Estados Unidos

El rescate de las automotrices de EE.UU.

Un chequeo de salud de la sociedad

Por Julian Delasantellis
Asia Times, 11/12/0/
Rebelión, 12/12/08
Traducido por Germán Leyens

Durante el verano, un concesionario local, evitando las ofertas normales de “globos gratis para los niños, y todas las salchichas que puedas comer,” ofreció a los que hacían una conducción de prueba en unos de los nuevos coches del distribuidor, acciones de Ford o General Motor, como dice el anuncio: de “grandes compañías automotrices de EE.UU.”

En aquel entonces yo no pensaba en un coche, e incluso si lo hubiera hecho, creo que habría ido donde los concesionarios que ofrecían una salchicha a la parrilla en lugar de las acciones. Ahora, realmente ya no importa. Tanto las salchichas del verano como las acciones comparten una suerte similar, en el sentido de que han degenerado de ser cosas que por lo menos tenían un cierto valor a no ser más que excrementos.

Recientemente, en su segundo viaje a Washington para implorar al Congreso de EE.UU. 34.000 millones de dólares en generosidad inmediata necesarios para salvar sus empresas de la vaporización a corto plazo, los jefes de las tres grandes ilustres y legendarias compañías automotrices, Alan Mulalley de Ford, Robert Nardelli de Chrysler y Rick Waggoner de General Motors, junto con el presidente de United Auto Workers [sindicato de trabajadores de la industria automotriz], Ronald Gettlefinger, encontraron una resistencia sustancial a sus pedidos de ayuda del gobierno.

Como deben haber comprendido los ejecutivos de la industria automotriz a fines de noviembre, mientras volaban a Washington en sus jet privados y luego fueron sacados de la ciudad en tren, ahora es un momento particularmente inoportuno para buscar monedas del bolsillo público.

Los estadounidenses, una nación de gente que adora la empresa privada, pero que desprecia a la industria bancaria y financiera que permite su existencia, contemplaban impotentes como un rescate del sistema bancario, que odian, por 700.000 millones de dólares, el TARP (Programa de Ayuda a Activos Problemáticos), fue aprobado a comienzos de octubre. Ahora se muestran aún más hostiles a que más dinero de sus impuestos vaya a “mandamases corporativos.”

Muchos republicanos, que todavía ven estrellas por su paliza electoral del 4 de noviembre, han llegado a la conclusión de que el partido debe volver a sus raíces ideológicas como una fuerza política limitada, favorable a un gobierno pequeño, después de que el líder nominal del partido, el presidente George W Bush y su Secretario del Tesoro Henry Paulson los obligaran a tragar un año de masivos rescates gubernamentales del sistema financiero.

El hecho de que sus derrotas en el Congreso en 2006 y 2008 hayan convertido al Partido Republicano en una organización que tiene una parte importante de su núcleo de miembros (y casi toda su dirigencia) en el Sur Profundo [Georgia, Florida, Alabama, Misisipi y Luisiana], donde Mercedes, Toyota, Honda, Nissan, Subaru y Kia han abierto en los últimos años plantas manufactureras no-sindicalizadas altamente rentables que ahora compiten con mucho éxito con Detroit, tampoco hace que el partido minoritario se entusiasme por los argumentos de las automotrices emblemáticas de EE.UU.

Los demócratas no tienen la misma oposición ideológica a la intervención gubernamental en los mercados privados, tragan duro cuando la dirigencia de su partido los llama a apoyar la ayuda a la industria automotriz después de años durante los cuales sus preocupaciones políticas sobre temas como la conservación de la energía y el calentamiento global fueron desechadas por la elite del poder en Detroit con un desprecio displicente – como cuando el vicepresidente de GM expresó genialmente la opinión de que “el calentamiento global es una estupidez total”.

Agréguese el hecho de que, en cada fuente de agua o en cada fiesta en el país, el rescate es condenado abiertamente por todos los estadounidenses que compraron un coche de marca estadounidense en unos 30 años “nunca volveré a comprar unos de esos pedazos de chatarra o entrar a una de esas guaridas de ladrones que son sus concesionarios” significa que, precisamente en su momento de máxima necesidad, la industria automotriz de EE.UU. tiene un largo camino por delante antes de que pueda esperar confiadamente un rescate sustancial del gobierno.

Y es una lástima. Aunque se pueden presentar muchos argumentos en el sentido de que los sufrimientos de Detroit son todos causados por el propio Detroit e, incluso si así no fuera, el estado actual de la economía estadounidense hace que insistir en principios al oponerse a un rescate tiene aproximadamente el mismo sentido que demostrar los métodos apropiados para limpiar un arma saltándose la tapa de los sesos.

