Supongo que no debemos
envidiar a Barack Obama su Premio Nobel de la Paz, aunque representa una
ruptura radical con la tradición, ya que sólo ha tenido poco menos de nueve
meses para cumplir con sus deberes imperiales, más concretamente mediante la
acción de altos explosivos en el Hindu Kush, mientras laureados como Henry
Kissinger estuvieron masacrando diligentemente gente en todo el mundo durante
años.
Woodrow Wilson, el
imperialista liberal con quien Obama tiene algunas marcadas afinidades, ganó
el Premio Nobel de la Paz en 1919, después de meter a EE.UU. en la carnicería
de la Primera Guerra Mundial. El presidente laureado de la paz que le precedió
fue Teddy Roosevelt, quien obtuvo el premio en 1906, como recompensa por haber
auspiciado la guerra española–estadounidense y la orgía de sangre en las
Filipinas. La famosa denuncia de Roosevelt del senador George Hoar en el
hemiciclo del Senado de EE.UU. en mayo de 1902 fue probablemente lo que alertó
al Comité del Nobel sobre la elegibilidad de Roosevelt para el Premio de la
Paz:
“Habéis sacrificado casi
diez mil vidas estadounidenses –la flor de nuestra juventud. Habéis
devastado provincias. Habéis asesinado a innumerables de los que queríais
beneficiar. Habéis establecido campos de reconcentración. Vuestros generales
vuelven a casa de su cosecha, trayendo gavillas con ellos, en forma de otros
miles de enfermos, heridos y dementes para soportar vidas miserables,
arruinados corporal y mentalmente. Convertís la bandera estadounidense a los
ojos de mucha gente en el emblema de sacrilegio en iglesias cristianas y de la
quema de habitaciones humanas, y del horror de la tortura mediante el agua.”
TR obtuvo el premio de la paz
poco después de haber demostrado su ilimitada compasión por la humanidad al
patrocinar una exhibición de “hombres monos” filipinos en la Feria
Mundial de St Louis en 1904 como “el eslabón perdido” en la evolución
del Hombre del simio al ario, y por lo tanto de la necesidad severa de
asimilación, por la fuerza si fuera necesario, al modo estadounidense. Al
recibir el premio, Roosevelt envió rápidamente la Gran Flota Blanca (dieciséis
barcos de la Armada de EE.UU. de la Flota del Atlántico, incluidos cuatro
acorazados) a una gira por todo el mundo para demostrar las credenciales
imperiales del Tío Sam, anticipando por poco más de un siglo el premio de
Obama, mientras éste se prepara para imponer la Pax Americana en el Hindukush
y en porciones de Pakistán.
La gente se sorprende ante la
idiotez de esos premios Nobel, pero hay método en esa locura, ya que a la
larga entrenan a la gente para que acepte sin objeciones ni protestas lo
absurdo como parte integral de la condición humana, que debería aceptar la
opinión considerada de hombres racionales, a pesar de ser noruegos. Es un
giro del mito de Alger, inspirador para la juventud: también puedes llegar a
asesinar filipinos, palestinos, vietnamitas o afganos y, a pesar de todo,
ganar un Premio de la Paz. Es la audacia de la esperanza a todo vapor.
Hasta aquellos predispuestos
a apreciar al individuo se dan cuenta de que cuando se enfrenta a temas
candentes el primer presidente negro de EE.UU. verdaderamente odia ponerse de
un lado o del otro. Le horroriza la idea de molestar a gente importante. No
defiende los intereses de su propia gente cuando es atacada salvajemente por
la extrema derecha, le quita su lugar, y luego hace que su secretario de
prensa afirme que se fue por su propia decisión. Eso podrá impresionar a los
pacificadores de Oslo, pero desde la perspectiva estadounidense parece
enclenque.
La política afgana de Obama
se desarrolló en la campaña electoral del año pasado como una frase
destinada a desviar las acusaciones de que era un apaciguador respecto a Iraq.
No es así, gritó: La Guerra Global contra el Terror estaba siendo librada en
el sitio equivocado. Su compromiso era perseguir y “matar” a Osama bin
Laden.
Una vez que estuvo
establecido en el Despacho Oval, Obama, invocando el “bipartidismo”, izó
instantáneamente una bandera blanca al mantener en su puesto a Robert Gates,
el secretario de defensa de Bush.
Formó un equipo de política
exterior compuesto en su mayoría de halcones neoliberales de la era Clinton,
encabezados por Hilary Clinton y Richard Holbrook. Su próximo paso fue
despedir al comandante estadounidense en Afganistán, general David McKiernan,
e instalar al general Stanley McChrystal, más conocido por dirigir el ala de
asesinato del comando de operaciones especiales conjuntas de los militares (JSOC).
