Por qué está condenado al fracaso el paquete
de estímulos económicos
Por
David Harvey (*)
Socialist Project, 12/02/09
Sin Permiso, 15/02/09
Traducción de Mínima Estrella
No tiene pocas ventajas ver la crisis de nuestros días como una erupción
superficial generada por derivas tectónicas profundas en el
dispositivo espacio–temporal del desarrollo capitalista.
Las placas tectónicas están ahora acelerando su
desplazamiento, y casi con toda seguridad se incrementará
la probabilidad de que las crisis del tipo de las que han
venido ocurriendo más o menos desde 1980 se hagan más
frecuentes y más violentas.
El modo, la forma, la espacialidad y el momento de esas disrupciones
superficiales resultan prácticamente imposibles de
predecir, pero se puede afirmar casi con certeza que se
repetirán con frecuencia y profundidad crecientes. De
manera, pues, que los acontecimiento de 2008 hay que
situarlos en el
contexto de unas pautas de mayor calado. Que esas tensiones
sean internas a la dinámica capitalista (sin excluir
acontecimientos dañinos aparentemente externos, como una
pandemia catastrófica), es el mejor argumento, según dejó
dicho Marx, “para que el capitalismo desaparezca y se abra
camino algún modo de producir alternativo y más
racional”.
Comienzo por esta conclusión porque me sigue pareciendo vital, si no poner
énfasis dramático en, sí al menos destacar, según he
venido haciendo durante años en mis escritos, que la
incapacidad para entender la dinámica geográfica del
capitalismo –o aun la consideración de la dimensión
geográfica como algo en cierto sentido contingente o
epifenoménico— monta tanto como perder el hilo conductor
que permite comprender el desarrollo geográfico desigual
del capitalismo y perder de vista posibilidades de
construcción de alternativas radicales. Pero eso plantea
una aguda dificultad añadida al análisis, porque nos
enfrenta constantemente a la tarea de intentar inferir
principios universales respecto del papel de la producción
de espacios, emplazamientos y contextos medioambientales en
la dinámica del capitalismo a partir de un océano de
particularidades geográficas, a menudo volátiles. Así
pues, ¿cómo integrar la inteligencia de los datos geográficos
en nuestras teorías del cambio evolutivo? Observemos más
detenidamente las derivas tectónicas.
En noviembre de 2008, poco después de la elección de un nuevo presidente,
el Consejo de Inteligencia Nacional de los EEUU (NCIS, por
sus siglas en inglés) hizo públicas sus estimaciones délficas
sobre cómo sería el mundo en 2025. Acaso por vez primera,
un organismo norteamericano casi oficial predecía que en
2025 los EEUU, aun manteniendo su papel de actor poderoso,
si no el más poderoso, de la política mundial, ya no sería
la potencia dominante. El mundo sería multipolar y menos
monocéntrico, y crecería el poder de los actores no
estatales. El informe admitía que la hegemonía de EEUU había
tenido en tiempos pasados sus más y sus menos, pero que
ahora lo que estaba desvaneciéndose de modo sistemático
era su predominio económico, político y hasta militar.
Sobre todo (y vale la pena notar que el informe estaba ya
listo antes de la implosión de los sistemas financieros
norteamericano y británico), “la deriva sin precedentes
que, en lo tocante a riqueza y poder económico relativos,
observamos ahora en dirección Oeste–Este seguirá su
curso.”
Esa “deriva sin precedentes” ha invertido el drenaje de riqueza que
inveteradamente fluía del este, el sureste y el sur de Asia
hacia Europa y el norte de América: un drenaje que comenzó
en el siglo XVIII –y del que llegó a percatarse, lamentándolo,
el propio Adam Smith en la Riqueza de las naciones—, pero
que se aceleró implacablemente durante el siglo XIX. El
auge del Japón en la década de los 60 del siglo XX,
seguido del de Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong
en los 70, y luego el rápido crecimiento de China después
de 1980 (acompañado, acto seguido, por brotes de
industrialización en Indonesia, India, Vietnam, Tailandia y
Malaysia), han alterado el centro de gravedad del desarrollo
capitalista, aunque no sin incidentes (la crisis financiera
del este y el sureste asiáticos en 1997–98 vio, breve
pero abundantemente, fluir otra vez la riqueza hacia Wall
Street y los bancos europeos y japoneses).
