La
historia del paro que nadie advierte
La
otra guerra contra los trabajadores
Por
Robert S. Eshelman (*)
Tom Dispatch, 19/03/09
Rebelión,
27/03/09
Traducido del inglés para por Germán Leyens
Introducción
del editor de Tom Dispatch
A.I.G.,
por supuesto, vuelve a las primeras planas – ¡y cómo! No
es que haya estado mucho tiempo lejos de las pantallas.
Después de haber recibido otra infusión más de dólares
de dineros públicos federales, todo el mundo sabe
perfectamente que el gigante de los seguros distribuyó otra
serie de lucrativas bonificaciones. Durante el último año,
la dirección de la compañía ha repartido cerca de 1.000
millones de dólares en tales pagos, aproximadamente la
mitad a empleados en la subsidiaria de productos financieros
que elucubraron el tipo de acuerdos de alto riesgo,
altamente apalancados, en derivados que ayudaron a llevar a
la compañía, a Wall Street, y a la mayoría de nosotros a
una fuerte caída el año pasado.
Las
bonificaciones fueron destinadas a 418 empleados, 73
“bonificaciones de garantía” de 1 millón de dólares o
más a miembros de esa subsidiaria (incluidos 11 que han
abandonado la firma) para ayudar a “desenredar” los
tratos que ellos mismos crearon. ¿Qué tal como mea culpa
de A.I.G. a los contribuyentes y a los nuevos cesantes que
oficialmente “son dueños” de un 80% de la compañía
(lo que podría ser un 80% de casi nada)?
Mientras
tanto, ha habido una lluvia de titulares sobre masivos
despidos de empleados públicos. En California, más de
26.000 maestros de escuelas públicas recibieron avisos el
viernes pasado de que podrían no contar con puestos de
trabajo el próximo año. Otros 15.000 conductores de buses
escolares, conserjes y administradores podrían estar en la
misma situación. Los sindicatos llamaron a sus miembros en
todo el Estado a manifestaciones de “viernes de carta de
despido”.
En
Michigan, el consejo escolar de Pontiac votó a favor del
despido de todos los más de 600 empleados. En ambos casos,
los funcionarios afirman que no todos los que han recibido
avisos serán de hecho despedidos, pero esos avisos hablan
de la enormidad del problema que enfrentan los gobiernos
locales y estatales. Nadie, claro está, pide a los maestros
y conductores que se queden (con lucrativas bonificaciones)
para desenredar las crisis que ellos crearon. Oh, tal vez
sea porque, a diferencia de los operadores de A.I.G., no
cometieron ningún error.
Sin
embargo, el gigante asegurador no es la única compañía
que se siente por los cielos en tiempos malos. Como sugiere
a continuación el periodista Robert Eshelman, mientras los
despidos masivos se apoderan de los titulares – y con buen
motivo – las empresas podrían haber abierto un nuevo
frente en la guerra contra los sindicatos, ocultándose tras
horribles noticias económicas del mismo modo como un ejército
agresor podría utilizar una cortina de humo.
¿Cuán
grande es el problema? Bueno, simplemente no lo sabemos. A
medida que los periódicos siguen desapareciendo o reduciéndose
– el Washington Post lo hizo recientemente en su sección
independiente sobre el mundo de los negocios – los
periodistas que quedan en el campo económico pueden no
estar prestando suficiente atención a una guerra contra los
trabajadores que acecha bajo la superficie de los titulares.
(Tom)
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La
otra guerra contra los trabajadores
La
historia del paro que nadie advierte
Juanita
Borden, de 39 años y sin trabajo, espera pacientemente
mientras su currículum vitae sigue metódicamente su
camino, línea por línea, a través de un telefax en la
oficina de empleo estatal en el centro de Filadelfia. Frente
a ella, sobre una mesa de conferencia redonda hay una
carpeta bien organizada. “Es mi curriculum vitae y todos
aquellos a los que lo he estado enviando por fax. Así
mantengo control sobre el día en el que los he enviado,
para poder llamar y preguntar,” dice, hojeando las páginas
de confirmación de los fax. “Usualmente espero cinco días
antes de preguntar si los han recibido o no y si están o no
interesados.”
