La economía global termina el
2010 más dividida que a comienzos del año. Por un lado, los países con
mercados emergentes como India, China y las economías del Sudeste Asiático
están experimentando un crecimiento fuerte. Por otro lado, Europa y Estados
Unidos afrontan un estancamiento –de hecho, un malestar al estilo japonés–
y un desempleo tenazmente altos. El problema en los países avanzados no es
una recuperación sin empleo, sino una recuperación anémica. O peor, la
posibilidad de una recesión de doble caída.
Este mundo de dos pistas plantea
algunos riesgos inusuales. Mientras que la producción económica de Asia es
demasiado pequeña para impulsar el crecimiento en el resto del mundo, puede
bastar para hacer subir los precios de las materias primas.
Mientras tanto, los esfuerzos de
parte de Estados Unidos por estimular su economía a través de la política
de “alivio cuantitativo” pueden fracasar. Después de todo, en los
mercados financieros globalizados, el dinero busca las mejores perspectivas en
todo el mundo, y estas perspectivas están en Asia, no en Estados Unidos. De
manera que el dinero no irá adonde se lo necesita, y gran parte de ese dinero
terminará donde no se lo quiere, causando mayores incrementos en los precios
de los activos y las materias primas, especialmente en los mercados
emergentes.
Dados los altos niveles de
desempleo en Europa y en Estados Unidos, es poco probable que el “alivio
cuantitativo” suponga un brote de inflación. Podría, en cambio, aumentar
las ansiedades sobre la futura inflación, derivando en tasas de interés más
altas a largo plazo, precisamente lo contrario del objetivo de la Reserva
Federal.
Este no es el único riesgo de
impacto negativo, ni siquiera el más importante, que afronta la economía
global. La mayor amenaza surge de la ola de austeridad que arrasa al mundo,
mientras los gobiernos, particularmente en Europa, afrontan los grandes déficits
originados por la Gran Recesión y mientras la ansiedad sobre la capacidad de
algunos países para cumplir con sus pagos de la deuda contribuye a la
inestabilidad de los mercados financieros.
El resultado de una consolidación
fiscal prematura está casi anunciado: el crecimiento se desacelerará, los
ingresos impositivos disminuirán y la reducción de los déficits será
decepcionante. Y, en nuestro mundo globalmente integrado, la desaceleración
en Europa exacerbará la desaceleración en Estados Unidos, y viceversa.
En una situación en la que
Estados Unidos puede pedir prestado a tipos de interés bajos sin precedentes,
y frente a la promesa de altos beneficios por las inversiones públicas después
de una década de negligencia, resulta claro lo que se debería hacer. Un
programa de inversión pública a gran escala estimularía el empleo a corto
plazo, y el crecimiento a largo plazo, lo que al final redundaría en una
deuda nacional menor. Pero los mercados financieros demostraron su miopía en
los años que precedieron a la crisis, y lo están volviendo a hacer, al
ejercer presión para que se realicen recortes del gasto, incluso si eso
implica reducir marcadamente las inversiones públicas necesarias.
Es más, el atasco político
asegurará que sea poco lo que se haga respecto de los otros problemas
acuciantes que tiene ante sí la economía estadounidense: las ejecuciones
hipotecarias probablemente sigan con toda su furia (dejando de lado las
complicaciones legales); es probable que las pequeñas y medianas empresas
sigan privadas de fondos, y es posible que los bancos pequeños y medianos que
tradicionalmente les ofrecen créditos sigan luchando para sobrevivir.
En Europa, mientras tanto, es
poco probable que las cosas vayan mejor. Europa finalmente logró salir al
rescate de Grecia e Irlanda. En las vísperas de la crisis, ambos países
estaban regidos por gobiernos de derecha marcados por un capitalismo de
connivencia o peor, lo que demostraba una vez más que la economía de libre
mercado no funcionaba en Europa mejor de lo que lo hacía en Estados Unidos.
En Grecia, como en Estados
Unidos, la tarea de limpiar el desorden recayó sobre un nuevo gobierno. Tal
vez como era de esperar, el Gobierno irlandés que alentó un préstamo
bancario imprudente y la creación de una burbuja inmobiliaria no fue más
apto para manejar la economía después de la crisis que antes.
Dejando la política de lado,
las burbujas inmobiliarias dejan tras de sí un legado de deuda y de
sobrecapacidad productiva en el mercado de bienes raíces que no se puede
rectificar fácilmente, sobre todo cuando bancos políticamente conectados
rechazan reestructurar las hipotecas.
En mi opinión, intentar
discernir las perspectivas económicas para el 2011 no es una cuestión
particularmente interesante: la respuesta es sombría, con escaso potencial
alcista y mucho riesgo bajista. Más importante es: ¿cuánto tiempo les
llevará a Europa y a Estados Unidos recuperarse y pueden las economías de
Asia aparentemente dependientes de las exportaciones seguir creciendo si sus
mercados históricos languidecen?
Mi mejor apuesta es que estos países
mantendrán un crecimiento rápido en la medida en que viren su foco económico
hacia sus mercados internos, vastos e inexplorados. Esto exigirá una
reestructuración considerable de sus economías, pero tanto China como India
son dinámicas y dieron pruebas de resistencia en su respuesta a la Gran
Recesión.
No soy tan optimista respecto de
Europa y EE.UU. En ambos casos, el problema subyacente es una demanda total
insuficiente. La máxima ironía es que existen simultáneamente una capacidad
productiva excesiva, vastas necesidades insatisfechas y políticas que podrían
restaurar el crecimiento si usaran esa capacidad para satisfacer las
necesidades.
Tanto Estados Unidos como
Europa, por ejemplo, deben adaptar sus economías para encarar los desafíos
del calentamiento global. Hay políticas factibles que funcionarían en el
contexto de limitaciones presupuestarias de largo plazo. El problema es la política:
en Estados Unidos, el Partido Republicano preferiría ver fracasar al
presidente Barack Obama antes que ser testigo de un éxito económico. En
Europa, 27 países con diferentes intereses y perspectivas tiran en
direcciones diferentes, sin suficiente solidaridad para compensar. Los
paquetes de rescate son, desde esta perspectiva, logros impresionantes.
Tanto en Europa como en Estados
Unidos, la ideología de libre mercado que permitió que crecieran las
burbujas de activos de manera descontrolada –los mercados siempre saben más,
así que el gobierno no debe intervenir– ahora les ata las manos a los
responsables de formular las políticas a la hora de articular respuestas
efectivas a la crisis. Uno podría haber pensado que la crisis en sí misma
socavaría la confianza en esa ideología. Por el contrario, ha vuelto a salir
a la superficie para arrastrar a gobiernos y economías por el sumidero de la
austeridad.
Si la política es el problema
en Europa y Estados Unidos, sólo cambios políticos probablemente los vuelvan
a colocar en el sendero del crecimiento. De lo contrario, pueden esperar hasta
que la amenaza de sobrecapacidad productiva disminuya, los bienes de capital
se vuelvan obsoletos y las fuerzas restauradoras internas de la economía
pongan a funcionar su mágica gradual. En cualquiera de los casos, la victoria
no está a la vuelta de la esquina.
(*)
Economista, profesor y ex economista-jefe del Banco Mundial, crítico del
neoliberalismo.