La hegemonía económica parece estar desplazándose hacia alguna constelación
de potencias en el este asiático, y si las crisis, según
he argüido, son momentos de radical reconfiguración del
desarrollo capitalista, entonces el hecho de que los EEUU
esté en vías de financiar con enormes déficits la salida
de sus dificultades financieras y el hecho de que los déficits
estén siendo en gran medida cubiertos por los países con
excedentes ahorrados –Japón, China, Corea del Sur, Taiwán
y los Estados del Golfo— sugieren que estamos en puertas
de la consolidación de una deriva de este tipo.
Derivas así se han dado ya antes en la larga historia del capitalismo. En
el concienzudo repaso que de la misma hace Giovanni Arrighi
en su libro El largo siglo XX podemos ver cómo la hegemonía
se desplaza desde las ciudades–estado de Génova y Venecia
en el siglo XVI a Amsterdam y los Países Bajos en el XVII,
para concentrarse en la Gran Bretaña a partir del siglo
XVIII, antes de que los EEUU tomaran el control después de
1945.
Arrighi destaca unos cuantos rasgos comunes a todas esas transiciones que
son pertinentes para nuestro análisis. Cada deriva, observa
Arrighi, se dio en la estela de una rotunda fase de
financiarización (cita aquí con aprobación la máxima del
historiador Braudel, según la cual la financiarización
anuncia el otoño de alguna configuración hegemónica).
Pero cada deriva trajo también consigo un cambio radical de
escala, desde las pequeñas ciudades–estado iniciales
hasta la economía de proporciones continentales de los EEUU
en la segunda mitad del siglo XX. Ese cambio de escala cobra
sentido, habida cuenta de la regla directriz capitalista de
la acumulación sin tregua y del crecimiento compuesto de al
menos un sempiterno 3%. Pero las derivas hegemónicas,
sostiene Arrighi, no están determinadas de partida.
Dependen de la aparición de alguna potencia económicamente
capaz y política y militarmente dispuesta a desempeñar el
papel de hegemón global (con las ventajas y desventajas que
eso trae consigo).
La renuencia de los EEUU a asumir ese papel antes de la II Guerra Mundial
significó un interregno de tensiones multipolares que
propició la deriva bélica (Gran Bretaña no estaba ya en
disposición de afirmar su anterior papel hegemónico).
Mucho depende también de cómo se comporte el antiguo hegemón
enfrentado a la disminución de su papel tradicional. Puede
pasar a la historia o pacífica o beligerantemente.
Visto así, el que los EEUU sigan manteniendo un poder militar avasallador
(particularmente, en el espacio exterior) en un contexto de
declive de su poder económico y financiero y de creciente
mengua de su autoridad moral y cultural crea escenarios
inquietantes para cualquier transición venidera. Además,
no es obvio que el principal candidato a desplazar a los
EEUU, China, tenga la capacidad para o la voluntad de
afianzarse en algún papel de potencia hegemónica, pues
aunque su población es desde luego lo bastante grande como
para subvenir a los requisitos de un cambio de escala, ni su
economía ni su autoridad política (ni siquiera su voluntad
política) apuntan a una ascensión fácil al papel de hegemón
global.
Dadas las divisiones nacionalistas existentes, la idea de que alguna
asociación entre las potencias del este asiático podría
cumplir la tarea resulta harto improbable. Y lo mismo ocurre
en el caso de una Unión Europea fragmentada y fracturada o
en el de las llamadas potencias BRIC (Brasil, Rusia, India y
China). Razón por la cual resulta plausible la predicción
de que estamos aproados a un nuevo interregno multipolar de
intereses encontrados y en conflicto.
Derivas
tectónicas
Pero la deriva tectónica que está dejando atrás el predominio y la
hegemonía estadounidenses de los últimos tiempos es cada
vez más visible. La tesis de una excesiva financiarización
añadida a la tesis de la “deuda como predictor principal
de la hegemonía de una potencia mundial” ha encontrado un
eco popular en los escritos de Kevin Phillips. Los intentos
ahora en curso de reconstruir el predominio de los EEUU
mediante reformas en la arquitectura del vínculo entre las
finanzas nacionales y globales parece que no están
funcionando. Al propio tiempo, las exclusiones impuestas a
las tentativas del grueso del resto del mundo por
reconfigurar esa arquitectura provocarán con casi total
seguridad fuertes tensiones, cuando no abiertos conflictos
económicos.