Juanita fue
despedida en octubre pasado, cuando su empleador descubrió
que su permiso de conducir – requerimiento para el empleo
– estaba vencido. “Era sólo un asunto de veintiséis dólares.
Yo creía que vencía en noviembre de 2008, pero en realidad
era en noviembre de 2007, y como no había estado
conduciendo no me di cuenta.” En una ocasión en la que le
pidieron que condujera, no pudo, y bastó para que su
empleador la despidiera por no cumplir sus responsabilidades
para con su empleo. Desde entonces ha renovado su licencia y
dice con un aire de futilidad: “Me gustaría recuperar mi
empleo si me lo devolvieran.”
No le han
pedido que vuelva y, a pesar de sus continuos esfuerzos,
tampoco ha recibido un solo llamado de un posible empleador.
“Lo bueno,” dice, y sigue notablemente alegre a pesar de
su desgracia, “es que usualmente cuando me entrevistan
consigo el trabajo. De modo que… espero tener pronto una
entrevista.” Hasta entonces, su carpeta cuidadosamente
administrada sirve como una pequeña medida de control sobre
lo que de otra manera es un giro continuo hacia la pobreza y
la falta de vivienda.
Juanita no
es la única en esta oficina de empleo que está al borde
del precipicio de la necesidad. Y no es la única que relata
una historia de un despido por lo que podría parecer un
motivo frívolo. Chris Topher, de 25 años, viene por
primera vez al lugar. Fue despedido en marzo del año
pasado. La compañía de telecomunicaciones para la que había
estado trabajando lo echó cuando, según su relato, instaló
equipo de cable que un cliente no había pedido. No importó
que el error haya estado en la orden de trabajo que recibió.
“Era el mejor trabajo que tuve desde que me gradué de
secundaria y he tenido unos pocos: la Comisión
Turnpike,
en la oficina de un senador. He tenido algunos buenos
trabajos, pero ése es el que me gustó más.”
Y había
buenos motivos para que le gustara. Chris ganaba entre 1.200
y 1.300 dólares por quincena fuera de recibir un paquete
completo de prestaciones. Pensó en impugnar su despido,
pero entonces parecía una batalla larga y difícil que no
deseaba emprender. Es una lucha que, en retrospectiva,
piensa que podría haber ganado y que su empleador
probablemente también sabía que podía ganar. “Y por eso
creo que mi empleador me aprobó para el seguro de
desempleo,” dice.
Bajo los
requerimientos de elegibilidad para la prestación de
desempleo, un empleador debe certificar si un empleado
cometió una “falta” en su trabajo y que fue el motivo
para su despido. Si un empleador indica que no se cometió
una falta y que el empleado cumple con varios otros
requerimientos, incluyendo la capacidad física de trabajar,
los Estados aceptan una solicitud de desempleo. En otras
palabras, el ex empleador de Chris le otorgó una pequeña
concesión, aunque de otra manera haya puesto su vida cabeza
abajo en medio de la peor crisis del mercado laboral desde
1983.
“El
desempleo es una mierda,” dice Chris, cuya compensación
por desempleo es mucho menos de la mitad de lo que ganaba
como instalador de cable. A pesar de eso, le va mejor que a
Juanita, que ha solicitado dos veces el seguro de desempleo
y ambas veces ha sido rechazado. Ahora está apelando, pero
su empleador no hace ninguna concesión. En una reciente
audiencia de arbitraje, dice Juanita, su ex supervisor afirmó
que si ella los hubiera informado sobre la expiración de su
licencia, le hubieran dado tiempo para renovarla. Si así
fuera.