En cierto sentido, los apuros de la industria automotriz son un problema estadounidense bastante común, ya que se ha permitido que se encone y empeore hasta que la situación se convirtió en la crisis más calamitosa posible. Es la manera común en la que encaran las preocupaciones de política pública en EE.UU. moderno; no hay que esperar gran cosa de un consenso sobre lo que hay que hacer respecto a que el calentamiento global se desarrolle antes de que se achicharre la mayor parte de las Grandes Llanuras.

Recuerdo ver a comienzos de los años ochenta a un equipo de las noticias de la televisión colocando un micrófono ante un trabajador estadounidense recién despedido de la industria automotriz. Su respuesta no fue demasiado sorprendente: “Mi trabajo me lo quitaron los alemanes y los japoneses. Creí que habíamos derrotado a esos dos países.”

La persona a la que entrevistaban era demasiado joven para haber estado viva durante la Segunda Guerra Mundial, y menos aún para que haya combatido contra Alemania y Japón, pero sus sentimientos no son en nada atípicos. Gran parte de EE.UU. piensa de la misma manera sobre la nueva competencia económica de sus enemigos derrotados anteriormente; a juzgar por la manera como hizo su trabajo, eso incluye a la mayor parte de las administraciones de las compañías automotrices de EE.UU.

Como lo describiera David Halberstam en “The Reckoning” [El cálculo], su macizo libro de 1986 sobre la decadencia de Ford y el ascenso de Nissan, la generación que llegó a ocupar los más altos niveles de dirección en la industria automotriz de EE.UU. en los años setenta y comienzos de los ochenta adquirió su experiencia en negocios como jóvenes ejecutivos en los años cincuenta, por cierto, los Campos del Paraíso para los fabricantes de coches de EE.UU.

Sus principales competidores de antes de la guerra: Alemania, Francia, Gran Bretaña, y en cierta medida Japón, habían sido eliminados del mercado por las bombas o las bancarrotas, dejando solo a Detroit para satisfacer las necesidades del inmenso mercado interior hambriento de coches. La mayor parte de los fabricantes de coches de EE.UU. eran iguales en cuanto a la calidad de su producción, pero ese factor ni siquiera era tan relevante, ya que los coches eran entonces máquinas mucho menos complicadas de lo que son actualmente, y el próspero EE.UU. de esos días hacía que las decisiones de compra de coches dependieran mucho más de líneas lisas y brillantes y de más cromo que de cualquiera otra cosa.

Alemanes y japoneses iniciaban vacilantes avances en el mercado a mediados de los años sesenta, pero sus productos iniciales, los escarabajos de Volskwagen y los Crown de Toyota, con sus pequeños motores, eran vistos por Detroit como objetos de ridículo, de los que se decía que probablemente serían conducidos por profesores rojillos liberales de arte y beatniks, en lugar de ser una competencia seria. En Detroit, estaban todavía felices, produciendo grandes cantidades de esos sedientos motores V-8.

Por lo tanto, en la evolución corporativa, como en la animal, los lentos, gordos y tardos fueron la primera presa fácil para los depredadores magros, hambrientos y ágiles.

El reloj comienza a correr

El primer tic en el reloj para Detroit fue el embargo árabe del petróleo y el subsiguiente choque de su precio. Los dueños estadounidenses de coches se dieron pronto cuenta de que todos esos pequeños “cacharros extranjeros” de los que se burlaban tanto ahora pasaban frente a esas gasolineras en las que los tragones de gasolina pasando horas enteras haciendo fila. También, se notó algo más – los coches extranjeros no tendían tanto a romperse como los estadounidenses.

Al principio había muy pocos mecánicos que fueran competentes en el trabajo con coches extranjeros, de modo que los fabricantes extranjeros se dieron cuenta de que para vender sus productos en EE.UU., tenían que estar excepcionalmente bien hechos. Si no había mecánicos, los coches tenían que ser construidos para que no los necesitaran.

El estadounidense W Edwards Deming, un verdadero profeta sin honores en su tierra, se convirtió en una persona muy reverenciada y respetada en los círculos industriales japoneses; cada año, la Unión Japonesa de Científicos e Ingenieros otorga el Premio Deming para los que fomentan el concepto de calidad en la manufactura.