Pero las derivas tectónicas de este tipo no se producen por arte de magia.
Aunque la geografía histórica de una deriva de hegemonía,
según la describe Arrighi, manifiesta una clara pauta, y
aunque del registro histórico resulta también claro que
esas derivas vienen siempre precedidas de períodos de
financiarización,
Arrighi no ofrece un análisis en profundidad de los procesos generadores de
tales derivas. Es verdad que menciona la “acumulación sin
tregua”, y por consiguiente, el síndrome del crecimiento
(la regla del 3% de crecimiento compuesto) como elementos críticos
explicativos de la deriva. Eso implica que la hegemonía se
desplaza con el curso del tiempo de entidades políticas
pequeña (id est, Venecia) a otras más grandes (por
ejemplo, los EEUU). También arguye que la hegemonía tiene
que radicar en aquella entidad política que produce el
grueso del excedente (o a la que fluye el grueso del
excedente en forma de tributos o exacciones imperialistas).
De un producto global total cercano a los 45 billones de dólares en 2005,
los EEUU participan con 15 billones, lo que le convierte,
por así decirlo, en el accionista principal que domina y
controla el capitalismo global, con capacidad para dictar
(como suele hacer en su papel de accionista en jefe en las
instituciones internacionales como el Banco Mundial y el
FMI) las políticas globales. El informe del NCIS basa en
parte su predicción en la pérdida de predominio paralela
al mantenimiento de una robusta posición en la menguante
participación en el producto global de los EEUU en relación
con el resto del mundo en general y con China en particular.
Pero como el propio Arrighi señala, el cauce político de esa deriva dista
por mucho de estar claro. La apuesta de los EEUU por la
hegemonía global bajo Woodrow Wilson durante e
inmediatamente después de la I Guerra Mundial se vio
obstaculizada por las preferencias aislacionistas
prevalentes en la tradición política nacional
norteamericana (de ahí el colapso de la Liga de las
Naciones), y sólo después de la II Guerra Mundial (en la
que la población norteamericana no quería entrar, hasta
que ocurrió Peral Harbour) se libraron los EEUU a su papel
de hegemón global mediante un política exterior
bipartidista anclada en los Acuerdos de Bretton Woods, que
establecieron la forma de organizar el orden internacional
postbélico (frente a la Guerra Fría y a la amenaza que
para el capitalismo representaba un comunismo internacional
en plena onda de propagación).
Que los EEUU habían venido inveteradamente desarrollándose como un Estado
capaz en principio de cumplir un papel de hegemón global,
resulta evidente desde los primeros días de su andadura
como nación. Estaban pertrechados con las oportunas
doctrinas, como la del “Destino manifiesto” (expansión
geográfica a escala continental, eventualmente hasta el Pacífico
y el Caribe, antes de hacerse global sin necesidad de
conquistas territoriales) o la Doctrina Monroe, que exigía
a las potencias europeas dejar en paz a las Américas (la
doctrina fue en realidad formulada por el secretario británico
de Exteriores, Canning, en la década de lo 20 del siglo
XIX, y hecha suya casi inmediatamente por los EEUU).
Los EEUU poseían el dinamismo necesario para aspirar a una creciente
participación en el producto global, y estuvieron
quintaesencialmente comprometidos con alguna que otra versión
de lo que puede calificarse de la manera más feliz como
“mercado arrinconado” o capitalismo “monopólico”,
aupado por una ideología apologética del individualismo más
descarnado. De modo, pues, que hay un sentido en el que
puede decirse que los EEUU habían venido preparándose,
durante la mayor parte de su historia, para el papel de
hegemón global. Lo único sorprendente es que tomara tanto
tiempo el llegar cumplirlo, y que fuera la II Guerra y no la
primera la ocasión que les llevó finalmente a jugar ese
papel, permitiendo que los años de entre–guerras fueran
tiempos de multipolaridad y caótica competición entra
ambiciones imperiales como las que ahora teme vislumbrar el
informe del NCIS para 2025.
Las derivas tectónicas ahora en curso están, sin embargo, hondamente
influidas por la radical desigualdad geográfica en las
posibilidades económicas y políticas de responder a la
presente crisis. Se me permitirá ilustrar el modo en que
opera ahora esa desigualdad por la vía de un ejemplo muy plástico.
