Creo que, después de la
actual tragicomedia, a la socialdemocracia de Papandreu o de Zapatero sólo
les queda el descrédito o la impotencia. Tal vez los dos. El margen de
maniobra que permitía a la socialdemocracia arbitrar en el reparto de la
renta y valorizar pasivamente la fuerza de trabajo se ha acabado. Con él
también se ha acabado la posibilidad de una democracia con algún contenido,
pues las democracias europea y norteamericana jugaban precisamente con ese
margen (mediante políticas sociales o burbujas de deuda neoliberales).
Ese margen hoy no existe: los
mercados lo han invadido. Cuando un poder extralegal dice al supuesto soberano
lo que debe hacer, éste poder es el auténtico soberano. En nuestra
tragicomedia este poder habla por boca de los mercados y de sus oráculos (los
economistas). No importa que los oráculos mientan con descaro: su mentira es
la verdad que expresa el inconsciente del régimen, lo que el propio régimen
"no sabe que sabe".
De hecho, como en el 1984 de
Orwell siempre pueden cambiar retrospectivamente las previsiones del plan. Así,
durante más de un año han estado anunciando el surgimiento de "brotes
verdes" anunciadores del fin de la crisis, para afirmar ahora que la única
salida de la crisis –ahora agravada– consiste en la adopción de un
paquete de medidas antisociales que, por añadidura, sólo pueden originar una
recesión aún mayor, si no una auténtica depresión de la economía.
Hubo primero que salvar los
bancos provocando un endeudamiento gigantesco de las haciendas públicas.
Ahora que los bancos están a salvo, ellos mismos, junto con los demás
agentes financieros, apuestan a la bancarrota fiscal de los Estados que se
endeudaron para salvarlos, provocando un brutal aumento de los tipos de interés
de la deuda pública de los países ya más endeudados. Los representantes políticos
países del euro o de la UE hoy amenazados por esta nueva ofensiva han
decidido, para salir del atolladero liquidar sus políticas sociales y, ya que
no pueden devaluar su moneda, devaluar la fuerza de trabajo. De este modo,
tienen la seguridad de reducir sus gastos públicos a corto plazo y de poder
arrojar carnaza a los tiburones de la finanza. Pero esta solución no es ni
siquiera viable. Las declaraciones "patrióticas" de necios como José
Bono, que afirma que ""Es un momento de sangre, sudor y lágrimas
para el pueblo español" o que "Es la hora de que gane España,
aunque perdamos las elecciones" no engañan más que a quien quiera engañarse.
En la actualidad, el capital
financiero como expresión directamente política de la relación capital en
un régimen de acumulación donde el propio capital ha dejado de ser
productivo, es el medio por excelencia de la expropiación de los comunes. La
liquidación de las políticas sociales y la privatización programada de los
servicios públicos constituyen una aplicación de métodos coloniales de
expropiación en las propias metrópolis capitalistas. Como ya no existen
nuevas colonias por conquistar y las que se intentan dominar por la fuerza
–Iraq, Afganistán– parecen resistirse a la esclavitud, el capital tiene
que buscar nuevas fuentes de beneficio en sus propias metrópolis: se trata de
los bienes comunes representados por el Estado social y los servicios públicos,
el recurso productivo común que es la inteligencia colectiva, que se pretende
someter a las patentes, la propia vida y los estilos de vida de los individuos
y grupos que son hoy objeto de una brutal apropiación mercantil.
Hasta hace unos meses se
hablaba de una refundación del capitalismo. Se trataba de poner a este régimen
límites éticos y sociales para evitar su autodestrucción. Esa refundación
tenía que ver con la que se conoció en los años 30 y que teorizó Polanyi
en “La gran transformación”. En aquel momento, se trataba de
evitar la implosión de un sistema de capitalismo desregulado que ya había
provocado una guerra mundial, seguida de la Revolución rusa y de la crisis
del 29. Las políticas keynesianas y fordistas –y sus variantes fascista y
nacionalsocialista– evitaron el hundimiento y permitieron contener la ola
revolucionaria que amenazaba expandirse desde Rusia.
Hoy no se intenta ni siquiera
aplicar seriamente estas medidas, no porque el capitalismo no desee salvarse,
sino porque ya no puede hacerlo así. Cuando la producción material está
dejando de ser la fuente principal de beneficio para el capital, cuando esta
misma producción, incluso bajo formas jurídicas capitalistas, tiene que
recurrir a la cooperación directa de los trabajadores y a formas difusas de
trabajo social remunerado o no remunerado, el beneficio capitalista ha dejado
de proceder de la producción. Inicialmente el capitalismo se distinguía del
feudalismo y de los regímenes sociales de producción anteriores por el hecho
de que la extracción de plusvalía, que se realizaba en los anteriores regímenes
desde el exterior del proceso productivo (tributos, diezmos etc.), tenía
lugar ahora dentro del propio proceso de producción, como extracción de
plusvalía.
