El
euro carece del respaldo institucional necesario para que
funcione
¿Se puede
salvar al euro?
Por
Joseph E. Stiglitz (*)
PressEurop, 09/05/10
Nueva York.– La crisis
financiera griega puso en riesgo la supervivencia misma del euro. En el
momento de la creación del euro, a muchos los preocupaba su viabilidad a
largo plazo. Cuando todo salió bien, esas preocupaciones pasaron al olvido.
Pero el interrogante sobre cómo se aplicarían los ajustes si parte de la
eurozona resultara afectada por un fuerte shock adverso perduró. Corregir el
tipo de cambio y delegar la política monetaria al Banco Central Europeo
eliminó dos recursos primordiales a través de los cuales los gobiernos
nacionales estimulan sus economías para evitar la recesión. ¿Qué podía
reemplazarlos?
El premio Nobel Robert
Mundell estableció las condiciones según las cuales una moneda única podía
funcionar. Europa no cumplió con esas condiciones en su momento; y sigue sin
hacerlo. La eliminación de barreras legales para el movimiento de
trabajadores creó un mercado laboral único, pero las diferencias lingüísticas
y culturales hacen que la movilidad laboral al estilo norteamericano resulte
inalcanzable.
Es más, Europa no tiene
manera de ayudar a aquellos países que enfrentan problemas serios.
Consideremos el caso de España, que tiene una tasa de desempleo del 20% –y
más del 40% entre la gente joven–. El país tenía un excedente fiscal
antes de la crisis; después de la crisis, su déficit aumentó a más del 11%
del PBI. Pero, según las reglas de la Unión Europea, España ahora debe
recortar su gasto, lo cual, probablemente, exacerbe el desempleo. Conforme su
economía se ralentiza, la mejora de su posición fiscal puede ser mínima.
Algunos esperaban que la
tragedia griega convenciera a los estrategas políticos de que el euro no
puede andar bien sin una mayor cooperación (asistencia fiscal incluida). Pero
Alemania (y su Corte Constitucional), en parte a raíz de la opinión popular,
se ha opuesto a darle a Grecia la ayuda que necesita.
Para muchos, tanto dentro
como fuera de Grecia, era una situación peculiar: se habían invertido miles
de millones en salvar a los grandes bancos, pero evidentemente salvar a un país
de once millones de personas era un tabú. Ni siquiera resultaba claro que la
ayuda que Grecia necesitaba debiera ser catalogada como un rescate: si bien
resultaba poco probable que los fondos otorgados a instituciones financieras
como AIG fueran recuperados, un préstamo a Grecia a una tasa de interés
razonable probablemente sería saldado.
Una serie de ofertas a medias
y de vagas promesas, destinadas a calmar al mercado, resultaron un fracaso. De
la misma manera que Estados Unidos había improvisado a toda prisa una
asistencia para México 15 años antes combinando ayuda del Fondo Monetario
Internacional y el G–7, la UE diseñó un programa de asistencia junto con
el FMI. El interrogante era: ¿qué condiciones se le impondrían a Grecia? ¿Cuán
grande sería el impacto adverso?
Para los países más pequeños
de la UE, la lección es clara: si no reducen sus déficits presupuestarios,
existe un riesgo elevado de un ataque especulativo, con pocas esperanzas de
una ayuda adecuada por parte de sus vecinos, al menos no sin limitaciones
presupuestarias pro–cíclicas que resultarán dolorosas y contraproducentes.
A medida que los países europeos adopten estas medidas, sus economías
probablemente se debiliten –con consecuencias desdichadas para la recuperación
global.
Puede resultar útil analizar
los problemas del euro desde una perspectiva global. Estados Unidos se ha
quejado de los superávits (comerciales) de cuenta corriente de China; pero,
como porcentaje del PBI, el superávit de Alemania es aún mayor. Supongamos
que el euro se creó para que el comercio en la eurozona en su totalidad
fuera, en términos generales, equilibrado. En ese caso, el superávit de
Alemania implica que el resto de Europa está en déficit. Y el hecho de que
estos países importen más de lo que exportan contribuye a sus economías débiles.
Estados Unidos se ha quejado
de la negativa por parte de China de permitir que se aprecie su tipo de cambio
en relación al dólar. Pero el sistema del euro implica que el tipo de cambio
de Alemania no puede aumentar en relación a los otros miembros de la eurozona.
Si el tipo de cambio aumentara, a Alemania le costaría más exportar, y su
modelo económico actual, basado en exportaciones fuertes, enfrentaría un
desafío. Al mismo tiempo el resto de Europa exportaría más, el PBI aumentaría
y el desempleo se reduciría.
Alemania (al igual que China)
ve sus ahorros elevados y sus proezas exportadoras como virtudes, no vicios.