Cuando vio que sus ventas caían después de 1973, la industria automotriz se dio cuenta de que por lo menos tendrían que aparentar respeto por la demanda del mercado y construir coches más pequeños. Fue un desastre total. Como una mujer voluminosa que trata de verse más esbelta introduciéndose en un vestido o zapatos demasiado pequeños, la idea inicial de Detroit de un coche pequeño viable fue un vehículo con aproximadamente un motor del mismo tamaño fijado bajo el capó, sin que sobrara un milímetro de espacio, sobre un bastidor más pequeño.

Ese período, de los años setenta a comienzos de los noventa, fue testigo de la producción en Detroit de los peores coches jamás hechos – el Pacer y el Gramlin de AMC; el Pinto y el Escort de Ford, los “K” Cars de Chrysler, el Aries, el Lebaron, y los Reliant. Finalmente, los C Cars de GM, como el Citation de Chevrolet, y su línea J-Car de 1982, entre ellos el Chevrolet Cavalier y el Cadillac Cimarron. Este último era esencialmente un Cavalier, al que por algunos adornos de barata madera falsa pegada en el interior y un volante envuelto en imitación de cuero, GM pensó que tenía motivos para pedir un precio doble al de un Cavalier.

El tema de la calidad, su presencia en marcas extranjeras y la percepción de su ausencia en el producto interno estadounidense, tuvo un impacto previsible: los fabricantes estadounidenses comenzaron a perder regularmente participación en el mercado a favor de las compañías extranjeros. Sin embargo, la situación no fue, al principio, tan sombría. Hasta hace muy poco, los fabricantes nacionales todavía tenían un 60% o más del mercado automotor de EE.UU. Se debió a la lealtad a la marca, historia familiar de compra y, en mayor medida, a los sentimientos patrióticos de los consumidores de coches estadounidenses. Toyota podía pregonar la alta calidad de sus vehículos, pero no había manera de que pudieran decir que sus coches eran tan innatos al modo de vida estadounidense, como “el béisbol, los salchichas, el pay de manzana y Chevrolet.”

Los consumidores estadounidenses de coches estaban dispuestos a pagar por un producto de calidad inferior, pero no estaban tan dispuestos a pagar un precio superior por esa calidad inferior. Las marcas estadounidenses se dieron cuenta de que tenían que vender sus productos al mismo precio o menos que el de productos similares vendidos por los líderes japoneses de calidad, Toyota y Honda. Por lo tanto, pusieron un segundo clavo en el ataúd de Detroit. Después de todos los problemas que tuvieron para competir en calidad con las marcas extranjeras, tuvieron los mismos para competir en precio. Sin poder cobrar un precio mayor que el de los japoneses, Detroit estaba sellando su suerte porque, aunque podía vender coches a los estadounidenses, no llegaba a ganar mucho dinero al hacerlo.

Los profesores de economía comienzan usualmente su conferencia sobre comercio internacional con la teoría de la ventaja competitiva. Ésta indica que las naciones no debieran tratar de ser totalmente independientes en lo económico y de producir todas sus necesidades en el interior (en lenguaje económico, una “autarquía”), sino producir mucho de lo que hacen bien, de lo que pueden producir más barato que ningún otro, y vender lo que no utilizan en el interior a otros países que pueden producir eficientemente lo que no puede hacer el país.

Por ejemplo, supongo que si Arabia Saudí pensara realmente que era importante ser autosuficiente en langostas, podría hacerlo. Podría excavar millones de hectáreas desérticas, llenar el espacio con agua de mar, y luego asegurar que el agua fuera mantenida suficientemente fría para el gusto de los crustáceos. Obviamente, sin embargo, es mucho más barato comprar las langostas en los muelles de Nueva Inglaterra y luego vender a los estadounidenses lo que estos no pueden producir barato – el petróleo crudo.

El concepto común era que EE.UU. solía tener muchas ventajas competitivas en el comercio internacional: Abundantes recursos naturales y tierra, una fuerza laboral bastante educada (por lo menos en comparación con muchos de sus competidores a principios del Siglo XX), un gobierno que, en su mayor parte, gozaba de legitimidad popular, y una sociedad interior relativamente tranquila eran, se decía, los principales factores contributivos al ascenso de EE.UU. como motor industrial del mundo. Últimamente, sin embargo, ha aparecido un factor como una fuente creciente de no-competitividad estadounidense – su sistema disfuncional de atención sanitaria.

Si un extraterrestre interplanetario aterrizara en la Tierra y preguntara por qué el sistema de atención sanitaria de EE.UU. es lo que se ve, al escuchar la respuesta nuestro amiguito verde tendría serias dudas de haber llegado a un planeta con vida inteligente.

Basta con decir, que EE.UU. es único, entre los países con sistemas de salud altamente sofisticados, así como entre aquellos donde la salud es asegurada por chamanes y hechiceros, en que la atención sanitaria está íntimamente vinculada al empleo.

