Crisis mundial

Europa

¿Comienzos de una revolución anticapitalista?

Por Atilio Boron (*)
Blog atilioboron.com, junio 2011

“Se cuenta que María Antonieta, esposa de Luis XVI de Francia, anotó en su diario la noche del 14 de julio de 1789: ‘nada de importancia, salvo un disturbio en una panadería frente a la Bastilla’.”

En un pasaje memorable del Manifiesto Comunista Marx y Engels sostienen que con su ascenso la burguesía desgarró impiadosamente el velo ideológico que impedía que hombres y mujeres percibieran la verdadera naturaleza de sus relaciones sociales “para no dejar subsistir otro vínculo que el frío interés, el ‘pago al contado’.” El capitalismo, decían, “ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. … En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal.”

Y culminan esa sentencia diciendo que en ese mundo construido por la burguesía “todo lo sólido se disuelve en el aire; todo lo sagrado es profanado y los hombres, al fin, se ven forzados a enfrentarse, sobriamente, con sus condiciones reales de existencia y sus relaciones recíprocas”.

Varias consideraciones son pertinentes en relación a estas palabras. En primer lugar para expresar la admiración que todavía hoy despierta esa extraordinaria capacidad de los fundadores del materialismo histórico para retratar, en unos pocos trazos, las profundas consecuencias que el ascenso de la burguesía tuvo sobre los hombres y mujeres de aquel tiempo.

Segundo, para decir que el propio Marx revisaría aquella tesis cuando en el primer capítulo de su obra cumbre, El Capital, sentara los lineamientos generales de su teoría del fetichismo de la mercancía. Revisión que no significaba una corrección en lo tocante al tránsito histórico del feudalismo al capitalismo pero sí acerca del carácter abierto y transparente de la explotación en el seno de la sociedad capitalista.

En la nueva formulación de Marx la explotación se invisibiliza, queda oculta bajo los pliegues del mercado y disimulada por la falsa equidad de la compraventa de la fuerza de trabajo. En esa ficción el obrero desprovisto de una conciencia socialista que lo inicie en los secretos de la plusvalía puede inclusive llegar a engañosamente congratularse por la “buena” remuneración recibida de su patrono.

Tercero, y principalmente a esto queremos referirnos, para decir que si de la vida política se trata las palabras aquellas del Manifiesto son de una fuerza profética incomparable. La nueva crisis general del capitalismo ha sumergido las ilusiones fomentadas por los mentores y beneficiarios de la democracia liberal “en las aguas heladas del cálculo egoísta.”

Como decía una de las pancartas enarboladas en la Plaza del Sol de Madrid “esto no es una crisis, es una estafa”. Y de la mano de ese doloroso descubrimiento iba otro: la estafa no sólo se ejecutaba en gran escala en el terreno económico. No menor era el fraude montado en el ámbito político al haber inducido al grueso de la población a creer que la sórdida e inescrupulosa plutocracia bajo cuya férula se desenvolvían sus vidas era una democracia.

Por eso las quejas y reclamos exigiendo una “real democracia ya”, una “democracia verdadera” que reemplace a la pseudo–democracia cuyo interés excluyente es la preservación de la riqueza de los ricos y el poderío de los poderosos.

La crisis tuvo por efecto hacer conciente a los pueblos del mundo desarrollado que tanto ellos como nosotros en el Sur global somos víctimas de un sistema que, habiéndose despojado de los ropajes que ayer disimulaban su verdadera naturaleza, somete a unos y otros a “una explotación abierta, descarada, directa y brutal.” Y que lo que llaman democracia es en realidad la dictadura de la oligarquía financiera, que como lo recordaba el Che en la Conferencia de Punta del Este, es incompatible con la democracia.

