Para
salvar la economía hay que sacrificar el Imperio
Por
Michael Hudson (*)
Counterpunch, 14/03/08
Sin Permiso, 28/05/08
La crisis
financiera y económica actualmente en curso de profundización
no podrá aliviarse sin afrontar varios problemas de los que
la opinión pública no quiere oír hablar. Su sola mención
levanta un muro de disonancias cognitivas.
Para
principiantes: el problema actual de la deuda no es
marginal, sino que ha llegado a ser estructural; y los
problemas estructurales no pueden resolverse con paliativas
meramente marginales. Lo que Alan Greenspan llamó “creación
de riqueza” se reveló como una mera inflación de precios
de los activos: una puja al alza, fundada en el crédito, de
los precios inmobiliarios y de los mercados de valores. La
Economía de la Burbuja lastró con deudas a los hogares, a
los bienes raíces y las empresas, mientras que los recortes
fiscales de Bush a los segmentos fiscales más altos obligó
a los presupuestos federales, estatales y locales a un
endeudamiento de mucho mayor calado.
Esta política
pudo mantenerse mientras los precios de las propiedades
hinchados por la deuda crecían a una tasa más rápida que
la tasa de interés que tenía que pagarse. Pero el pago de
intereses y las cargas de amortización desviaban el gasto
de los consumidores y de las empresas fuera del consumo y de
la producción.
Eso es lo
que significa “deflación por deuda”. Los sectores
financiero e inmobiliario recibían un dinero que antes se
gastaba en bienes y servicios. El servicio de la deuda no
puede gastarse en bienes de consumo (por parte de los
propietarios de vivienda) o en inversión de capital (por
parte de empresas con deuda apalancada). El efecto es la
ralentización de las ventas y del ingreso empresarial, y
por consecuencia, del alquiler comercial y del mercado de
bienes raíces.
En 2006 se
alcanzó un punto en el que el crecimiento del servicio de
la deuda rebasó los ingresos operativos o la capacidad de
los propietarios de vivienda para seguir adelante (sobre
todo, cuando se dispararon las tasas de interés). La idea
salvadora directriz de la Fed consiste en prestar a los
deudores lo suficiente para que puedan pagar a los banqueros
y a otros acreedores, subsidiando su insolvencia para que
puedan mantenerse al día en sus obligaciones de pago. La
alternativa es el valor líquido negativo: la venta de
viviendas, edificios de oficinas y empresas comprometidos
como colateral y venderlos a precios por debajo de la
hipoteca o del valor del préstamo. Ese subsidio lo único
que hace es ganar tiempo para que el problema de la deuda
reaparezca luego con raíces aún más profundas.
Porque la
verdad es que el actual nivel de deuda no puede ser pagado.
El problema no está en absoluto confinado en la base de la
pirámide, sino que está concentrado en su cúspide. El
gobierno mismo de los EEUU es en realidad el mayor deudor
subprime del mundo. Sus 2,5 billones de dólares de deuda
contraída con bancos centrales extranjeros –sumada a una
deuda todavía mayor contraída en el extranjero por el
sector privado— no puede pagarse, dados los graves déficit
militares y comerciales de la nación. El reconocimiento de
este hecho político en el núcleo del sistema financiero
internacional ha llevado a los gobiernos y a los inversores
extranjeros a deshacerse de bonos y valores denominados en dólares.
Eso ha llevado al descenso de la tasa de cambio del dólar,
elevando los dolarizados precios del petróleo y de otras
materias primas.
Cuanto más
crezca el déficit comercial y el gasto militar en el
extranjero de los EEUU, más dólares colocarán los
exportadores extranjeros, y otros receptores de fondos
estadounidenses, en bancos centrales extranjeros. Los bancos
centrales se hallan entonces en una situación en la que
apenas pueden gastar su dinero en otra cosa que en comprar títulos
del Tesoro norteamericano. Han comprado tantos, que los
norteamericanos ya no necesitan cargar con el coste del déficit
presupuestario federal estadounidense comprando bonos para
financiarlo; los extranjeros lo han hecho por ellos. En
efecto, han prestado al gobierno de los EEUU los dólares y
el intercambio exterior para librar su guerra en Oriente
Medio, una guerra, dicho sea de paso, que los votantes
extranjeros no apoyan. Financiar el déficit de pagos y el déficit
del presupuesto federal de los EEUU es subsidiar la guerra.
Estos últimos
años, los gobiernos extranjeros han buscado alternativas a
la compra de títulos del Tesoro de los EEUU. Pero cuando
los chinos trataron de comprar activos de Union Oil, el
Congreso vetó el acuerdo, acusando a la propiedad pública
de preparar un camino de servidumbre. Para que China
comprara las privatizaciones estadounidenses tendría que
creer que el Congreso de los EEUU le permitiría aumentar
los peajes de autopista y otras cuotas de acceso a
infraestructuras, lo bastante al menos como para compensarla
por la caída del dólar. Pero la respuesta más probable
serían nuevas quejas contra el peligro amarillo. De modo,
pues, que los gobiernos extranjeros se hallan ahítos de dólares
que no pueden usar pata comprar activos estadounidenses
reales, ni pueden tampoco gastar en exportaciones
norteamericanas ahora que el país está en vías de
desindustrialización. Todo lo que pueden hacer es prestar
dinero al gobierno de los EEUU.