Pero John Maynard Keynes decía que los superávits conducen a una débil
demanda agregada global –los países que tienen superávits ejercen una
“externalidad negativa” en sus socios comerciales–. De hecho, Keynes creía
que eran los países con superávits, mucho más que los países con déficits,
los que planteaban una amenaza a la prosperidad global; incluso llegó a
recomendar un impuesto a los países con superávits.
Las consecuencias sociales y
económicas de los acuerdos actuales deberían ser inaceptables. No debería
obligarse a los países cuyos déficits han aumentado como resultado de la
recesión global a caer en una espiral mortal –como sucedió con Argentina
hace una década
Una solución que se propone
es que esos países pergeñen el equivalente de una devaluación –una
disminución uniforme de los salarios–. En mi opinión, esto es
inalcanzable, y sus consecuencias distributivas son inaceptables. Las
tensiones sociales serían enormes. Es una fantasía.
Existe una segunda solución:
la salida de Alemania de la eurozona o la división de la eurozona en dos
subregiones. El euro fue un experimento interesante, pero, como el casi
olvidado mecanismo de tipo de cambio (MTC) que lo antecedió y se desintegró
cuando los especuladores atacaron la libra británica en 1992, carece del
respaldo institucional necesario para que funcione.
Existe una tercera solución
–y tal vez Europa llegue a darse cuenta de eso– que es la más promisoria
de todas: implementar las reformas institucionales, incluyendo el marco fiscal
necesario, que deberían haberse implementado cuando se creó el euro.
No es demasiado tarde para
que Europa implemente estas reformas y, así, estar a la altura de los
ideales, basados en la solidaridad, que subyacen la creación del euro. Pero
si Europa no puede hacerlo, entonces quizá sea mejor admitir el fracaso y
pasar a otra cosa en lugar de pagar un precio elevado en materia de desempleo
y sufrimiento humano en nombre de un modelo económico fallido.
(*)
Profesor de la Columbia University y Premio Nóbel de Economía 2001.
Segunda
fase de la crisis financiera mundial
Regreso al
abismo
Por
Nouriel Roubini (*)
Crisis Económica.blogspot, 15/05/10
Nueva York.– Una
interpretación de las crisis financieras es la de que son, en palabras de
Nasim Taleb, acontecimientos del estilo de un “cisne negro” (es decir,
fuera de lo habitual): sucesos no planificados ni previsibles que cambian el
curso de la Historia. Pero, en ni nuevo libro sobre las crisis financieras,
Crisis Economics (“La economía de las crisis”), que versa no sólo sobre
la crisis reciente, sino también sobre docenas de otras a lo largo de la
Historia y tanto en economías avanzadas como en las de mercados en ascenso,
muestro que las crisis financieras son, en cambio, acontecimientos del estilo
de los “cisnes blancos, es decir, previsibles. Lo que está sucediendo ahora
–la segunda fase de la crisis financiera mundial– no era menos previsible.
Las crisis son el resultado
inevitable de una acumulación de riesgos y vulnerabilidades macroeconómicos,
financieros y de políticas: burbujas de activos financieros, asunción de
riesgo excesivo y apalancamiento, auges crediticios, relajación monetaria,
falta de supervisión y regulación apropiadas del sistema financiero, codicia
e inversiones arriesgadas por parte de los bancos y otras entidades
financieras.
La Historia indica también
que las crisis financieras suelen modificarse con el tiempo. Las crisis como
las que hemos padecido recientemente se debieron inicialmente a una deuda y un
apalancamiento excesivos entre los agentes del sector privado –familias,
bancos y entidades financieras, empresas–, lo que con el tiempo propició un
reapalancamiento del sector público cuando el estímulo fiscal y la
socialización de las pérdidas privadas –programas de rescate– causaron
un peligroso aumento de los déficits presupuestarios y del volumen de la
deuda pública.
Si bien semejantes estímulos
físcales y rescates pueden haber sido necesarios para impedir que la gran
recesión se convirtiera en una nueva Gran Depresión, la acumulación de
deuda pública, junto con la privada, entraña un gran costo. Con el tiempo
hay que reducir esos grandes déficits y deudas mediante mayores impuestos y
menos gasto y esa austeridad –necesaria para evitar una crisis financiera–
suele aminorar el ritmo de la recuperación económica a corto plazo. Si no se
abordan los desequilibrios fiscales mediante reducciones del gasto y aumentos
de los ingresos, sólo quedan dos opciones: la inflación para los países que
se endeudan en su propia moneda y pueden monetizar sus déficits o la quiebra
para los países que se endeudan en una divisa extranjera o no pueden imprimir
su propia moneda.
