Resumen: Los neoliberales objetan la osadía de los banqueros, los
desaciertos de los gobiernos y la irresponsabilidad de los
deudores. No explican el apoyo a un socorro estatal que
desmiente todas sus doctrinas. Analizan las conductas
individuales, omitiendo los condicionantes objetivos y el
impacto de concurrencia sobre las finanzas.
Los keynesianos cuestionan el descontrol oficial, la
tolerancia de la especulación y la ausencia de
regulaciones. Denuncian los fraudes, sin notar su conexión
con la expansión del crédito. Las regulaciones ya son
numerosas pero están socavadas por la competencia, mientras
el estado protege a las clases dominantes en lugar de
contribuir al bien común.
El continuado poder de la elite que supervisa a los bancos
desmiente las contraposiciones absolutas entre regulación
keynesiana y flexibilización liberal. Ambas modalidades se
reencuentran en los momentos de colapso y convalidan la especulación,
como una actividad constitutiva y no opcional del
capitalismo.
La explicación de la crisis por el deterioro del poder
adquisitivo resalta la vulnerabilidad de la demanda que ha
generado el endeudamiento familiar. Pero el propio
capitalismo incentiva el consumo sin permitir su disfrute.
Propicia una ampliación de las ventas que contradice
la reducción de los costos salariales.
Todos los enfoques marxistas remarcan los desequilibrios
intrínsecos del sistema, pero existen varias
interpretaciones de la crisis. Quiénes subrayan las
tensiones entre la producción y el consumo que genera la
estratificación clasista esclarecen un conflicto central de
la economía actual. Pero debe evaluarse el grado de
generalidad y madurez de este desequilibrio.
El énfasis en la sobreproducción permite notar el impacto
de los excedentes generados con la mundialización. Pero esa
fractura no es un arrastre del período pre-liberal y no
anula la depuración de los capitales obsoletos.
El acento en la declinación porcentual de la tasa de
ganancia confirma los desajustes creados por el aumento de
la inversión, en un marco de creciente desempleo. Pero hay
que notar cómo el aumento de la explotación y el
abaratamiento de los insumos ha preservado el nivel de los
beneficios.
Varias explicaciones financieras
clarifican
el
contenido social de la moneda y el crédito. Destacan la
corrosión provocada por la
emisión de títulos, el giro de los bancos hacia los créditos
de consumo y la gestión familiar del riesgo. Pero hay que vincular estas transformaciones con sus determinantes
productivos y evitar lecturas centradas en el saqueo.
Las divergencias teóricas entre economistas marxistas no
tienen correlatos políticos directos y alientan una nueva síntesis
del análisis científico con la práctica socialista.
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Interpretaciones
de la crisis
Transcurridos dos años desde el
comienzo de la crisis las explicaciones de lo ocurrido
continúan hegemonizadas por un contrapunto entre
neoliberales y keynesianos. Los economistas ortodoxos
cuestionan la osadía de los banqueros, los desaciertos de
los gobiernos y la irresponsabilidad de los deudores. Los
heterodoxos objetan el descontrol oficial, la tolerancia de
la especulación y la ausencia de regulaciones financieras.
Frente a esta argumentación comienza a ganar espacio otra
interpretación de raíz marxista, que atribuye la convulsión
a desequilibrios intrínsecos del capitalismo.
Apetencias e
interferencias
Los neoliberales (Gary Becker, Alan
Greenspan) repiten su libreto cómo si nada hubiera
ocurrido. Presentan la crisis como un accidente pasajero,
que no debería alterar el reinado de los financistas.
Reconocen que el terremoto obliga a reconsiderar las
supervisiones oficiales a los bancos, pero se oponen a
eliminar las desregulaciones de los últimos años.
Lo que no pueden explicar es su fervoroso apoyo al socorro
estatal que recibieron las entidades. Es evidente que ese
auxilio contraría todas las prédicas a favor de la
competencia y el riesgo. A veces argumentan que las
instituciones financieras suministran dinero a toda la
sociedad y deben ser preservadas con los fondos públicos.
Pero si requieren ese sostén pierden validez todas las
alabanzas a la empresa privada. Los bancos constituyen el
pilar de un sistema que los neoliberales consideran virtuoso
y auto-suficiente. Con esas cualidades deberían poder
afrontar las situaciones críticas sin ningún auxilio
externo. En esas circunstancias y no durante el ciclo normal
de los negocios se pone a prueba la consistencia del
capitalismo.
Los economistas ortodoxos eximen a los banqueros de toda
responsabilidad. Atribuyen la crisis a los efectos
ocasionados por las políticas oficiales de abaratamiento
del crédito, que estimularon el otorgamiento de préstamos
a clientes insolventes. Pero en un contexto de bajas tasas
de interés, los financistas podrían haber orientado sus
colocaciones hacia otros destinos. No montaron la burbuja
inmobiliaria por presiones oficiales, sino por el alto
rendimiento que prometía ese negocio. Sólo reconocieron la
existencia de un problema, cuándo la morosidad de esos créditos
desató el quebranto de los bancos.
Ahora convierten a las víctimas en culpables del desplome.
Los pequeños deudores que padecen el desalojo de sus
viviendas son acusados de comportamiento irresponsable. Los
neoliberales encubren las estafas cometidas por los
banqueros, pero cuestionan a las familias empobrecidas que
tomaron préstamos por simple necesidad de alojamiento.
Esta acusación es coherente con su restrictivo análisis
de la crisis, en función de las conductas individuales.