Las raíces de esta extraña práctica llegan a la Segunda Guerra Mundial. Mientras la industria estadounidense armaba los arsenales de la libertad, las fábricas funcionaban a máxima capacidad y más. Con 12 millones de hombres en uniforme, las plantas estaban absolutamente hambrientas de mano de obra, pero los controles de salarios y precios de tiempos de guerra impedían que ofrecieran salarios más altos para atraerla. Sin embargo, la mejora de las prestaciones no formaba parte de los controles de salarios, de modo que, para atraer trabajadores, las plantas tentaban a los trabajadores para que fueran a la línea de producción con nuevas prestaciones – como ser prestaciones de salud.

Después de la guerra, muchos vieron lo ilógico de esta actitud, especialmente cuando las democracias europeas actuaban para implementar sistemas nacionales de atención sanitaria. Muchos, desde luego, excepto los que se beneficiaban del sistema estadounidense – en esos días doctores y desde entonces el inmenso complejo médico-industrial. Esos intereses se oponían al seguro nacional de atención sanitaria, al pensar – probablemente con razón – que un solo pagador, el gobierno, que financiara todas las cuentas de atención sanitaria del país, tendría un tremendo poder para reducir la remuneración de los proveedores de atención sanitaria.

Esos intereses derrotaron las iniciativas de atención sanitaria nacional del presidente Harry Truman en 1945, e hicieron lo mismo con los pocos otros intentos, como ser los de Bill Clinton en 1993-1994, (Vea “The terror of state health care,” Asia Times Online, 24 de julio de 2007.)

De modo que, en EE.UU., la atención sanitaria es algo que las compañías dan a sus empleados.

Fue en los años treinta, cuando el naciente sindicato Trabajadores Unidos de la Industria Automotriz (UAW) y la industria, en particular la amalgama de compañías automotrices previamente independientes que llegó a ser conocida como General Motors, libraron una serie de duras, brutales, y frecuentemente sangrientas, batallas, que culminaron en la huelga sentada de 1936-1937 en Flint, Michigan, por si la industria automotriz de EE.UU. sería sindicalizada.

Después de la guerra, la industria automotriz y los sindicatos decidieron portarse bien. No fue un estallido repentino de magnanimidad o de camaradería entre capital y sindicatos. Fue simplemente que se ganaba tanto dinero en la venta de coches a un EE.UU. loco por tenerlos que nadie quería arruinar la fiesta con huelgas. Se fijó un patrón para acuerdos laborales muy generosos entre las compañías automotrices de EE.UU. y la UAW.

Obviamente, esto se manifestó en salarios elevados, pero también en prestaciones médicas generosas. Esas prestaciones fueron concedidas no sólo a los trabajadores presentes, sino también a los jubilados. Esto fue muy significativo para su época, ya que Medicare, el sistema de atención sanitaria de un solo pagador del Gobierno Federal de EE.UU. para la gente mayor, ni siquiera se convirtió en ley hasta 1965, e incluso después de ser establecido, las prestaciones médicas para los jubilados negociadas por la UAE eran más generosas que el sistema gubernamental.

Desde luego, a medida que la expectativa de vida estadounidense se alargó después de la Segunda Guerra Mundial, se plantaron las semillas para la actual catástrofe. Un trabajador estadounidense de la industria automotriz se podía jubilar a mediados de los 50 años, y entonces las compañías seguían comprometidas durante hasta 30 años con sus cuentas médicas. La cuenta por la paz laboral que las compañías compraron en los años cincuenta y sesenta, ahora era presentada con creces, ya que las prestaciones médicas y de jubilación que obtienen esos ex trabajadores constituyen ahora una parte importante del coste de construir coches actualmente – en las cuentas de gastos de GM, la atención sanitaria es un coste mayor que el acero.

Muchos polemistas contra la UAW y contra los sindicatos señalan que el principal problema de las compañías automotrices son sus altos costos de mano de obra; se dice al respecto que, como ejemplo, un trabajador promedio de GM gana colosales 77 dólares por hora.

Es alto altamente engañoso. Ningún trabajador de GM se lleva a casa 3.080 dólares por semana (77 x 40) en su paga semanal. La cifra de 77 dólares por hora resulta de la división de la compensación total de trabajadores y jubilados de UAW por el total de horas trabajadas. Si se sacan los costes de atención sanitaria de los jubilados, los gastos de compensación de los trabajadores de las compañías automotrices emblemáticas estadounidenses son aproximadamente comparables a los de las fábricas trasplantadas extranjeras en el sur de EE.UU.