Esa es la vía
que llevó a los banqueros Medici a la bancarrota hace unos
siglos. Hacia 1776, Adam Smith llegó a la conclusión de
que ningún gobierno había pagado jamás su deuda externa.
Tampo sector privado alguno ha reducido tampoco, desde
tiempos inmemoriales, su nivel de deuda (salvo por
bancarrota, moratoria o denuncia). Esas son opciones que
tenemos hoy abiertas. Pero no son de recibo para la
deliberación pública. La última vez que los economistas
profesionales se enfrentaron al problema de la deuda global
fue en los años 20 del siglo pasado, respondiendo al
elevado nivel, impagable, de las reparaciones alemanas y de
la deuda interaliada con los EEUU. Desde entonces, se ha
hablado mucho de teoría monetaria, pero se ha prestado poca
atención a la medición de la capacidad de las economías
para subvenir a su deuda nacional y exterior.
La Fed trató
a mediados de marzo de revertir el desplome de los precios
de los activos inundando el sistema bancario con 200 mil
millones de dólares de crédito. Se permitió a los bancos
reconvertir, a través de la Fed, sus préstamos
hipotecarios dudosos y otros préstamos de mala calidad a su
valor nominal (no a su valor de mercado, que era sólo del
20%). La coartada de la Fed es que esa inyección permitirá
a los bancos recuperar su actividad como prestamistas y
“hacer que la economía se mueva de nuevo”. Pero los
bancos están usando ese dinero para apostar contra el dólar.
Toman prestado de la Fed a bajos intereses y compran bonos
denominados en euros que ofrecen tasas mayor de interés, un
proceso que les permiten hacer ganancias con las divisas,
puesto que el euro sube en relación con activos denominados
en dólares. La Fed, así pues, lo que hace es subsidiar la
fuga de capitales, exacerbando la inflación por la vía de
provocar el alza del precio de las importaciones (señaladamente
del petróleo y las materias primas). Esas mercancías no
son más caras para los consumidores europeos, sólo lo son
para quienes las compran pagando con dólares. (Eso afecta
también a América Latina y a otros países del área dólar.)
El
comportamiento de la Fed (no sólo bajo la dirección de
Alan Greenspan) plantea la cuestión de los bancos
centrales: ¿se necesitan para algo? Su idea ha sido siempre
patrocinar normas orientadas al acreedor, a la desregulación
financiera y a salvar al sector financiero a expensas públicas,
arrinconando a la economía en una esquina de deuda. Pero,
al proceder así, la Reserva Federal se priva de poder
resolver los problemas que ella misma creó bajo la
presidencia de Greenspan. Su papel –y en verdad, el de los
bancos centrales en general— es mantener precisamente el
tipo de políticas que han engendrado el actual desaguisado
financiero.
Desde que
se fundara el Banco de Inglaterra en 1694, los bancos
centrales de todo el mundo han venido representando los
intereses del sistema bancario comercial. Desgraciadamente,
el marco financiero temporal ha sido siempre el corto plazo.
Los bancos ganan dinero encontrado más y más clientes a
los que prestar fondos, mientras que los banqueros de
inversión y las casas de intermediación toman sus
comisiones y se largan. Está en su interés promover la
Burbuja Económica que inducirá a los compradores de bienes
raíces y a los aventureros empresariales a tomar préstamos
con objeto de cabalgar la ola de la inflación de precios de
los activos. Esos préstamos, a primera vista, parecen
sostenerse por sí mismos, puesto que, en tomarlos, crecen
los precios de las viviendas, de las acciones y de los
bonos. Esos activos pueden, además, ponerse como colateral
para ulteriores préstamos a medida que los precios y las
deudas crecen de consuno.
Ese es el
tipo de “creación de riqueza” de la que trataba de
jactarse Alan Greenspan. Pero, mira por dónde, no es un
proceso que genere estabilidad para el conjunto de la economía.
A medida que los intereses del sector financiero entraban en
manifiesto conflicto con los de la economía “real” de
consumidores y productores, la política de la Reserva
Federal lo que trata de hacer es resolver el problema de le
deuda con más deuda todavía, en forma de rescate de bancos
que hicieron malos préstamos. Los rescates están
concebidos para permitir que los bancos puedan prestar el
dinero necesario para sostener los precios de los activos y
preserva el precio de mercado del colateral que respalda los
créditos hipotecarios, y prestar a empresas
superlativamente apalancadas y los fondos hedge. Al rescatar
bancos para incrementar la capacidad de préstamo de éstos,
a fin de conseguir aquellos objetivos, la Fed ha terminado
por convertirse en activo jugador de una guerra destinada al
endeudamiento del sector de los bienes raíces, del trabajo
y de la industria.