Es en este cuadro cuando “todo lo sólido se disuelve en el aire” y el grito desesperado de la mujer retratada días atrás en el magnífico relato de Pedregal Casanova revela el dramatismo de la crisis: “una mujer joven (en el vagón de un tren de cercanías de Madrid) que un momento antes hubiera pasado desapercibida, puesta en pie, dejó escuchar entre lloros sus palabras: – ¡Les ruego... les ruego... que me ayuden! Soy... maestra...nunca imaginé que me podía ver en la calle. Me quedé sin trabajo... Me echaron del trabajo –declaró quedamente– me despidieron –levantó un poco el tono– cerraron varias aulas, y aquí, estoy aquí –sollozaba apretándose las manos una con otra– estoy sola con mis dos niños… Antes que dormir con mis dos hijos otra vez en un cajero he decidido pedir ayuda.” [1]

Esta heroína (y víctima) anónima, sumergida violentamente en las aguas heladas de la “racionalidad costo–beneficio del capitalismo” representa con su grito a los centenares de millones que con sus padecimientos hacen posible la opulencia de los plutócratas que dominan bajo su disfraz “democrático.”

Días atrás el Financial Times de Londres hizo público un informe sobre las remuneraciones que, en este contexto de crisis, percibían los máximos ejecutivos de las más grandes empresas. La nota decía que “en lo que respecta a los banqueros la era de la contención (salarial) ha terminado.” En 2010, mientras el mundo continuaba su caída libre hacia el desempleo de masas, las ejecuciones hipotecarias y el empobrecimiento generalizado de la población, la “retribución media de los máximos responsables de los 15 mayores bancos europeos y estadounidenses aumentó un 36%, hasta (alcanzar una media anual de) 9,7 millones de dólares.”

El pelotón de los bribones lo encabeza el presidente del JP Morgan Chase, Jamie Dimon, que mientras millones de estadounidenses se quedan sin empleo, ven ejecutadas sus casas y recortados (cuando no expropiados) sus haberes jubilatorios embolsó 20.7 millones de dólares, casi dos millones de dólares al mes; le sigue un tal John Stumpf, presidente de Wells Fargo, con 17,5 millones de dólares Otro de los integrantes de esa banda, Lloyd Blankfein, presidente de Goldman Sachs, hombre pío si los hay, dijo una vez que los banqueros hacían ‘el trabajo de dios’. Por su celo sagrado percibió 14,1 millones de dólares.

En el estado español, conmovido hasta sus cimientos por la oleada de manifestaciones de los “indignados”, el presidente del BBVA, Francisco González, se conforma con ganar unos 8.000.000 de dólares al año mientras que su colega del Banco Santander, el más importante de España, fue más ambicioso y calmó su ansiedad al ver recompensado sus esfuerzos en pro de sus ahorristas con trece millones de dólares.[2] Ni hablemos, por supuesto, de las ganancias embolsadas por su jefe, el dueño del Banco Santander, don Emilio Botín–Sanz de Sautuola y García de los Ríos, Marqués consorte de O'Shea, según rezan las historias de vida más conocidas, quien previsor el hombre tuvo la precaución de depositar los ahorros de toda una vida de trabajo y sacrificios en esos tenebrosos santuarios del delito que son los bancos suizos.

Podríamos seguir enumerando contrastes de este tipo a lo largo de muchas páginas, pero sería ocioso. Con mayor o menor detalle todos saben de los tremendos contrastes que presenta el capitalismo en su crisis actual, cuando la opulencia y el acelerado enriquecimiento de los ricos conviven con el empobrecimiento de las grandes mayorías sociales.

Ante esta situación cabe preguntarse por el destino de estas orgullosas y arrogantes pseudo democracias, violentamente desmistificadas y desfetichizadas al calor de la crisis. También sobre los estados que desnudaron su verdadera esencia, convertidos, al decir del viejo Hegel, en “sociedades civiles disfrazadas de estado”, es decir, en aparatos institucionales que en lugar de ser las esferas de la justicia y la eticidad universal descendieron al infierno del egoísmo universal y de la primacía de los intereses privados por encima del beneficio público. La deslegitimación de las pseudodemocracias del capitalismo avanzado es una muy buena noticia, porque se pone fin a una mentira que ni siquiera era piadosa sino infame, puesta al servicio del fortalecimiento de las oligarquías y de la opresión de los pueblos.

