De Detroit al Amazonas: recorriendo las ruinas del Imperio
El colapso de la industria automotriz imperial de EEUU
Por
Greg Grandin (*)
Tom
Dispatch, 23/06/09
Rebelión, 25/06/09
Traducido por Germán Leyens
Introducción
del editor de Tom Dispatch
En los años ‘20 el eslogan de ventas no se andaba con miramientos:
“Ford, el coche universal.” En la década de los
cuarenta, a la espera de una época dorada, se mostraba
esperanzado: “Hay un Ford en tu futuro.” En los
cincuenta y sesenta, tenía miras amplias: “Ford tiene una
idea mejor.” En los setenta, un ligero tono suplicante:
“Ford quiere ser la compañía de tu coche.” En los
ochenta, se había convertido en una pregunta: “¿Has
conducido un Ford últimamente?” En 2004, era simplemente
una mentira: “Ford, construido para la carretera que te
espera.” Ahora, que sepamos, debiera haber sido algo como:
“Ford, hecho para el precipicio del futuro.” En
retrospectiva los Tres Grandes, tuvieron otrora la misma
autoseguridad imperial respecto al producto. Chevrolet,
claro está, era “el latido de EE.UU.” Cadillac fue
“el estándar del mundo.” Buick, “el espíritu del
estilo de EE.UU.” Y Pontiac: “Somos la pasión de
conducir.” Bueno, ya no, mi amigo.
Todavía tengo mi viejo Ford Taurus, pero el otro día, el Wall Street
Journal publicó un artículo sobre Detroit señalando que,
aunque todavía pueda mantener el mismo lema, la “Ciudad
del Automóvil”, igual que las líneas anteriores, parece
representar la más triste de las historias. “Tienes que
abandonar la ciudad,” señaló Andrew Grossman del Journal,
sólo para comprar un nuevo Chrysler o un Jeep, ahora que
los concesionarios locales han cerrado sus negocios. Lo
mismo vale si quieres comprar un libro nuevo, ya que la
cadena de librerías Borders, fundada a sólo 60 kilómetros
de distancia, cerró su tienda en Detroit en junio. Lo mismo
vale para casi todo lo demás. Ya ni siquiera hay una tienda
de comestibles de alguna cadena nacional en algún sitio de
la ciudad. ¡Y que me hablen de que EE.UU. se vacía!
El otro día presenté algunas recomendaciones para la lectura de verano.
Tengo una sugerencia más: considéralo tu lección de
historia de EE.UU., totalmente extraño, profundamente
cautivador, para los cálidos meses del colapso automotor
estadounidense. Hablo de “Fordlandia, The Rise and Fall of
Henry Ford's Forgotten Jungle City” [Fordlandia, el
ascenso y la caída de la ciudad en la selva de Henry Ford]
de Greg Grandin. Como colaborador regular de TomDispatch,
Grandin lo deja asombrosamente claro a continuación, la
historia que cuenta no podría ser más relevante para
nuestro momento difícil de catástrofe económica y
automotriz – o más extraño. (Tom)
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Un viaje por las ruinas del imperio
De Detroit al Amazonas
Por
Greg Grandin
El imperio termina con una retirada. No, como muchos supusieron hace unos años,
de Iraq. Allí, como en Afganistán, aguantamos hasta el
final, pase lo que pase, atrapados en la mayor acumulación
de chatarra “demasiado grande para fracasar”. Pero, una
retirada de Detroit.
Por cierto, la verdadera evacuación de la Ciudad del Automóvil comenzó
hace décadas, cuando Ford, General Motors, y Chrysler
comenzaron a transferir más y más de sus operaciones fuera
del área del centro hacia áreas rurales más difíciles de
sindicalizar y, finalmente, al extranjero. Incluso cuando la
economía florecía en los años cincuenta y sesenta, cada día
50 residentes de Detroit ya hacían sus maletas y partían
de la ciudad. Para cuando cayó el Muro de Berlín en 1989,
Detroit ya tenía decenas de miles de lotes baldíos y más
de 15.000 casas abandonadas. Impresionantes edificios Beaux
Arts y modernistas fueron abandonados para que volvieran a
la naturaleza, sus pisos y techos cubiertos por pasto. Ahora
apenas sirven de recargadas pajareras.