Evidentemente, la expectativa de vida en Japón es por lo menos equivalente, o superior, a la de EE.UU., pero las fábricas automotrices en Japón no luchan bajo el peso de esos costes de salud de jubilados, llamados costes legados, debido al sistema superior de atención sanitaria de Japón. En las fábricas trasplantadas, la fuerza laboral no-sindicalizada no ha recibido este tipo de amplia prestación para jubilados, las plantas no han estado trabajando tanto tiempo que muchos trabajadores se hayan jubilado en ellas.

En las negociaciones contractuales entre UAW y GM de 2007, los sindicatos hicieron una concesión importante, en el sentido de que nuevos empleados ya no serán elegibles para prestaciones de salud de la compañía después de su jubilación. Además, un nuevo vehículo de financiamiento, llamado Asociación Voluntaria de Prestaciones para Empleados (VEBA), será formado que gradualmente pasará la responsabilidad por las prestaciones sanitarias a los trabajadores actualmente jubilados y actualmente elegibles a la UAW. Por su parte, GM financiará los costes iniciales de VEBA con una contribución de 29.900 millones de dólares.

GM no tiene actualmente el dinero para hacer su próxima contribución programada de unos 10.000 millones de dólares a VEBA y, en una importante concesión, UAW ha aceptado que GM demore ese pago. A pesar de todo, el tema de los costes de la atención sanitaria para jubilados ilustra otro motivo importante para los aprietos actuales de los fabricantes de coches de EE.UU.

Previamente describí cómo la reciente historia de los fabricantes de coches de EE.UU. los ha discapacitado para competir con las marcas extranjeras, sobre todo japonesas, respecto al tema de la percepción de calidad de su producto, y que eso los obligó a poner precios a sus productos por debajo de los de sus competidores.

El factor de los costes del legado significa que, ya que sus costes son mayores para un producto que tienen que vender por un precio inferior al de sus competidores, tampoco van a ganar mucho dinero operando de esa manera. Antes del acuerdo sobre la VEBA, un observador señaló que, en el sentido más honesto, las tres grandes compañías automotrices de EE.UU. no son de ninguna manera empresas privadas convencionales a la busca de beneficios; existen sólo como máquinas de financiamiento de atención sanitaria. Esto condujo a otra decisión desastrosa que condujo a la actual crisis – la reciente obsesión de Detroit por la producción de grandes camionetas para pasajeros y de vehículos todoterreno.

Si estás ganando un beneficio fijo de un 20% sobre tu producto, es seguro que prefieres vender más productos que cuesten 40.000 dólares que 10.000. Si estás en una lucha desesperada contra fabricantes extranjeros de autos con estructuras de costes más bajos y mayor lealtad del consumidor, tu decisión de ganar el máximo de dinero vendiendo cada uno de tus productos pronto se convertirá en una obsesión.

Cerca de 1995, Detroit miró hacia el mundo y no le gustó particularmente lo que vio. Los fabricantes de coches asiáticos, incluyendo el ingreso relativamente nuevo al mercado, Hyundai, se estaban comiendo el almuerzo de Detroit en el mercado de los coches pequeños. Después de los desastrosos intentos de los Tres Grandes de competir con compañías asiáticas en EE.UU., los consumidores ya no gustaban o confiaban en los compactos y subcompactos de EE.UU., y Detroit no podía fijarles precios a un nivel que permitiera ganar mucho dinero al producirlos.

En el terreno de los vehículos de prestigio, los estadounidenses estaban escogiendo BMW y Mercedes Benz, y cada vez más Lexus y Acura, por sobre la marca de lujo enseña de EE.UU., Cadillac. La histórica marca estaba entonces cargada por la demografía más atroz; una gran parte de su clientela base había muerto o partido a casas de reposo antes de que pudieran hacer otra compra y, una vez que los hijos habían vendido el viejo Eldorado de papito, se iban a los concesionarios europeos de autos de lujo, donde vendían las imágenes preferidas de un coche de lujo.

Existía un sitio en el que Detroit parecía poseer un nicho de mercado: en un mercado de masas relativamente nuevo para camionetas y todoterrenos. Detroit había poseído desde hace tiempo la propiedad casi exclusiva de este mercado, pero en los años noventa vio que la demanda para esos productos iba más allá de sus consumidores tradicionales.