A medida que ha ido profundizándose la crisis comenzada en
2007, muchos han tomado el partido de una solución
plenamente keynesiana como la única capaz de sacar al
capitalismo global del desastre en que se halla sumido.
Con este fin, se propuso una variedad de paquetes de estímulos y medidas de
estabilización bancaria. Muchas de esas propuestas fueron
hasta cierto punto puestas por obra en distintos países y
de diferentes maneras en la esperanza de hacer frente a las
crecientes dificultades. El espectro de soluciones ofrecidas
variaba inmensamente según las circunstancias económicas y
los perfiles imperantes en la opinión pública (colocando,
por ejemplo, a Alemania frente a Francia y a Gran Bretaña
en la Unión Europea). Pero pensemos, por ejemplo, en las
distintas posibilidades económico–políticas abiertas a
los EEUU y a China y en las potenciales consecuencias tanto
para la deriva de hegemonía como para el posible modo de
resolver la crisis.
China,
los EEUU y las soluciones keynesianas
En los EEUU, cualquier tentativa de hallar una adecuada solución keynesiana
ha sido condenada de partida, levantándole unas barreras
económicas y políticas prácticamente imposibles de
franquear. Para funcionar, una solución keynesiana precisaría
de una financiación masiva y duradera con déficit. Se
dicho con razón que el intento de Roosevelt de regresar a
un presupuesto equilibrado en 1937–38 es lo que volvió a
hundir a los EEUU en la depresión y que fue la II Guerra
Mundial lo que salvó la situación, y no el timorato
proyecto rooseveltiano de financiación con déficit que fue
el New Deal. Así pues, aun si las reformas institucionales
y unas políticas más igualitarias pusieron los fundamentos
de la recuperación posterior a la II Guerra Mundial, el New
Deal como tal fracasó en punto a resolver la crisis en los
EEUU.
El problema para los EEUU en 2008–09 es que parte de una posición de
endeudamiento crónico con el resto del mundo (ha estado
tomando préstamos a un ritmo de más de 2 mil millones de dólares
diarios en los últimos diez o más años), y eso significa
una limitación económica para las dimensiones del déficit
extra que puede permitirse ahora. (Lo que no fue un
problema serio para Roosevelt, quien empezó con un
presupuesto equilibrado.) Hay también una limitación
geopolítica, puesto que la financiación de cualquier déficit
extra depende de la disposición de otras potencias
(principalmente del este asiático y de los Estados del
Golfo) a prestar.
Habida cuenta de ambas limitaciones, hay que dar por prácticamente seguro
que el estímulo económico factible en los EEUU no será ni
lo bastante amplio ni lo bastante duradero como para
subvenir a la tarea de reflotar la economía. Este problema
se ve exacerbado por la reluctancia ideológica de ambos
partidos a aceptar los enormes montos de de gasto
deficitario requeridos para salir de la crisis. Irónicamente,
y al menos en parte, porque la anterior administración
republicana trabajó conforme al principio de Dick Cheney,
según el cual. “Reagan nos enseñó que los déficits no
importan”.
Como ha dicho Paul Krugman, el primer abogado público de una solución
keynesiana, los 800 mil millones de dólares votados a regañadientes
por el Congreso en 2009, aunque son mejor que nada, distan
mucho de ser suficientes. Se necesitaría una cifra del
orden de los 2 billones de dólares, una cantidad excesiva
dado el nivel actual de partida del déficit estadounidense.
La única opción económica posible sería cambiar el débil
keynesianismo de los excesivos gastos militares por un
keynesianismo mucho más fuerte abocado a programas
sociales. Recortar a la mitad el presupuesto norteamericano
de defensa (acercándolo a los niveles europeos en
porcentaje de PIB) podría resultar técnicamente útil.
Huelga decirlo: quienquiera proponga semejante cosa cometerá
suicidio político, dada la posición política mantenida
por el Partido Republicano y por tantos Demócratas.
La segunda barrera es más puramente política. Para funcionar, el estímulo
ha de administrarse de forma tal, que se asegure su gasto en
bienes y servicios para que la economía recupere alegría.