En términos mitológicos, sin embargo, Detroit sigue siendo la cuna
ancestral del celebrado capitalismo estadounidense. Y
mirando hacia los años por venir, la repentina desintegración
de los Tres Grandes en este año seguramente será vista
como un golpe al poder estadounidense comparable con el fin
del Raj, la pérdida de India por Gran Bretaña, esa joya en
la corona imperial, en 1948. Olvidemos la posesión de una
colonia o de la bomba, en la segunda mitad del Siglo XX, la
verdadera marca de una potencia mundial fue la capacidad de
hacer un motor V–8 de precisión.
Ha habido abundantes disecciones de lo que anduvo mal en la industria
automotriz, así como cariñosas reminiscencias sobre los días
juveniles de Detroit, sobre inmensos ‘tailfins’ y
carburadores de doble cuerpo. El año pasado, el icónico
Clint Eastwood incluso acabó con el icónico trabajador
automovilístico blanco en su cinta Gran Torino. Pocos de
estos post mortem han dado a conocer, sin embargo, hasta qué
punto Detroit fue crucial para la política exterior de
EE.UU. – no sólo como sostén de la economía de alta
tecnología, de altos beneficios por la exportación, de
EE.UU., sino como confirmación de nuestro sentido de
nosotros mismos como primera potencia del mundo (aunque al
vincular la desaparición de Detroit con la repercusión de
la guerra ilegal del presidente Nixon en Laos, Eastwood por
lo menos llegó más cerca que la mayoría).
Detroit no sólo suministró una corriente continua de símbolos del poder
cultural de EE.UU., sino ofreció el conocimiento
organizativo necesario para dirigir una vasta empresa
industrial como una compañía automotriz – o un imperio.
A los eruditos les encanta citar al presidente de GM,
Charlie “Engine” Wilson, quien dijo genialmente que
pensaba que lo que era bueno para EE.UU. “era bueno para
General Motors, y viceversa.” Pocas veces se señala, sin
embargo, que Wilson hizo su observación en su audiencia de
confirmación ante el Senado para ser Secretario de Defensa
de Dwight D. Eisenhower. En el Pentágono, Wilson impuso el
modelo burocrático corporativo de GM a las fuerzas armadas,
modernizándolas para librar la Guerra Fría.
Después de GM, le tocó a Ford tomar las riendas, y John F. Kennedy nombró
a su director ejecutivo Robert McNamara y sus “niños
precoces” para que prepararan a las tropas estadounidenses
para una “larga lucha nebulosa, año tras año.”
McNamara utilizó el enfoque de “administración de
sistemas” integrado de Ford para lanzar una “matanza
mecanizada, deshumanizada” desde los cielos contra
Vietnam, Laos y Camboya, como la describiera una vez el
historiador Gabriel Kolko.
Tal vez, por lo tanto, deberíamos pensar en las ruinas de Detroit como
nuestro Foro Romano. Tal como los arcos triunfales de Roma
todavía nos recuerdan sus pasadas victorias imperiales en
Mesopotamia, Persia, y otros sitios, así los actuales
edificios dilapidados de ‘Motown’ invocan la supremacía
en rápida desaparición de EE.UU.
Entre los más imponentes está la fábrica de Henry Ford en Highland Park,
cerrada desde fines de la década de los cincuenta. Apodada
Palacio de Cristal por sus muros de vidrio desde el piso al
techo, fue donde Ford perfeccionó la producción en línea
de montaje, construyendo 9.000 Modelo T por día – un millón
hasta 1915 – catapultando a EE.UU. a años luz por delante
de Europa industrial.