Utilizando ese parámetro consideran que los banqueros
actuaron con excesiva confianza y se dejaron arrastrar por
la codicia. No registran cuán absurdo es reclamar moderación
en la actividad más competitiva del capitalismo. Las reglas
de juego que rigen en ese ámbito habitualmente premian al
aventurero y castigan al cauteloso.
La propia dinámica
de la concurrencia por manejar los nichos más rentables del
mercado empujó a los financistas a tomar los riesgos que
provocaron el colapso. Los neoliberales que elogiaron a los
apostadores en el auge, despotrican ahora contra la
desmesura.
En sus caracterizaciones de la crisis focalizan todos los
inconvenientes, en la inclinación psicológica de los
financistas a tomar riesgos sin evaluar las consecuencias.
Pero omiten el condicionamiento objetivo de esta actitud,
que impone la vigencia de ciclos ascendentes y descendentes
de los negocios. Siguiendo estas fluctuaciones los banqueros
están forzados a valorizar su inversión, con iniciativas
que tarde o temprano desembocan en un crack general.
Las explicaciones neoliberales incurren en incontables
contrasentidos. Afirman que las señales de alarma fueron
desoídas durante la euforia irracional de los últimos años
y consideran que una retirada a tiempo, podría haber
evitado el descalabro. Pero esa obviedad olvida que los
desmoronamientos no son acontecimientos arbitrarios o
evitables. Estos desplomes forman parte de la reorganización
periódica que rige al capitalismo.
Los ortodoxos se arrepienten por el deslumbramiento que
tuvieron con los sofisticados instrumentos de intermediación,
para evaluar los riesgos financieros. Primero elogiaron la
fiabilidad de estos mecanismos, pero ahora estiman que los
swaps, los derivados y los seguros de cobertura convirtieron
a la gestión del crédito en un laberinto inmanejable.
Es evidente que estos complejos programas -diseñados en
Wall Street por expertos matemáticos- no permitieron
ponderar de manera efectiva el riesgo y se tornaron
indescifrables para los propios banqueros.
Pero el problema no radica en la falta de transparencia de
la información aportada por esas herramientas, sino en las
decisiones que adoptaron los financistas en un marco de
concurrencia despiadada. Aunque los banqueros perciban las
señales de riesgo no pueden valorarlas en forma adecuada,
cuándo están inmersos en fuertes pugnas por el manejo
rentable de las carteras.
La regla del beneficio creciente les impide adoptar en el
momento adecuado la actitud conservadora, que todos aplauden
a posteriori. Lo que parece racional luego del estallido es
desechado con antelación, para no perder oportunidades de
ganancias.
Pero lo peor no es el reconocimiento de este desacierto,
sino la decisión de descargar las traumáticas
consecuencias del desastre actual sobre los trabajadores y
los desocupados. La principal función de la prédica
neoliberal es justificar esta transferencia del costo de la
crisis a los desamparados. Sus teorías sólo apuntan a
proteger los privilegios de los acaudalados.
Fraudes y supervisiones
Los keynesianos (Paul Krugman, Joseph Stiglitz, George
Soros, Nouriel Roubini) han
desplazado a sus adversarios del escenario mediático.
Consideran que presagiaron la crisis y advirtieron las
negativas consecuencias de la desregulación bancaria. Pero
estos mensajes de alerta no condujeron a confrontar
seriamente con la elite bancaria, ni a exigir penalizaciones
de la conducta financiera.
Ahora comparten la indignación colectiva que suscitan las
impúdicas bonificaciones a los financistas. Pero avalan el
socorro a los banqueros con los mismos argumentos que
difunden el establishment. En lugar de reclamar la
nacionalización del sistema bancario, aceptan una
socialización de las pérdidas que acrecienta la deuda pública
y obliga al ajuste perpetuo del gasto social.
Los keynesianos denuncian los fraudes cometidos con
apalancamientos y contabilidades engañosas. También
denuncian los oscuros negocios realizados con el capital
propio de las entidades, que debía respaldar la actividad
crediticia. Pero presentan estas estafas como pecados
personales de los especuladores, omitiendo que el propio
capitalismo incentiva periódicamente distinto tipo de
malversaciones, para extender el alcance del crédito.
En esos ciclos de auge son muy demandados los financistas
con habilidades para inventar nuevas formas de
endeudamiento. En estas operaciones se violan las reglas
vigentes, para gestar burbujas que rinden enormes ganancias.
Los keynesianos atribuyen estos excesos a la ausencia de
regulaciones y proponen resolver el problema con normas más
estrictas. Consideran que la tendencia de los banqueros a
perder la prudencia, obliga al estado a ejercer una
supervisión más estricta. Señalan que esta acción es
indispensable para contrarrestar la inclinación de los
financistas la gestión imprudente.
Pero en el sistema bancario no faltan reglas. Al contrario,
abundan las normas y los mecanismos de supervisión. Como
los propios banqueros preservan un control indirecto sobre
esas disposiciones, las auditorías no reducen finalmente la
incertidumbre, ni acotan el riesgo. Mediante distintos
lobbies, los financistas suelen manejar toda esa maraña
legislativa desde las trastiendas del poder. Con esa
digitación inutilizan los controles e impiden neutralizar
la irrupción de un crack.
La estrecha familiaridad entre los funcionarios y los
banqueros se acentuó en las últimas décadas, a través de
las privatizaciones y las normas de independencia de los
bancos centrales. Pero esta asociación no es coyuntural.
Acompaña al capitalismo desde su nacimiento y ha sido
indispensable para la continuidad de este modo de producción.
