¿Cómo será
la Doctrina Obama?
¿Está
realmente muerta la Doctrina Monroe?
Por
Greg Grandin
Tom
Dispatch, 08/06/08
Rebelión,
12/06/08
Traducido
por Germán Leyens
Introducción
del editor de Tom Dispatch
Por lo
menos una vez por semana – sospecho que desde hace tiempo
– los dirigentes chinos deben salir por las calles de la
Ciudad Prohibida de Beijing, a cantar, bailar y rezar a los
dioses (geo) políticos que llevaron al gobierno de Bush al
agujero negro (dorado) de Iraq. Sin Iraq, no cabe duda de
que hubiésemos oído mucho más durante estos últimos años
sobre la “amenaza china” de parte de los
neoconservadores. Sin Iraq, Latinoamérica, también, sería
indudablemente un sitio muy diferente.
Hace
algunos años, era evidente que las dos antiguas
superpotencias de la Guerra Fría estaban perdiendo el
control sobre que los rusos gustaban de llamar su
“extranjero cercano” (los Estados del Báltico, Europa
Oriental, y Asia Central) y los estadounidenses preferían
llamar su “patio trasero” (Latinoamérica). A pesar de
refunfuños sobre, y un intento de, un golpe contra, Hugo Chávez
(y otro contra Jean–Bernard Aristide de Haití), Latinoamérica
ha vivido, desde 2001, tan cerca de un abandono benigno por
parte de Washington como pueda ser imaginado. En esos años,
han comenzado a formarse nuevos bloques, el más
sorprendente de los cuales podría ser un creciente conjunto
de democracias tendientes a la izquierda en Latinoamérica,
determinadas a dedicarse a sus propios intereses colectivos,
no a cualquier cosa que se proponga el gobierno de Bush.
A medida
que Rusia se alzó de las cenizas como una superpotencia
energética y comenzó a utilizar su control sobre el gas
natural para aplicar una presión renovada sobre partes de
su antiguo “extranjero cercano,” EE.UU. distraído se ha
mantenido algo moroso respecto al estado de su patio
trasero. Vale la pena señalar, sin embargo, que el Pentágono
acaba de reconstituir oficialmente la “Cuarta Flota de
EE.UU.” – para el Caribe y las costas de Centroamérica
y Sudamérica, “después de un sopor de casi 60 años.”
Por el momento, sigue siendo un gesto simbólico con el que
se pretende, como ha dicho el contralmirante James
Stevenson, enviar “la señal adecuada, incluso a gente de
la que se sabe que no es necesariamente nuestra mayor
partidaria.”
En cuanto
al patio de quién resulte ser Latinoamérica en los años
por venir, si será el de alguien, dejemos que Greg Grandin,
autor de ese libro indispensable sobre el papel imperial de
EE.UU. en Latinoamérica: “Empire's Workshop,” se ocupe
del tema con su inteligencia usual. (Tom Dispatch)
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¿Está
realmente muerta la Doctrina Monroe?
¿Cómo
será la Doctrina Obama?
Busca en
Google “desatención,” “Washington,” y “Latinoamérica,”
y serás llevado a miles de llamados desgarradores de políticos
y expertos para que Washington “preste más atención” a
la región. Es verdad que Richard Nixon dijo una vez que
“a la gente le importa un carajo” el lugar. Y su
Consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, dijo sarcásticamente
que Latinoamérica es un “puñal que apunta al corazón de
la Antártica.” Pero Kissinger también hizo el mismo
chiste sobre Chile, Argentina, y Nueva Zelanda – y, de los
tres países, sólo el último no sufrió asesinatos políticos
generalizados como resultado de sus políticas, un alto
precio que pagar por un lugar supuestamente tan
insignificante.
Latinoamérica,
en los hechos, ha sido indispensable para la evolución de
la diplomacia de EE.UU. Se refieren a menudo a la región
como “patio trasero” de EE.UU., pero una metáfora mejor
sería “reserva estratégica” de Washington, el sitio
donde coaliciones ascendentes de política exterior se
reagrupan y alteran los contornos del poder de EE.UU., después
de momentos de crisis global.
