El
destino de EEUU se adivina quizá más problemático de lo
que sería prudente
pronosticar
Geopolítica
de la crisis
Por
Mateo Madridejos (*)
El Periódico, 17/10/08
La crisis
financiera, descrita por la mayoría de los analistas como
la más aguda desde 1929, ha provocado una convulsión mediático–académica
que llena las páginas de los más sesudos periódicos con
reflexiones sobre la eventual pérdida de poder de EEUU, la
hiperpotencia dominante desde la caída del muro de Berlín
(1989), y sus probables secuelas geopolíticas.
Al muy
confuso panorama con que se anunciaba esta centuria,
sacudida en sus primeros vagidos por los nuevos desafíos de
la violencia hiperbólica y el retroceso de la razón, se añade
ahora la turbadora impresión y la inseguridad de un
Occidente en declive.
El destino
de EEUU, epicentro del seísmo financiero, se adivina quizá
más problemático de lo que sería prudente pronosticar,
dada la servidumbre del año electoral. La visión más
pesimista apareció en el Guardian londinense, bajo la pluma
de un eminente profesor de la London School of Economics,
John Gray, propagandista que fue del liberalismo, pero que
ahora navega por otras aguas ideológicas alimentadas por
una relectura de John M. Keynes. Según Gray, EEUU seguirá
la misma senda que la URSS tras la caída del muro de Berlín.
"La era del dominio norteamericano ha concluido",
vaticina perentoriamente.
Ese pronóstico
no es nuevo, sino que había sido anticipado, antes de que
estallara la crisis, por los llamados realistas que creen
que el coloso se halla fatigado si no exhausto, necesitado
de un nuevo dinamismo para adaptar los objetivos globales a
los recursos limitados y cortejar la cooperación de los
aliados tradicionales o de ocasión.
Lo que está
en entredicho, como había escrito el ponderado Richard
Haass, es el mundo unipolar e intervencionista auspiciado
por George Bush y sus fantasiosos asesores tras el
apocalipsis del 11–S.
El réquiem
del profesor Gray mereció algunas apostillas sarcásticas,
pero la opinión menos radical está elaborando un consenso
sobre el deterioro o el relativo decaimiento del poder
norteamericano, una tendencia agravada por los rayos y
centellas de esa tormenta perfecta que ensombrece los últimos
días de Bush en la Casa Blanca.
Según
aconseja el también británico Robin Nibblett, hay que
separar con nitidez la coyuntura diabólica de los mercados
de la estructura aún firme e innovadora de la economía y
la democracia norteamericanas.
El
nipo–norteamericano Francis Fukuyama, especialista en
profecías fallidas, publicó un resonante ensayo titulado
La caída de la marca América, pero su conclusión es que
tan desastrosa culminación de unos años frenéticos
––menos impuestos, menos regulación y menos gobierno,
pero más endeudamiento–– han desacreditado al modelo,
pero no lo han enterrado. Los males causados son
reversibles.
Pero
sugiere Fukuyama que la era inaugurada por Reagan en 1980
está a punto de clausurarse simbólicamente con la elección
de Barack Obama, predestinado a restaurar el soft power, el
poder amable de la democracia y el capitalismo menos
salvaje.
Fukuyama,
que procede de las filas neoconservadoras, coincide con los
realistas en que "globalmente, EEUU no podrá conservar
la posición hegemónica que ocupó hasta ahora",
aunque estima que su influencia puede ser restablecida no sólo
por la probada capacidad de mutación y adaptación del
sistema liberal–capitalista, sino también por la ausencia
de una alternativa global convincente. No otra cosa piensa
Obama, cuya programa de política exterior se centra en la
restauración del liderazgo.
El derrumbe
financiero, impulsado por los gigantescos déficits
estructurales, causaba estragos en Londres, Fráncfort,
Shanghái y Moscú. El contagio es un axioma del mundo
globalizado. Por eso la metáfora insolente de un
comentarista del Wall Street Journal: "Cuando la marea
llega a la cintura de Gulliver, todos los liliputienses están
diez pies bajo el agua".
El
optimismo de Fareed Zakaria en Newsweek, que llama a
corregir "los malos hábitos" porque "la
economía norteamericana permanece extremadamente dinámica
y flexible", no contradice su pronóstico enjundioso de
El mundo postamericano, un libro–guía para entender las
tribulaciones que nos aguardan.
Antes de la
crisis financiera, era evidente que el mundo unipolar
surgido de la caída del comunismo no podía ser sino un paréntesis
que propició transformaciones radicales, pero no soluciones
duraderas. La competencia y el conflicto regresaron para
quedarse. Si el seísmo de Wall Street señala los límites
del poder financiero, ya hace tiempo que las guerras de Irak
y Afganistán desvelaron el estrés militar de la
hiperpotencia y sus aliados.
La conclusión
de Zakaria reproduce el adagio de que una cosa es predicar,
y otra dar trigo: "No podemos seguir predicando por el
mundo sobre la democracia y el capitalismo mientras nuestra
propia casa está en un desorden salvaje"
Los
neoconservadores más lúcidos se han rendido a la evidencia
de que emerge un mundo multipolar. Robert Kagan, en El
retorno de la historia y el fin de los sueños, reconoce las
limitaciones del poder de EEUU, pero nos advierte enérgicamente
del temible regreso del siglo XIX.
Será
decisiva la conducta del próximo presidente en este mar de
incertidumbre porque, como sostiene Richard Holbrooke, que
fue embajador en la ONU con Clinton, "heredará el
mayor número de desafíos internacionales que cualquiera de
sus predecesores desde la segunda guerra mundial".
(*)
Periodista e historiador.
|