Eso significa que hay que dirigir todas las ayudas a quienes
harán efectivamente uso de ellas y se gastarán los
dineros, es decir, a las clases sociales más humildes,
porque las clases medias, puestas a gastar algo, lo más
probable es que lo hagan pujando al alza por valores de
activos (comprando casas hipotecariamente ejecutadas en
subasta, por ejemplo), y no comprando más bienes y
servicios. En cualquier caso, en los malos tiempos mucha
gente tiende a usar los ingresos extraordinarios
inopinadamente recibidos para cancelar deudas o para ahorrar
(como ocurrió en muy buena medida con el reembolso de 600 dólares
propiciado por la administración Bush a comienzos del
verano de 2008).
Lo que parece prudente y racional desde el punto de vista del presupuesto
doméstico resulta dañino para el conjunto de la economía.
(Análogamente: los bancos han procedido racionalmente al
servirse del dinero público recibido para atesorarlo o para
comprar activos, antes que para prestarlo.) La hostilidad,
preponderante en los EEUU, a “diseminar la riqueza” y a
gestionar cualquier ayuda pública que no sean los recortes
fiscales a los individuos, viene del núcleo duro de la
doctrina ideológica neoliberal (focalizada, pero en modo
alguno confinada en el Partido Republicano), según la cual
“los hogares saben más”.
Esas doctrinas han llegado a gozar en los EEUU de amplia aceptación, como
si de un evangelio se tratara, tras treinta años de
adoctrinamiento político neoliberal. Según he argüido en
otra ocasión, “todos somos neoliberales ahora”, las más
veces sin saberlo. Hay una aceptación tácita, por ejemplo,
de que la “represión salarial” –un componente clave
del problema presente— es un “estado normal” de las
cosas en los EEUU. Una de las tres patas de una solución
keynesiana –mayor capacidad de negociación de los
trabajadores, salarios al alza y redistribución favorable a
las clases bajas— es hoy por hoy políticamente imposible
en los EEUU. La sola sugerencia de que un programa así
equivale al “socialismo” hace temblar al establishment
político. Los trabajadores organizados no son lo
suficientemente fuertes (tras treinta años de ser
machacados por las fuerzas políticas), y no se ve ningún
otro movimiento social lo bastante amplio como para
presionar por una redistribución a favor de las clases
trabajadoras.
Otro modo de lograr objetivos keynesianos es el suministro de bienes
colectivos. Eso, tradicionalmente, ha implicado inversiones
en infraestructuras físicas y sociales (los programas WPA [Works
Progress Administration] de los años 30 del siglo pasado
fueron un precedente). De aquí que la tentativa de insertar
en los paquetes de estímulo programas para reconstruir y
ampliar infraestructuras públicas de transporte y
comunicaciones, energía y otras obras públicas en paralelo
a un incremento del gasto en atención sanitaria, educación,
servicios municipales, etc.
Esos bienes colectivos tienen el potencial para generar multiplicadores
tanto en el empleo como en la demanda efectiva de más
bienes y servicios. Pero lo que se presume es que esos
bienes colectivos entrarán, en cierto momento, en la
categoría de “gastos públicos productivos” (es decir,
que estimulan un ulterior crecimiento), no que se convertirán
en una serie de “elefantes blancos” públicos que, según
observó Keynes en su día, carecen de otra utilidad que la
que tendría poner a la gente a cavar fosas para volver a
llenarlas luego. En otras palabras, una estrategia de
inversión en infraestructuras ha de orientarse a la sistemática
recuperación del crecimiento del 3% a través, pongamos por
caso, del metódico rediseño de nuestras infraestructuras y
nuestros modos de vida urbanos. Eso no puede funcionar sin
una refinada planificación estatal añadida a una base
productiva ya existente que pueda aprovecharse de las nuevas
infraestructuras.
También aquí, el dilatado proceso de desindustrialización experimentado
por los EEUU en las últimas décadas, así como la intensa
oposición ideológica a la planificación estatal
(elementos, éstos últimos, incorporados por Roosevelt al
New Deal, y que persistieron hasta los 60, para ser
abandonados tras el asalto neoliberal de los 80 a este
particular ejercicio del poder del Estado) y la obvia
preferencia por los recortes fiscales frente a las
transformaciones públicas de las infraestructuras, torna
imposible en los EEUU la puesta por obra de una solución
plenamente.