También allí Ford pagó por primera vez a sus trabajadores cinco dólares
por día, creando uno de los vecindarios de clase
trabajadora de más rápido crecimiento y más próspero de
todo EE.UU., repleto de excelentes casas de estilo Artes y
Oficios. Actualmente, Highland Park parece una zona de
guerra, con calles cubiertas de trozos de vidrio y
flanqueadas por casas quemadas. Más de un 30% de su población
vive en pobreza, y más vale no conocer las cifras de
desempleo (más de un 20%) o los ingresos anuales promedio
(menos de 20.000 dólares).
Hay un recuerdo de que no fue siempre así. Una pequeña placa de registro
histórico delante de la fábrica Ford dice: “la producción
en masa pronto pasó de aquí a todas las fases de la
industria estadounidense y sentó las bases para la
abundancia de la vida del Siglo XX.” EE.UU. en el Amazonas
Para comprender verdaderamente hasta dónde ha caído EE.UU.
de las alturas de su grandeza industrial – y para
comprender cómo esa grandeza condujo a estupendos actos de
locura – hay que visitar otro conjunto de ruinas lejos del
cinturón de óxido del medio oeste estadounidense; yacen,
en lo profundo (y casi olvidadas) en, de todos los lugares
imaginables, en la selva tropical del Amazonas brasileño.
Allí, cubierto por enredaderas tropicales, está el
testamento de Henry Ford para la creencia de que el Modo de
Vida Estadounidense podía ser fácilmente exportado,
incluso a uno de los sitios más salvajes del planeta.
Ford poseía bosques en Michigan, así como minas en Kentucky y West
Virginia, que le daban el control sobre todos los recursos
naturales necesarios para hacer un coche – con la excepción
del caucho. De modo que, en 1927, obtuvo una concesión de
tierras amazónicas del tamaño de un pequeño Estado
estadounidense. Ford podría haber establecido simplemente
oficina de adquisición, y comprado caucho de productores
locales, dejando que vivieran sus vidas a su gusto. Es lo
que hacían otros exportadores de caucho.
Ford, sin embargo, tenía ideas más grandiosas. Se sintió en la obligación
de cultivar no sólo “caucho sino también a los
recolectores de caucho.” De modo que se lanzó a
superponer el modo de vida estadounidense a Amazonia. Hizo
que sus gerentes construyeran casas con techos de tejas al
estilo Cape Cod para la mano de obra brasileña que contrató.
Los instó a plantar jardines y huertas y a comer pan de
trigo, arroz integral, melocotones de Michigan en latas, y
harina de avena. Llamó su ciudad en la selva, con orgullo
apropiado, Fordlandia.
Eran los años veinte, por supuesto, y por lo tanto sus gerentes impusieron
la Prohibición del alcohol, o por lo menos trataron de
hacerlo, aunque no era una ley brasileña, como en EE.UU. en
esos días. Los fines de semana, la compañía organizaba
bailes de ‘square dance’ y declamación de poesía de
Henry Longfellow.
El hospital construido por Ford en la ciudad ofrecía atención sanitaria
gratuita a trabajadores y visitantes por igual. Fue diseñado
por Albert Kahn, el renombrado arquitecto que construyó una
serie de los edificios más famosos de Detroit, incluido el
Crystal Palace. Fordlandia tenía una plaza central, aceras,
fontanería interior, céspedes cuidados, un cine, tiendas
de zapatos, heladerías y perfumerías, piscinas, canchas de
tenis, un campo de golf y, por supuesto, Modelos T que
circulaban por sus calles pavimentadas.
El choque entre Henry Ford – el hombre que redujo la producción
industrial a los movimientos más simples a fin de producir
una serie de productos infinitamente idénticos, el primero
indistinguible del millonésimo – y el Amazonas, el
ecosistema más complejo y diverso del mundo, fue
chaplinesco en lo absurdo, y produjo un desfile de
calamidades propias de una película de Hollywood. Hay que
pensar en “Tiempos Modernos” que se encuentra con “Fitzcarraldo”.