Cuando la
Gran Depresión tuvo a EE.UU. al borde del abismo, por
ejemplo, los diplomáticos del Nuevo Trato elaboraron en
Latinoamérica los fundamentos del multilateralismo liberal,
un marco diplomático que Washington llegaría a introducir
con mucho éxito en otros sitios después de la Segunda
Guerra Mundial.
En los años
ochenta, la primera generación de neoconservadores se
dirigió a Latinoamérica para materializar sus fantasías
de “retroceso” – no sólo contra el comunismo, sino
contra una política exterior multilateralista tambaleante.
Fue en gran parte en una Centroamérica agitada por
insurgencias izquierdistas donde la Nueva Derecha desarrolló
por primera vez los principios fundacionales de lo que,
después del 11–S, llegó a ser conocido como la Doctrina
Bush: el derecho a librar la guerra unilateralmente en términos
altamente moralistas.
Una vez más
nos encontramos ante encrucijadas históricas. Un poder
menguante – esta vez causado, en parte, por una
sobre–extensión militar – enfrenta a una Latinoamérica
movilizada; y, ante un cambio de régimen en EE.UU., con la
coalición neoconservadora de George W. Bush en ruinas después
de ocho años de gobierno desastroso, los pretendientes a
responsables políticos vuelven a mirar hacia el sur.
Adiós
a todo eso
“La era
de EE.UU. como influencia dominante en Latinoamérica ha
pasado,” dice el Consejo de Relaciones Exteriores [CFR,
por sus siglas en inglés], en un nuevo informe repleto de
sugerencias políticas sobrias sobre maneras como EE.UU.
puede recobrar su influencia decreciente en una región que
desde hace tiempo pretende que es suya.
Latinoamérica
es gobernada actualmente en su mayor parte por gobiernos de
izquierda o de centroizquierda que difieren en política y
estilo – desde el populismo de Hugo Chávez en Venezuela
al reformismo de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil y
Michelle Bachelet en Chile. Pero todos comparten un objetivo
común: hacer valer más autonomía de EE.UU.
Los
latinoamericanos atraen ahora inversiones de China, abren
mercados en Europa, discrepan de la Guerra contra el Terror
de Bush, estancan el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas,
y marginan al Fondo Monetario Internacional que, durante las
últimas décadas, ha servido de estratagema a Wall Street y
al Departamento del Tesoro.
Y eligen a
presidentes como Rafael Correa en Ecuador, quien
recientemente anunció que su gobierno no renovará el
acuerdo para la Base Aérea Manta, la base militar más
destacada de EE.UU. en Sudamérica. Correa había sugerido
anteriormente que, si Ecuador podía establecer su propia
base en Florida, consideraría la extensión del acuerdo.
Cuando Washington respingó, Correa ofreció Manta para una
concesión china, sugiriendo que la pista aérea podría ser
convertida en una “puerta a Latinoamérica de China.”
En el
pasado, una desfachatez semejante habría sido considerada
como una clara violación de la Doctrina Monroe, proclamada
en 1823 por el presidente James Monroe, quien declaró que
Washington no permitiría que Europa volviera a colonizar
ninguna parte de las Américas. En 1904, Theodore Roosevelt
actualizó la doctrina para justificar una serie de
invasiones y ocupaciones en el Caribe. Y los presidentes
Dwight Eisenhower y Ronald Reagan la invocaron para validar
golpes y otras operaciones clandestinas de la CIA durante la
Guerra Fría.
Pero las
cosas han cambiado. “Washington no puede perder a Latinoamérica,”
dice el informe del CFR, “ni Washington tiene que
salvarla.” La Doctrina Monroe, declara, es “obsoleta.”