Los keynesianos cuestionan solo los excesos de esa relación.
Es importante notar que ha sido esta estructura de
reglamentaciones y no su abstracta ausencia, lo que precipitó
la crisis reciente. Las entidades no sufren la periódica
erosión de su eficacia por vacios legales, sino por el
impacto de la acción competitiva. La compulsión a incrementar el beneficio autodestruye
las regulaciones heredadas de los períodos precedentes.
La expectativa de evitar el crujido financiero con nuevas
disposiciones legales recrea viejas ilusiones en gestar
instrumentos mágicos para prevenir la crisis. Estas
herramientas nunca existieron, ni serán creados, mientras
reine la presión para valorizar el capital en circulación.
Esta compulsión erosionó las regulaciones de posguerra y
vuelve a socavar las normas introducidas en los últimos años.
Seguramente el actual desarreglo neoliberal será enmendado
con supervisiones más estrictas. Pero otra secuencia de
mayor desregulación volverá a irrumpir, cuando el
capitalismo necesite recomponer la tasa de beneficio.
Los keynesianos idealizan las regulaciones que establecen los estados para ordenar el funcionamiento
de los mercados. Suponen que estas normas definen la dinámica
del negocio bancario, olvidando que estas disposiciones
aportan esencialmente una garantía del poder público para
los papeles en circulación. La vigencia de una u otra regla
sólo viabiliza ese funcionamiento. Lo que permite la
existencia del crédito y la moneda es un respaldo estatal
que exhiba solidez y capacidad de reembolso.
La comprensión de este proceso
requiere aceptar que el estado no es una entidad al servicio
del bien común, sino un órgano de protección de las
clases dominantes. Cómo los
economistas heterodoxos no aceptan este principio, imaginan
que se pueden corregir todos los defectos del sistema con
simples ajustes en las regulaciones.
El socorro que recibieron los bancos en la crisis debería
poner fin a estas fantasías, ya que ha sido muy visible cómo
los financistas manejan los resortes del estado en las
situaciones críticas. Pero esta lección no será asimilada
por quiénes observan al capitalismo como un sistema
perfectible y eterno.
Volatilidad y desregulación
Existe otra corriente de teóricos
pos-keynesianos (Philip Arestis, Gerald Epstein),
que enfatizan en forma más contundente la responsabilidad
del neoliberalismo.
Estiman que la liberalización financiera potenció la
incertidumbre, tornó volátil la circulación de fondos e
incentivó la aceleración de las operaciones sin cobertura.
Consideran que se estimuló una desbocada carrera
por ampliar las ganancias inmediatas, favoreciendo la
introducción de reglas de portafolio y maximización bursátil
que terminaron desestabilizando a los propios bancos.
Este diagnóstico retrata el impacto de una transformación
que contribuyó a potenciar el descalabro de las entidades.
Pero este cuestionamiento omite las líneas de continuidad
que vinculan a la era keynesiana con el período neoliberal.
La desregulación se implementó preservando un patrón de
intervención estatal sobre el sistema financiero, manejado
por un selecto y estable grupo de expertos.
Es cierto que han estallado más burbujas que en el pasado,
pero se mantiene la vieja pauta de transferir las riendas
del sistema a esa elite cuándo los bancos tambalean. La
persistencia de este comando demuestra cuán erróneas son
las contraposiciones absolutas entre regulación keynesiana
y flexibilización liberal. Ambas modalidades difieren en la
gestión corriente de los negocios, pero se reencuentran en
los momentos de potencial colapso.
Esta
familiaridad
es desconocida por los economistas que contrastan a los
banqueros con el resto de los capitalistas. Cómo ignoran la
asociación existente entre ambos grupos, han quedado
desconcertado por la reciente conversión de los financistas
en defensores de la acción estatal. Con igual sorpresa
reciben la escasa predisposición que muestran los
industriales para introducir cambios en el esquema
neoliberal.
Los pos-keynesianos han retomado viejos cuestionamientos
morales a la actividad improductiva.
Denuncian el descaro de Wall Street, la estafa de los
ahorristas y el chantaje de las agencias calificadoras
contra los países endeudados. Pero olvidan que la
especulación es una actividad constitutiva y no opcional
del capitalismo.
Los bancos no forman un mundo aparte.
Operan como complemento de la inversión y lucran
desenvolviendo una actividad requerida por sus pares del
comercio y la producción. El
capitalismo enteramente productivo que imagina la
heterodoxia nunca existió. El sistema se reproduce con
formas crediticias que inexorablemente resucitan la
especulación.
Al observar la tiranía de los financistas como un mal
divorciado de la acumulación, se olvida también el lugar
estratégico que han ocupado los banqueros en la
reorganización general del capitalismo neoliberal. Esa
gravitación contribuyó a imponer el incremento general de
la tasa de explotación que reclamó toda la clase
dominante.
Mediante su control del crédito, los banqueros definen
actualmente el curso del ajuste que demandan todos los
capitalistas y comandan las drásticas cirugías sociales
que requiere el sistema para reproducirse. Lejos de
introducir una distorsión en el capitalismo contemporáneo
han actuado en función de las necesidades de este modo de
producción.
Retracción de la demanda
Otras interpretaciones de la heterodoxia -más vinculadas a
la tradición de la Regulación y el Distribucionismo-
subrayan las tensiones creadas por el neoliberalismo en la
esfera de la demanda (Michel Aglietta, Robert Boyer, Thomas
Palley). Destacan que el modelo actual contrajo los
salarios, amplió el desempleo y ensanchó la desigualdad
social, hasta provocar un serio deterioro del poder de
compra. Esta retracción afecta la demanda y potencia las
recesiones. Partiendo de esta caracterización se convoca a
recomponer la vitalidad del consumo masivo, con medidas de
ampliación del gasto público y cierta redistribución del
ingreso.