Luego ordenó el envío de 17.000 soldados estadounidenses adicionales a
Afganistán.
Fue una hermosa exhibición
de la extraña habilidad de Obama –demostrada también en la politiquería
sobre la reforma sanitaria, en el embargo de su propia gama de alternativas y
al permitir que sus oponentes se unieran y tomaran la iniciativa. Si, en su
segundo día en el poder, hubiera anunciado una revisión total y completa de
los objetivos de EE.UU. en Afganistán, sin excluir ninguna opción, habría
tenido un cierto control de la situación. Pero los meses pasaron y finalmente
el empeoramiento de la situación impuso una revisión de la política afgana,
precisamente cuando sus cifras en los sondeos iban cayendo, el lobby de la
guerra se fortalecía y los liberales ya estaban abatidos por la rendición de
Obama ante Goldman Sachs y Wall Street y sus desastrosos esfuerzos en la lucha
por la salud.
En ese momento, el destino
dio a Obama una excelente oportunidad. Con sorprendente insolencia, el general
McChrystal comenzó a realizar una campaña pública de cabildeo a favor de su
pedido de 40.000 soldados más. Su justificación para los nuevos soldados
terminó en manos de Bob Woodward de Washington Post.
Harry Truman fue un
presidente indiferente que lanzó innecesariamente bombas atómicas sobre
Hiroshima y Nagasaki, con el fin de intimidar a Stalin. Inició su carrera
armamentista de la guerra fría en 1948. Sin embargo, los estadounidenses lo
veneran por dos cosas: el letrero sobre su escritorio que decía “the buck
stops here”, y su dramático despido del héroe de la guerra, general
Douglas MacArthur, por insubordinación al cuestionar la dirección general de
la guerra en Corea por Truman (para no hablar de los temores de Truman de
posibles excesos de MacArthur en la administración de planes que eran
desarrollados cuidosamente por el alto comando de Truman para desplegar y
utilizar armas nucleares en la península coreana.)
Truman no le dio tiempo a
MacArthur para escenificar una grandiosa renuncia. En abril de 1951, lo
despidió a través de la radio tarde por la noche, anunciando que “con
profundo pesar he concluido que el general del ejército Douglas MacArthur no
está en condiciones de dar su apoyo entusiasta a las políticas del gobierno
de EE.UU. y de la ONU en asuntos que tienen que ver con sus deberes oficiales.
En vista de las responsabilidades específicas que me son impuestas por la
Constitución de EE.UU.… he decidido que debo hacer un cambio en el comando
en el Lejano Oriente. Por ello he relevado al general MacArthur de su
comando.”
Es obvio que McChrystal se
pasó concluyentemente de la línea en su discurso en Londres en el Instituto
de Estudios Estratégicos cuando descartó desdeñosamente la estrategia de
contraterrorismo de “huella pequeña” propuesta por el vicepresidente Joe
Biden y el senador John Kerry, diciendo que ésta llevaría a convertir a
Afganistán en Caos–istán. El Consejero Nacional de Seguridad de Obama,
general Jim Jones declaró que habría sido mejor si las críticas de
McChrystal hubieran llegado a través de la cadena de comando del Ejército.
Fue el momento en el que Obama debería haber despedido a McChrystal por la
misma ofensa de MacArthur –insubordinación y desafío del control civil de
la política militar.
McChrystal no es un héroe de
la guerra, como McArthur. La gente ansía alguna evidencia de que Obama tiene
acero en su alma. Alto riesgo, tal vez, pero potencialmente un inmenso golpe a
favor de Obama en un momento político cargado, también una salida vivaz de
la humillación del fracasado viaje de apoyo a Copenhague a fin de obtener los
Juegos Olímpicos de 2016 para Chicago. Obama no hizo nada, excepto molestar a
su base liberal al decir que la retirada no es una opción. Los expertos
explicaron solemnemente que en vista del disgusto de los demócratas ante la
guerra en Afganistán –respaldado por la fuerte hostilidad popular–, Obama
podría tener que dirigirse a los republicanos a fin de obtener los votos para
las asignaciones necesarias de dinero.
Es demasiado tarde para una
revisión política sensata. Ha habido dos momentos en los últimos 40 años
en los que la vida podría haber mejorado para los afganos de a pie, sobre
todo las mujeres. El primero vino con el régimen de izquierda reformista de
fines de los años setenta, destruido por los señores de la guerra con
respaldo de EE.UU. El segundo llegó con la evicción de los talibanes por
EE.UU. en 2001–2002, que fue bienvenida por numerosos afganos. Pero en este
momento del juego, simplemente por definición, ninguna intervención
estadounidense en el exterior puede ser otra cosa que un terrible desastre,
usualmente bañado en sangre.