En China, por otro lado, se dan realmente tanto las condiciones políticas
como las económicas para una solución plenamente
keynesiana, y hay allí rebosantes signos de que esa será
probablemente la vía a seguir. Para empezar, China posee
una gran reserva de excedente extranjero en efectivo y
resulta más fácil financiar la deuda partiendo de esa base
que de unos gastos de deuda ya acumulada como en el caso de
los EEUU.
Vale la pena notar también que desde mediados de los 90 los “activos tóxicos”
(los préstamos que no funcionan) de los bancos chinos
–algunas estimaciones los sitúan en el 40% de todos los
préstamos en 2000) han desaparecido de la contabilidad
bancaria merced a ocasionales inyecciones de excedente en
efectivo procedente de las reservas del comercio exterior.
Los chinos han tenido en funcionamiento durante mucho tiempo
el equivalente a un programa TARP [el programa
estadounidense de rescate bancario puesto en práctica en
los últimos meses de 2008], y evidentemente saben cómo
manejarlo (aun si muchas de las transacciones llevan la
impronta de la corrupción).
Los chinos tienen capacidad económica bastante como para embarcarse en un
programa masivo de financiación con déficit y disponen de
una arquitectura financiera estatal centralizada apta, si se
lo proponen, para administrar ese programa con eficacia. Los
bancos, durante mucho tiempo de propiedad estatal, puede que
fueran nominalmente privatizados para satisfacer las
exigencias de la OMC (Organización Mundial de Comercio) y
atraer capital y pericia foráneos, pero todavía pueden ser
fácilmente sometidos a la voluntad del Estado central,
mientras que en los EEUU aun el más vagaroso signo de
directriz estatal, por no hablar de nacionalización, da pie
a todo tipo de furores políticos.
Análogamente, no hay allí la menor barrera ideológica para una generosa
redistribución de recursos a favor de los sectores más
necesitados de la sociedad, aunque puede haber necesidad de
vencer lo acorazados intereses de los miembros más ricos
del partido y de una incipiente clase capitalista. La
imputación, según la cual eso sería tanto como el
“socialismo”, o todavía peor, el “comunismo”,
apenas si despertaría en China sonrisas divertidas. Pero la
reaparición en China del desempleo masivo (de acuerdo con
los últimos informes, la ralentización de los últimos
meses habría provocado ya 20 millones de desempleados), así
como los indicios de un extendido malestar social
aceleradamente creciente, forzarán seguramente al Partido
Comunista chino a emprender masivas redistribuciones, estén
o no ideológicamente convencidos de la justicia de las
mismas.
A comienzos de 2009, esa política redistributiva parece encaminada en
primera a revitalizar las atrasadas regiones rurales a las
que regresan los trabajadores emigrantes que han perdido sus
empleos, frustrados con la constatación de la escasez de
puestos de trabajo en las zonas manufactureras. En esas
regiones, en las que faltan infraestructuras sociales y físicas,
una robusta inyección de recursos por parte del gobierno
central contribuirá a aumentar los ingresos, a expandir la
demanda efectiva y a dar el tiro de salida para el largo
proceso de consolidación del mercado interno chino.
En segundo lugar, hay un fuerte deseo de proceder a inversiones masivas en
infraestructuras que todavía faltan en China. –En cambio,
los recortes fiscales apenas tienen allí atractivo político—
Y aunque es posible que algunas de esas inversiones terminen
siendo “elefantes blancos”, la probabilidad de que así
sea es allí harto más baja, dada la inmensa cantidad de
trabajo que todavía se necesita para integrar el espacio
nacional chino y, así, enfrentarse al problema del
desarrollo geográfico desigual entre las regiones costeras
de alto desarrollo y las empobrecidas provincias del
interior. La existencia de una ancha –aun si problemática—
base industrial y manufacturera necesitada de racionalización
espacial hace más probable que el esfuerzo chino entre en
la categoría del gasto público productivo.
En el caso chino, buena parte del excedente puede ser canalizado hacia la
ulterior producción de espacio, y eso aun admitiendo que la
especulación en los mercados de propiedad urbana en
ciudades como Shanghái, lo mismo que en los EEUU, es parte
del problema y no puede, por consiguiente, convertirse en
parte de la solución. Los gastos en infraestructuras,
siempre que se hagan a una escala lo suficientemente grande,
son de largo aliento y sirven tanto para canalizar el
trabajo excedente como para reducir las posibilidades
disturbios sociales, contribuyendo ellos también, además,
a impulsar el mercado interior.