Este enfoque destaca también el impacto generado por los
nuevos rasgos patrimoniales que presenta el consumo de los
sectores altos y medios. Como una parte de los recursos de
estos segmentos ha sido convertido en bonos y acciones, las
corrientes de compras dependen más del vaivén de la
riqueza financiera que del comportamiento de los ingresos.
Por esta razón los ciclos de apreciación bursátil e
inmobiliaria impulsan la demanda y los períodos de pérdidas
precipitan regresiones de las adquisiciones. Los factores
que determinan la “confianza del consumidor” han quedado
enlazados como nunca al vaivén financiero.
Esta vulnerabilidad del consumo se acrecienta, además, por
su creciente sostén en el endeudamiento familiar. Mientras
que durante la posguerra la evolución de la demanda estaba
dictada por la mejora del salario, en las últimas dos décadas
ha quedado directamente conectada a la evolución de los préstamos.
Frente al creciente deterioro del mercado laboral, los
asalariados han recurrido al auxilio crediticio para
sostener su nivel de vida. Sólo el astronómico volumen de
estos pasivos ha preservado el circuito de las compras, en
un contexto de reducido ahorro. Los cuestionamientos al
“sobre-gasto” de las familias estadounidenses retratan
este divorcio, entre crecientes adquisiciones y exiguos
reaseguros financieros.
Pero la acertada descripción de estos desequilibrios omite
que el neoliberalismo solo potenció una contradicción del
capitalismo contemporáneo. Este sistema incentiva el
consumo en gran escala, sin brindar una contraparte de
ingresos superiores y estables. Por un lado alienta las
adquisiciones como barómetro
del logro individual e identificación del éxito con el
dinero. Por otra parte bloquea la obtención de esas metas,
al fragilizar los ingresos mediante la competencia laboral y
la degradación del trabajo.
El capitalismo actual promueve el
consumismo hedonístico y el utilitarismo auto-referencial,
pero imposibilita el disfrute de estos hábitos al
generalizar la incertidumbre laboral.
Este tipo de contradicciones salió a flote primero en
Estados Unidos, pero ya se verifica en todos países
avanzados.
Los economistas heterodoxos presentan estos desequilibrios
como perturbaciones de la demanda, que podrían superarse
mediante la ampliación del consumo. Olvidan que el
capitalismo no tiene remedios sustanciales para los
problemas que genera con el poder adquisitivo. En su propio
desarrollo incentiva objetivos contrapuestos, al propiciar
la ampliación de las ventas y la obtención de ganancias
con menores costos salariales. Ambas metas son
incompatibles, ya que la búsqueda de beneficios con bajos
sueldos deteriora la posibilidad de ensanchar los mercados.
En última instancia, esta contradicción –que irrumpe
periódicamente- deriva del divorcio existente entre las
condiciones de valorización (tasa de explotación) y
realización (volumen de ventas) del capital.
Al desconocer esta tensión, los heterodoxos suponen que se
puede evitar el ajuste neoliberal con mayor demanda y
crecimiento. Pero estas propuestas son archivadas a la hora
de gobernar. En esos momentos se reemplaza el recetario
reformista por las acciones que exige el establishment. Lo
demostró Obama, al utilizar los fondos públicos para
socorrer a los bancos en desmedro de las mejoras sociales.
El comportamiento de los presidentes socialdemócratas de
Grecia, España o Portugal ha sido más descarado. Lanzaron
brutales despidos y recortes de los salarios, que se ubican
en la antítesis de la reactivación de la demanda. Este
contraste entre discurso y realidad ilustra los obstáculos
que enfrenta la concreción de los enunciados heterodoxos.
En la crisis ha salido a la superficie la escasa
predisposición de las clases dominantes para implementar
medidas de retorno al estado de bienestar. Todos los
capitalistas aspiran a seguir usufructuando de las ventajas
que obtuvieron con la ofensiva patronal.
Los poderosos
buscan incluso aprovechar el pánico creado por el
desempleo, para ensayar una nueva oleada de thatcherismo,
que liquide todo resabio de conquistas sociales. Este curso
es propiciado por el conjunto de los opresores y no solo por
los financistas de Wall Street. La reactivación del consumo
popular con mejoras sociales solo puede efectivizarse a través
de la lucha popular.
La crisis confirma que el funcionamiento del capitalismo se
ubica muy lejos del imaginario heterodoxo. Todas las
ilusiones en una trayectoria de equidad dentro de este
sistema son desmentidas por el curso de los acontecimientos.
Estas creencias presuponen que los empresarios actúan al
servicio de la sociedad y que los estados regulan la
distribución equitativa de los recursos. El ajuste refuta
esa visión y demuestra cómo se desenvuelve un régimen
social manejado por banqueros y empresarios.
Estos desaciertos de las concepciones keynesianas inducen a
buscar explicaciones en los enfoques que postula el
marxismo.
Estrechez del consumo
Los seguidores de Marx subrayan la responsabilidad del
capitalismo en el estallido de la crisis. Consideran que
estas convulsiones son inherentes al sistema y continuarán
irrumpiendo mientras perdure este régimen social.
Pero dentro de un marco conceptual compartido, los
partidarios de esta visión plantean distintas
interpretaciones de la eclosión actual. Estas diferencias
giran en torno a los principales desequilibrios del sistema.