Hoy, a pesar del
mantenimiento – a veces mediante formas brutales: guerra, leyes de excepción
etc.– de las formas jurídicas correspondientes a las fases iniciales del
capitalismo, la realidad de la producción ha cambiado. Hoy, al igual que en
otras fases de acumulación originaria, los mecanismos de la deuda pública y
de la renta financiera son dominantes. El capitalismo, en cierto modo, se ha
feudalizado: ya no extrae fundamentalmente plusvalía a través de la producción,
sino mediante los circuitos financieros. Aquí, ya sólo se puede dejar la
palabra a Marx, quien pudo con su enorme lucidez describir lo que estamos
viviendo hoy refiriéndose no a la fase –ojalá terminal– del capital que
hoy vivimos, sino a sus oscuros comienzos en los que deuda pública, la
explotación colonial, la expropiación y proleterización consiguiente de los
trabajadores de las metrópolis y el desarrollo de los circuitos e
instrumentos financieros consiguieron que el dinero generase más dinero sin
pasar por un proceso de producción controlado por el capital. En el capítulo
sobre la acumulación originaria del libro primero del Capital, afirma, pues,
Marx lo siguiente:
"Los diversos factores
de la acumulación originaria se distribuyen ahora, en una secuencia más o
menos cronológica, principalmente entre España, Portugal, Holanda, Francia e
Inglaterra. En Inglaterra, a fines del siglo XVII, se combinan sistemáticamente
en el sistema colonial, en el de la deuda pública, en el moderno sistema
impositivo y el sistema proteccionista. Estos métodos, como por ejemplo el
sistema colonial, se fundan en parte sobre la violencia más brutal. Pero
todos ellos recurren al poder del estado, a la violencia organizada y
concentrada de la sociedad, para fomentar como en un invernadero el proceso de
transformación del modo de producción feudal en modo de producción
capitalista y para abreviar las transiciones. La violencia es la partera de
toda sociedad vieja preñada de una nueva. Ella misma es una potencia económica."
Y prosigue
Marx:
"El sistema del crédito
público, esto es, de la deuda del estado, cuyos orígenes los descubrimos en
Génova y Venecia ya en la Edad Media, tomó posesión de toda Europa durante
el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y
sus guerras comerciales, le sirvió de invernadero. Así, echó raíces por
primera vez en Holanda. La deuda pública o, en otros términos, la enajenación
del estado sea éste despótico, constitucional o republicano deja su impronta
en la era capitalista. La única parte de la llamada riqueza nacional que
realmente entra en la posesión colectiva de los pueblos modernos es... su
deuda pública . De ahí que sea cabalmente coherente la doctrina moderna según
la cual un pueblo es tanto más rico cuanto más se endeuda. El crédito público
se convierte en el credo del capital. Y al surgir el endeudamiento del estado,
el pecado contra el Espíritu Santo, para el que no hay perdón alguno, deja
su lugar a la falta de confianza en la deuda pública.
"La deuda pública se
convierte en una de las palancas más efectivas de la acumulación originaria.
Como con un toque de varita mágica, infunde virtud generadora al dinero
improductivo y lo transforma en capital, sin que para ello el mismo tenga que
exponerse necesariamente a las molestias y riesgos inseparables de la inversión
industrial e incluso de la usuraria. En realidad, los acreedores del estado no
dan nada, pues la suma prestada se convierte en títulos de deuda, fácilmente
transferibles, que en sus manos continúan funcionando como si fueran la misma
suma de dinero en efectivo. Pero aun prescindiendo de la clase de rentistas
ociosos así creada y de la riqueza improvisada de los financistas que desempeñan
el papel de intermediarios entre el gobierno y la nación como también de la
súbita fortuna de arrendadores de contribuciones, comerciantes y fabricantes
privados para los cuales una buena tajada de todo empréstito estatal les
sirve como un capital llovido del cielo , la deuda pública ha dado impulso a
las sociedades por acciones, al comercio de toda suerte de papeles
negociables, al agio, en una palabra, al juego de la bolsa y a la moderna
bancocracia.