Dados estos antecedentes no está demás preguntarse sobre lo que realmente está ocurriendo en Europa, en el Norte de África y en Medio Oriente: ¿son revueltas populares, llamadas a extinguirse con el paso de los días, o son algo más, revoluciones?

Nunca es fácil decir cuando comienza una revolución. Lenin dijo una vez que eso ocurre cuando los de abajo no quieren y los de arriba no pueden seguir viviendo como antes. Lo que sí sabemos es que las revoluciones son procesos y no actos; procesos que tienen un comienzo que, en principio, no parece afectar a los fundamentos del orden social. Protestas aisladas, revueltas contra el precio de los alimentos, contra los “excesos de malos gobernantes”, contra la desocupación o el súbito empeoramiento de las condiciones de vida, cuestiones todas que no cuestionan los cimientos de la sociedad.

Se cuenta que María Antonieta, esposa de Luis XVI de Francia, anotó en su diario la noche del 14 de julio de 1789: “nada de importancia, salvo un disturbio en una panadería frente a la Bastilla”.

Y en la Rusia zarista, el sacerdote ortodoxo Georgi Gapón, que había organizado una asociación para evangelizar a los obreros encabezó una manifestación pacífica, crucifijo en ristre, en San Petersburgo para entregar un petitorio al zar. La respuesta fue la feroz matanza que desencadenaría la revolución de 1905, preludio necesario de la de Octubre de 1917.

Tal como lo hemos examinado en detalle en otra parte, la dialéctica de la historia: la lucha de clases y el enfrentamiento con el imperialismo, suele convertir protestas y demandas en principio asimilables por el sistema en fragorosos procesos revolucionarios.[3]

¿Será esto lo que está gestándose en estos días? Difícil decirlo, pero hay signos inequívocos de que los poderosos dispositivos desmovilizadores y conformistas del fetichismo de la mercancía y de la pseudo democracia han dejado de funcionar. El capitalismo y la democracia liberal son una gigantesca estafa, y esa convicción se ha hecho dolorosamente carne en los pueblos de España, Grecia, Islandia, y comienza a diseminarse por otras regiones del mundo desarrollado, además del Norte de África y Medio Oriente.

Esa certidumbre ya la teníamos en América Latina, pero ahora cobra nuevos bríos porque ya no se puede decir que las protestas de esta parte del mundo –la primera en rebelarse contra la tiranía del capital en su fase actual– eran producto de nuestro atraso o de la desmesurada codicia de nuestras clases dominantes; ahora es casi todo el mundo capitalista el que está en rebeldía porque allí también se está aplicando la venenosa medicina del FMI, el BM y el Banco Central Europeo.

Es demasiado pronto para saber si estas protestas tendrán la virtud de desencadenar la revolución anticapitalista que la humanidad necesita imperiosamente para sobrevivir. Pero por lo menos sabemos que de ahora en más la historia será distinta: que los condenados de la tierra no quieren seguir viviendo como antes y que los ricos comienzan a percibir que no podrán seguir dominando como antes. Son condiciones necesarias –si bien no suficientes– para una revolución, lo cual no es poca cosa. Más temprano que tarde la historia dará a conocer su veredicto.


(*) Director del PLED, Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales.

Notas:

[1] Cf. Ramón Pedregal Casanova, “El Capitalismo real”, en Rebelión, 19 de Junio de 2006.

[2] www.publico.es/dinero/382231/los–mayores–banqueros–del–mundo–se–suben–el–sueldo–un–36

[3] “Rosa Luxemburgo y la crítica al reformismo socialdemócrata”, estudio introductorio a la nueva edición de ¿Reforma Social o Revolución?, de Rosa Luxemburgo (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2010).