El
resultado es una intrusión sin precedentes del Estado, no
de un modo socialista, sino, al contrario, de un modo que se
sirve del bolsillo público para proteger las finanzas y la
propiedad en la cúspide de la pirámide económica. Eso se
hace por el despeñadero de un camino financiero a la
servidumbre, promoviendo un régimen de servidumbre por
deudas. A través del sistema de la Reserva federal, lo que
hace el gobierno es “resolver” el final de la Economía
de la Burbuja suministrando créditos suficientes para
endeudar a la industria y a la agricultura, al trabajo y al
capital tangible: presta dinero para que se pueda pagar el
servicio de la deuda de créditos que, de otro modo, caerían
en la morosidad.
Como se dejó
dicho, empero, la deuda más cargada de problemas es la
deuda exterior, y el mayor deudor internacional subprime es
el gobierno de los EEUU. Está ahora endeudado con gobiernos
extranjeros –que tienen en sus reservas títulos por valor
de 2,5 billones de dólares— y con inversores privados
–unos cuantos billones—, mucho más allá de su
capacidad para devolver la deuda, y eso por no hablar de su
disposición política a pagar. Por eso los extranjeros no
aceptan ya los dólares de los que se deshacen los
consumidores norteamericanos, por eso los inversores
norteamericanos compran empresas extranjeras y por eso el ejército
de los EEUU extiende sus bases por doquier.
A medida
que cae el dólar, suben los precios de las importaciones,
con los combustibles y los minerales en cabeza. En algo hay
que ceder. ¿Cómo pueden los hogares y las empresas pagar
sus deudas, si los costes operativos de la calefacción, la
electricidad y el transporte absorben cada vez más sus
ingresos?
La única vía
para detener la hemorragia es negociar la deuda como
incobrable, empezando con los bonos del tesoro
norteamericano que tienen los bancos centrales extranjeros.
Mas, ¿qué pueden ofrecer a cambio los EEUU? Pedir a los
gobiernos extranjeros un sacrificio económico de tal
magnitud resulta de todo punto inviable, a menos que el
gobierno de los EEUU esté dispuesto a negociar un gran
acuerdo global. Teniendo, como tiene, poco que ofrecer en
reciprocidad, la vía más prometedora para convencer a los
gobiernos extranjeros para que renuncien a ver satisfechas
las obligaciones contraídas por la economía estadounidense
es incluir en la negociación la única cosa que Norteamérica
puede ofrecer: la dimensión militar.
Y yo sólo
puedo ver una vía para ofrecer eso. Los EEUU tendrían que
estar de acuerdo en desmantelar todas sus bases militares de
ultramar (o al menos, las que se hallan fuera del hemisferio
occidental). Eso significaría renunciar a su sueño de
imponer su hegemonía mundial por la fuerza de las armas.
Eso los liberaría también, a ellos y a los otros países,
de la carrera armamentista pos Guerra Fría. Contribuiría a
revivir la producción y el consumo de la economía
“real” al liberar recursos para gastar en consumo y en
nueva inversión directa. De paso, liberaría a los EEUU del
“Capitalismo del Pentágono”, esto es, de los excesivos
costes de contratos que, aparentemente, han conducido a la
ingeniería industrial norteamericana a una situación de
incapacidad para hallar métodos de producción
minimizadores de costes, perdiendo por esa vía su habitual
ventaja tecnológica competitiva.
Los países
extranjeros han terminado por mirar a los EEUU desde la
misma perspectiva con que la administración Bush miraba a
otros países: cualquier potencial económico tiene, por
definición, un carácter militar. De lo que se infiere que
lo que podría llegar a ocurrir, ha de ser descontado desde
el comienzo y, por lo mismo, desde el comienzo reprimido.
Los EEUU se han convertido en la principal fuerza agresiva
desestabilizadora del mundo. Sin abordar abiertamente los
problemas que presenta este militar “elefante en cacharrería”,
cualquier alivio de las obligaciones que la economía de los
EEUU tiene contraídas con los gobiernos extranjeros no haría
sino permitir que Norteamérica mantuviera o aun
incrementara su presencia militar global, construyendo todavía
más bases en el extranjero y e imponiendo un drenaje de
balanza de pagos todavía mayor al dólar. “Sostener el dólar”
ha llegado a ser sinónimo de subsidiar la adicción del
Ejecutivo norteamericano a la diplomacia militar hegemónica.
Desgraciadamente,
no es ésta una verdad que la opinión pública
norteamericana quiera escuchar.
(*)
Michael Hudson es ex economista de Wall Street especializado
en balanza de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase
Manhattan Bank (ahora JPMorgan Chase & Co.), Arthur
Anderson y después en el Hudson Institute. En 1990 colaboró
en el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del
mundo para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue
asesor económico en jefe de Dennis Kucinich en la reciente
campaña primaria presidencial demócrata y ha asesorado a
los gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así
como al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la
Investigación. Distinguido profesor investigador en la
Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de
numerosos libros, entre ellos Super
Imperialism: The Economic Strategy of American Empire.
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