Ahora,
Juanita vive con su hermano y su mujer, pero ellos también
tienen problemas financieros. “Mi hermano trabaja a tiempo
parcial y lo vuelve loco, porque causa problemas de dinero
entre él y su mujer,” explica. “Y conmigo allí,”
duda, “… es un poco limitado.”
Avivando
el temor
Los medios
dominantes han esbozado generalmente una visión del mercado
laboral en la cual, bajo la presión de una catástrofe económica,
los trabajadores sucumben a dos tipos de reducción. En una,
una feroz recesión obliga a las empresas, desesperadas por
cortar costes en tiempos terribles, despiden trabajadores.
Estos, por su parte enfrentan perspectivas sombrías para
obtener empleo remunerado en otros sitios. En una versión más
suave y gentil de lo mismo, empleadores, desesperados por
reducir costes en tiempos terribles, ofrecen – o a veces
obligan a los trabajadores a aceptar – “licencias”,
recortes de salario, retrocesos en los logros laborales,
semanas de cuatro días, o vacaciones sin paga en lugar del
despido de muchos de ellos.
En este último
caso, por duro que sea, los trabajadores se benefician,
reteniendo por lo menos parte de sus ingresos, mientras las
empresas esperan que pase la recesión. En ambos casos, las
empresas son generalmente presentadas como distribuidores
renuentes de cartas de despido. Gerentes y mandamases sólo
enfrentan una realidad desagradable y presiones inevitables
que les son impuestas por el peor momento económico en
nuestros tiempos.
Una visita
a una oficina de empleo no es precisamente un estudio científico.
Las experiencias de Juanita y Chris, junto con las de otros
desocupados que encontré mientras estaba en Filadelfia,
podrían ser simplemente evidencias anecdóticas. Pero
plantean preguntas sobre un tema que no deja de ser
importante, y es algo de lo cual no es probable que uno lea
en su periódico diario – todavía no, en todo caso.
Aunque la recesión se profundiza y amenaza a las empresas,
algunas de ellas indudablemente están hacen un uso
conveniente de la situación para hacer cosas que querían
hacer, pero no podían en mejores circunstancias.
En algunos
casos, bajo la guisa de presión “por la recesión,”
podrían librar una guerra secreta contra sus propios
trabajadores, utilizando hasta las más inofensivas
trasgresiones de las reglas en el sitio de trabajo como
gatillos para despidos – y así, evidentemente, atemorizar
a los que se quedan. De este modo, las nóminas de las compañías
no son sólo reducidas mediante despidos masivos, sino
presionan a los trabajadores para que aumenten la
productividad a cambio de salarios menores, peores horas de
trabajo, y menos prestaciones. El arma preferida es el
fantasma del desempleo, una especie de muerte mediante mil
(o un millón) de cortes.
Las compañías
pueden ganar mucho en estos días mediante semejantes
acciones en pequeña escala pero decisivas. Después de
todo, obtienen un doble beneficio. No sólo recortan el tamaño
de su nómina, a menudo sin que tengan que consentir a una
compensación por desempleo – como en el caso de Juanita
– sino también contribuyen a un clima de intensificación
del miedo. Los trabajadores que siguen en sus puestos están
ahora no sólo con los nervios de punta por despidos o
reducción de las horas de trabajo, sino también saben que
un retraso al volver del baño o del almuerzo puede
significar que sean puestos en la calle, sumándose a la
legión de desocupados – que ahora llega a 12,5 millones y
crece rápidamente.
Esta dinámica,
claro está, no es nada nuevo. Innumerables críticos de las
condiciones de trabajo han escrito sobre ella desde el alba
de la era industrial. Pero por el momento, incluso mientras
las tasas de desempleo gritan desde los titulares, es un
tema raramente mencionado. Consideremos, sin embargo, que en
diciembre, Wal–Mart, el mayor comerciante minorista del
mundo, llegó a acuerdos en 63 juicios pendientes por
demandas colectivas sobre masivas trasgresiones salariales y
de los horarios de trabajo. Por miedo al despido,
trabajadores de Wal–Mart, según sus testimonios en los
juicios, trabajaron durante recesos para almorzar y después
del horario establecido por una paga que sólo era
ligeramente superior al salario mínimo, con pocas
esperanzas de trabajar suficientes horas para calificarse
para las prestaciones de salud de la compañía.