"Desde su origen, los
grandes bancos, engalanados con rótulos nacionales, no eran otra cosa que
sociedades de especuladores privados que se establecían a la vera de los
gobiernos y estaban en condiciones, gracias a los privilegios obtenidos, de
prestarles dinero. Por eso la acumulación de la deuda pública no tiene
indicador más infalible que el alza sucesiva de las acciones de estos bancos,
cuyo desenvolvimiento pleno data de la fundación del Banco de Inglaterra
(1694). El Banco de Inglaterra comenzó por prestar su dinero al gobierno a un
8 % de interés, al propio tiempo, el parlamento lo autorizó a acuñar dinero
con el mismo capital, volviendo a prestarlo al público bajo la forma de
billetes de banco. Con estos billetes podía descontar letras, hacer préstamos
sobre mercancías y adquirir metales preciosos. No pasó mucho tiempo antes
que este dinero de crédito, fabricado por el propio banco, se convirtiera en
la moneda con que el Banco de Inglaterra efectuaba empréstitos al estado y
pagaba, por cuenta de éste, los intereses de la deuda pública. No bastaba
que diera con una mano para recibir más con la otra; el banco, mientras recibía,
seguía siendo acreedor perpetuo de la nación hasta el último penique
entregado. Paulatiamente fue convirtiéndose en el receptáculo insustituible
de los tesoros metálicos del país y en el centro de gravitación de todo el
crédito comercial. Por la misma época en que Inglaterra dejó de quemar
brujas, comenzó a colgar a los falsificadores de billetes de banco. En las
obras de esa época, por ejemplo en las de Bolingbroke, puede apreciarse
claramente el efecto que produjo en los contemporáneos la aparición súbita
de esa laya de bancócratas, financistas, rentistas, corredores, stock–jobbers
[bolsistas] y tiburones de la bolsa [...]
“William Cobbett observa
que en Inglaterra a todas las instituciones públicas se las denomina
"reales", pero que, a modo de compensación, existe la deuda
"nacional" (national debt).”
Marx no llegó a escribir el
volumen sobre el Estado que figuraba en el plan inicial del Capital. Sin
embargo, vemos en un texto como este qué tipo de relación guarda el Estado
moderno con la acumulación de capital y en otros pasajes de la misma obra
podemos comprobar la función de reproducción que desempeña el Estado
respecto de la relaciones capitalistas. Cualquier intento de recurrir al
Estado como medio para poner freno al Capital podrá, en el mejor de los casos
tener efectos limitados, cuando no francamente reaccionarios. Estado y poder
financiero se encuentran íntimamente unidos en su principio mismo por su carácter
representativo. Como sostiene el jurista francés Marcel Hauriou (de quien
afirmaba Pasukanis que era uno de los pocos teóricos burgueses del derecho
que no decía tonterías):
"Existe entre el régimen
de Estado y el régimen de la finanza la caraterística común de que ambos
reposan sobre elementos representativos más que reales, el Estado sobre la
concepción de la cosa pública, la finanza sobre el crédito.
Estas afinidades no son meras
aproximaciones de ideas. Hemos visto que el Estado es un equilibrio móvil,
muy delicado, en constante progreso; hace falta que haya en él una organización
económica flexible y móvil como la de la roiqueza mobiliaria. Por otra
parte, por mucho que sean móviles, las estabilidades que garantiza el Estado
tienen un valor de creencia máxima y son las que desarrollan el crédito
necesario al régimen capitalista."
Finanza y Estado se
encuentran hoy de nuevo mano a mano como los dos polos principales del
capitalismo, una vez que este ya no es capaz de organizar la producción. El
Estado reposa en las "predicciones" de los nuevos augures de la
finanza y estos mantienen al Estado como instrumento de garantía de sus
rentas. Ambos viven del crédito: de la representación política, basada en
la creencia en u todo nacional que hoy ilustran con pasión los tribunos de la
izquierda, del centro y de la derecha del a derecha, y de la "confianza
de los mercados". Ambos son falsos profetas, tramposos, pues determinan
ellos mismos las condiciones de cumplimiento de sus propias profecías.
La única solución a este
problema de los falsos profetas la encontraron los antiguos judíos, quienes,
para acreditar la profecía condenaban sistemáticamente a muerte a los falsos
profetas. Esto hacía, mediante un método espistemológicamente mucho más
fiable, que la profecía fuese siempre auténtica. Unos popperianos algo
sanguinarios con criterios de "falsation" eficaces y radicales. No sólo
se descarta la proposición que resulta falsa, sino que se "falsa" a
su propio autor. Tal vez hubiera que aprender de los antiguos hebreos.