La crisis no es griega, es del capitalismo, ¡estúpido!

Por Atilio A. Boron (*)
atilioboron blog, junio 2011

Los medios, las consultoras, los economistas, los bancos de inversión, los presidentes de los bancos centrales, los ministros de hacienda, los gobernantes no hacen otra cosa que hablar de “la crisis griega”. Ante tanta vocinglería mal intencionada es oportuno parafrasear aquella frase de campaña de Bill Clinton para decir e insistir que la crisis es del capitalismo, no de Grecia. Que este país es uno de los eslabones más débiles de la cadena imperialista y que es a causa de ello que por allí hacen eclosión las contradicciones que lo están carcomiendo irremisiblemente.

La alarma de los capitalistas, justificada sin dudas, es que el derrumbe de Grecia puede arrastrar a otros países como España, Irlanda, Portugal y comprometer muy seriamente la estabilidad económica y política de las principales potencias de la Unión Europea. Según informa la prensa financiera internacional, representativa de los intereses de la “comunidad de negocios” (léase: los gigantescos oligopolios que controlan la economía mundial) la resistencia popular a las brutales medidas de austeridad propuestas por el ex presidente de la Internacional Socialista y actual primer ministro griego, Georgios Andreas Papandreu, amenazan con arrojar por la borda todos los estériles esfuerzos hasta ahora realizados para paliar la crisis. La zozobra cunde en el patronato ante las dificultades con que tropieza Atenas para imponer las brutales políticas exigidas por sus supuestos salvadores. Con toda razón y justicia los trabajadores no quieren hacerse cargo de una crisis provocada por los tahúres de las finanzas, y la amenaza de un enorme estallido social, que podría reverberar por toda Europa, tiene paralizada a las dirigencias griega y europea.

La inyección de fondos otorgada por el Banco Central Europeo, el FMI y los principales países de la zona euro no han hecho sino agravar la crisis y fomentar los movimientos especulativos del capital financiero. El resultado más visible ha sido acrecentar la exposición de los bancos europeos ante lo que ya aparece como un inevitable default griego. Las conocidas recetas del FMI, el BM y el Banco Central Europeo: reducción de sueldos y jubilaciones, despidos masivos de empleados públicos, remate de empresas estatales y desregulación de los mercados para atraer inversiones han surtido los mismos efectos padecidos por varios países de América Latina, notablemente la Argentina.

Parecería que el curso de los acontecimientos en Grecia se encamina hacia un estrepitoso derrumbe como el que conocieran los argentinos en diciembre del 2001. Dejando de lado algunas obvias diferencias hay demasiadas semejanzas que abonan este pronóstico. El proyecto económico es el mismo, el neoliberalismo y sus políticas de shock ; los actores principales son los mismos: el FMI y los perros guardianes del imperialismo a escala global; los ganadores son los mismos: el capital concentrado y muy especialmente la banca y las finanzas; los perdedores son también los mismos: los asalariados, los trabajadores y los sectores populares; y la resistencia social a esas políticas tiene la misma fuerza que supo tener en la Argentina. Es difícil imaginar un soft landing, un aterrizaje suave, de esta crisis. Lo previsible y lo más probable es precisamente lo contrario, tal como ocurrió en el país sudamericano.

Claro que a diferencia de la crisis argentina, la griega está destinada a tener un impacto global incomparablemente mayor. Por eso el mundo de los negocios contempla con horror el posible “contagio” de la crisis y sus devastadores efectos entre los países del capitalismo metropolitano. Se estima que la deuda pública griega asciende a 486.000 millones de dólares y que representa un 165 % del PIB de ese país. Pero tal cosa ocurre en una región, la “eurozona” en donde el endeudamiento ya asciende al 120 % del PIB de los países del euro, con casos como Alemania con un 143 %, Francia, 188 % y Gran Bretaña con el 398 %. No debe olvidarse, además, que la deuda pública de Estados Unidos ya asciende al cien por ciento de su PBI.

