Compre
marca Obama
Por
Chris Hedges
free--expression.blogspot,
03/05/09
Tlaxcala,
14/05/09
Traducido
por Ana Atienza
Barack
Obama es una marca diseñada para que nos sintamos bien con
el gobierno mientras los señores feudales de las
corporaciones saquean las arcas públicas, nuestros
dirigentes reciben sobornos de legiones de grupos de presión
corporativos, nuestras grandes empresas de comunicación nos
entretienen con chismes y trivialidades y nuestras guerras
imperialistas se extienden por Oriente Próximo. La marca
Obama es sinónimo de consumidores felices. Nos tienen
entretenidos. Tenemos esperanzas. Nos gusta nuestro
presidente. Creemos que es como nosotros. Pero, al igual que
todos los productos de marca surgidos del manipulador mundo
de la publicidad corporativa, nos están embaucando para que
hagamos y respaldemos muchas cosas que no nos interesan.
¿Qué
hemos recibido de la marca Obama a cambio de toda la fe y la
esperanza que hemos depositado en ella? Su administración
ha entregado, prestado o avalado con 12,8 billones de dólares
de los contribuyentes a Wall Street y a los bancos
insolventes en un ruinoso intento de volver a inflar la
burbuja económica, táctica que, en el mejor de los casos,
hace presagiar una catástrofe y nos dejará en la ruina en
medio de una profunda crisis. La marca Obama ha invertido
cerca de un billón de dólares en defensa y en mantener
nuestros fallidos proyectos imperialistas en Irak, donde los
estrategas militares calculan ahora que habrá que mantener
70.000 soldados durante los próximos 15 a 20 años. La
marca Obama ha ampliado la guerra en Afganistán e incluso
ha utilizado drones para atravesar las fronteras y
bombardear Paquistán, con lo que el número de víctimas
civiles se ha duplicado en los tres últimos meses. La marca
Obama se ha negado a levantar las restricciones para que
puedan organizarse los trabajadores, y no contempla la
posibilidad de implantar un sistema de sanidad pública para
todos los estadounidenses. Tampoco va a juzgar a la
administración Bush por crímenes de guerra o por el uso de
la tortura, además de rechazar la abolición de las leyes
de confidencialidad de Bush o la restauración del habeas
corpus.
La
marca Obama nos ofrece una imagen que parece radicalmente
individualista e innovadora. Nos ha cegado para que no
veamos que los viejos motores del poder empresarial y el
amplio complejo militar-industrial siguen saqueando el país.
Las grandes corporaciones, que son las que controlan nuestra
política, han dejado de fabricar productos realmente
diferentes para empezar a crear marcas diferentes. La marca
Obama no supone una amenaza para la esencia del estado
corporativo en mayor medida que lo hizo la de George W. Bush.
Ésta última se vino abajo: nos hicimos inmunes a su
estudiado aire campechano, empezamos a ver más allá de su
artificio. Pero este proceso de desgaste es habitual en el
mundo de la publicidad. Por eso nos han dado una nueva marca
con un atractivo excitante e incluso ligeramente erótico.
Benetton y Calvin Klein fueron los precursores de la marca
Obama, utilizando sus anuncios para que se les asociara con
imágenes artísticas subidas de tono y políticas
progresistas, lo que ha dado ventaja competitiva a sus
productos. Pero el objetivo, al igual que en todas las
marcas, era lograr que los consumidores pasivos confundieran
esa marca con una experiencia.
"El
abandono de los principios económicos radicales de los
movimientos feministas y de defensa de los derechos civiles
debido al conjunto de causas que se ha dado en llamar
corrección política ha formado con éxito una generación
de activistas en política de la imagen, no de la acción",
escribe Naomi Klein en "No Logo".