Buenas
noticias para Latinoamérica, se podría pensar. Pero la última
vez que alguien del CFR, que desde su fundación en 1921 ha
representado la opinión dominante en política extranjera,
declaró difunta la Doctrina Monroe, el resultado fue
genocidio.
Llegan
los círculos dominantes liberales
Tuvo que
ser Sol Linowitz quien dijo, en 1975, como presidente de la
Comisión de Relaciones entre EE.UU. y Latinoamérica, que
la Doctrina Monroe era “inapropiada e irrelevante ante las
realidades cambiadas y las tendencias del futuro.”
La poco
recordada Comisión Linowitz estaba compuesta de respetados
académicos y empresarios de lo que era llamado en aquel
entonces el “establishment liberal.” Sólo fue una parte
de un intento más amplio de la elite de la política
exterior de EE.UU. de responder a las crisis sucesivas de
los años setenta – la derrota en Vietnam, el creciente
nacionalismo en el tercer mundo, la competencia asiática y
europea, los precios de la energía en rápido aumento, la
caída del dólar, el escándalo Watergate, y el disenso en
el interior. Enfrentado a un abrupto colapso de la
legitimidad global de EE.UU., el CFR, junto con otros
‘think–tanks’ de la línea dominante como el Brookings
Institute y la recién formada Comisión Trilateral, presentó
una serie de propuestas que podrían contribuir a que EE.UU.
estabilizara su autoridad, mientras permitía “una evolución
sin problemas y pacífica del sistema global.”
Existía un
consenso generalizado entre los intelectuales y los
dirigentes corporativos afiliados a esas instituciones de
que el tipo de fervor anticomunista que había llevado a
EE.UU. al desastre en Vietnam debía ser controlado, y que
había que elaborar “nuevas formas de gestión común”
entre Washington, Europa, y Japón. Propugnadores de un
orden mundial más tranquilo venían del mismo bloque
corporativo que respaldaba al Partido Demócrata y al ala
Rockefeller del Partido Republicano.
Esperaban
que una normalización de la política global detuviera, si
no invirtiera, la erosión de la posición económica de
EE.UU. La desescalada militar liberaría ingresos públicos
para inversiones productivas, mientras hacía frente a
presiones inflacionarias (que asustaban a los gerentes de
valores de los bancos multinacionales). Relaciones mejoradas
con el bloque comunista abrirían la URSS, Europa Oriental,
y China, al comercio y a la inversión. Existía también un
acuerdo general en que Washington debería dejar de ver al
socialismo del Tercer Mundo a través del prisma del
conflicto de la Guerra Fría con la Unión Soviética.
En ese
momento, a través de toda Latinoamérica, los izquierdistas
y los nacionalistas exigían, como lo hacen ahora, una
distribución más equitativa de la riqueza global. A fin de
que no se extendiera la radicalización, el director
ejecutivo de la Comisión Trilateral, Zbignew Brzezinski,
quien pronto sería consejero de seguridad nacional del
presidente Jimmy Carter, argumentó que sería “sabio que
EE.UU. hiciera un acto explícito de abandono de la Doctrina
Monroe.” La Comisión Linowitz estuvo de acuerdo y presentó
una serie de recomendaciones con ese fin – incluyendo la
devolución del Canal de Panamá a Panamá y una disminución
de la ayuda militar de EE.UU. a la región – que definirían
en gran parte la política latinoamericana de Carter.
Mutis
del establishment liberal
Por cierto,
no fue el liberalismo corporativo sino más bien un
militarismo resurgente y revanchista de la derecha lo que
finalmente ofreció la solución más coherente y, durante
un cierto tiempo, exitosa a las crisis de los años setenta.