Los trabajadores brasileños se rebelaron contra el
puritanismo de Ford y la naturaleza se rebeló contra su
regimentación industrial. Dirigida por administradores
incompetentes que sabían poco de la plantación de caucho y
mucho menos de ingeniería social, Fordlandia se vio plagada
en sus primeros años por el vicio, peleas con cuchillos, y
disturbios. El sitio parecía menos ‘Nuestro Pueblo’ que
Deadwood, y burdeles y bares se propagaban por sus bordes.
Ford finalmente logró controlar su feudo homónimo, pero como insistió en
que sus administradores plantaran los gomeros en filas
cerradas – en sus fábricas en Detroit, Ford acercó
genialmente a sus máquinas para reducir los movimientos –
creó realmente las condiciones para la propagación
explosiva de los insectos y plagas que viven del caucho, y
estos terminaron por devastar la plantación.
Durante casi dos décadas, Ford invirtió millones y millones de dólares en
el intento de lograr que su utopía en la selva trabajara al
estilo estadounidense, pero ni una gota de látex de
Fordlandia llegó a introducirse en un coche Ford.
Lo más espeluznante de todo esto es lo siguiente: Hoy en día, las ruinas
de Fordlandia se parecen en mucho a las de Highland Park, así
como otras ciudades en el cinturón de óxido que otrora
resonaban con vida centrada en una fábrica ahora han
retornado a la maleza. Existe, de hecho, un extraño
parecido entre el depósito de agua oxidado de Fordlandia,
su aserradero con los vidrios rotos y su planta eléctrica
vacía y los cascarones de las mismas estructuras en Iron
Mountain, una decaída ciudad industrial en la península
superior de Michigan que también solía ser una ciudad de
Ford.
En el Amazonas, el hospital de Albert Kahn se ha derrumbado, la selva ha
recuperado el campo de golf y las canchas de tenis, y los
murciélagos se han establecido en casas en las que vivieron
en otros días los gerentes estadounidenses, cubriendo sus
paredes de yeso con una capa de guano. No hay una placa
conmemorativa que marque su lugar en la historia, Pero
Fordlandia, no menos que la ruina de Detroit, es un
monumento a los titanes del capital estadounidense –
ninguno más titánico que Ford – que creyeron que EE.UU.
ofrecía un modelo universal, y universalmente reconocido,
para el resto de la humanidad.
Misión en la selva
Sería fácil
leer la historia de Fordlandia como una parábola para la
arrogancia.
Con una gran determinación e indiferencia sobre el mundo que parecen
demasiado familiares, Ford rechazó deliberadamente el
consejo de expertos y se lanzó a convertir el Amazonas en
el Medio Oeste de su imaginación. Mientras más fracasaba
el proyecto como tal – es decir, la producción de caucho
– más lo defendían los funcionarios de Ford como misión
civilizadora; se puede pensar en ello como una especie de
distante muestra previa del conjunto en permanente expansión
de justificaciones de los motivos por los cuales EE.UU.
invadió Iraq hace seis años. Pero Fordlandia penetra de un
modo más profundo en la médula de la experiencia
estadounidense.
Hace más de 50 años, el historiador de Harvard, Perry Miller, dio una
famosa conferencia que intituló "Misión en la
selva." En ella trató de explicar por qué los
puritanos ingleses partieron, para comenzar, hacia el Nuevo
Mundo, en lugar de ir, digamos, a Holanda. Fueron, sugirió
Miller, no sólo para escapar a la corrupción de la Iglesia
de Inglaterra, sino para completar la reforma protestante de
la cristiandad, que se había estancado en Europa.
Los puritanos no huyeron al Nuevo Mundo, dijo Miller, sino más bien
trataron de dar a los fieles en Inglaterra un “modelo que
funcione” de una comunidad más pura. Dicho de otra
manera, algo central desde el comienzo para la expansión en
América fue una “profunda inquietud”, un sentimiento de
que “algo ha andado mal” en casa. Cuando la Colonia de
la Bahía de Massachusetts sólo tenía unas pocas décadas,
el descontento Cotton Mather comenzó a aprender español,
pensando que se podría crear una mejor “Nueva Jerusalén”
en México.