Obama,
que se ha convertido en una celebridad mundial, ha sido fácil
de moldear para crearle una marca. Apenas tenía
experiencia, salvo los dos años que pasó en el Senado,
carecía de base moral y se le podía maquillar como la opción
ideal para todos. Su breve historial de voto en el Senado
revela una patética sumisión a los intereses corporativos.
Se mostró dispuesto a promover la energía nuclear como si
fuera “verde”. Votó por continuar con la guerra en Irak
y Afganistán. Reautorizó la Patriot Act antiterrorista. No
respaldó un proyecto de ley destinado a limitar los
abusivos tipos de interés de las tarjetas de crédito. Se
opuso a otro que habría reformado la infame Ley Minera de
1872. Tampoco apoyó el proyecto de ley HR676 sobre la
creación de un sistema de sanidad pública, promovido por
los congresistas Dennis Kucinich y John Conyers. Votó a
favor de la pena de muerte. Por si esto fuera poco, respaldó
un proyecto de ley para “reformar” el sistema de
acciones populares que no era más que una descomunal medida
de presión impulsada por las entidades financieras. Dicha
ley, conocida como Class Action Fairness Act, habría
supuesto en la práctica cerrar las puertas de los
tribunales del Estado a la mayoría de los pleitos surgidos
de acciones populares y suprimir las indemnizaciones en
muchos de los tribunales donde estas acciones tuvieran
posibilidades de desafiar al poder corporativo.
Mientras
Gaza era objeto de bombardeos y ataques aéreos en las
semanas previas a la toma de posesión de Obama, "su
equipo hizo saber que no se plantearía objeción alguna al
reabastecimiento previsto de ‘bombas inteligentes’ y
otro material de artillería de alto nivel tecnológico que
ya se estaba enviando a Israel", según Seymour Hersh.
Incluso su cacareado discurso antibelicista como senador del
estado (que tal vez haya sido su único acto real de rebeldía),
fue modificado rápidamente. El 27 de julio de 2004 declaró
en el Chicago Tribune que "no existe tanta diferencia
entre mi postura y la de George Bush en este momento. En mi
opinión, la diferencia está en quién se halla en
condiciones de ponerla en práctica". Por otra parte, a
diferencia de los antibelicistas a ultranza como Kucinich,
que ha pronunciado centenares de discursos contra la guerra,
Obama mantuvo un obediente silencio hasta que la guerra de
Irak empezó a ser impopular.
La
campaña de Obama ha recibido el voto de cientos de
especialistas en márketing, directores de agencias y
empresas de servicios publicitarios que se reunieron en la
conferencia anual de la Association of National Advertisers
celebrada en octubre. Fue nombrada Campaña del año por
Advertising Age en 2008, tras desbancar a competidores como
Apple y Zappos.com. Los profesionales saben de lo que
hablan. La marca Obama es el sueño del publicista. El
Presidente hace una cosa y la marca consigue que creamos
otra. Es la esencia del éxito publicitario. Compramos o
hacemos lo que quiere el publicista en función de lo que
nos hace creer.
La
cultura de la celebridad se ha infiltrado en todos los
aspectos de nuestra sociedad, incluida la política, para
dar paso a lo que Benjamin DeMott denomina "política
basura". Se trata de una política que no exige
justicia ni la restitución de derechos; se dedica a
personalizar y a moralizar sobre los asuntos en lugar de
aclararlos. "Es impaciente ante los conflictos
articulados, entusiasta acerca del optimismo y la moralidad
estadounidenses, y depende enormemente del uso de lenguajes
y gestos para demostrar comprensión", señala DeMott.
La consecuencia de la política basura es que no cambia
nada: "supone una interrupción nula de los procesos y
prácticas que refuerzan los actuales sistemas
interrelacionados de ventaja socioeconómica". Redefine
los valores tradicionales, convirtiendo "el valor en
fanfarronería, la comprensión en sensiblería, la humildad
en falta de respeto por uno mismo, la identificación con
los ciudadanos de a pie en la descalificación de los
expertos". La política basura "minimiza los
grandes problemas complejos del país mientras amplifica las
amenazas del extranjero. También es muy dada a revertir
bruscamente y sin ninguna explicación sus propias posturas
ante el público, a menudo inflando de forma espectacular
problemas que antes minimizaba". Por último,
"trata en todo momento de aniquilar la consciencia de
los votantes sobre las diferencias socioeconómicas y de
otros tipos que pueda haber en su entorno".