Como
condición para el acuerdo, Wal–Mart pagará hasta 640
millones de dólares a esos trabajadores. Si las
corporaciones fueron capaces fueron capaces de ejercer un
tal poder coercitivo cuando la tasa de desempleo era de
cerca un 5%, ¿qué podrán hacer en un mercado laboral en
el cual un 14,8% de la población no puede encontrar un
trabajo apropiado?
En los
hechos, el mayor comerciante minorista del mundo es una de
las pocas corporaciones estadounidenses a las que les va
bien en tiempos difíciles. Mientras las ventas al detalle
caían casi por doquier, las ventas de la compañía en
negocios idénticos aumentaron 5,1% en febrero (en comparación
con las ventas de febrero de 2008). Sin embargo, en el mismo
mes, anunció una iniciativa para “reajustar su estructura
corporativa y reducir costes.” Redujo entre 700 y 800
puestos de trabajo en sus oficinas centrales de Wal–Mart y
Sam's Club, actuando en efecto de un modo que no difiere del
de otras compañías afectadas por la profundización de la
recesión.
Zona
de libre fuego
Rodney
Green, de 52 años y voz suave, va a la oficina de empleo
tres veces por semana para buscar en listas de puestos de
trabajo en línea. Describe su deriva durante décadas de
empleado a tiempo completo con prestaciones, a trabajador
temporal marginado sin prestaciones y, finalmente, a la
categoría de cesante durante un largo período.
Desde fines
de los años setenta hasta comienzos de los noventa, trabajó
para Bell Telecommunications, donde ganaba un buen salario y
prestaciones. Desde que Bell lo despidió, ha trabajado periódicamente
como conductor de montacargas para diversas compañías, en
colocaciones temporales a través de una agencia de empleo.
Más recientemente, ha ganado 12 dólares por hora
trabajando para un productor de carnes frías y quesos
artesanales. Sin prestaciones. Un año de trabajo, explicó,
significaba una semana de vacaciones, “pero no te retenían
tanto tiempo. Antes te despedían o te rotaban a otro
trabajo.”
Actualmente,
como ha visto, incluso esos trabajos temporales se hacen
escasos. “En los años ochenta, no fue tan malo como
ahora,” comenta en el corazón del territorio de desempleo
que es en 2009 una Filadelfia profundamente
desindustrializada.” La ciudad tenía puestos de trabajo,
pero luego estos se mudaron a los suburbios. Ahora se van al
extranjero. En aquel entonces, cuando uno se presentaba para
un puesto, tal vez también lo hacían otros cincuenta. Hoy
en día, para ese mismo puesto encuentras a cientos – más
bien, mil para un solo empleo. Es duro. Es deprimente.”
Durante el
último año y medio, Rodney ha cobrado periódicamente
subsidios de desempleo, y en ese tiempo, no ha conseguido
una sola entrevista. Recientemente, porque el gobierno de
Bush terminó por ceder ante la presión de la base y del
Congreso para prolongar los subsidios de desempleo, recibió
una extensión de trece semanas, lo que le da un poco de
respiro (a diferencia de Juanita que tampoco obtiene
entrevistas). “Eso me ayudó mucho. Los tiempos son duros
ahora. Dicen que hay más de cuatro millones de personas que
cobran subsidios. Es mucha gente.”
Si Juanita
y Chris son víctimas de la intensificada guerra de desgaste
que las empresas libran en silencio contra los trabajadores,
Rodney representa una desintegración más profunda de los
puestos de trabajo y de la seguridad del empleo, gracias a
una economía globalizada en la cual los trabajadores en
apuros de este país son enfrentados a grupos laborales más
baratos en Latinoamérica, el sur de Asia, China, e incluso
el sur de EE.UU. En un entorno laboral semejante, ¿qué
hacer?