Implicaciones
internacionales
Esas posibilidades completamente distintas que tienen los EEUU y China de
propiciar una solución plenamente keynesiana tienen hondas
implicaciones internacionales. Si China emplea más recursos
procedentes de sus reservas financieras para impulsar su
mercado interior, como con casi total seguridad se verá
forzada a hacer por razones políticas, dejará menos
recursos para posibles préstamos a los EEUU.
El descenso de compras de bonos del Tesoro estadounidense terminará por
forzar unos tipos de interés más altos, lo que incidirá
negativamente en la demanda interna norteamericana, lo cual,
a su vez, y a menos que se haga una gestión meticulosa,
podría disparar lo que todo el mundo teme y que hasta ahora
ha conseguido evitarse: un desplome del dólar. Una
paulatina desvinculación de los mercados norteamericanos y
la progresiva substitución de los mismos por el propio
mercado interno como fuente de la demanda efectiva de la
industria china alterarían significativamente los
equilibrios de poder (un proceso que, dicho sea de paso,
estaría cargado de tensiones, tanto para China como para
los EEUU).
La divisa china se robustecerá necesariamente frente al dólar (una situación
tan largamente pretendida por las autoridades
estadounidenses, como secretamente temida), lo que obligará
a los chinos a basarse todavía más en su mercado interior
para la demanda agregada. El dinamismo que de ellos resultará
en el interior de China (contrastable con las condiciones de
recesión duradera que prevalecerán en los EEUU) atraerá a
más y más productores de materias primas a la órbita
comercial china y erosionará la importancia relativa de los
EEUU en el comercio internacional. El efecto global de todo
lo cual será la aceleración del desplazamiento de la
riqueza de Oeste a Este en la economía mundial y la rápida
alteración de los equilibrios de poder económico hegemónico.
El movimiento tectónico que operará en el equilibrio del poder capitalista
global intensificará todo tipo de ramificaciones económicas
y políticas impredictibles en un mundo en el que los EEUU
dejarán de estar en una posición dominante aun cuando
sigan manteniendo un poder importante. La suprema ironía,
huelga decirlo, es que las barreras políticas e ideológicas
puestas en los EEUU a cualquier programa plenamente
keynesiano contribuirán
seguramente a acelerar el derrumbe del predominio
norteamericano en los asuntos globales, a pesar de que las
elites de todo el mundo (incluidas las chinas) preferirían
preservar ese predominio el mayor tiempo posible.
Que un genuino keynesianismo baste o no para que China (junto a otros
Estados en posición similar) logre compensar el inevitable
fracaso del reticente keynesianismo occidental, es cuestión
de todo punto abierta. Pero esas diferencias, sumadas al
eclipse de la hegemonía norteamericana, bien podrían ser
el preludio de una fragmentación de la economía global en
estructuras hegemónicas regionales que podrían terminar
pugnando ferozmente entre sí con tanta facilidad como
colaborando en la miserable cuestión de dirimir quién
tiene que cargar con los estropicios de una depresión
duradera.
No es ésta una idea precisamente alentadora, pero tener en mente la
posibilidad de una perspectiva de este tipo podría acaso
contribuir a despertar a buena parte del mundo occidental y
a percatarse de la urgencia de la tarea que tiene enfrente;
a que sus dirigentes políticos dejen de predicar
banalidades sobre restaurar la confianza y se pongan a hacer
lo que hay que hacer para rescatar al capitalismo de los
capitalistas y de su falsaria ideología neoliberal. Y si
eso significa socialismo, nacionalizaciones, robustas
directrices estatales, forja de colaboraciones
internacionales y una nueva y harto más inclusiva
(“democrática”, si puedo avilantarme a decirlo así)
arquitectura financiera internacional, pues que así sea.
(*)
David Harvey es un geógrafo, sociólogo urbano e
historiador social marxista de reputación académica
internacional. Entre sus libros traducidos al castellano:
Espacios de esperanza (Akal, Madrid, 2000) y El nuevo
imperialismo (Akal, Madrid, 2004). Actualmente, es
Distinguished Professor en el CUNY Graduate Center de Nueva
York. Su último libro es A Brief History of Neoliberalism
[traducción castellana: Breve historia del neoliberalismo ,
Madrid, Akal, 2007]. Mantiene un más que recomendable blog:
Reading Marx's Capital blog.
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