La fundación de Fordlandia fue impulsada por una intranquilidad semejante,
un sentido de desgaste, incluso en buenos tiempos, de que
“algo había ido mal” en EE.UU. Cuando Ford se lanzó a
su aventura amazónica, ya había pasado la mayor parte de
dos decenios, y una gran parte de su enorme fortuna,
tratando de reformar la sociedad estadounidense. Sus
frustraciones y descontento con la política y la cultura
interior eran numerosas. La guerra, los sindicatos, Wall
Street, los monopolios de la energía, los judíos, los
bailes modernos, la lecha de vaca, Teodoro y Franklin
Roosevelt, los cigarrillos y el alcohol fueron algunos de
sus numerosos blancos y quejas. Pero debajo de todos esos
enojos imaginarios se agitaba el hecho de que la fuerza que
el capitalismo industrial había ayudado a desatar estaba
socavando el mundo que esperaba restaurar.
Ford predicaba con la confianza de un pastor su única y verdadera idea: que
una productividad en crecimiento permanente combinada con
una remuneración en crecimiento permanente mitigaría el
penoso trabajo humano y crearía prósperas comunidades de
la clase trabajadora, y beneficios corporativos dependientes
de la continua expansión de la demanda de los consumidores.
“Altos salarios,” como dijo Ford, para crear “grandes
mercados.” A fines de los años veinte, el fordismo – cómo
llegó a ser llamada esa idea – era sinónimo de forma de
pensar estadounidense, envidiada en todo el mundo por tener
un capitalismo industrial aparentemente humanizado.
Pero el fordismo contenía en sí las semillas de su propia destrucción: la
ruptura del proceso de montaje en tareas cada vez más pequeñas,
combinada con rápidos progresos en el transporte y la
comunicación, facilitó que los fabricantes se salieran de
la relación de dependencia establecida por Ford entre altos
salarios y grandes mercados. Los bienes podían ser
producidos en un sitio y vendidos en otro, eliminando el
incentivo que los empleadores tenían para pagar a los
trabajadores lo suficiente para que compraran los productos
que fabricaban.
En Roma, las ruinas aparecieron después de la caída del imperio. En
EE.UU., la destrucción de Detroit ocurrió incluso mientras
el país se elevaba a nuevas alturas como superpotencia.
Ford percibió temprano esa desarticulación y reaccionó ante ella,
tratando por lo menos de ralentizarla de maneras cada vez más
excéntricas. Estableció por todo Michigan una serie de
“aldeas–industrias” descentralizadas hechas para
equilibrar el trabajo agrícola e industrial y rescatar el
EE.UU. de los pequeños poblados. Pero sus comunas
pastorales no podían competir ante el poder puro de los
cambios en cuya concepción Ford había tenido un rol tan
importante. De modo que se volvió al Amazonas para crear su
Ciudad sobre la Colina, en este caso una ciudad en un valle
de un río tropical, reuniendo todas las numerosas
variedades de su creencia en lo utópico en un último y
desesperado intento de tener éxito.
Hace casi un siglo, el periodista Walter Lippmann observó que el impulso
por rehacer el mundo, representó una cepa común de
“característica estadounidense primitiva,” reforzada
por una confianza nacida de logros sin igual. Luego continuó
con una pregunta que quería ser sarcástica pero que, en
los hechos, fue demasiado profética: “¿Por qué el éxito
en Detroit no debiera garantizar el éxito frente a
Bagdad?” Conocemos la ruina que acaeció en Detroit. ¿Hasta
dónde en Bagdad? ¿Hasta dónde en EE.UU.?
(*)
Greg Grandin es profesor de historia en la Universidad de
Nueva York y autor numerosos libros, el más reciente
“Fordlandia: The Rise and Fall of Henry Ford's Forgotten
Jungle City,” (Metropolitan 2009).
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