En una palabra: el corazón del capitalismo global está gravemente enfermo. Por contraposición la deuda pública china en relación a su gigantesco PBI es de apenas el 7 %, la de Corea del Sur 25 % y la de Vietnam 34 %. Hay un momento en que la economía, que siempre es política, se transforma en matemática y los números cantan. Y la melodía que entonan dicen que aquellos países están al borde de un abismo y que su situación es insostenible.

La deuda griega –exitosamente disimulada en su gestación y desarrollo gracias a colusión criminal de intereses entre el gobierno conservador griego de Kostas Karamanlis y el banco de inversión favorito de la Casa Blanca, Goldman Sachs– fue financiada por muchos bancos, principalmente en Alemania y, en menor medida, Francia. Ahora son acreedores de papeles de una deuda que la calificadora de riesgo Standard & Poor's (S&P) calificó con la peor nota del mundo: CCC, es decir, tienen acreencias sobre un deudor insolvente y que no tiene condiciones de pagar.

En igual o peor posición se encuentra el ultraneoliberal Banco Central Europeo, razón por la cual un default griego tendría consecuencias cataclísmicas para este verdadero ministro de finanzas de la Unión Europea, situado al margen de cualquier control democrático.

Las pérdidas que originaría la bancarrota griega no sólo comprometería a los bancos expuestos sino también a los países en problemas, como España, Irlanda, Italia y Portugal, que tendrían que afrontar el pago de intereses mucho más elevados que los actuales para equilibrar sus deterioradas finanzas. No hace falta mucho esfuerzo para imaginar lo que sucedería si se produjese, como se teme, una cesación unilateral de pagos griega, cuyo primer impacto daría en la línea de flotación de la locomotora europea, Alemania.

Los problemas de la crisis griega (y europea) son de origen estructural. No se deben a errores o a percances inesperados sino que expresan la clase de resultados previsibles y esperables cuando la especulación y el parasitismo rentístico asumen el puesto de comando del proceso de acumulación de capital. Por algo en el fragor de la Gran Depresión de los años treintas John Maynard Keynes recomendaba, en su célebre Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, practicar la eutanasia del rentista como condición indispensable para garantizar el crecimiento económico y reducir las fluctuaciones cíclicas endémicas en el capitalismo. Su consejo fue desoído y hoy son aquellos sectores los que detentan la hegemonía capitalista, con las consecuencias por todos conocidas.

Comentando sobre esta crisis el Istvan Meszaros decía hace pocos días que “una crisis estructural requiere soluciones estructurales”, algo que quienes están administrando la crisis rechazan terminantemente. Pretenden curar a un enfermo en gravísimo estado con aspirinas. Es el capitalismo el que está en crisis y para salir de ella se torna imprescindible salir del capitalismo, superar cuanto antes un sistema perverso que conduce a la humanidad al holocausto en medio de enormes sufrimientos y una depredación medioambiental sin precedentes. Por eso la mal llamada "crisis griega" no es tal; es, en cambio, el síntoma más agudo de la crisis general del capitalismo, esa que los medios de comunicación de la burguesía y el imperialismo aseguran desde hace tres años que ya está en vías de superación, pese a que las cosas están cada vez peor.

El pueblo griego, con su firme resistencia, demuestra estar dispuesto a acabar con un sistema que ya es inviable no en el largo sino en el mediano plazo. Habrá que acompañarlo en su lucha y organizar la solidaridad internacional para tratar de evitar la feroz represión de que es objeto, método predilecto del capital para solucionar los problemas que crea su desorbitada voracidad. Tal vez Grecia, que hace más de dos mil quinientos años inventó la filosofía, la democracia, el teatro, la tragedia y tantas otras cosas, pueda volver sobre sus fueros e inventar la revolución anticapitalista del siglo veintiuno. La humanidad le estaría profundamente agradecida.


(*) Director del PLED, Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales.