resto de los Estados como por parte del
BCE. Pero no cabe duda de que una quiebra dentro de la unión
monetaria arrastraría consigo a otros miembros en situación
de debilidad financiera como Italia, Irlanda o incluso España.
Las autoridades han estudiado confidencialmente la situación
y reiteran lo que ya dijo hace unos meses Alemania cuando
quien entonces tenía problemas era Irlanda: nunca se dejará
caer a un Estado del euro. No se puede hablar de un plan B,
pero sí de que hay varias propuestas sobre la mesa por si
fuera necesario recurrir a ellas. Podría articularse un préstamo
a través del Fondo Monetario Internacional (FMI), como ya
se hizo con Hungría. André Sapir y Jean Pisani–Ferry,
analista y director respectivamente de Bruegel, apuntan que
esa opción sería la más viable políticamente para las
autoridades europeas. "Así el FMI podría ejercer el
papel de poli malo y ser ellos los que impusieran el plan de
ajuste", dicen. "Pero no es tan simple, porque
nunca el Fondo ha impuesto un programa a un país que no
tiene control sobre su política monetaria. En todo caso,
sería algo completamente nuevo, nunca antes nos hemos
enfrentado a esta situación", dice otro experto.
El director del Centro de Estudios de Política Europea, Daniel Gros, cree
que el caso de Dubai ha introducido un cambio estructural en
el mercado. "Ha cambiado la percepción que tenían
algunos inversores de que los Estados no están
necesariamente detrás de las empresas que controlan y eso
puede suponer serios problemas de financiación para algunas
empresas rusas". Junto a éstas, Gros cita a Ucrania y
Portugal como los posibles "volcanes" a punto de
estallar.