Son discrepancias que retoman controversias de larga data
sobre los mecanismos determinantes de las crisis.
Una vertiente postula que la obstrucción de la demanda
suscitada por la agresión neoliberal constituye la
principal contradicción del capitalismo contemporáneo
(Michel Husson, Alain Bhir). Atribuyen el debilitamiento del
poder de compra a la propia acumulación, que divorcia el
curso de la producción de la dinámica del consumo.
Remarcan que esta fractura no puede remediarse con simples
cambios de política económica
Esta mirada destaca que el
debilitamiento
de los sindicatos, la segmentación del trabajo y la
flexibilización laboral han tornado más vulnerables las
estructuras de la demanda, que se forjaron durante el estado
de bienestar. La vieja norma de consumo estable ha sido
reemplazada por modalidades de compra más imprevisibles.
Esta inestabilidad bloquea la absorción de una canasta
contemporánea de bienes, que ya no presenta la uniformidad
de la producción en serie. El comportamiento de la demanda ha perdido previsibilidad,
frente a la multiplicación de empleos flexibilizados,
salarios inciertos y puestos de trabajo alternados.
Este enfoque permite notar cómo el incremento de la
productividad, la informatización del proceso productivo y
la aceleración de los ritmos de fabricación han acentuado
la vulnerabilidad del consumo. La competencia despiadada
obliga recortar el ciclo de vida de los productos y a lanzar
nuevos diseños, antes de completar la amortización de las
inversiones. Esta obsolescencia acelerada de las mercancías
impone formas de consumo tan vertiginosas, cómo
desconectadas del tiempo de vida útil de las mercancías.
La compulsión a cambiar celulares, televisores o autos
induce a desechar estos bienes antes de su aprovechamiento
completo.
Esta visión conceptualiza acertadamente las obstrucciones
que sufre la demanda, como desequilibrios de realización
del valor de las mercancías. Los bienes fabricados en
procesos de extracción de plusvalía necesitan venderse
para consumar esa confiscación, pero la ausencia de
compradores solventes impide concretar ese proceso. El mismo
sistema que induce a producir mercancías con criterios de
rentabilidad socava el poder de compra.
La norma del beneficio orienta además la producción en
función de cálculos de mercado, que están divorciados de
las necesidades prioritarias de la población. Las
oscilaciones de la oferta y la demanda sólo registran en
forma parcial y distorsionada estos requerimientos, mientras
que el barómetro de la rentabilidad impide satisfacer las
necesidades sociales.
Este enfoque describe como la agresión neoliberal ha
creado un círculo vicioso de contracción de la demanda que
obstruye la acumulación. También destaca que es improbable
la atenuación de estos escollos mediante la reconstitución
del estado de bienestar. Postula recuperar las conquistas
perdidas a través de la lucha popular y convoca a un
compromiso de los economistas con la batalla social.
Esta explicación demuestra que la competencia multiplica
los desajustes en todos los modelos de capitalismo. En
cualquiera de estos esquemas, los empresarios se encuentran
empujados a reducir los ingresos de los asalariados,
afectando la venta de los productos que necesitan colocar.
Esta contradicción obedece a una dualidad intrínseca del
capitalismo que incentiva la producción ilimitada de
valores de uso, restringiendo al mismo tiempo la absorción
mercantil de los bienes. Este desequilibrio deriva en última
instancia del acotado poder de compra que impone la
distribución desigual del ingreso.
La división de la sociedad en clases acaudaladas y desposeídas
se traduce no sólo en formas diferenciadas de consumo, sino
también en severas restricciones a la digestión de los
bienes fabricados. La estratificación clasista obstruye
periódicamente la realización del valor, bloqueando la
venta de las mercancías a precios compatibles con la
ganancia esperada.
Al destacar cómo el capitalismo contemporáneo
amplía
la demanda sin crear una contraparte de ingresos mayores,
este enfoque clarifica
un determinante de la crisis en curso. Pero el peso efectivo
de este desequilibrio y su grado de madurez son
controvertibles. Un indicio del alcance limitado que
presenta esta contradicción es el estallido de la crisis en
la economía de mayor sobre-consumo del plantea (Estados
Unidos) y su posterior extensión hacia otros regiones de
alto nivel de demanda (Europa u Japón).
Esta localización indica la ausencia de un escenario
general de sub-consumo. Más bien predomina una variedad situaciones
diferenciadas. En el Primer Mundo prevalece un contexto de
compras frágiles y extendidas, en las economías
intermedias las adquisiciones están muy polarizadas y en la
periferia la corriente de ventas es claramente insuficiente.
Conviene recordar, además, que el capitalismo
tradicionalmente atemperó el estrangulamiento de la
demanda, con la expansión del sector de equipamiento y
bienes sofisticados. Estos contrapesos siguen operando y
evitan la aparición de límites absolutos a la acumulación.
El incremento de los salarios en comparación a la
productividad o los beneficios ha quedado completamente
rezagado, pero esta brecha se traduce en mayor desigualdad
del ingreso y no en una retracción absoluta del consumo.
Sobreproducción de
mercancías
Otra tesis marxista recoge las explicaciones que hacen
hincapié en los excedentes de productos sin vender. Este
tipo de sobreoferta irrumpió primero en las viviendas
norteamericanas y se expandió posteriormente a varias ramas
de la economía mundial (automóviles, siderurgia,
textiles). La forma que asumen estos desequilibrios ha sido
detalladamente expuesta por algunos teóricos (Robert
Brenner).