Una persona
que entrevisté antes de mi visita a la oficina de empleo
describió su reacción cuando oyó que su compañía había
cerrado recientemente una planta en el Medio Oeste [Región
central de EE.UU.]: “Lo primero que pensé, y me sentí
mal por pensarlo,” recuerda, de un modo algo tímido,
“fue que eso significa más trabajo para nosotros – por
lo menos por el momento.”
Su
comentario dice mucho, como su pedido de no ser
identificada. ¿Quién necesita rompe–sindicatos,
patrullas de responsables sindicales, o legiones de abogados
caros que se opongan a reivindicaciones salariales y de
horario cuando un trabajador teme tanto por la seguridad de
su empleo que reacciona positivamente al despido de los que
imagina son sus competidores en potencia? Cuando los
empleados controlan su propia conducta por temor a la cesantía
– monitoreando el tiempo ocupado en revisar sus correos o
al utilizar el baño – los malos tiempos generan
claramente una ventaja para la dirección de la empresa.
En ese
entorno laboral, es fácil volverse no sólo contra otros,
sino contra sí mismo. Al pensar en lo que hará sin empleo
ni prestaciones de desempleo, Juanita se pregunta si el
problema no será la economía, sino sus propias decisiones
en la vida. “Dejé mi casa cuando tenía dieciséis años
y viví en mis propios sitios, tuve mis hijos, y me casé,”
dice nerviosa, doblando y volviendo a doblar un periódico
local. “Debiera haber ido a la universidad y hecho muchas
cosas más para haber sido más mercadeable antes en la
vida. Ahora me veo en la necesidad de comenzar de nuevo una
vez más.”
Una mirada
a la oposición corporativa a la Ley de Libre Elección del
Empleado (EFCA, por sus siglas en inglés), cuya aprobación
por el Congreso es una demanda central de los sindicatos, da
una idea de cómo las compañías tratan persistentemente de
perjudicar a sus trabajadores. La EFCA permitiría a los
trabajadores la formación de un sindicato si una mayoría
firma tarjetas del sindicato en un sitio de trabajo
determinado. La “comprobación por tarjeta”, como la
llaman frecuentemente, les permite organizar sindicatos sin
que sea necesaria una elección. En un artículo en
noviembre en el que analiza la reacción de la elite
empresarial a la Ley, el columnista de opinión editorial
del Wall Street Journal, Thomas Frank escribió: “La
comprobación por tarjeta tiene que ver con poder. La
dirección lo tiene, los trabajadores no, y las empresas no
quieren que eso cambie.”
A juicio de
Frank, la actual lucha por la EFCA es la más reciente
encarnación de una lucha en desarrollo constante entre
trabajadores y empleadores. Para los sub– o desempleados
que se conglomeran en esta oficina en Filadelfia, la actual
recesión no representa una interrupción en la lucha
normal, es más bien una nueva temporada de caza para
ataques corporativos en su contra.
Ahora
mismo, para Juanita, Chris, y otros en esta oficina, en
realidad existen dos guerras, y sólo una de ellas parece
haber captado la atención de los periodistas laborales y
empresariales. Los titulares sobre la primera dicen:
“Compañías desesperadas obligadas a reducir empleos.”
Pero muchos de los que están aquí parecen estar viviendo
una segunda guerra en la que las empresas aprovechan los
malos tiempos para actuar utilizando métodos que no podrían
utilizar en mejores circunstancias.
¿No
debieran salir los periodistas en busca de esa lucha
clandestina y unilateral? ¿No es hora de que la segunda
guerra empresarial de este momento merezca unos pocos
titulares?
(*)
Robert S. Eshelman es periodista independiente y presentador
en audio de TomDispatch.com. Sus artículos han aparecido en
The Nation, In These Times, y en The National de Abu Dhabi.
Para contactos, escriba a: obertseshelman@gmail.com.
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