Las
culturas basadas en la imagen y dominadas por la política
basura comunican por medio de historias, imágenes, espectáculos
y seudoteatro cuidadosamente orquestados y preparados. Los
escándalos, los huracanes, los terremotos, las muertes
prematuras, los nuevos virus letales o los accidentes de
tren quedan muy bien en las pantallas de los ordenadores y
en televisión. Sin embargo, la diplomacia internacional,
las negociaciones sindicales y los enrevesados paquetes de
rescate no generan historias personales interesantes ni imágenes
atractivas. Un gobernador que frecuenta los prostíbulos se
convierte en una gran noticia. Un político que propone una
reforma legislativa importante, la asistencia sanitaria
universal o reducir el derroche resulta aburrido. Reyes,
reinas y emperadores utilizaban las intrigas palaciegas para
entretener a sus súbditos. Hoy en día son las celebridades
del cine, la política y el periodismo las que nos distraen
con sus flaquezas personales y escándalos. Crean nuestra
mitología pública. Actores, políticos y deportistas son
ahora, al igual que en tiempos de Nerón, intercambiables.
En
una era de imágenes y entretenimiento, de gratificación
emocional instantánea, no se intenta ver la realidad. La
realidad es complicada y aburrida. Somos incapaces o no
estamos dispuestos a abordar su complejidad. Pedimos que nos
satisfagan y reconforten con tópicos, estereotipos y
mensajes inspiradores que nos digan que podemos ser quienes
queramos, que vivimos en el mejor país de la Tierra, que
poseemos unas cualidades morales y físicas superiores, y
que nuestro futuro siempre será glorioso y próspero, ya
sea por nuestras cualidades, por nuestro carácter nacional
o porque nos ha bendecido Dios. No aceptamos la realidad
porque es un impedimento para conseguir nuestros deseos. La
realidad no nos hace sentir bien.
En
su libro "Public Opinion", Walter Lippmann
establecía una distinción entre "el mundo exterior y
la imagen que tenemos en la cabeza". Definía el término
"estereotipo" como un patrón enormemente
simplificado que nos ayuda a dar sentido al mundo. Lippmann
mencionaba ejemplos de los burdos "estereotipos que
tenemos en la cabeza" acerca de colectivos enteros,
como "los alemanes", "los del sur de
Europa", "los negros", "los de Harvard",
"los agitadores" y otros. Estos estereotipos,
apunta Lippmann, proporcionan una gratificante y falsa
coherencia al caos existencial. Proporcionan explicaciones fácilmente
comprensibles de la realidad y están más próximos a la
propaganda, ya que simplifican en lugar de complicar.
Sin
embargo, los montajes a base de seudoacontecimientos
teatrales que orquestan publicistas, maquinarias políticas,
la televisión, Hollywood o los anunciantes son muy
distintos. Tienen, según decía Daniel Boorstin en "The
Image: A Guide to Pseudo-Events in America", la
capacidad de parecer reales aun cuando sepamos que están
preparadas. Al provocar una fuerte respuesta emocional, son
capaces de superar la realidad y sustituirla por un relato
de ficción que a menudo se convierte en una verdad
aceptada. El desenmascaramiento de un estereotipo deteriora
y a menudo destruye su credibilidad. Sin embargo, los
seudoacontecimientos, independientemente de si muestran al
presidente en una fábrica de coches, en un comedor de
beneficencia o dirigiéndose a las tropas destacadas en
Irak, son inmunes a este desgaste. El descubrimiento de los
complejos mecanismos que están detrás de los
seudoacontecimientos no hace más que incrementar su
capacidad para fascinar y su poder. En esto se basan los
intrincados reportajes de televisión sobre la eficacia con
que se maneja la puesta en escena de los políticos y sus
campañas. Los periodistas, especialmente los de televisión,
ya no se preguntan si el mensaje es cierto, sino si el
seudoacontecimiento ha funcionado o no como teatro político.