Uniendo a
una coalición creciente de anticomunistas de la vieja
escuela, partidarios del orden público, de neoconservadores
de la primera generación, y de evangélicos recientemente
fortalecidos, la Nueva Derecha organizó un conjunto en metástasis
permanente de comités, fundaciones, institutos y revistas
que se concentró en temas específicos – las
negociaciones de desarme nuclear SALT II, el Tratado del
Canal de Panamá, y el propuesto sistema de misiles MX, así
como la política de EE.UU. en Cuba, Sudáfrica, Rodesia,
Israel, Taiwán, Afganistán, y Centroamérica. Todos
estaban ampliamente comprometidos con el desquite por la
derrota en Vietnam (y la “puñalada por la espalda” de
los medios liberales y del público en el interior). También
se proponían restaurar un propósito ético a la diplomacia
estadounidense.
Como lo habían
hecho los liberales corporativos, ahora los intelectuales
conservadores miraron hacia Latinoamérica para poner a
punto sus ideas. La embajadora del presidente Ronald Reagan
ante la ONU, Jeane Kirkpatrick, por ejemplo, se concentró
sobre todo en Latinoamérica al presentar los principios
fundacionales del pensamiento neoconservador moderno. Fue
particularmente dura con Linowitz, quien, dijo, representaba
el “espíritu internacionalista desinteresado” del
“apaciguamiento” – una palabra que vuelve a sonar
entre nosotros. Su informe, insistió, significaba
“abandonar la perspectiva estratégica que había
conformado la política de EE.UU. desde la Doctrina Monroe
hasta antes del gobierno de Carter, al centro de la cual había
una concepción del interés nacional y una creencia en la
legitimidad moral de la defensa.”
Al
principio Brookings, el CFR, y la Comisión Trilateral, así
como la Mesa Redonda Empresarial, fundada en 1972 por la
flor y nata de los directores ejecutivos, se opusieron al
impulso por remilitarizar la sociedad estadounidense, pero,
a fines de los años setenta, se hizo evidente que la
“normalización” no había logrado resolver la crisis
económica global. Europa y Japón no se preocupaban de
estabilizar el dólar, y las economías de Europa Oriental,
la URSS, y China, eran demasiado anémicas para absorber
suficientes cantidades de capital estadounidense o servir de
socios comerciales lucrativos. Durante todos los años
setenta, firmas financieras como el Chase Manhattan Bank de
los Rockefeller se vieron inundadas de petrodólares
depositados por Arabia Saudí, Irán, Venezuela, y otras
naciones exportadoras de petróleo. Tenían que hacer algo
con todo ese dinero, pero la economía de EE.UU. seguía
lenta, y gran parte del Tercer Mundo era zona prohibida.
Por lo
tanto, después de la victoria presidencial de Ronald Reagan
en 1980, los responsables políticos e intelectuales de la línea
dominante, muchos de ellos auto–descritos como liberales,
llegaron a respaldar cada vez más la agenda interior y
exterior de la Revolución de Reagan: vaciar el Estado de
bienestar, aumentar los gastos de defensa, abrir el Tercer
Mundo al capital de EE.UU. y acelerar la Guerra Fría.
Una década
después que la Comisión Linowitz proclamara que la
Doctrina Monroe ya no era viable, Ronald Reagan la invocó
para justificar el patrocinio de su gobierno para asesinos
anticomunistas en Nicaragua, Guatemala y El Salvador. Unos
pocos años después que Jimmy Carter anunciara que EE.UU.
se había “liberado de ese desmedido temor del
comunismo,” Reagan citó a John F. Kennedy diciendo que:
“la dominación comunista en este hemisferio no será jamás
negociada.”
Reagan
patrocinó ilegalmente a los Contras – los asesinos a los
que saludó como “el equivalente moral de los padres
fundadores de EE.UU.” y los envió a desestabilizar el
gobierno sandinista de Nicaragua, su gobierno financió
escuadrones de la muerte en El Salvador y Guatemala, y unió,
por primera vez, a los dos electorados principales de la
Nueva Derecha. Los neoconservadores dieron a la resurrección
por Reagan de la presidencia imperial la justificación
legal e intelectual, mientras la derecha religiosa
respaldaba el nuevo militarismo con energía proveniente de
la base.