Las camionetas eran usualmente lo que elegían trabajadores manuales como fontaneros y carpinteros que necesitaban espacio para llevar sus herramientas, pero ahora eran comprados por empleados que no eran capaces de diferenciar una llave de Allen de una película de Woody Allen. La moderna locura de los todoterrenos comenzó con ventas sorprendente y repentinamente más elevadas del Jeep Wagoneer de American Motors (comprada por Chrysler en 1987) entre los conocedores en los años ochenta. Diseñados para un vigoroso uso todoterreno en el campo, pronto fueron vistos como favoritos entre aquellos cuya idea de la vida dura era tomar un champaña estadounidense con su pato a la naranja.

Bosques enteros fueron talados para producir tomos pesados sobre el motivo por el cual estadounidenses, hombres y mujeres, desarrollaron una obsesión por conducir coches mucho más grandes, y con más capacidades de rendimiento, que lo que necesitaban realmente; mi favorito es éste, probablemente escapado de algún coloquio de eruditos de Estudios Críticos. Postula que, con la afeminación percibida de los años noventa de Bill Clinton después de la híper-masculinidad de los años ochenta de Ronald Reagan/George Bush, los todoterrenos y los camionetas representaban una especie de precursor movido por gasolina del Viagra.

Lo que no está en duda es que esos vehículos eran tremendamente lucrativos para Detroit. Japón tardó en entrar a ese mercado (aunque a comienzos de esta década Toyota lo atacó vigorosamente con su inmenso camión Tundra y su todoterreno Sequoia, junto con el masivo Ridgline de Honda); también, estos vehículos se vendieron particularmente bien lejos de las costas cosmopolitas de EE.UU., en su zona central, donde conducir un coche extranjero era visto por muchos como poco patriótico.

Detroit no generaba suficientes ganancias para financiar completamente la modernización de toda su línea, desde los subcompactos a los grandes camiones, de modo que, decidió esencialmente que dejaría que sus líneas de coches pequeños y medianos se quedaran desfasadas, que se concentraría casi exclusivamente en sus monstruos de altos beneficios. Al comenzar esta década, casi la mitad de los beneficios de Ford Motors, resultaba de ventas de sólo un modelo, la camioneta F-150.

Los peligros de esta decisión eran obvios. Grandes, pesados, vehículos entre 4.000 y 6.000 kilos necesitan un motor grande para impulsar todo ese metal por la calle. Grandes motores, de seis y más probablemente ocho cilindros, por la naturaleza misma de las leyes de la física, utilizaban más gasolina que los vehículos con motores más pequeños.

Probablemente el Tyrannosaurus Rex de esta especie, que ahora se extingue rápidamente, fue una versión de la masiva camioneta Dodge RAM 2008, con un motor de 5,7 litros, de 345 caballos. Pesaba casi 9.000 kilos. Eso era 10 veces más pesada que los obuses de artillería disparados por el temido cañón alemán Berta la Grande de la Primera Guerra Mundial, y si chocaba con un vehículo más pequeño a velocidades de autopista, probablemente igualmente mortífero.

En el verano de 1998-1999, los precios mundiales del petróleo llegaron a niveles bajos que no habían sido vistos desde antes del segundo choque del petróleo de 1979, bajo 11 dólares el barril de crudo, y un precio promedio en EE.UU. de un poco más de 90 centavos el galón de gasolina. Pero las tasas de interés reducidas por el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, para contrarrestar los efectos de la deuda rusa de ese otoño y de la crisis del Long Term Capital Management, fue como si alguien estuviera llamando a comer a Detroit.

Las ventas de sus monstruosidades de metal pesado y altos beneficios subieron por las nubes, y bajaron sólo en la recesión de 2001. A medida que los precios mundiales del petróleo salían lenta y continuamente de su nivel bajo de 1999, los analistas se preguntaron cómo un precio minorista de 2 dólares el galón de gasolina, luego de 3 dólares, dejaban de hacer mucho impacto en la demanda para los grandes tragadores de gasolina.

Eso hasta este año. Los precios mundiales del petróleo se virtualmente triplicaron desde comienzos de 2007 hasta julio de este año; al mismo tiempo, los precios al por menor de gasolina en EE.UU. se duplicaron. Fue la perspectiva de tanques llenos de gasolina de 100 dólares o más por semana la que terminó por hacer que los estadounidenses se bajaran de la montura de sus todoterrenos y de sus camionetas, y cuando lo hicieron, no volvieron a subirse. Las ventas del Dodge RAM, que promediaban cerca de 40.000 unidades al mes en 2006, cayeron a sólo algo más de 15.000 al mes en el verano de 2008.