EE.UU. ya ha recibido
demasiados favores de los señores de la guerra de la Alianza del Norte. El
aparato de “construcción de la nación” de EE.UU. es irreversiblemente
corrupto, con una red de consultorías de 250.000 dólares al año, contratos
entre conocedores, y más allá de eso una participación de facto en la
industria de la droga que ahora suministra la mayor parte de la heroína y el
opio de Occidente.
No hay una luz posible al
final de ningún túnel. La guerra de robots mediante misiles Predator y otros
instrumentos en el arsenal enfurece a todos los afganos, mientras fiestas
matrimoniales se vuelan en mil pedazos cada fin de semana. Ahora, con más
soldados y mercenarios en Afganistán que durante el clímax de la presencia
militar rusa, la probabilidad de que EE.UU. juegue un papel constructivo a
largo plazo en Afganistán es nula. La presencia de EE.UU. es sólo un afiche
de reclutamiento para los talibanes.
Pero Obama se ha rodeado de
la misma especie de intelectuales que persuadieron a Lyndon Johnson para que
destruyera su presidencia escalando la guerra. Están por lo menos tan locos
como el propagandista bíblico que escuché la semana pasada en la radio de mi
camioneta mientras conducía sobre el paso Tehachapi en la ruta 58, entre
Barstow y Bakersfield. Harold Camping, presidente de Family Stations Ministry
explicaba pacientemente que el plan de Dios era terminar el mundo inundándolo
el 21 de mayo de 2011, superando así el fin del calendario maya, 21 de
diciembre de 2012. En la perspectiva bíblica, el 21 de mayo de 2011 es el fin
del mundo. Los elegidos serán salvados, el resto perecerá, sin que siquiera
se le otorgue una pequeña oportunidad como a los habitantes de Nínive. La
voz de Camping sonaba calma y aparentemente racional, sin duda como las de
esos hombres y mujeres que informan a Obama. Un incrédulo llamó, subrayando
que creía 100% en la veracidad de cada línea en la Biblia, ¿pero cómo
explicar el verso 4 del salmo noventa? “Mil años, para ti, son como el día
de ayer, que ya pasó; son como unas cuantas horas de la noche.” ¿Por qué
se había permitido el divino autor la ambigüedad de un símil? Camping se
lanzó confiadamente a la numerología bíblica: Dios reveló a Noé en el año
4990 AC que habría todavía 7 días hasta que el diluvio de las aguas
estuviera sobre la tierra. Si se sustituye 1.000 años por cada uno de esos 7
días, tenemos 7.000 años. Y si proyectamos 7.000 años hacia el futuro desde
4990 AC, llegamos al año 2011 DC. 4990 + 2011 = 7001. Nos aconsejó que
recordáramos, que cuando se cuenta desde una fecha en el Antiguo Testamento
hasta una fecha en el Nuevo Testamento, siempre hay que sustraer un año
porque no hay un año cero, lo que resulta en: 4990 + 2011 – 1 = 7000 años
exactamente.
Pero, ¿el 21 de mayo? El 21
de mayo de 1988, Dios dejó de utilizar las iglesias y congregaciones del
mundo. El Espíritu de Dios abandonó todas las iglesias y Satanás entró a
las iglesias para gobernar desde ese momento. La Biblia decreta que ese período
del juicio sobre las iglesias durará 23 años. 23 años completos
(exactamente 8.400 días) sería desde 21 de mayo de 1988 hasta 21 de mayo de
2011. Camping se esforzó por recordar a su amplia audiencia global que esta
información fue descubierta en la Biblia de un modo completamente separado de
la información sobre los 7.000 años desde el diluvio.
En ese momento, los contornos
geológicos del paso Tehachapi interrumpieron la señal de la radio y pronto
me vi descendiendo hacia el infierno de la puesta del sol sobre Bakersfield.
¿Está más loco Camping que los auguradores que han estado asesorando a
Obama respecto a su política afgana? ¿Es su devota audiencia más crédula
que el presidente?
La semana pasada Obama invitó
a republicanos y demócratas a la Casa Blanca para un estudio ulterior de las
opciones. Obama ha dejado que los eventos lo sobrepasen, exactamente como
permitió que el debate sobre la política sanitaria se saliera de su control
en el verano y principios de otoño. Apuntará a alguna especie de
semicompromiso letal sobre los refuerzos, alimentando a la derecha y
enfureciendo a sus partidarios liberales. Dentro de un año pagará la pena en
las elecciones de mitad de período, tal como le pasó a Clinton.
(*)
Editor de CounterPunch.