Esta
asociación fue erigida primero – tal como ha continuado más
recientemente en Iraq – sobre una montaña de cadáveres
mutilados: 40.000 nicaragüenses y 70.000 salvadoreños
asesinados por aliados de EE.UU.; 200.000 guatemaltecos,
muchos de ellos campesinos mayas, sacrificados en una campaña
de tierras arrasadas que la ONU decidió que fue genocida.
El fin
de las ‘vacaciones de la historia’ de los
neoconservadores
El reciente
informe del CFR sobre Latinoamérica, que llega precisamente
en otro momento de decadencia imperial, parece indicar una
vez más un nuevo consenso emergente, similar en tono al de
los años setenta, después de Vietnam. En cada dimensión
aparte de la militar, argumenta el editor de Newsweek,
Fareed Zacharia,
en su nuevo
libro: “The Post–American World”: “la distribución
del poder está cambiando, alejándose de la dominación
estadounidense.” (Qué importa que, hace sólo cinco años,
en la víspera de la invasión de Iraq, haya insistido en lo
exactamente contrario – que ahora vivimos en un “mundo
unipolar” en el que la posición de EE.UU. era, y seguiría
siendo, “sin precedente.”)
Para usar
una frase de su propio léxico, las “vacaciones de la
historia” de los neoconservadores han terminado. El fiasco
en Iraq, la caída del valor del dólar, el ascenso de India
y China como nuevas potencias industriales y comerciales, y
de Rusia como superpotencia energética, el fracaso en el
intento de afianzar Oriente Próximo, precios del petróleo
y del gas en vertiginoso aumento (así como precios que se
disparan para otras materias primas esenciales y alimentos básicos),
y la consolidación de una Europa próspera, han llevado a
que se derrumben sus sueños de supremacía global.
Barack
Obama es obviamente el candidato mejor colocado para alejar
a EE.UU. del borde de la irrelevancia. Aunque nadie que
espere un puesto en la Casa Blanca lo diría en términos
tan derrotistas, la tarea histórica del próximo presidente
no será ganar la Guerra Global contra el Terror del actual
presidente, sino negociar el reingreso de EE.UU. a la
comunidad de naciones.
Parag
Khanna, un asesor de Obama, argumentó recientemente que, al
maximizar su ventaja cultural y tecnológica, EE.UU. puede,
con un poco de suerte, asegurarse tal vez una posición como
tercer socio en un nuevo orden tripartita global en el que
Europa y Asia tendrían acciones por partes iguales, un eco
diferente de la posición trilateralista de los años
setenta. (Olvidad esas analogías con Munich, si el
electorado de EE.UU. fuera más culto en lo histórico, los
republicanos sacarían más provecho al calificar a Obama,
no de Neville Chamberlain, sino de Fernando VII de Espala, o
Clement Richard Attlee de Gran Bretaña, cada uno de los
cuales presidió sobre la decadencia imperial de su país.
De modo que
hay que preguntar: Si Obama gana en noviembre y trata de
implementar un despliegue más racional, menos incandescente
en lo ideológico del poder estadounidense – utilizando
tal vez a Latinoamérica como la escena para una nueva política
– ¿provocaría de nuevo el tipo de reacción nacionalista
que purgó al rockefellerismo del Partido Republicano, barrió
a Jimmy Carter de la Casa Blanca, y armó los escuadrones de
la muerte en Centroamérica?
Ciertamente,
ya hay muchos febriles ‘think tanks’ conservadores,
desde el Hudson Institute a la Heritage Foundation, que
doblarían las cruzadas de Bush como un camino para salir
del actual lío. Pero en los años setenta, la Nueva Derecha
estaba en ascenso; hoy en día, se descompone visiblemente.
Luego, podría cargar la responsabilidad por la profunda y
prolongada crisis que afectó a EE.UU. sobre las espaldas
del “establishment,” mientras ofrece soluciones – más
acumulación de armas, un nuevo empuje hacia el Tercer
Mundo, y fundamentalismo de libre mercado – que condujeron
a gran parte de ese establishment a su órbita.