Así, los acontecimientos
recientes habidos en Grecia, Portugal, Irlanda, Italia y España son
simplemente la segunda fase de la reciente crisis financiera mundial. La
socialización de las pérdidas privadas y la laxitud fiscal encaminada a
estimular las economías en recesión han propiciado una peligrosa acumulación
de déficits presupuestarios y deuda públicos. Así, pues, la reciente crisis
financiera mundial no ha acabado; al contrario, ha alcanzado una fase nueva y
más peligrosa.
De hecho, una definición práctica
de una crisis financiera es la de un episodio que obliga a las autoridades a
pasar un largo fin de semana intentando desesperadamente anunciar un nuevo
plan de rescate para evitar el pánico nacional y mundial antes de que los
mercados abran el lunes. En los últimos años, esas sesiones de fines de
semana y sin dormir estuvieron dedicadas a los rescates necesarios de empresas
privadas: Bear Stearns, Fannie Mae y Freddie Mac, Lehman Brothers, AIG,
rescates bancarios, etcétera.
Y, naturalmente, esos dramas
de fin de semana no han acabado, pues las autoridades de la UE y de la zona
del euro pasaron un fin de semana preparando desesperadamente un plan de
rescate no sólo para Grecia, sino también para otros miembros débiles de la
zona del euro. La progresión está clara: primero vino el rescate de empresas
privadas y ahora llega el rescate de los rescatadores, es decir, los
gobiernos.
La escala de dichos rescates
está aumentando enormemente. Durante la crisis financiera asiática del período
1997–1998, Corea del Sur, economía de mercado en ascenso relativamente
grande, recibió un plan de rescate del FMI que entonces se consideró muy
grande: 10.000 mil millones de dólares. Pero, después de los rescates de
Bear Sterns (40.000 millones de dólares), Fannie Mae y Freddie Mac (200.000
millones de dólares), AIG (hasta 250.000 millones de dólares), el Programa
de Rescate de Activos Tóxicos (700.000 millones de dólares), ahora tenemos
la madre de todos los rescates: el billón de dólares de rescate de los
miembros de la zona del euro con problemas por parte de la Unión Europea y el
Fondo Monetario Internacional. Mil millones de dólares solían ser mucho
dinero; ahora un billón de dólares es la “nueva normalidad” o
–parafraseando la novela y la película El diablo viste dePrada–, ¡un
billón es los nuevos diez mil millones!
Los gobiernos que rescataron
nuestras empresas privadas necesitan ahora rescates, a su vez, pero, ¿qué
ocurrirá cuando se acabe la buena disposición política de Alemania y otros
acreedores disciplinados –muchos de ellos correspondientes ahora a mercados
en ascenso– a financiar semejantes rescates? ¿Quién rescatará entonces a
los gobiernos que han rescatado a bancos y entidades financieras privados? Los
mecanismos de nuestra deuda mundial se parecen cada vez más a un plan Ponzi.
Si bien se conoce
perfectamente la medicina adecuada para evitar catástrofes fiscales, el obstáculo
principal para la consolidación y la disciplina fiscales es el de que los
gobiernos débiles de todo el mundo carecen de capacidad y voluntad políticas
para aplicar la austeridad. El estancamiento político que hay en Washington y
en el Congreso de los Estados Unidos demuestra la falta del espíritu
bipartidario necesario para abordar las cuestiones fiscales de los Estados
Unidos. En el Reino Unido, un Parlamento sin mayoría ha tenido como
consecuencia un gobierno de coalición que tendrá una gran dificultad para
aplicar la disciplina fiscal.
En Alemania, la canciller
Angela Merkel ha perdido unas elecciones estatales decisivas después del
rescate de Grecia y el Japón tiene un gobierno débil e ineficaz que parece
negarse a reconocer la magnitud del problema que afronta. En la propia Grecia,
hay disturbios en las calles y huelgas en las fábricas; en el resto de los
PIIGS (Portugal, Irlanda, Italia y España), la disciplina fiscal será política
y socialmente dolorosa. Así, pues, los obstáculos políticos pueden impedir
la aplicación de la austeridad fiscal y de las reformas estructurales.
A consecuencia de ello, es
probable que ”la economía de crisis” nos acompañe durante mucho tiempo.
De hecho, la reciente crisis financiera no ha acabado y –lo que es peor–
la medicina usada para tratarla puede haber sido en parte tóxica. Parece
haber debilitado aún más al paciente y haberlo vuelto más adicto a drogas
peligrosas, además de menos resistentes a nuevas cepas del virus, que en
algunos casos pueden resultar fatales.
(*)
Nouriel Roubini es profesor de Economía en la Escuela Stern de Administración
de Empresas de la Universidad de Nueva York y Presidente de RGE Monitor.
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