Se viene hablando mucho en los
últimos meses de la “guerra de divisas”, un término que alarma a la
ciudadanía y con el que, como tantas veces, se crea una situación de alarma
y miedo, como ha demostrado Naomi Klein en su libro La doctrina del shock, que
oculta la naturaleza real del problema y justifica la adopción de medidas
excepcionales.
Es verdad que los problemas en
el sistema de pagos internacionales, en las cotizaciones de las diferentes
divisas, están siendo la última manifestación de la crisis, junto a la
explosión de la deuda. Pero conviene entender bien lo que hay detrás de ello
y no creer por las buenas lo que los grandes poderes financieros están
tratando de hacer creer: que se trata de una guerra desatada por los países
emergentes o menos desarrollados contra los más ricos. En realidad, es más
bien todo lo contrario: éstos últimos están tratando de utilizar sus
divisas, cuando pueden hacerlo, como protección frente a las agresiones
comerciales, financieras y cambiarias que reciben.
Hay que tener en cuenta que el
papel del dólar como moneda internacional está cada vez más en cuestión y
en peligro como consecuencia de que el déficit exterior de Estados Unidos y
la política de incremento de la cantidad de dinero, como acaba de ocurrir con
la creación de liquidez por valor de 600.000 millones de dólares por la
Reserva Federal, son materialmente insostenibles por mucho tiempo.
El objetivo de esta última
decisión de la entidad encargada de la política monetaria es estimular el
consumo a través de una técnica conocida como Quantitative Easing y que
consiste en utilizar esos dólares recién creados para comprar títulos de
largo plazo de deuda pública estadounidenses.
De tal forma se busca presionar
a la baja la rentabilidad ofrecida por tales títulos. Y como los préstamos a
largo plazo se suscriben con la rentabilidad de los bonos estatales como
referencia, se espera que tenga un efecto estimulante en el consumo.
Además, los nuevos dólares en
el mercado contribuyen simultáneamente a devaluar la moneda estadounidense
frente al resto de monedas internacionales, lo que favorece a sus propias
exportaciones y estimula el crecimiento de la actividad económica.
Lo que así lleva a cabo Estados
Unidos no es ni más ni menos que una auténtica devaluación competitiva, es
decir, una disminución programada de la cotización de su divisa, del dólar,
para favorecer, como acabamos de señalar, las ventas de sus productos en el
exterior. Y es esa política de Estados Unidos lo que, como acaba de reconocer
el Premio Nobel Joseph Stiglitz, “invita a una respuesta de los
competidores” (Una guerra de divisas no tiene vencedores).
Por mucho que se quiera, no se
puede seguir haciendo depender la economía mundial del poder económico de
una sola potencia imperial como es Estados Unidos.
Algo que es natural y legítimo
porque el resto de países están igualmente interesados en utilizar el sector
exterior para salir de la crisis. Y es porque la devaluación de la moneda
estadounidense les perjudica seriamente, por lo que están comenzando también
a devaluar sus monedas. Y, cuando no pueden, incluso a establecer controles de
capital con el mismo fin.
La situación es especialmente
problemática en una situación como la actual. La demanda mundial se mantiene
muy débil, de modo que la lucha por las exportaciones es muy intensa y lo más
probable es que una espiral devaluacionista de este tipo (sin medidas globales
que permitan recuperar la demanda) al final no de buen resultado para nadie.
Por eso, aunque la prensa económica
internacional haya intentado presentar a los países emergentes como los
culpables de esta guerra de divisas, el sentido apropiado para describir la
agresión es el que acabamos de señalar. Es Estados Unidos y, más
generalmente, los países ricos los que comenzaron con las devaluaciones al
intentar superar la crisis salvando a los banqueros a través del uso sistemático
de la máquina de imprimir dinero.
Precisamente esta nueva dimensión
de la crisis en forma de crisis de divisas refleja también la incapacidad de
las políticas neoliberales –y de los gobiernos y organismos internacionales
que las propugnan– para encontrar una salida a una crisis financiera que
comenzó hace ya más de tres años.