En la
actualidad, la derecha reconoce totalmente la actual crisis,
junto con su causa más inmediata, la Guerra de Iraq.
Incluso si John McCain lograra vencer por un pelo en
noviembre, sería el equivalente funcional no de Reagan, que
encarnó un movimiento en marcha, sino de Jimmy Carter,
tratando desesperadamente de mantener unida una coalición
desgastada.
El sitio en
el que es más evidente la decadencia de la derecha como
fuerza intelectual es en los arrebatos de cólera que sufre
frente a los progresos de la izquierda – o de China – en
Latinoamérica. La vitalidad segura de sí misma con la que
Jeane Kirkpatrick utilizó a Latinoamérica para inmovilizar
al gobierno de Carter ha sido reemplazada por los chillidos
desesperados, de oropel, de la desesperanza. “¿Quién
perdió a Latinoamérica?” pregunta Frank Gaffney del
Centro para la Política de Seguridad – a casi cada
persona que encuentra. La región, dice, es ahora “un
magneto para terroristas islamistas y un caldo de cultivos
para movimientos políticos hostiles... El líder crucial es
Chávez, el multimillonario dictador de Venezuela que ha
declarado una yihád latina contra EE.UU.”
Diplomacia
que recurre a “comillas que asustan”
Pero sólo
el que sea poco probable que la derecha despliegue de nuevo
su bandera sobre Latinoamérica no significa que la
diplomacia hemisférica de EE.UU. vaya a ser
desmilitarizada. Después de todo, fue Bill Clinton, no
George W. Bush, quien, a pedido de Lockheed Martin, revocó
una prohibición del gobierno de Carter (basada en
recomendaciones del informe de Linowitz) sobre la venta de
armamentos de alta tecnología a Latinoamérica. Eso, por su
parte, provocó una carrera armamentista imprudente y
despilfarradora en el Cono Sur. Y fue Clinton, no Bush,
quien aumentó dramáticamente la ayuda militar al asesino
gobierno colombiano y a mercenarias corporativas como
Blackwater y Dyncorp, escalando aún más la descaminada
“guerra contra la droga” de EE.UU. en Latinoamérica.
De hecho,
una rápida comparación entre el informe de Linowitz y el
nuevo estudio del CFR sobre Latinoamérica suministra un
modo aleccionador para medir hasta qué punto el
“establishment liberal” ha pasado a la derecha durante
las últimas tres décadas. El CFR aconseja admirablemente a
Washington que normalice relaciones con Cuba y colabore con
Venezuela, mientras minimiza la posibilidad de que
“terroristas islámicos” utilicen el área como escala
– una antigua fantasía de los neoconservadores. (Douglas
Feith, ex subsecretario del Pentágono, sugirió que, después
del 11–S, EE.UU. postergara la invasión de Afganistán y
en lugar de hacerlo bombardeara Paraguay, que tiene una gran
comunidad chií, sólo para “sorprender” a la suní
al–Qaeda).
Sin
embargo, en circunstancias que el informe Linowitz provocó
la ira de gente como Jeane Kirkpatrick al escribir que
EE.UU. no debiera tratar de “definir los límites de
diversidad ideológica para otras naciones” y que los
latinoamericanos “son capaces de evaluar, y lo harán, los
méritos y desventajas del enfoque cubano,” el CFR es
mucho menos dispuesto a aceptar nuevas ideas. Insiste en
presentar a Venezuela como un problema que EE.UU. debe
encarar – a pesar de que el gobierno en Caracas es
reconocido como legítimo por todos y es considerado como
aliado, incluso estrecho, por la mayoría de los países
latinoamericanos. Los latinoamericanos podrán “saber lo
que es mejor para ellos mismos,” como concede el nuevo
informe, pero Washington sigue sabiéndolo mejor, y por lo
tanto debería respaldar temas de “justicia social” como
un medio para hacer que los venezolanos y otros
latinoamericanos se aparten de Chávez.
