Como cada año llegó el ritual: la Acción de Gracias tal y como la instauró
en 1863 Abraham Lincoln. La reunión con familia y amigos;
el pavo, la salsa de arándanos y el pastel de calabaza…
Llegó también, como cada último jueves de noviembre, uno
de los días en que se hacen más horas de voluntariado en
comedores de beneficencia. Este año parece haber más
trabajo que antes.
El hambre en EEUU ha alcanzado unas cotas calificadas como «perturbadoras»
por el presidente, Barack Obama. Según el Departamento de
Agricultura, 17 millones de hogares –o 49 millones de
estadounidenses, el 15% de la población– tuvieron
dificultades en el 2008 para poner comida en sus mesas. En
la cifra, se incluyen 17 millones de niños, o uno de cada
cuatro. Es una situación no solo peor que la del año
pasado: es la peor de los últimos 14 años.
Nueva York no es diferente al resto del país. Millón y medio de
neoyorquinos (o el 19% de los habitantes de la urbe) viven
bajo el nivel de pobreza, con ingresos de poco más de
11.000 euros al año para una familia de tres miembros. De
esos, más de un millón –incluyendo 350.000 niños y
140.000 personas de la tercera edad– confían para
alimentarse en comida de emergencia facilitada por las
llamadas soup kitchens o food pantries. Y su situación se
hace más incómoda aún si se piensa que los 56
neoyorquinos más ricos acumulan 27 veces el dinero que
sumarían juntos ese millón y medio de pobres. 56
individuos. 27 veces más que un millón y medio de
personas.
Datos
demoledores
Los datos del New York Food Bank, una de las principales organizaciones que
luchan contra el hambre en Nueva York, son demoledores. En
una ciudad en la que en cinco años el coste de la comida ha
subido un 22%, más de un tercio de quienes acuden a
organizaciones y bancos de alimentos caritativos tienen que
elegir entre pagar la comida o el alquiler. Anda también
por encima del 20% el porcentaje de quienes eligen entre
comprar comida o pagar por medicinas o atención médica.
Hay este año algún destello de esperanza. En los últimos meses, soup
kitchens y food pantries han aliviado un poco sus propios
apuros económicos gracias al paquete federal de estímulo,
que en la ciudad de Nueva York se ha traducido en unos 30
millones de euros más para alimentación de emergencia.
Pero se trata de una solución con fecha de caducidad, pues
la inyección de fondos ha sido una cuestión puntual.
Mientras, el número de gente que acude a ellos muestra un
problema sistémico: la demanda en estos comedores, a los
que acuden mayoritariamente personas que no reciben
beneficios públicos o inmigrantes sin papeles, ha crecido
casi un 21% en un año.
Ayer, entre quienes acudieron a ayudar al Ejército de Salvación a repartir
10.000 comidas (9.200 más que el año anterior) había 300
empleados de Goldman Sachs. Quizá intentaban exorcizar el
demonio de primas y bonos de Wall Street que encarna su
banco. Fuera como fuera, hacían falta sus manos. Y quizá
era la mejor forma de darse cuenta de lo que el senador
estatal Charles Schumer ha dicho de una forma simplista pero
cargada de verdad: «El hambre es una cosa horrible».