Desde luego, fue el cáliz repleto de cicuta para los fabricantes de coches de EE.UU., que se habían lanzado por completo a ese segmento del mercado. Las ventas de camionetas japonesas, y de las fábricas japoneses trasplantadas, también eran afectadas, pero tenían ventajas de las que carecían las marchas estadounidenses, específicamente, una presencia mucho más fuerte en la línea de coches pequeños y medianos, más un cojín de capital obtenido porque ellas, a diferencia de Detroit, realmente ganaban dinero al vender su producto.

Muchos congresistas y tipos de los medios afirman que las tribulaciones de Detroit con los altos precios de la energía son la justa recompensa por la propia incompetencia de Detroit al no desarrollar y colocar en el mercado coches eficientes en el consumo de combustible y “verdes”, en breve, al no hacer el producto “que EE.UU. deseaba.”

Es una de las mayores hipocresías en la oposición del público a la ayuda a los fabricantes de coches de Detroit. Porque, al especializarse en los grandes tragadores de gasolina, las marcas estadounidenses estuvieron dando al público estadounidense precisamente lo que deseaba – hasta el momento, en este año en el cual el público decidió repentinamente que no era lo que quería. Las marcas japonesas pueden haber tenido las reservas de capital para impulsar la investigación y el desarrollo a través de todo el espectro de la línea de productos automovilísticos, pero Detroit no, de modo que jugó – y perdió.

Se podría pensar que la reciente disminución extrema en los precios de la energía, considerando su línea de productos, podría haber sido una bendición para Detroit, pero ha resultado que no es así. En cuanto los precios del petróleo cayeron suficientemente este otoño para hacer que la conducción de un tragador de gasolina no fuera una idea que llevara a que los niños pasen hambre de noche, Detroit fue atacado por la siguiente plaga – la crisis crediticia. Al retirarse el sistema financiero de EE.UU. rápidamente hacia su extinción, parece que los prestamistas exigen puntajes FICO mucho más elevados – esa medida vital de la calificación crediticia en EE.UU., del orden de 750 a780 (en el rango de 300 a 850 de la escala) antes de aprobar un préstamo para un auto.

De todos los problemas crónicos detallados anteriormente, ésta es la enfermedad aguda que ha llevado a Detroit a los brazos del Congreso. EE.UU. podrá ser muchas cosas, pero una cosa no es: una nación de un puntaje crediticio de 780. Es una nación de grandes soñadores que sueñan grandes sueños de cosas grandes, particularmente, coches grandes, grandes televisores de plasma, grandes extensiones de sus casas, grandes compras durante toda una semana en el Mall of America de Minneapolis – y ninguna de ellas puede llevar algún día a un puntaje crediticio de 780. Incluso si los precios de la gasolina siguen cayendo, causan sorprendentemente poca alegría en Detroit, porque importa poco que te puedas permitir la gasolina si no te puedes comprar el coche.

En esto se ve una vez más el círculo vicioso del desapalancamiento. El crédito para los coches se evapora, llevando a disminuciones de las ventas de coches, a despido de trabajadores en las automotoras, a más tardanzas en los pagos y a las subsiguientes ejecuciones hipotecarias de casas de trabajadores, llevando a más pérdidas en los valores respaldados con hipotecas, y otra vuelta descendiente.

Incluso ante los estimados 7 billones de dólares en efectivo y en crédito gastados y prometidos por el Tesoro y la Reserva Federal de EE.UU. en estos últimos 15 meses, para tratar de contrarrestar este espantoso proceso, la catástrofe del desapalancamiento, para parafrasear al científico de la NASA Ronald Quincy (Jason Isaacs) al explicar la inexorable aproximación de un asteroide asesino de planetas en “Armagedón” de 1998, sólo sigue sonriendo y dirigiéndose hacia nosotros.

Al escribir estas líneas, siguen filtrándose informes de Washington sobre un inminente trato para suministrar hasta 15.000 millones de dólares en préstamos a corto plazo a Chrysler y General Motors – supuestamente, estas dos están en necesidad inminente de rescate, y tal vez sólo quedan horas antes de que tengan que ir al tribunal de bancarrotas si no lo consiguen.

Ford ha dicho que no necesita ayuda de inmediato, pero que, a pesar de ello, quisiera una línea de crédito gubernamental de unos 10.000 millones de dólares – bueno, ¿quién no lo querría? GM necesita particularmente ayuda debido al pesado lastre de sus costes de legado descritos más arriba. Notablemente, GM es rentable es sus operaciones no-norteamericanas. Sin embargo, GM pierde dinero con cada coche que vende en su propio mercado, Norteamérica.