El que el
informe del CFR coloque regularmente la “justicia
social” entre comillas que asustan sugiere que utiliza la
expresión sobre todo como un truco de mercadeo – algo
como “Nueva Coca–Cola” – que para indicar que los
bancos y las corporaciones de EE.UU. estén dispuestos a
hacer concesiones sustanciales a los nacionalistas
latinoamericanos. Hace siete décadas, Franklin Roosevelt
apoyó el derecho de los países latinoamericanos a
nacionalizar intereses de EE.UU., incluyendo propiedades de
Standard Oil en Bolivia y México, diciendo que era hora de
que otros en el hemisferio obtuvieran “su justa parte.”
Hace tres décadas, la Comisión Linowitz recomendó el
establecimiento de un “código de conducta” que
definiera las responsabilidades de compañías extranjeras
en la región y que reconociera el derecho de los gobiernos
a nacionalizar industrias y recursos.
El CFR, al
contrario, desprecia los esfuerzos mucho más limitados de
Chávez de crear compañías conjuntas con las
multinacionales petroleras, y no ofrece nada a cambio
excepto papilla para bebés. Su recomendación central –
orientada a cultivar a Brasil como una posible ancla para un
orden hemisférico pos–Bush, pos–Chávez – insta a
abolir subsidios y aranceles que protegen a la agroindustria
estadounidense a fin de promover una “Asociación de
Biocombustible” con el colosal sector agrícola de Brasil.
Sería un
desastre medioambiental, que llevaría grandes plantaciones
mecanizadas cada vez más profundo dentro de la cuenca del
Amazonas, y no contribuiría en nada a generar puestos de
trabajo decentes o a distribuir la riqueza de un modo más
justo.
Dominado
por representantes del sector financiero de la economía de
EE.UU., el Consejo recomienda poco que vaya más allá de
continuar con las fracasadas políticas corporativas de
“libre comercio” de los últimos veinte años – y, en
este caso, las ‘comillas que asustan’ son justificadas
porque lo que están propugnando es tan libre como sólo
puede ser la “justicia social” corporativa.
¿Una
Doctrina Obama?
Hasta ahora
Barack Obama promete poco que sea mejor. Hace unas pocas
semanas, viajó a Miami para pronunciar un importante
discurso sobre Latinoamérica ante la “Fundación Nacional
Cubano Americana”. No se puede decir que haya sido un
sitio de reunión auspicioso para un discurso que prometía
“involucrar a la gente de la región con el respeto debido
a un socio.”
Seguramente
sus prioridades para la participación humana habrían sido
diferentes si se hubiera dirigido no a los acaudalados
exiliados derechistas cubanos sino a un público, digamos,
del tipo de los inmigrantes latinos en Los Ángeles que han
revitalizado el movimiento laboral de EE.UU., o de familias
centroamericanas en Postville, Iowa, donde autoridades de
inmigración y del Departamento de Justicia realizaron
recientemente una masiva redada en una planta embaladora de
carne, arrestando a unos 700 trabajadores indocumentados.
Obama pidió una reforma exhaustiva de la inmigración y
prometió cumplir con la agenda de las Cuatro Libertades de
hace 68 años, de Franklin Roosevelt, incluyendo la
socialdemocrática “libertad de la necesidad.” Pero pasó
gran parte de su discurso satisfaciendo a su público
cubano.
Ignorando
el consejo no exactamente radical del CFR, el candidato
prometió mantener el embargo contra Cuba. Y luego fue más
lejos. Sonando un poco como Frank Gaffney, casi acusó al
gobierno de Bush de “perder Latinoamérica” y de
permitir que China, Europa y “demagogos como Hugo Chávez”
llenen “el vacío.” Incluso sacó a relucir el espectro
de la influencia iraní en la región, al señalar que
“recién el otro día Teherán y Caracas lanzaron un banco
conjunto con sus beneficios inesperados del petróleo.”