Sin medidas de cambio
estructural, sin verdaderas reformas en la regulación financiera y comercial
y dejando de nuevo que las grandes entidades financieras y las multinacionales
dominen sin problema los mercados, las economías de casi todos los países
del mundo se encuentran de nuevo, o siguen, en grandes aprietos. Y lo está
quizá de un modo particular Estados Unidos, dada su envergadura y el
liderazgo imperial que impone al resto del mundo.
El crecimiento de la economía
estadounidense desde los años ochenta se ha fundamentado en la combinación
de déficit fiscal (fundamentalmente debido a las rebajas impositivas de las
administraciones republicanas) y déficit privado (un ahorro privado inferior
a la inversión), lo que lógicamente ha tenido también reflejo en un
creciente déficit comercial (La razón de este desequilibrio se deriva de una
ecuación básica: Saldo comercial (Exportaciones–Importaciones) = (Ahorro
interno – Inversión ) + (Ingresos públicos – Gasto público). Si los dos
saldos de la derecha registran déficit, también debe ser negativo el saldo
comercial).
Lo que así lleva a cabo Estados
Unidos es una auténtica devaluación competitiva, es decir, una disminución
programada de la cotización de su divisa, del dólar, para favorecer las
ventas de sus productos en el exterior.
Eso es lo que ha provocado que
Estados Unidos se haya convertido en un país deudor neto con respecto el
resto del mundo. Es decir, la primera potencia mundial ha necesitado atraer
cada vez mayores cantidades de ahorro mundial para poder mantener su
crecimiento dado que no genera el suficiente ahorro interno para financiarlo.
De hecho, ya atrae cerca del 80% del ahorro mundial.
Estados Unidos puede mantener
esta situación solo gracias a que esa ingente cantidad de deuda emitida
(fundamentalmente bonos del Estado) está denominada en dólares, su propia
divisa y cuya cantidad en circulación, por lo tanto, puede controlar a su
antojo.
Así es como se produce el
equilibrio tan inestable que domina los mercados de divisas. Estados Unidos
como economía deficitaria se endeuda masivamente poniendo en circulación títulos
en dólares y los países con superávit en sus cuentas corrientes, como
China, utilizan sus reservas de divisas para comprarlos, permitiendo así que
Estados Unidos siga creciendo.
El problema estriba en que este
esquema no puede perdurar por mucho más tiempo, y menos aún cuando la crisis
internacional ha puesto de relieve la debilidad del dólar como moneda
internacional de referencia.
La crisis de las divisas no es
ninguna guerra contra los países ricos. Es simplemente una manifestación
elemental de que la confianza en que han de sustentarse los mercados está
bajo mínimos, como consecuencia de la evolución de la crisis y del coste
cada vez mayor de la solución imperial que Estados Unidos impone al resto del
mundo como forma de afrontar los problemas económicos internacionales.
Es imposible seguir así. Por
mucho que se quiera, no se puede seguir haciendo depender la economía mundial
del poder económico de una sola potencia imperial como es Estados Unidos. No
se trata de una simple opción moral o política, que ya de por sí estaría
justificada y sería imperiosa. Se trata además de una imposibilidad
puramente económica y financiera: Estados Unidos no dispone ya de la
capacidad de maniobra que tuvo en 1945, ni la situación ni la solvencia de
sus economía son las de entonces. Es verdad que puede forzar la situación y
es lo que está haciendo gracias a que, a diferencia de su economía
decadente, mantiene su gran y creciente poder político y militar. Pero eso se
llama imperialismo y la respuesta a los problemas que crea no puede ser el
tratar de condenar a quien se defiende de él sino instaurar un sistema de
relaciones económicas, financieras y de gobierno multilateral, democrático y
sometido a los principios de la justicia y la igualdad.
(*)
Juan Torres López y Alberto Garzón Espinosa son coordinadores de Altereconomía.