Este enfoque considera el capitalismo soporta un deterioro
estructural desde hace cuatro décadas. Destaca que el
aumento de la rivalidad entre las grandes empresas ha
generado un nivel de sobrantes que atosiga al mercado
mundial.
Este efecto contrasta con
el
impacto tolerable que tuvo esa misma concurrencia en los años
de posguerra. Mientras que inicialmente la economía mundial
lograba cobijar el incremento simultáneo de la producción
y el comercio, posteriormente ya no hubo cabida para todos.
Alemania y Japón socavaron la supremacía
industrial-comercial de Estados Unidos y los tres
contrincantes quedaron entrampados en una agobiante
concurrencia. El ingreso de China al capitalismo global
acentúa estas tensiones e introduce una masa adicional de
mercancías a la plétora de productos.
Esta
mirada destaca cómo la sobreproducción corroe al
capitalismo mediante batallas competitivas
que
generan sobrantes.
La concurrencia impone un ritmo de fabricación, que
desajusta la masa de bienes fabricados de los niveles de
compra. Las empresas son empujadas a incrementar su
productividad, mientras la competencia impide evaluar las
posibilidades de colocación. Como la misma concurrencia
obstruye la concertación entre firmas, los bolsones de
excedentes reaparecen una y otra vez. Los capitalistas
conocen estas consecuencias, pero no pueden amoldar el total
producido a las necesidades de los consumidores.
El
principal mérito de esta caracterización es resaltar el
impacto actual de un viejo desequilibrio. Demuestra que los
mercados inciertos, las demandas dudosas y las ganancias
inseguras no disuaden la acción competitiva. Las batallas
por bajar costos y desplazar a los concurrentes continúan a
todo ritmo. Esta pugna empuja a la economía hacia
precipicios tan indeseados como inexorables.
Esta visión no atribuye la crisis a
errores de política económica, a desaciertos con las tasas
de interés o a inconsistencias en los cálculos de la
inversión. Ilustra cómo el desplome del nivel de actividad
es un resultado objetivo de la compulsión
competitiva.
La rivalidad impide coordinar las acciones entre las
distintas firmas y empuja a todos los participantes a
soportar la multiplicación de los sobrantes.
Al resaltar estos desequilibrios se
describe la forma en que el capitalismo es socavado por su
propio dinamismo. Hay excedentes
de mercancías por que se amplía la competencia, la inversión
y la productividad. La crisis confirma que el sistema no
padece estancamiento, sino imprevisibles niveles de
actividad.
Esta mirada también permite notar la incidencia limitada
que tienen los monopolios para bloquear el descontrol
competitivo. Los rasgos deflacionarios que presenta la
crisis actual corroboran esta observación. A diferencia de
los años 70 los ajustes de competitividad entre las
empresas no se procesan actualmente en un marco
inflacionario. Incluso han aparecido varios indicios de
reducciones absolutas de los precios.
Estas disminuciones serían inviables, si los monopolios
contaran con fuerza suficiente para acordar una administración
conjunta de la economía. En ese caso las firmas negociarían
la redistribución de los mercados, manteniendo sus
ganancias y niveles de precios.
¿Pero es suficiente el concepto de sobreproducción para
dar cuenta de la crisis actual? ¿No involucra sólo al
cimiento de otros mecanismos más determinantes de la
convulsión? Estos interrogantes abren el debate.
Particularmente controvertida es la caracterización de la
modalidad actual de sobreproducción. Existen muchos
indicios de que este desequilibrio no constituye un arrastre
del período pre-liberal, sino un efecto de la reorganización
impuesta por la mundialización neoliberal.
En esta reestructuración los sobrantes anteriores fueron
digeridos y aparecieron nuevos excedentes, derivados de la
competencia global por aumentos de la producción desgajados
de la demanda local. Es problemático suponer que los
excedentes se acumulan soslayando procesos depuratorios, cuándo
el capitalismo no puede suspender este tipo de
desvalorizaciones.
El propio funcionamiento del sistema lo obliga a transitar
por sucesivos ciclos de revalorización y limpieza de
capital. Lo novedoso es la gravitación que tiene el estado
en estos procesos. Los funcionarios se encargan de rescatar
a las empresas en quiebra para luego privatizarlas, mediante
acciones que permiten un desagote coyuntural de la
sobreproducción y facilitan la gestación de nuevas oleadas
de excedentes.
Declive de la tasa de
ganancia
Otra corriente de teóricos explica la crisis resaltando el
comportamiento de la tasa de ganancia. Consideran que el
descenso de esta variable socava estructuralmente al
capitalismo, al deteriorar la meta primordial del sistema que es la rentabilidad (Andrew
Kliman, Chris Harman, Guglielmo Carchedi).
Con esta caracterización se retoma un principio expuesto
por Marx, para explicar cómo el promedio del beneficio
tiende a contraerse junto al desenvolvimiento de la
acumulación. La expansión de la inversión provoca esta
declinación de la rentabilidad porcentual, al reducir la
proporción del nuevo trabajo vivo incorporado a las mercancías,
en relación al trabajo muerto ya objetivado previamente en
las materias primas y la maquinaria. Al modificarse la
relación entre estas dos variables (composición orgánica
del capital) se produce una retracción de la tasa de
beneficio. El promedio del lucro obtenido en proporción al
capital invertido decae, por esta disminución relativa
del
trabajo directo de los asalariados.