Sea cual
sea la opinión que uno tenga de Hugo Chávez, cualquier
diplomacia que afirma que toma en serio la opinión
latinoamericana tiene que reconocer una cosa: La mayor parte
de los dirigentes de la región no sólo no lo ven como un
“problema,” sino se le han unido en importantes
iniciativas económicas y políticas como el Banco del Sur,
una alternativa al Fondo Monetario Internacional y la Unión
de Naciones Sudamericanas, modelada según la Unión
Europea, establecida hace sólo dos semanas. Y cualquier
presidente de EE.UU. que sea sincero en su deseo de ayudar a
los latinoamericanos a librarse de la “necesidad” tendrá
que trabajar con la izquierda latinoamericana – en todas
sus variedades.
Pero de aún
más mal agüero que la pose de Obama sobre Venezuela es su
opinión sobre Colombia. Los críticos han señalado hace
tiempo que los miles de millones de dólares suministrados a
las fuerzas de seguridad colombianas para derrotar a la
insurgencia de las FARC y restringir la producción de cocaína,
cortarían las alas a un fin negociado de la guerra civil en
ese país y provocarían potencialmente su escalada a países
andinos vecinos. Es exactamente lo que sucedió en marzo
pasado, cuando el presidente de Colombia, Álvaro Uribe,
ordenó el bombardeo de un campamento rebelde situado en
Ecuador (posiblemente con apoyo logístico de EE.UU.
suministrado desde la Base de la Fuerza Aérea en Manta, lo
que da una idea del motivo por el cual Correa quiere
transferirla a China). Para justificar el ataque, Uribe
invocó explícitamente el derecho de acción preventiva,
unilateral, de la Doctrina Bush. Como reacción, Ecuador y
Venezuela comenzaron a movilizar tropas a lo largo de sus
fronteras con Colombia, llevando a la región al borde de la
guerra.
Es muy
interesante que en ese conflicto, una abrumadora mayoría de
países latinoamericanos y caribeños se haya puesto de
parte de Venezuela y Ecuador, condenando categóricamente el
ataque colombiano y reafirmando la soberanía de las
naciones individuales, reconocida por Franklin Roosevelt
hace mucho tiempo. No por Obama, sin embargo. Esencialmente
apoyó la campaña del gobierno de Bush por transformar las
relaciones de Colombia con sus vecinos andinos en algo como
las que Israel tiene con la mayor parte de Oriente Próximo.
En su discurso de Miami, juró que “apoyará el derecho de
Colombia a atacar a terroristas que busquen refugio al otro
lado de sus fronteras.”
Es
igualmente inquietante la aprobación de Obama a la
controvertida Iniciativa de Mérida, que grupos de derechos
humanos como Amnistía Internacional han condenado como una
aplicación de la “solución colombiana” a México y
Centroamérica, suministrando a sus militares y policías
una masiva infusión de dinero para combatir la droga y las
pandillas. El crimen es ciertamente un problema serio en
esos países, y merece una atención considerada. Es
escalofriante, sin embargo, que se ponga a Colombia –
donde los escuadrones de la muerte han infiltrado todos los
niveles del gobierno, y donde activistas sindicales y políticos
son asesinados regularmente, – como modelo para otras
partes de Latinoamérica.
Obama, sin
embargo, no sólo apoya la iniciativa, quiere expandirla más
allá de México y Centroamérica. “Debemos presionar
también más hacia el sur,” dijo en Miami.
Parece que
una vez más, como en los años setenta, los informes sobre
la muerte de la Doctrina Monroe son muy exagerados.
(*) Greg
Grandin enseña historia en la Universidad Nueva York. Es
autor de “Empire's Workshop: Latin America, the United
States, and the Rise of the New Imperialism” y de “The
Last Colonial Massacre: Latin America in the Cold War.”
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