Se juzga a los seudoacontecimientos por su capacidad para
manipularnos a través de una ilusión. Se valora y elogia
los acontecimientos que parecen reales; los que, por el
contrario, no logran crear una ilusión creíble se
consideran un fracaso. La verdad es irrelevante. El político
de éxito, como en buena parte de nuestra cultura, es aquel
capaz de crear marcas y seudoacontecimientos que ofrezcan
las fantasías más convincentes. Y Obama es un maestro en
este arte.
Un público
que ya no es capaz de discernir entre realidad y ficción
posiblemente interpretará la realidad a través de las
ilusiones. Se utilizan hechos aleatorios o datos abstrusos y
banalidades para reforzar la ilusión y darle credibilidad,
o bien se desechan si interfieren en el mensaje. Cuanto peor
se vuelve la realidad (por ejemplo, cuanto más se disparan
las ejecuciones hipotecarias y el desempleo), más gente
busca refugio y confort en ilusiones. Cuando no dejan de
distinguirse las opiniones de los hechos, cuando no existe
una norma universal que establezca lo que es cierto en la
legislación, la ciencia, la investigación o la comunicación
de los sucesos del día, cuando la habilidad más valorada
es la capacidad de entretener, el mundo se convierte en un
lugar en el que la mentira se transforma en verdad, donde la
gente cree lo que quiere creer. Éste es el verdadero
peligro de los seudoacontecimientos y el motivo por el cual
son mucho más perniciosos que los estereotipos. No explican
la realidad, como intentan los estereotipos, sino que la
reemplazan. Los seudoacontecimientos redefinen la realidad
de acuerdo con los parámetros establecidos por sus
creadores, que obtienen grandes beneficios traficando con
estas ilusiones y desean mantener las estructuras de poder
que controlan.
La
antigua cultura de la producción requería lo que el
historiador Warren Susman denominaba “carácter”. La
nueva cultura del consumo requiere lo que ha dado en llamar
“personalidad”. Este cambio de valores constituye un
giro desde una moralidad inmutable al artificio de la
presentación. Los viejos valores culturales de frugalidad y
moderación elogiaban el trabajo duro, la integridad y el
valor. Por el contrario, la cultura del consumo se rinde
ante el encanto, la fascinación y la capacidad de agradar.
"El papel social que se exige a todos en la nueva
cultura de la personalidad es el de intérprete",
escribe Susman. "Todo estadounidense ha de convertirse
en intérprete de sí mismo".
La
política basura que practica Obama es un fraude para el
consumidor. Está hecha de interpretaciones y mentiras.
Trata de mantenernos en un perpetuo estado de infantilismo.
Pero cuanto más tiempo vivamos en esa ilusión, peor será
la realidad cuando acabe resquebrajando nuestras fantasías.
Quienes no comprenden lo que sucede a su alrededor y se ven
abrumados por una realidad brutal no esperaban ni preveían
tener que buscar salvadores desesperadamente. Piden a los
demagogos que acudan en su ayuda. Y éste es último peligro
de la marca Obama, que consigue enmascarar esta destrucción
interna sin sentido y el expolio que está llevando a cabo
nuestro estado corporativo. Cuando estas grandes empresas
hayan robado billones de dólares de los contribuyentes,
dejarán a decenas de millones de estadounidenses
desvalijados, confusos y sedientos de ilusiones aún más
potentes y letales que logren sofocar rápidamente lo que
queda de nuestra sociedad cada vez menos abierta.
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