En su testimonio ante el Congreso, el presidente de GM, Rick Waggoner dijo que las ventas en Norteamérica son agobiadas por lo que llama “el peso del pasado,” un obvio eufemismo para los recuerdos de los consumidores de todos los productos de porquería que ha producido durante los últimos 30 años. Chrysler está agobiada por algunas de las peores calificaciones de calidad de los Tres Grandes, también, por todos los costes del servicio de la deuda que se originan en la compra en 2007 por 7.400 millones de dólares de la compañía de Daimler por su actual propietario, el grupo privado de inversiones Cerberus. Una vez más, EE.UU. corporativo parece sorprenderse de saber que, en última instancia, tiene que devolver lo que pide prestado.

Pienso que las compañías deberían obtener los fondos. Los argumentos económicos de por sí son convincentes; si GM y Chrysler tuvieran que cerrar por completo sus operaciones, ambos o uno solo (una posibilidad real si las compañías acreedoras imponen una liquidación por bancarrota) la perspectiva de posiblemente otros millones de trabajadores desocupados, en una nación que ya ha perdido 1,9 millones de puestos de trabajo este año, podría convertir esta severa recesión en una depresión.

Los efectos se propagarían por la economía estadounidense como un cáncer; por ejemplo, incluso si quebrara sólo uno de los Tres Grandes, es cuestionable si los proveedores de componentes compartidos generalmente por ellos podrían sobrevivir la caída subsiguiente en demanda de entre 20 y 50%.

Pero también existe un argumento moral a favor de la ayuda. En cierto sentido, los fracasos de Detroit resultan directamente de la sociedad en la que nació.

Detroit ignoró la amenaza de los fabricantes extranjeros de coches. Bueno, ¿por qué no lo iba a hacer, si la ignorancia de todo lo extranjero es tan central para el modo de vida estadounidense como otro factor que inhibe la innovación estadounidense – los malos puntajes en los test de sus estudiantes en matemáticas y ciencia?

La elección de Barack Obama fue una noticia de primera plana en todo el mundo; la única vez que un evento político extranjero llega a las noticias en EE.UU. es si un dirigente es atrapado en un escándalo sexual. Por cierto, el éxito de películas como “The Princess Diaries” [Princesa por sorpresa (España), El diario de la princesa (Latinoamérica)] y de shows en la televisión como “How to Marry a Prince” [Como casarse con un príncipe] apuntan al hecho de que una buena parte de la población sigue pensando que el resto del mundo está gobernado por románticas monarquías hereditarias.

Un argumento muy verosímil puede aparecer, diciendo que el rescate de la industria automotriz sería una violación de las reglas contra subsidios gubernamentales de la Organización Mundial de Comercio que EE.UU. ha siempre exigido, e impuesto a naciones extranjeras, pero esto, de modo muy parecido a los protocolos de calentamiento global de Kioto, sólo ilustra la creencia continua de la nación en que los tratados en el extranjero pueden y deben ser abrogados si alguna vez causan problemas a algún estadounidense.

EE.UU. ha necesitado durante años un sistema integral de seguro nacional de salud, pero ese tema ha sido siempre acusado de demagogia por los que afirman que significaría atención médica inferior que beneficiaría sólo a los que están a los márgenes de la sociedad. Los precios bajos de la gasolina permitieron la locura de los todoterrenos y de las camionetas, pero es un suicidio político propugnar mayores impuestos a la gasolina en EE.UU.

Detroit ha tenido un éxito particular en la prevención de iniciativas del Congreso por mayores regulaciones por mandato gubernamental del Estándar Empresarial Promedio de Ahorro de Combustible (Corporate Average Fuel Economy o CAFE) que hubiera obligado a poner a dieta sus monstruos y a diversificar su línea de productos. La insistencia en bajos precios de la gasolina como un derecho inalienable de los estadounidenses ha costado al país su industria automotriz, junto con, claro está, una buena parte de los 4.300 soldados muertos en Iraq.

Finalmente, el problema en los mercados crediticios que actualmente impide que los consumidores obtengan préstamos para autos es emblemático de cómo la nación, al adorar el dólar fácil y rápido ganado mediante la especulación financiera, en lugar de producir algo real, permitió el desarrollo de un sistema financiero sobre-apalancado que actualmente vive más como el parásito de la economía real que como su asistente.

En el Salmo 86 del Antiguo Testamento, David llama al Señor: “Salva tú, oh Dios mío, a tu siervo que en ti confía.” De la misma manera, Detroit puede implorar a la nación: “Salva a tus mediocres compañías automotrices, sólo somos tan mediocres como el resto de la sociedad.”


(*) Julian Delasantellis es consultor de gestión, inversionista privado y educador en negocios internacionales en el Estado Washington en EE.UU.