Este
movimiento se encuentra sujeto a ciertos contrapesos que
permiten la continuidad de la acumulación. Es evidente que
una declinación en flecha de la tasa de ganancia
imposibilitaría la continuidad del capitalismo. Ciertas
fuerzas compensatorias morigeran el declive, incentivando incrementos
en la explotación de los trabajadores y abaratamientos del
capital constante o variable. Pero dada la gravitación
preeminente de las inversiones en maquinaria e
instalaciones, ninguno de estos atenuantes logra frenar la
disminución porcentual de la ganancia.
Algunas miradas consideran que este proceso
empuja
al capitalismo a una lánguida supervivencia. El
decrecimiento estructural de la tasas de ganancia bloquea el
dinamismo del sistema y provoca las traumáticas
convulsiones que han salido a flote en la conmoción actual
Otras
interpretaciones del mismo principio observan este impacto
con mayor cautela. Estiman que la tasa de ganancia no ha
seguido un declive invariable, sino un movimiento atenuado
por la relativa recuperación del lucro en las últimas dos
décadas. Atribuyen este respiro al incremento de la tasa de
explotación que impuso el neoliberalismo. Pero evalúan que
esa recomposición ha sido insuficiente para restaurar el
promedio de posguerra y para asegurar un resurgimiento
significativo de la acumulación.
Tanto
el diagnóstico
de deterioro persistente, cómo el enfoque de recomposición
insuficiente de la tasa de ganancia, consideran que este
proceso se desenvuelve preservando empresas obsoletas y
capitales artificialmente revalorizados. La ausencia de
depuraciones mantiene en pie a segmentos productivos
inviables, cuya existencia perpetúa la crisis y obstruye la
reorganización del capitalismo.
Este enfoque estima que la intervención del estado para
socorrer a los bancos (y sus compañías deudoras) bloquea
la “canibalización” mercantil que requiere el sistema,
para consumar su periódico resurgimiento. Consideran que el
capitalismo funciona como un vampiro: necesita regenerarse
con cuotas de plusvalía que no logra obtener.
La importancia de esta interpretación radica en recordar
que el sistema está socavado por su propia evolución. Si
la tasa de beneficio se contrae junto a la expansión de la
acumulación, el aumento de la inversión o la marcha de la
competencia se confirma que el límite del capital es el
capital mismo. La caída porcentual del beneficio que rodea
a toda crisis no obedece a desaciertos en los negocios, a
vaivenes naturales de la economía o a desmedidos apetitos
de lucro, sino a un desequilibrio endógeno del modo de
producción.
Siguiendo este razonamiento resulta posible observar cómo
el escenario neoliberal ha incluido una secuencia de
aumentos de la inversión, que incrementaron la gravitación
de la maquinaria hasta afectar el porcentual del lucro. Los
indicios de esta dinámica se verifican en el peso logrado
por las compañías transnacionales que lideran la
industrialización de Asia y en la informatización general
del proceso productivo. Otro síntoma
de la misma tendencia es la destrucción de empleos por
cambios tecnológicos capital-intensivos.
Pero
el análisis de la crisis partiendo exclusivamente de esta
concepción contiene varios elementos controvertidos. Son
numerosas las evidencias de recomposición de la tasa de
ganancia en las últimas dos décadas. Esta restauración se consumó no sólo
mediante el incremento de la tasa de explotación, sino
también a través de un abaratamiento inicial de las
materias primas y cierta depuración de las empresas.
Este dato es omitido cuándo se postula la existencia de
una crisis continuada por bajo porcentual de lucro. Conviene
no olvidar los contrapesos que desenvuelve el propio capital
al deterioro de la tasa de ganancia y es importante
registrar la dinámica fluctuante que sigue la ley de Marx,
en las distintas etapas del capitalismo.
Las comparaciones con la posguerra exigen considerar, además,
los nuevos comportamientos del nivel del beneficio en
empresas transnacionales más globalizadas. Pero lo esencial
es notar la reorganización capitalista que introdujo el
neoliberalismo, mediante cirugías de empresas y
depuraciones de capital.
Financiarización
Existe finalmente una corriente de teóricos marxistas que
analiza la crisis en función de la hipertrofia financiera
(Francois Chesnais, John Bellamy Foster). Destacan la
gravitación de los capitales sobre-acumulados, que
atiborran los mercados con montos superiores al promedio de
la circulación bancaria. Este desborde suele ejemplificarse
con las cifras siderales
que rodean a las transacciones especulativas (financiarización).
Este impacto es atribuido a varias transformaciones contemporáneas. Desde
los años 70 desapareció un referente objetivo para
mensurar la gravitación de cada moneda, en función de las
productividades nacionales (in-convertibilidad del dólar). Esa eliminación abrió un grifo para
desbordes bancarios y bursátiles, que incentivaron la
propensión a gestar burbujas.
Esta corrosión fue posteriormente
potenciada por la privatización
de las finanzas, que redujo las garantías brindadas por los
estados para el desenvolvimiento del crédito. Los préstamos
crecieron en forma explosiva y los resguardos se contrajeron
en forma alarmante.
Finalmente la titularización
de los bonos consumó
una transferencia general del riesgo a múltiples acreedores
del planeta. La expansión de los fondos de pensión
y las carteras institucionales propagó internacionalmente
las nuevas modalidades especulativas de administrar el
ahorro.
Otra corriente
de pensadores (Costas Lapavitsas, Alfredo Saad
Filho, Drick Bryan) observan
la financiarización desde un ángulo diferente. Presentan a
este desequilibrio cómo un resultado del propio dinamismo
de la reestructuración neoliberal. Estiman que durante este
período los bancos enfrentaron la pérdida
de su mercado tradicional de grandes compañías, que ahora
se autofinancian. Por eso recurrieron a una ampliación de
los créditos hipotecarios y de consumo. Pero este giro
condujo a colocar préstamos entre asalariados ya endeudados
y traumatizados por la
precarización.
La financiarización
convirtió además a las familias con deudas en unidades de
cálculo, que deben auto-administrar sus erogaciones,
seleccionando sistemas de pago, tasas de interés o tipos de
crédito. Para orientar estas decisiones se ha difundido la
nueva literatura que responsabiliza a cada individuo por el
éxito o fracaso de sus elecciones.
Estos mecanismos no solo potencian la mercantilización de la vida
cotidiana y la alienación del consumo. Cómo los
asalariados gestionan su propio riesgo con ingresos
decrecientes y vulnerables, terminan atrapados en
situaciones de quebranto que se trasladan a los bancos y
afectan al conjunto de la economía.
El principal mérito de estas visiones radica en la conexión que
establece entre las turbulencias financieras y los
desajustes estructurales del capitalismo. Las tensiones
bancarias no son atribuidas a la malicia de los
especuladores, sino a la multiplicidad de obstáculos que
enfrenta el capital para su propia reproducción.
Esta caracterización cuestiona, además, la presentación
usual de la estructura financiera, como un sistema de
ahorros sabiamente canalizados hacia la producción o
perversamente derrochados en la intermediación. El dinero
que alimenta estos procesos es acertadamente conceptualizado
como un derecho de apropiación de la plusvalía, que
generan los trabajadores y confiscan los patrones.
De esta forma se esclarece el contenido social que rige a
la moneda y el crédito, superando el fetichismo financiero
que enceguece a la economía convencional. Con esta óptica
se esclarecen los privilegios de clases que sostienen a la
circulación del capital. Solo esta mirada permite evitar la presentación superficial del
estallido actual como un error
de funcionarios, un acto de irresponsabilidad bancaria o un
efecto de apetencias especulativas.
Pero estos aciertos coexisten con varios problemas. Es
vital establecer los nexos que vinculan la crisis financiera
con sus determinantes productivos, para explicar las raíces
de la convulsión actual. No hay que olvidar que las
principales contradicciones del capitalismo continúan
localizadas en la esfera de productiva. Allí se procesan
las tensiones subyacentes que desestabilizan a la moneda y
el crédito.
Los enfoques de la financiarización que reconocen el
dinamismo del período neoliberal permiten aproximarse a
esta comprensión, al registrar los nuevos desequilibrios
creados por esa expansión en la esfera bancaria. Este
esclarecimiento queda obstruido en las visiones que postulan
la preeminencia de una etapa estancamiento, hegemonía
parasitaria de los financistas o pura primacía de las
actividades rentistas.
Con esta última mirada resulta difícil notar la estrecha
asociación que presenta la crisis en curso, con la expansión
geográfica y sectorial que registró el capitalismo durante
las últimas décadas. El liderazgo de los banqueros ha
permitido consumar una reorganización, que no sustituye la
lógica de acumulación por la dinámica del saqueo.
Teoría
y política
Las controversias sobre la crisis están modificando el
ambiente del pensamiento económico. Al cabo de dos décadas
de silenciamiento se vislumbra un principio de rehabilitación
del enfoque socialista. Resurgen las lecturas de “El
Capital” y reaparecen los seguidores contemporáneos de
ese texto. Si esta tendencia prospera, la concepción
marxista recuperará autoridad política e intelectual. Esa
recomposición es indispensable para desafiar la hegemonía
intelectual que comparten los neoliberales con los
keynesianos.
Pero la reconquista de este espacio exige actualizar también
las distintas tradiciones de una corriente que impugna el
capitalismo, cuestiona la explotación y propicia gestar
sociedades igualitarias. Esa reconstrucción se desenvolverá
conectando el pensamiento económico con la práctica política
y evitando tanto los tecnicismos
como los razonamientos abstractos. La tradición marxista es
muy crítica con las especializaciones académicas ajenas a
la lucha social y se ubica en las antípodas de cualquier
segmentación entre economistas (que aportan diagnósticos)
y cientistas políticos (que evalúan las consecuencias de
esos escenarios).
En el marco de estos criterios comunes se procesan las
actuales divergencias teóricas entre marxistas sobre el
origen de la crisis. Son desinteligencias al interior de una
cosmovisión compartida, que enfatiza la preeminencia de
distintos desequilibrios en la determinación de la crisis.
Qué estas contradicciones se ubiquen en la esfera del
consumo, la producción, las ganancia o las finanzas no
altera la caracterización central de la conmoción en
curso, como una crisis sistémica del capitalismo.
Es importante recordar esta coincidencia básica para
lograr un desenvolvimiento provechoso de las polémicas.
También es vital notar que estas disidencias conceptuales
no tienen correlatos políticos directos. De una misma
interpretación de los desequilibrios económicos se pueden
extraer conclusiones políticas divergentes y también es
factible el proceso inverso. La existencia de estas mixturas
refuta muchas simplificaciones. Ninguna teoría socialista
de la crisis conduce de por sí a la moderación reformista
o a la radicalidad revolucionaria.
Recogiendo el legado de un siglo de reflexiones teóricas
es posible gestar una nueva combinación de análisis científico,
crítica al capitalismo y práctica socialista. Esta búsqueda
ya ha comenzado y los primeros resultados son muy
alentadores.
(*)
Economista,
investigador, profesor. Miembro del EDI (Economistas de
Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz
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